(...) Hemos llegado a una fase en la que estamos cansados de las grandes erecciones en piedra, y empezamos a comprender que es mejor mantener la vida en la fluidez y el cambio que intentear sujetarla en los monumentos pesados. Los grandes pesos sobre la superficie de la tierra son solamente pesadas erecciones del hombre.
Los etruscos hacian templos pequeños, como casitas, sólo de madera. Pero, fuera, tenían frisos y cornisas y crestas de terracota, de modo que la parte superior del templo debía parecer como hecha de terrizo con placas de terracota limpiamente encajadas, avivadas por imágenes modeladas y pintadas en relieve: alegres seres danzantes, hileras de patos, caras redondas como el sol, y caras con muecas sacando una punta de lengua; todo vivo, y fresco, y sin ánimo de imponer. El conjunto, pequeño y primoroso en sus proporciones, y fresco, de algún modo encantador en vez de impresionante. Se diría que hubo, en el instinto etrusco, un auténtico deseo de preservar el humor natural de la vida.
(...) Las efigies de los muertos sobre las tapas de los sarcófagos se yerguen como en vida, apoyadas en un codo y mirando de frente con orgullo y gravedad. Si se trata de un hombre, su cuerpo está expuesto hasta justo debajo de su ombligo y sostiene en la mano la sagrada patera, o mundum, la bandeja redonda con una bolita en el centro que representa el germen redondo del cielo y la tierra. Incorpora también el principio generador de la célula viva, con su núcleo, que es e indivisible Dios del comienzo, y que, como eterna fuerza animadora de todas las cosas, también se divide y subdivide de tal modo que se convierte en el sol del firmamento, y en el loto de las aguas subterráneas, y en la rosa de toda existencia en la tierra; y el sol mantiene su propia fuerza animadora, incólume por siempre; y hay una fuerza animadora viviente de la mar y de todas las aguas; y todo ser vivo posee su fuerza animadora inquebrantable; de modo que cada hombre tiene su propia fuerza animadora, cuando es niño, y, cuando es viejo, sigue teniéndola: es como una chispa, como un electrón de vida que ni ha nacido ni morirá. Y eso es lo que simboliza la patera, que puede florecer como una rosa como un sol pero sigue siempre igual, como germen central en el plasma de la vida.
(...) En la tumba de la caza y la pesca encontramos una de esas frecuentes escenas etruscas de banquetes de los muertos. El hombre muerto, está reclinado en su litera de banquete con un achatado recipiente de vino en la mano apoyado sobre el codo, y a su lado, también medio alzada está reclinada una hermosa y enjoyada dama de elegante ropaje, con la mano izquierda, parece, puesta en el pecho desnudo del hombre y sosteniendo para él, con la mano derecha, la guirnalda: la guirnalda de la festiva ofrenda femenina. Detrás del hombre está un muchacho desnudo, que quizá interpreta música y otro llena una jarra con vino sacado de una hermosa ánfora o jarro de vino. Al lado de la mujer hay una doncella, aparentemente tocando la flauta; alguna mujer devía tocar la flauta en los funerales clásicos; y más allá están sentadas dos doncellas con guirnaldas, una de ellas vuelta para mirar a la pareja del banquete, la otra dando la espalda a todo y a todos. Más allá de las doncellas, en el ángulo, hay más guirnaldas y dos pájaros, quizá palomas.
La escena es natural como la vida y, sin embargo, está cargada de una arcaica plenitud de significado. Ése es el banquete mortuorio, pero al mismo tiempo tenemos ahí al hombre muerto disfrutando de un banquete en el submundo; pues el submundo de los etruscos era un sitio alegre. Mientras los vivos celebraban su fiesta puertas afuera, frente a la tumba del muerto, el muerto mismo se divertía del mismo modo, con una dama ofreciéndole guirnaldas y con escaciadores para servirle vino, allá en el submundo. Dado que la vida sobre la tierra era tan buena cosa, la vida allá abajo no podía ser más que una continuación de ella.
(...) ¡Que encantadras son todavía las pinturas de la tumba de la fiesta! La franja de figuras danzantes que recorre la habitación todo alrededor brilla de color, de frescor; las mujeres llevan finos vestidos de muselina a lunares y mantos de colores con finos ribetes; los hombres sólo llevan un manto suelto. La mujer báquica, salvajemente, echa atrás la cabeza y curva sus largos dedos fuertes; es salvaje pero se contiene por dentro mientras ese joven de cuerpo macizo gira asu alrededor, alzando su mano de danzarín, acercándola a la mano de la mujer hasta que los pulgares casi se tocan. Danzan al aire libre, frente a arbolitos, y corren pájaros, y un perrito de cola zorruna observa alguna cosa con la ingenua atención de los cachorros. La mujer siguiente danza con deleite salvaje, danza con todo su cuerpo, toda ella, con su flexible calzado y su manto orlado, con joyas en los brazos; y uno acaba por recordar el viejo dicho según el cual cada porción del cuerpo y del anima conoce la religión y está en contacto con los dioses.
