"Ven, ven, y con el vino, durante un rato, seremos ruinas y tal vez, entre esas ruinas, un tesoro hallaremos".
Hafez Shirazí, Entre las ruinas
En esta entrada selecciono un fragmento del artículo publicado en el nº 0 de la revista Mundo Iranio escrito por Antoni Gonzalo Carbó, profesor de la Universidad de Barcelona. En él su autor nos descubre algunos aspectos del simbolismo sufí que pueden encontrarse en el cine contemporáneo iraní, que, gracias al reconocimiento obtenido en algunos festivales, ha gozado en los últimos años de gran difusión por toda Europa. En la filmografía de Abbas Kiarostami, Darush Mehrjui y Alireza Raisian el desierto y las ruinas simbolizan el lugar de la extinción o abandono del yo en el "umbral del Amado", de la liberación de sí mismo a traves de la "muerte" voluntaria, temas recurrentes en la literatura mística persa. Taberna (lugar de la embriaguez) y desierto en la lengua persa se expresan con la misma palabra, jarabat, interpretada por los sufíes tanto una como otra como "el lugar que nos enfrenta a lo desconocido y se oculta el Bienamado". La ruina, la casa abandonada, escenario donde se ocultan los más preciados tesoros de lo que permanece oculto, simboliza también al peregrino que despojándose de sí, encuentra en su interior lo más valioso.
El desierto de la no-imagen y las ruinas de la annihilatio en el cine de Kiarostami, Mehrjui y Raisian (fragmento)
Por
Antoni Gonzalo Carbó
Por
Antoni Gonzalo Carbó
Una miniatura que ilustra la historia de Leyli o Maynum (Laila y Majnun) del poeta místico Ilyas b. Yusuf Nezami Ganyavi (Nizami) (m. c. 570-610 / 1174-1222), pintada por Qasem 'Ali, un discípulo del maestro de la pintura persa Kamal al-Din Behzad (c. 1460-1535), describe la visita de Salim a Maynun en el desierto donde éste vive en armonía con los animales salvajes. Casi dos terceras partes de la composición pictórica representan el desierto blanco en el que se halla Maynun, símbolo, según la exégesis sufí, de la autoaniquilación del alma vital. El cielo es, significativamente, de color oro, tipificando así la transmutación alquímica interior. A diferencia de otras versiones del mismo motivo, Qasem 'Ali ha suprimido toda la vegetación, salvo la que bordea el río, en el extremo derecho de la composición, de color verde malaquita, realizando aquí un verdadero oasis en el desierto, símbolo de la resurección. El artista ha concedido una importancia especial al paisaje yermo de vegetación, a la arena blanca.
Los personajes, Leyli y Maynun, son los arquetipos: ella de la amada perfecta y absoluta, y él del amor loco y trágico. Maynun representa la empresa amorosa y espiritual, el momento en el que el amante accede a la superación de toda identidad, superación que sólo puede conducir a la fusión completa, a la percepción de la unidad indivisible del amante y el Amado. Pero para acceder al vaciamiento de sí, a este grado de despojamiento que conduce a la fusión amorosa, Maynun atraviesa, literal y metafóricamente, el desierto; esta es la razón por la cual, en literatura persa, él tipifica tanto la figura del loco inspirado de amor como la del asceta por excelencia: habiendo renunciado al mundo, desnudo en el desierto, no come ni duerme, absorto en la contemplación interior de su amor, en oración perpetua.
Esta miniatura encuentra su réplica contemporanea en una secuencia del filme de Daryush Mehrjui (Teherán, 1939) titulado Pari (1994), en el que la protagonista del mismo, Pari (la actriz Niki Karimi), para encontrar reposo a su angustia vital, abandona Teherán en dirección a Isfahán. Pari es una joven estudiante de literatura en una universidad de Teherán que sostiene un combate con su propio yo y que sufre una crisis espiritual después del relato de un místico del siglo V de la hégira (s. XI) que lo perdió todo en el fuego. El libro -un texto sufí titulado soluk (el viaje espiritual)- es un legado de Assad, su hermano mayor, que se suicidó prendiéndose fuego. Pari, sin proponérselo, tiene visiones en las que, de forma inesperada, se le aparece dicho maestro derviche. El libro le sirve de guía para experimentar un ahondamiento interior. Mientras Safa, su segundo hermano permanece retirado en su tierra, Dadasi, el hermano más pequeño, intenta disuadirla de seguir el camino de Assad y resucitar su gusto por la vida.
