Mathias Grünewald, Resurrección (1512-1515)
"Cristo ha resucitado de entre los muertos;
con la muerte ha derrotado a la muerte
y a aquéllos que yacían en los sepulcros
les ha dado vida".
Himno pascual
"Llama portadora de luz, la carne de Dios, bajo tierra disipa las tinieblas del infierno. La luz resplandece entre las tinieblas".
Orígenes
Michel Henry interpreta la Resurrección de Mathias Grünewald, pintura que forma parte del retablo de Issenheim, inspirándose en los ensayos donde Kandinsky desarrolló una teoría a partir de su personal experimentación con el color y las formas pictóricas. Es esta una interpretación mística donde el simbolismo cromático adquiere protagonismo para poder asistir -recordando lo que diría también sobre esta obra Karl Huysmans-, "a la representación de la divinidad, que arde al tiempo que la vida, a la formación del Cuerpo Glorioso escapando poco a poco de la cáscara carnal, que desaparece en medio de esa apoteosis de llamas que surge de ella y de la que es núcleo incandescente". Podríamos añadir, siguiendo estas palabras, que la pintura de Grünewald aparece como una imagen de transformación y transformadora, donde muerte y resurreción se nos presenta de forma simultánea, centro inmóvil al tiempo que perímetro fugaz de "el girar de la Rueda de la Vida", extinguiéndose al tiempo que refulge, triunfante, en permanente estallido de luz. Luz del círculo de la eternidad que tiene como canal de conexión la herida, algo que puede parecer es anunciado por el modo como Cristo exibe tan notoriamente las palmas de sus sangrantes manos. Dentro de la mística, tradicionalmente la herida aparece simbólicamente como puente entre los mundos de la realidad trascendente y la realidad interior, así como vínculo mediador entre el espíritu y la carne, motivo que lo podemos encontrar expresado en formas poéticas, entre ellas este verso de Rumi: "La herida es el lugar por donde entra la luz en tu interior".
Ver lo invisible
(fragmento)
Por
Michel Henry
(...) Consideremos ahora la parte derecha de la cara anterior del retablo de Issenheim: la Resurrección. La idea de que se trata de la figuración de cualquier realidad exterior es tan absurda que no necesita discusión. ¿Quién, hay que volver a preguntar, habría podido ver tal espectáculo? Nosotros, se dirá, que estamos en el museo de Unterlinden apostados ante la tabla. Pero ¿cual es la naturaleza de esa visión y qué es lo que en verdad ve? Los objetos del mundo real se definen en el plano de la sensibilidad por sus colores y sus formas sensibles. Este largo rectángulo verde es una pradera, esa serpiente que reluce y zigzaguea en medio de ella es un río, esa superficie blancuzca, atravesada por oberturas regulares, es la fachada de una casa. Si se observa el retablo, el sudario de Cristo que sube con él contrariamente a todas las leyes de la gravedad no es en cualquier caso nada definible por su color, que se transforma mágicamente ante nuestros ojos, deslizándose, por encima de la tumba, de un blanco azulado, cuyos degradados obedecen todavía a las relaciones que definen el tono local, a un violeta cada vez más intenso a medida que se eleva en volutas aéreas, al rojo fuego cuando envuelve a la persona de Cristo y, finalmente, a una especie de amarillo que parece abolirse bajo su propio exceso cuando, cayendo sobre los hombros y el torso del cuerpo glorioso,se confunde con él y no es ya sino pura luz.
Blanco era, según Kandinsky, el color de antes de las cosas, el lugar de lo posible, donde todo puede nacer, donde todo nacerá. El azul marca una distancia, la curva del sudario que se ahueca ante nosotros, se aleja un poco antes de levantarse de nuevo bruscamente, atrapado por encima de nosotros por la aspiración del Cuerpo victorioso. Rojo, rojo brillante es ese cuerpo. Rojo es el color de la Vida, testimonio decía Kandinsky, de "una inmensa e irresistible potencia", de "una madurez masculina girada sobre todo hacia sí y para la que no cuenta el exterior". Esta autoafirmación de la vida en la embriaguez y la certidumbre de su fuerza es, pues, ese rojo que se lanza como una llama, es lo que vemos en la tabla de la Resurrección.
Preguntábamos: ¿qué significa ver y qué es exactamente lo que se ve? Podríamos añadir: ¿cómo se puede ver la vida, la vida, que es lo invisible? Ver quiere decir, según los principios de la abstracción, experimentar el pathos del color que se ve, ser la realidad de ese pathos, de la Vida. El retablo de Issenheim no representa la vida, nos la da a sentir en nosotros, allí donde ella está latente desde siempre, mientras arde, arde en sí mismo y en nosotros, el Rojo de la Resurreción.
Pero ese Rojo se ilumina y se vuelve amarillo cuando, desgarrándose, el sudario deja surgir el cuerpo desnudo del Resucitado. "El Rojo claro caliente (Saturno) tiene una cierta analogía con el amarillo medio (en cuanto que pigmento, contiene una dosis apreciable de amarillo). Fuerza, fogosidad, energía, decisión, alegría, triunfo, todo eso es lo que evoca. Suena como una fanfarria en la que domina el sonido fuerte, obstinado, inoportuno de la trompeta."
Alrededor de la explosión radiante, lo que queda del mundo, algunos objetos. Los soldados proyectados por la onda expansiva, los peñascos barridos por ella -como la piedra del sepulcro que se rompe para abrir paso al Salvador- han perdido todo color identificable, no son más que el reflejo de ese Rojo brillante de la Vida, pedazos dispersos arrastrados por su torbellino.
¿Hay que hablar también de las formas? La formidable vertical que atraviesa la composición de abajo arriba reduce el Plano Original a dos regiones. Cuatro bandas horizontales -el montón confuso de dos soldados derribados y piedras en el primer plano, el extraordinario recorte del tercer guerrero que ha saltado por el aire, casco por delante, arrancado como una brizna de paja a la gravitación, el rectángulo masivo de la roca más alta semejante a una transversal de Rothko, los brazos abiertos y solemnes de Cristo, por último, inscritos en el círculo de la eternidad- no sirven más que para exaltar el surgimiento irresistible, la irrupción triunfal de la Vida.
Lecturas:
Michel Henry, Ver lo invisible 2008
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