(...) Así seguimos, tumba tras tumba, penumbra tras penumbra, divididos entre el placer de encontrar tanto y la decepción de que quede tan poco. Tumba tras tumba, y casi todo descolorido o consumido, o corroído por el álcali, o roto a propósito. ¡Fragmentos de personas en banquetes, extremidades que danzan sin danzarines, pájaros que vuelan en ninguna parte, leones cuyas cabezas devorantes están devoradas¡ En otro tiempo, todo era lustre y danza: la delicia del submundo; homenajes de vino a los muertos, y flautas tocando para la danza, y extremidades en remolinos y abrazos. Y se rendía honor, profundo y sincero, a los muertos y a los misterios. Eso va en contra de nuestras ideas; pero los antiguos tenían su propia filosofía del asunto. Dice el viejo escritor pagano: "Pues no habrá parte alguna de nosotros ni de nuestros cuerpos que no sienta la religión; y que no falten cantos para el alma, ni saltos y danzas para las rodillas y el corazón; pues todas estas cosas conocen a los dioses."
(...) Para el etrusco, todo vivía; el universo entero vivía; y era cosa del hombre el vivir en medio de todo eso. Tenía que aspirar la vida dentro de sí, tomándola de las vastas vitalidades errantes del mundo. El cosmos estaba vivo, como un enorme animal. Todo respiraba y latía. La evaporación ascendía como el aliento de las ventanas en la respiración de una ballena, bullía hacia arriba. El cielo la recibía en su seno azul, la respiraba y la estudiaba y la transmutaba antes de exalarla de nuevo. Dentro de la tierra salian alientos de otras respiraciones, vapores que procedian directamente del submundo físico viviente: exhalaciones que comportaban inspiraciones. Todo estaba vivo y todo tenía un gran alma, o anima; y, pese a haber una sola gran alma, había una miríada de vagabundas almas menores: cada hombre, cada animal, y cada árbol y lago y montaña y curso de agua estaba animado, tenía su propia conciencia peculiar. Y la tiene hoy.
El cosmos era uno, y su anima era una; pero estaba hecho de seres vivos. Y el mayor de esos seres vivos era la tierra, con su alma de fuego interior. El sol era tan sólo un reflejo, o un brote desgajado, o un brillante puñado del fuego interior. Pero en yuxtaposición a la tierra estaba la mar, las aguas se movían meditativas, poseedoras de una profunda alma que les era propia. La tierra y las aguas yacían lado a lado, juntas, y completamente distintas.
Así era. El universo, que era un único ente vivo con una única alma, cambiaba al instante, en cuanto uno pensaba en ello, y se convertía en un ser dual con dos almas, una ígnea y la otra acuática, mezclándose y separándose por siempre y sostenidas en un equilibrio último por la gran vida del universo.
Ésa era la idea que se hallaba detrás de todas las grandes civilizaciones viejas. Se hallaban incluso, medio transmutada, al fondo de la mente de David, y se exresa en los Salmos. Pero con David el cosmos vivo se convirtió meramente en un dios personal. Para los egipcios, y los babilonios, y los etruscos, no había en absoluto dioses personales. Eran sólo ídolos o símbolos. Era el cosmos vivo, vertiginosamene complejo hasta quitar el aliento, el que era divino, y sólo podía ser contemplado por el alma más fuerte, y sólo por momentos. Y tan sólo el alma sin par podía absorber en su interior alguna última llamarada de aquel sudor supremo. Entonces surgía, ciertamente, un rey divino, dador de vida, guía en la muerte. Pero protegían las puertas tanto de la vida como de la muerte. Guardaban los secretos y custodiaban el camino. Tan sólo unos pocos son iniciados al misterio del baño de la vida y del baño de la muerte: la laguna dentro de la laguna dentro de la laguna en cuyas aguas el hombre se hace más oscuro que la sangre, por la muerte, y más brillante que el fuego, por la vida; hasta que al fin, es de un regio escarlata como porción de vida viviente: puro bermellón.
La gente del pueblo no es iniciada a las ideas cósmicas ni al palpitante despertar a una conciencia más viva. Por mucho que se intente, no hay modo de que la masa de la gente palpite con plena conciencia. No pueden ir más allá de ser un poco conscientes. De modo que hay que darles símbolos, ritos y gestos, que les llenen los cuerpos de vida hasta colmar la capacidad que cada cual tenga. Darles más es fatal. De modo que el auténtico conocimiento debe guardarse de ellos, no sea que, conociendo las fórmulas, sin haber soportado en absoluto la experiencia correspondiente, se hagan insolentes e impíos y crean que ya lo tienen todo cuando lo único que tienen es un parloteo de monos. El conocimiento esotérico será siempre esotérico, puesto que el conocimiento es una experiencia no una fórmula. Pero es insensato desvelar las formulas. Un poco de conocimiento es de veras peligroso. Ninguna época lo demuestra tan bien como la nuestra. El parloteo de monos se ha convertido al fin en la más desastrosa de las cosas.