En Isfahan, este oasis que linda con el desierto, Pari descubrirá que su desasosiego no es más que el acuciante deseo ardiente interior. Cerca de Isfahán, en la estación de autocares, atraída por la misteriosa luz que se filtra por una de las entradas, sale para contemplar el paisaje yermo iraní, el desierto blanco. Pari se halla entre los restos de automóviles desguazados cubiertos por la arena -símbolo, como su chador, de la mortificación del alma sensitiva (nafs, jod). Frente a esta perspectiva luminosa respira profundamente, aliviada de la aflicción que le oprimía. Ante el desierto ella contempla lo que no es visible, la imagen de la presencia-ausencia de lo Real.
En Istgah-e-matruk (La estación abandonada, 2002), una película de Alireza Raisian (Teherán, 1955), es también en el desierto, en el compartimento de un tren abandonado -símbolo de las ruinas en las que se esconden los más preciados tesoros de lo oculto-, donde Mahtab (la actriz Leyla Hatami, imagen derecha), la joven peregrina, se volverá invisible a quienes la buscan en este mundo de los sentidos: a este estado los sufíes lo llaman Hozur va geybat, presencia cerca de Dios y ausencia de sí mismo, o a la inversa. La disciplina del vacío consiste en volver el corazón translúcido, tan ausente a él mismo como invisible frente a toda existencia de la luz. Ser el testimonio discreto de la existencia divina es ausentarse de sí mismo para ser como el vídrio, existente y, no obstante, invisible. El blanco dominante es, en ambos filmes, simultáneamente, vacio y lleno a la vez, el indicio autosuficiente de una presencia impenetrable: el vacío irrepresentable del totalmente Otro.
El viajero que haya recorrido las tierras de Irán ha podido comprobar que los paisajes, tal como muestran los filmes del reconocido cineasta iraní Abbas Kiarostami (Teherán, 1940), casi en todas partes tienen el color de la tierra: vastas extensiones de una austeridad monócroma ocre (las colinas yermas de ¿Dónde está la casa del amigo?, 1987, El sabor de las cerezas, 1997, o El viento nos llevará, 1999), apenas salpicadas de manchas de verdor. El paisaje, en la obra de Kiarostami, es el espacio privilegiado de la manifestación de lo sagrado. Los indicios discretos de una presencia de lo sagrado en el mundo son de dos órdenes en sus filmes. El mundo tiene un doble fondo, como si el mundo visible tuviera un forro invisible, generando una inquietud en cuanto a la unicidad misma del paisaje. El paisaje en sus filmes, está amenazado en su unidad por un revés oscuro, por fuerzas invisibles, subterráneas. A Kiarostami le es difícil negar la presencia, en sus filmes, de estos momentos epifánicos discretos donde la presencia de lo absoluto sopla sobre el mundo.
El desierto ejemplifica la tierra yerma desconocida del totalmente Otro, es la proyección ejemplar de la nostalgia del Amigo, la Gran Ausencia presente, no-lugar que exige un despojamiento total, el allende que permite la fuga mundi, el lugar de recogimiento y, sobre todo, el de la profundidad: "el desierto interior" (Atanasio). El verdadero desierto se mantiene oculto en el seno de la dimensión interior. El desierto interior, el desierto de los hombres prendados de lo Absoluto, es silencioso. Tal como nos recuerda Michael Certeau, los místicos viven en un paisaje de ruinas, de pérdida absoluta.
Los paisajes desérticos de Kiarostami y Mehrjui son la imagen de una realidad ausente. Así pues, lo invisible se manifiesta igualmente en el arte, no menos que lo sagrado, que oculta su objeto. El secreto no confesable se descubre en el ocultamiento de su revelación y se oculta en el descubrimiento de su ocultación. Se trata, en definitiva, de la conservación del secreto por medio de su revelación. La "gavilla de secretos" ('Attar), lo Real invisible, se muestra ocultándose, "un signo que no es ni patente ni oculto": espacio en blanco que constituye la imagen de la no-imagen.
El desierto muestra un presencia in absentia, presenta la presencia en tanto ausente, deserción, el retiro en el que esa presencia se mantiene, la región de la presencia ausente que en otro tiempo llamaban lo sagrado: la invisibilidad del dios retirado en su unicidad. El desierto es una "imagen de la divinidad", la cual sólo puede aparecer en virtud de un retiro, de un retiro acogedor. Tanto la miniatura del British Museum como el plano de la película de Mehrui constituyen la expresión de la figura de la ausencia -la "imagen de la no-imagen" (naqs-bi-naqs) del "haz de secretos" ('Attar), la "forma sin forma" (surat-bi-surat) original del mundo de lo invisible (Rumi)-, plasmada en ambos casos por la blancura cegadora del desierto.
