La magnífica apariencia del cielo centelleante ha impresionado siempre vivamente a la Humanidad, y quienquiera que haya disfrutado del suave resplandor de la noche oriental, comprenderá cómo en esa región la adoración había sido siempre estimulada de modo natural por los inextinguibles centros de luz allá en el cielo. Pero esta "emoción cósmica", como ha sido llamada, varía constantemente según la idéa previa existente sobre el Universo. Hay probablemente una enorme distancia entre las ideas del hombre primitivo que, cuando alzaba los ojos hacia el firmamento, lo hacía temeroso de que esta sólida bóveda cayese y se estrellase sobre él, y la veneración de alguien como Kant quien, considerando que los sisemas estelares se apilaban hasta el infinito por encima de él, se encontraba en la misma respetuosa adoración que sentía por la ley moral que percibía en su interior mediante la razón. Este sentimiento ha ido evolucionando con el progreso del conocimiento, y en proporción con la precisión alcanzada por las corrientes ideológicas sobre inmensidad y eternidad. Los griegos no asimilaban el cosmos, como nosotros, con la sofisticada idea de una extensión que se prolonga hasta el infinito más allá de la más distante nebulosa que pueda ser alcanzada con el telescopio. El mundo tenía sus límites. Por encima de la esfera de las estrellas fijas, que rodeaban al mundo por todas partes, los Antiguos suponían que no había nada salvo un vacío o el éter.El cielo para la astronomía era como la Tierra para la geografía, una expresión mucho más limitada delo que es hoy en día. La vasta extensión de las constelaciones visibles no era tan sobrecogedora para ellos como lo es el conocimiento científico para nosotros, y las distancias en que se situaban estos cuerpos, no les sugerían, como nos ocurre a nosotros, una distancia tan grande que su extensión trasciende los límites de la imaginación y que ni siquiera los números nos pueden ayudar a comprender. Cuando observaban las profundidades del espacio, no se sobrecogían en la misma medida que nosotros al mirar aturdidos a los abismos, ni siquiera se sentían arrebatados por ese sentimiento de la propia pequeñez. Ellos no hubieran proclamado -como Pascal al meditar en la desproporción entre el hombre y la naturaleza, inconmensurable e indescriptible-: "El silencio eterno de estos espacios infinitos me asusta". El sentimiento que brotaba en los Antiguos estaba principalmente marcado por la admiración. Séneca desarrolla la idea de que las estrellas, incluso sin tener en cuenta los beneficios que aportan a nuestra tierra, provocan nuestra maravilla por su belleza y requieren nuestra adoración por su majestad. De los capítulos dedicados a celebrar su esplendor, citaré tan sólo uno, cuyo toque final aclarará la diferencia que separa las concepciones antigua y moderna. Manilius termina su quinto libro con una grandiosa descripción del resplandor de esas noches sin Luna, cuando incluso las estrellas de la sexta magnitud encienden sus abundantes y centellantes hogueras, semillas de luz en medio de la oscuridad. Los templos resplandecientes del cielo brillan entonces con antorchas más numerosas que las arenas de la playa, que las flores de la pradera, que las olas del océano y que las ojas del bosque. "Si la Naturaleza -añade el poeta-, les hubiera otorgado el mismo número de poderes que estrellas hay en el firmamento, el propio éter sería incapaz de soportar sus llamas, y el incendio del Olimpo consumiría el mundo entero". Hemos visto como la admiración por la belleza del cosmos y el descubrimiento de la armonía celestial les llevaron a la declaración de la existencia de una Providencia guía del camino. Pero no es ésta la característica principal de la doctrina: todos los sistemas de teología invocan el orden de la Naturaleza como prueba de la existencia de Dios. Lo más sorprendente es que tomaran esta "emoción cósmica" que todo hombre siente y la transformara en un sentimiento religioso. Las estrellas resplandecientes, que persiguen eternamente su silencioso curso por encima de nosotros, son divinidades dotadas de personalidad y animadas por sentimientos. Per otra parte, el alma es una partícula desprendida de los fuegos cósmicos. El calor que anima el microcosmos humano, es parte de la misma sustancia que vivifica el Universo, y la razón que nos guía comparte la naturaleza de esas luminarias que le iluminan. Siendo ella misma una esencia ardiente, es afín a los dioses que lucen en el firmamento. Así, la contemplación del cielo se vuelve una comunión. El deseo que siente el hombre por fijar sus ojos en esa bóveda repleta de estrellas, es una pasión divina que le transporta. La llamada del cielo le conduce hasta los espacios radiantes. En el esplendor de la noche, su espíritu se embriaga con el brillo que las hogueras celestes despliegan sobre él. Como poseído, o como coribante (sacerdotes de Cibeles que con sus flautas turbaban la razón a los que tomaban parte en sus fiestas) en el delirio de su orgía, se entregaba al éxtasis, que le libera de las limitaciones de la carne y le eleva por encima de la nebulosa de su atmósfera, a las serenas regiones donde se mueven las infinitas estrellas. Nacido en alas del entusiasmo, se proyecta a sí mismo en la niebla de ese coro sagrado siguiendo sus movimientos armónicos. Participa así en la vida de estos dioses luminosos, que él, desde abajo, contempla centellear en el resplandor del éter; ya antes de su cita con la muerte participa en su divinidad, y recibe su revelación en un rayo de luz, que con su resplandor llega a deslumbrar el ojo de la razón. Tales son los sublimes pensamientos en que se deleitaba la mística elocuencia de Posidonio. Sin embargo, en esta teología ilustrada, cuyos primeros autores fueron astrónomos, la erudición nunca perdería sus derechos. El hombre, atraído por el brillo del cielo, no sólo encuentra un indescriptible placer en considerar la danza rítmica de las estrellas, reguladas por las armonías de una música divina producida por los movimientos de las esferas celestiales, sino que, no cansado de este repetido espectáculo no se limita a disfrutarlo.