(...) Pero hubo una cosa básica que el pueblo etrusco no olvidó nunca porque estuvo en su sangre como estaba en la sangre de sus señores: el misterio del viaje de la salida de la vida, a la muerte; el viaje de la muerte y la estancia en el más allá de la vida. El asombro, en su alma, siguió dando vueltas al misterio de ese viaje y esa estancia.
Lo vemos en las tumbas: las angustias de lo maravilloso y vívida sensación palpitante en torno a la muerte. El hombre cruza desnudo y resplandesciente el universo. Despues llega la muerte: se zambulle en el mar, parte hacia el submundo.
Sirena etrusca
La mar es ese vasto ser vivo primordial que también tiene un alma, cuyas profundidades son la matriz de todas las cosas, la matriz de la que surgen todas las cosas y en la que luego serán absorbidas. Equilibrando a la mar está la tierra del fuego interno, de aquello que hay después de la vida, y antes de la vida. Mas allá de las aguas y del fuego último se halla sólo esa unicidad de la que el pueblo nada sabía: era un secreto que los lucumones guardaban para sí, como guardaban en sus manos el símbolo de su secreto.
(...) Los pájaros vuelan portentosamente en las paredes de las tumbas. El artista debe haber visto a menudo a esos sacerdotes, los augures, con sus corvos bastones con remates en forma de pájaro, observando desde algún sitio elevado los vuelos de las alondras o de las palomas a través de los cuadrantes del cielo. Leían los signos y los portentos, buscaban indicios con los que poder orientar el curso de algún asunto grave. A nosotros puede parecernos absurdo. Para ellos, los pájaros de sangre caliente volaban por el universo como los sentimientos y las premoniciones vuelan por el pecho del hombre, o como los pensamientos vuelan por la mente. En esos vuelos, los pájaros repentinamente alertados, o esos pájaros serenos que llegan de lejos, se desplazan envueltos en un aconciencia más profunda, en el complejo destino de todas las cosas. Y, puesto que todas las cosas se correspondían entre sí en el mundo antiguo, y que el pecho del hombre se reflejaba en el pecho del cielo, o viceversa, los pájaros volaban hacia algún portentoso punto de destino, tanto en el pecho del hombre que los miraba como en su propio itinerario en el pecho del cielo. Si el augur era capaz de ver a los pájaros volar en su propio corazón, entonces conocía también de qué modo volaría el destino para él. La ciencia del augurio, claro está, no era una ciencia exacta. Pero era tan exacta como nuestras ciencias de la psicología o de la economía política. Y los augures eran tan inteligentes como nuestros políticos, que también han de practicar la adivinación si quieren hacer algo que merezca la pena.
Esquema de hígado dividido en regiones utilizado por los augures para hacer pronósticos
La ciencia del augur y del arúspice no era tan estúpida como nuestra moderna ciencia de la economía política. Si el cálido hígado de la víctima limpiaba el alma del arúspice y lo capacitaba para esa suprema atención interior que, sólo ella, nos explica aquello que queremos conocer, entonces, ¿qué inconvenientes podemos ponerle al arúspice? Para él, el universo estaba vivo y en estremecida harmonía. Para él, la sangre era consciente: el arúspice pensaba con el corazón. Para él, la sangre era la roja y destellante corriente de la conciencia misma. De ahí que, para él, el hígado, esa gran víscera donde la sangre se agolpa y "vence la muerte", fuese un objeto de profundo misterio y significado. Le estremecía el alma y le purificaba la conciencia; pues el hígado era también su victima. De modo que examinaba el cálido hígado, que estaba cartografiado en campos y regiones como el cielo estrellado; sólo que esos campos y regiones eran los de la roja y destellante conciencia que recorre toda la creación animal, y por tanto el hígado tenía que encerrar la respuesta a la pregunta de su propia sangre.
El ser humano, para el estrusco, era un toro o un carnero, un león o un venado, según sus diferentes aspectos y potencias. El ser humano tenía en sus venas la sangre de las alas de los pájaros y el veneno de las serpientes. Todas las cosas emergían del fluir de la sangre, y el curso sanguíneo, por muy complejo y contradictorio que pudiera hacerse, nunca quedaba interrumpido ni olvidado. Había distintas corrientes en el fluir sanguineo, y algunas a veces chocaban entre sí: pájaro y serpiente, león y venado, leopardo y cordero. Pero el choque mismo era una forma de unicidad; como vemos en ese león que tiene también una cabeza de macho cabrío.