El rostro sin rostro, la imagen de la no-imagen, la forma sin forma, son expresiones que designan una especie de teofanía numinosa de la Nada, el centro invisible del Ser. Yalal al-Din Rumi /m. 672/1273), considerado como uno de los más grandes poetas místicos persas, lo expresa en los siguientes versos:
"Cuando voy al desierto, el oasis es El (...)
Cuando miras aún más allá, allende de tu más allá, esta Él (...)"
En la película de Mehrjui, así como en El viento nos llevará (1999) de Kiarostami, se evoca la gran prohibición monoteísta: el monoteísmo es ante todo la retirada de lo divino al fondo de una presencia ausencia (deus absconditus). Esta Ausencia hace intensa la presencia de una ausencia en tanto que ausencia. El secretum -el "guardar-en-secreto", de lo absconditus, sinónimo de secretum (separado, retirado como sustraído a la vista)- no puede aparecer, sino en cuanto comience a perderse, a divulgarse, así pues, a disimularse, como secreto mostrándose. La Faz de Dios se sustrae para siempre al mostrase.
El bello plano final de El viento nos llevará, en el que vemos el hueso que Behzad ha arrojado al agua desplazándose por los meandros del río, se descubre como un soporte de meditación sobre la muerte, pero también de resurrección, dado que el agua constituye un símbolo de purificación. A su vez, la verde vegetación de la orillas del cauce, tal como se muestra asimismo en el epílogo de El sabor de las cerezas, constituye el símbolo de la regeneración, del doble nacimiento. La secuencia nos hace pensar en otras dos de Mizoguchi y Mehrui que hacen referencia igualmente a las ruinas del yo: respectivamente, la de la desdichada Ayako (Naniwa ereji) observando los desechos que flotan sobre las aguas del río, y la ya mencionada de Pari (Pari) contemplando los restos de vehículo enterrados por la arena del desierto.
El desierto muestra el espacio paradójico del decir y desdecir, de lo visible y lo invisible. La paradoja es la palabra del límite, la de la muerte del místico y, en este sentido, la palabra originaria por excelencia, donde la muerte se revela como fundamento de la vida. Rumi lo refleja en los siguientes versos:
"Nuestro desierto no tiene límites, nuestros corazones y almas no tienen reposo.
El mundo entero está lleno de imágenes y formas:
pero de estas imágenes ¿cual es la nuestra?"
Sin embargo, Él es un camino, secreto pero visible, pues el Bienamado -según Rumi- es: "Manifiesto y oculto como una imagen del alma". Este desierto (jarabat) que no tiene límite es la taberna (jarabat), la pura Unidad del propio Amado, tal como bien expresan los siguientes versos del poema místico Golsan-e-raz (Rosaleda del misterio) -(conocida también como El jardin del misterio) del maestro persa Mahmud Sabestari (m. 720/1320):
"La taberna es el santuario del no-lugar. El frecuentador de la taberna está desolado en un lugar desolado, en su desierto el mundo es un espejismo. Este desierto no tiene fin o límite, nadie ha visto su principio ni su fin."
La palabra jarabat designa literalmente una construcción en ruina fuera de la ciudad en la que uno se reúne a escondidas para darse al vino y a la lujuria. Pero puede ser también un lugar en ruinas, "morada arruinada", donde un tesoro oculto está por descubrir. La Rosaleda del misterio nos enseña que las Ruinas son el lugar de los que se han liberado de sí mismos, la estación de los enamorados despreocupados, el umbral de Aquel que no tiene lugar, el desierto en el cual aparece el espejismo del mundo. Puesto que cada forma es, en un sentido, idéntica a su significado, la imagen del Amado no es otra que la Realidad del Bienamado.
Es verdad que a veces Sams al-Din Mohammad Hafez (m. 791/1389), el contemplativo visionario, uno de los más grandes poetas místicos persas, ha tenido, alrededor de la palabra, reminiscencias del zoroastrismo. Es más verosimil que Hafez conociera lo que todo el mundo sabía de su tiempo, a saber, la manera como Sabestari había tratado la palabra en su espléndido tratado. La ruina ha significado para él la ruina del "yo" (jarabi, "estado arruinado") en un trabajo de liberación de sí que conduce a la embriaguez del amor. Como imagen, es la taberna en la cual el vino revela sus virtudes hundiendo al bebedor ebrio. El final o la culminación de la taberna es la morada del anonadamiento en la Esencia, donde la esencia de todo cuanto existe es disuelta y extinguida en la Esencia sagrada de Dios. A Dios pertenece todo cuanto existe en el cielo y en la tierra, y a Él vuelve todo (Corán 11:123). En realidad, el morador de la taberna es aquel que se ha liberado de sí mismo y se ha perdido en el reino del anonadamiento. "La taberna es un mundo libre de imágenes", "imagen de la no-imagen" (naqs-bi-naqs), "el umbral del no-lugar (la-makan)" (el "haz de secretos"). Es decir, la taberna, que representa la morada de la Unidad divina, al ser el nivel del anonadamiento y de la disolución de toda forma e imagen, es un mundo sin imágenes, un nivel libre de toda forma, sensorial o fenoménica, imaginal o arquetípica. La ruina puede ser asimismo la imagen del cuerpo arruinado por la ascesis o por la espera amorosa, y en el cual la luz divina puede advenir sin obstáculo. La ruina, en otro contexto, es a su vez la imagen de este mundo de abajo.