Atlas Universal de Diogon Homen. Reproducido del original por Moleiro Editor
Comparemos este sereno éxtasis con los arrebatos de la embriaguez dionisíaca, como describe Eurípides tan claramente en Las Bacantes, y comprenderemos enseguida la distancia que separa esta religión astral de los primeros paganos. En una de ellas, bajo el estímulo del vino, el alma se comunica con las exuberantes fuerzas de la Naturaleza, y la desbordante energía de la vida física se manifiesta en una tumultuosa exaltación de los sentidos y un impetuoso desorden del espíritu. En la otra, la razón sacia su sed de verdad con luz pura; y "la sobria embriaguez" que le exalta hasta las estrellas, no enciende en ella sino un ansia apasionada por el conocimiento divino. La fuente de misticismo se transfiere de la Tierra al cielo.
Nosotros, que en nuestras nórdicas ciudades apenas si percibimos la luz de las estrellas, velada continuamente por nieblas y paliada por los humos, nosotros, para quienes las estrellas son meros cuerpos en estado de incandescencia movidos por fuerzas mecánicas, podemos dificilmente comprender la fuerza del sentimiento religioso que las estrellas inspiraban en los antiguos. La indefinible impresión que producen los espectáculos de la Naturaleza, el deseo incontenible por demostrar las causas de sus fenómenos, eran en su caso combinados con las aspiraciones de la fe hacia esos "dioses visibles", que siempre estaban presentes para ser venerados. La pasión por el conocimiento y el ardor de la devoción, fueron mezclados en la profunda emoción suscitada por la idea de una comunión entre el hombre y la armonía de los cielos.
Manuscrito otomano sobre astrología. En su interior aparece representado el sistema Ptolemaico con los círculos planetarios por el que se basaría la teoría de la música de las esferas.
Hasta aquí el fragmento seleccionado del texto de Franz Cumont. Para finalizar esta entrada dejo otro pasaje de El sueño de Escipión, de Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.), texto influido sin duda por la metafísica visión del Universo que aquí se nos muestra. En esta ocasión, se relata la forma en que se produce la música de las esferas por la que es sorprendido el protagonista en su "onírico" viaje sideral.
Cuando me hube recuperado de mi asombro ante la visión de todas aquellas cosas, pregunté: «¿Qué es esa dulce y maravillosa melodía que llena mis oídos?»
«Eso», respondió él, «es esa armonía que, afectada por la combinación de intervalos irregulares, y sin embargo en armoníosas proporciones y separados así con razones, se debe al impulso y movimiento de las propias esferas: la luz combinada con los tonos más graves; los diversos sonidos, que uniformemente hacen una gran sinfonía. Pues no con silencio pueden hacerse esos movimientos hacia adelante, y la Naturaleza nos lleva a la conclusión de que los extremos dan una nota baja en un lado y una alta en el otro. Así la esfera celestial cuyo curso estelar es más rápido da un sonido alto y agudo; siendo el tono más grave el de la esfera lunar, que es inferior; pero la Tierra, la novena esfera, permanece inmóvil, siempre fija en la sede inferior en el lugar medio del Universo. Además, los movimientos de estas ocho esferas que están por encima de la tierra, y de las que la fuerza de dos es la misma, producen siete sonidos apoyados en intervalos regulares; cuyo número es el principio conector de casi todas las otras cosas. Hombres Instruidos, habiendo imitado este misterio divino con instrumentos de cuerdas y armonías vocales, se han ganado para sí mismos el regreso a este lugar al igual que otros que, dotados de una sabiduría superior, han cultivado las ciencias divinas incluso en la vida humana.»
«Ahora los oídos de los hombres se han vuelto sordos a esta melodia; no hay en vosotros un sentido más apagado. Lo mismo que en ese lugar que se llama Catatdupa, en donde el Nilo cae desde las altas montañas, las gentes que allí viven han perdido el sentido del oído por la magnitud del sonido, así ciertamente, un tremendo volumen de sonido surge de la rápida revolución de todo el Cosmos, pero los oídos humanos no son capaces de recibirlo, del mismo modo que sois incapaces de mirar directamente al Sol, cuyos rayos ciegan y vencen los sentidos.»
Que razón tenía Cicerón!, ciertamente somos incapaces de oir toda esa "melodía"... y ademas, hemos perdido la memoria.
ResponderEliminarGracias por la entrada.
Un saludo
Gracias a ti por la visita.
ResponderEliminarQue en esta Nit de Sant Joan te llegue nitidamente la música de las esferas y que los fuegos celestes te inspiren.
Bona revetlla !