(...) Debió ser un mundo maravilloso, aquel mundo viejo donde todo se veía vivo y relumbrante en las tinieblas crepusculares del contacto con todas las cosas y no simplemente en la aislada individualidad de las cosas sobre las que juega la luz diurna; donde cada cosa tenía un perfil claro, visualmente, pero, en su misma claridad, estaba relacionada emocionalmente o vitalmente con otras cosas, surgiendo una cosa de otra, fusionándose entre sí, emocionalmente, cosas mentalmente contradictorias, de tal modo que un león podía ser además de un león, y al mismo tiempo, también un macho cabrío sin ser tampoco un macho cabrío. En aquellos tiempos, un hombre montado en un caballo rojo no era simplemente tal o cual buen señor montado en un jaco marrón; el caballo era un ser de piel suave, con la muerte o la vida en la cara, henchido de un poder animal que ardía en el viaje con el apasionado arremolinamientode la sangre por un itinerario misterioso en dirección a un desconocido punto de destino, arremolinado sobre su propio peso. Luego, un toro no era un simple animal de crianza con tal o cual precio, destinado a ir al matadero al cabo de un tiempo. Era una gran bestia maravillosa, un manantial de la gran pasión ardiente y voraz que hace rodar el mundo y salir el sol y que inunda al hombre de la fuerza procreadora; el toro: el principe de la manada, el padre de los becerros y de los novillos, y de las vacas; el padre de la leche; aquél que tiene en la frente los cuernos de poder que simbolizan el aspecto guerrero del cuerno de la fertilidad; el mugiente dueño de la fuerza, celoso, cornudo, embestidor de sus contrarios. El macho cabrío era de su misma estirpe: era padre de la leche, pero en vez de una tremenda fuerza tenía astucia, la astuta conciencia y propia conciencia del celoso y taimado padre de la procreación. El león, por su parte, era supremamente terrible; era amarillo y rugía con sanguinaria energía, semejante al sol, pero al sol que se impone como chupador de la vida de la tierra, pues el sol puede calentar los mundos como una gallina amarilla que incuba sus huevos, pero el sol puede absorber también la vida de la tierra con su lengua ardiente. El macho cabrío dice: dejadme procrear hasta que el mundo entero huela a macho cabrío; pero entonces el león ruge desde la otra corriente de la vida, que se halla también en el hombre, y alza la garra para golpear, poseído por la pasión de la otra sabiduría.
Así, todos los seres son potentes cada cual a su manera, y una miríada de múltiples conciencias estallan en tormentosas contradicciones y oposiciones que son eternas y están más allá de cualquier posible reconciliación mental. Podemos conocer el mundo viviente tan sólo de modo simbólico. Pero cada conciencia, la furia del león, y el veneno de la serpiente, toda conciencia es, y, por consiguiente, es divina. Todo emerge del círculo inquebrantado con su nucleo, el germen, el Uno, el dios si queremos llamarlo así. Y el hombre, con su alma y su personalidad, emerge en conexión interna con todo lo demás. El correr de la sangre es uno, inquebrantado; pero bulle de tormentos de oposiciones y contradicciones.Los antiguos veían conscientemente, como los niños ven ahora inconscientemente, la inacabable maravilla de las cosas. En el mundo antiguo, las tres emociones compelentes deviero ser la maravilla, el miedo y la admiración; admiración en el sentido latino de la palabra, y también en todo sentido; y miedo en sentido más amplio, incluyendo la repulsión, el temor, el odio; entonces surgía la última emoción, la emoción individual del orgullo. El amor sólo es un factor subsidiario de la maravilla y la admiración.Era viendo todas las cosas alertas en la palpitación del significado de la interrelación pasional que los antiguos mantenían la maravilla y el deleite de la vida, lo mismo que el temor y la repugnancia. Eran como niños pero tenían la fuerza, el poder y el conocimiento sensual de los auténticos adultos. Tenían un mundo de conocimiento valioso que para nosotros se ha perdido por completo.
Que elaborada e interesante esta entrada.
ResponderEliminarOjala lleváramos una vida tan feliz y transparente como la de los etruscos, además, eso de ser como niños pero tener la fuerza, el poder y el conocimiento sensual de auténticos adultos sería una pasada, sería vivir en el paraíso bucólico.
Lástima haber perdido esa facilidad del saber vivir.
Un abrazo
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El conocimiento valioso de los etruscos, su visión en aquel viejo mundo por la que cada cosa pertanecía al todo, ese paraíso al que te refieres, parece haberse perdido y olvidado como dice Lawrence. Pero para Jayyam, siempre nos quedará el vino, y por su embriaguez, recuperarlo.
ResponderEliminarBebamoslo!
Abrazos