La casa, imagen sufí del alma sensible, de la existencia carnal, deberá ser derruida para acceder al desierto que es la imagen vacía de ese más allá de la Imagen. La casa en ruinas del peregrino totalmente vaciado de sí mismo (entwerdwn), como lo expresa el bello término del alemán medieval. Según Rumi, la morada del amante -el amor verdadero- trae el desastre sobre el amante y él le da la bienvenida:
"He hecho un viaje a través del desierto de tu amor buscando algún indicio de que tú puedas unirte a mí. He visto en cada casa al pasar a lo largo del camino los cadáveres esparcidos de aquellos que marcharon antes que yo."
Su expresión en el cine la encontramos en la autoinmolación prendiendo fuego a su propia casa que consuma el hermano mayor de Pari, símbolo de la destrucción del alma carnal (en la imagen fotograma de Sacrificio de Andrei Tarkovski). En la radicalidad del abandono absoluto a Dios, el viajero deja su casa desierta y abandonada o destruida por el fuego o por la inundación -ambos símbolos del poder destructor del amor. Como en la espiritualidad cristiana, en la que el desierto se emplea para describir la experiencia mística de la unión con el Misterio, en la espiritualidad islámica el desierto es el paso hacia la unión del Amado. Los místicos musulmanes se refieren al desierto como el escenario del amor, creando compuestos que todos significan "el desierto del amor". Otros compuestos como "el desierto del anhelo", "el desierto de la aniquilación", "el desierto de la elección", también son recurrentes en la poesía de amor persa. Es más, el desierto es a menudo empleado por poetas como Attar y Sana'i como símbolo del arduo y azaroso viaje en la vía mística. El motivo a menudo va unido al del peregrino del amor: el peregrino del amor vaga a través del desierto, buscando la guía (tanto física como espiritual). Tal como escribe Hafez:
"¡Oh guía!, por el amor de Dios, confiere ayuda en el camino del santuario (del amor),
porque el desierto del amor no tiene fin en el horizonte (es en absoluto visible)."
El desierto yermo es una de las últimas etapas antes de la estación final. Pari, como Maynun, encuentra en el desierto una vislumbre del Paraíso estando aún en la tierra. Los poetas persas repetidamente aluden al desierto como un lugar de revelación divina. El desierto -escribe Rumi- es la verdadera casa del amante, que lo pierde todo por amor:
"Quiero ir deprisa, deprisa, para alcanzar a los jinetes; quiero volverme inexistente, convertirme en nada, para llegar al Amado.
Me siento jubiloso, jubiloso. Soy una chispa de fuego. Quiero quemar mi casa y viajar al Desierto."
El artículo continúa pero lo dejo aquí, creo que puede ser suficiente para hacerse una idea de lo esencial. Mientras lo transcribía empezó a sonar en mi cabeza la melodía de un tema de la mexicano-estadounidense Lhasa de Sela (1972-2010), cantante y pintora con una carrera corta pero intensa que despertó mi interés hace ya tiempo. Es una canción escrita e interpretada por ella en la que el desierto es protagonista. Ahora, al oirla en el CD después de algunos años, presto atención a la letra. En ella se refiere al desierto como "centro de la nada", lugar al que llega con el "alma prendida en fuego" (el alma sensible podemos entender), buscando apartarse de los sinsabores de lo que parece un amor frustrado o imposible, o, quizás, para huir de sí misma anhelando encontrar allí la paz que reclama. Creo que es un gran tema al que su autora pone una voz que no deja indiferente. Me gustaría finalizar con él la entrada, tiene por título El desierto, y si os apetece en este vídeo de youtube la podeis escuchar y ver algunas de sus pinturas en un pequeño homenaje que se le hizo:
http://www.youtube.com/watch?v=g89Art4LxlI
Lecturas:
Antoni Gonzalo Carbó Revista Mundo Iranio nº 0 pags. 23-32
Hafez Shirazí 101 poemas Ediciones del Oriente y del Mediterranéo 2004
Mahmud Shabestari El jardín del misterio Editorial Nur 2007
Alberto Elena Abbas Kiarostami Cátedra 2002
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