martes, 27 de julio de 2010

El viaje de Mahan

Miniatura persa contemporanea


Un camino, en verdad, que ningún ala antes
surcó, ni ningún pie holló, ni corazón alguno imaginó, sobre
desiertos sin agua, aguas sin orillas,
valles encerrando montañas altas como las nubes, que
forman a su vez otros valles más profundos que el océano;
con polvo de víboras y vapores de fuego,
donde los elementos hostiles conspiran todos
para enfrentar al alma a sí misma, y transformar
coraje en terror, esperanza en desesperación
y locura: terrores, pruebas, extraviándose
o deteniéndose por donde la muerte vaga o se demora;
medio muerto por el hambre, el esfuerzo y el calor.
La muerte significaría verdaderamente un descanso.
Un camino forjado en el sacrificio de sí
en el que aún se escucha el clamor de los gritos
y gemidos de quienes no consiguieron triunfar;
camino bloqueado por los huesos de los que fracasaron
donde resistieron casi todo, quizá para ganar
nada; y, ganando, para nunca más volver.


Farid ad-Din Attar



La obra del poeta persa Nizami (s. XII) titulada Las siete princesas, es un relato donde se conjuga astronomía y alquimia, junto con claves referidas al simbolismo del color. El relato cuenta las aventuras del principe Bahram, que al descubrir el retrato de siete bellas princesas de continentes diferentes, despierta en él un profundo anhelo. Pasados los años y convertido en Rey después de conquistar el mundo terrestre, es desposado con las siete princesas. Construye un palacio para cada una de ellas, y desde cada uno de sus siete pabellones, pintada cada cúpula con un color determinado y bajo influencia planetaria distinta, día tras día de la semana narrarán una bella historia a su esposo. Así, el itinerario comenzará con el negro, para acabar en el blanco, pasando por los diferentes colores a traves de los cuales el alma de Bahram será purificada siguiendo el siguiente esquema:

1. Negro, Sábado, Saturno, India
2. Amarillo, Domingo, Sol, Bizancio
3. Verde, Lunes, Luna, Arabia
4. Rojo, Martes, Marte, Eslovania
5. Azul, Miercoles, Mercurio, Occidente
6. Sándalo, Jueves, Júpiter, China
7. Blanco, Viernes, Venus, Irán

La princesa que habita cada pabellón viste la ropa con el color correspondiente a su palacio. La Historia de Las siete princesas simboliza el viaje iniciático de Bahram, de palacio en palacio, visitando cada una de las moradas interiores del ser, ascensión mística que tiene como modelo la del profeta Muhammad, a la que Nizami se refiere al principio de su obra. Viaje interior, de cielo en cielo, de planeta en planeta, revistiéndose de los siete colores sucesivos de las moradas del ser hacia el nucleo incoloro del alma. El itinerario del joven Bahram, de cuento en cuento, de color en color, simboliza el viaje de recomposición de la luz fragmentada. El blanco es la esfera de la deidad, unión de todos los colores, luz pura anterior a la multiplicidad. Viaje de retorno del alma exiliada, despojada de su luz original que recuperará en un proceso de transmutación alquímica, adquiriendo la "sabiduría" por los diferentes colores que lo conducirán al verdadero hogar.
El cuento que dejo a continuació es el narrado el quinto día por la princesa de Occidente, bajo los auspicios del plantea Mercurio y el color azul. En él podemos encontrar un relato circular reverberacion de Las siete princesas en el que está contenido al ser equivalente en su simbolismo iniciático, recordándonos las estructuras geométricas presentes en los diseños cerámicos islámicos, expresión de la unidad en la multiplicidad. El joven Mahan, protagonista de éste relato, se verá inmerso en una serie de tribulaciones pasando por estados contradictorios entre el placer y el dolor, paraísos e infiernos por los que transitará hasta llevarlo a una deseperada confusión por lo que clamará al cielo. En el momento de mayor angustia recibirá la visita de Jidr, también conocido como Al-Jadir, personaje enigmático de la tradición islámica considerado en el sufismo el guía interior. Éste le conducirá al Agua de la Vida, con la que se lavará el rostro despertando así de su sueño. Despertar que no es otra cosa que las muerte iniciática en el simbolismo sufí, por la que el adepto se libera de la dualidad temporal. Este simbolismo se ve reflejado también al vestirse Mahan de azul, color de luto en la antigua Persia, el mismo con el que reencuentra a sus amigos que lo habían dado por muerto por su larga desaparición, y del que ya no se desprenderá, al ser ya él mismo, reflejo del eterno cielo azul.

Dejo como introducción éste bello poema de María Escribano, pudiendo encontrar en sus palabras la sintesis de lo que sigue a continuación.


VAIVEN
"La vida fluye girando
en el tiovivo del tiempo,
y el caballito pendular
sonríe mientras ve pasar
oleadas de piedras y agua,
cielos y tierras,
noches y días,
yermos paisajes y primaverales vergeles.
Claro/oscuro sin fin
tejido de las penas y alegrías
que todos arrastramos.
Vaivén de contrastes
Anhelando silencio".



El viaje de Mahan






Había una vez en El Cairo un hombre llamado Mahan, cuyo aspecto superaba en hermosura a la luna llena: era el José de los egipcios en belleza y tenía por siervos mil turcos. Un grupo de amigos de su misma edad, que disfrutaban con su rostro, se dedicaron a deleitarse con cantos bajo el firmamento azul durante varios días, y cada uno de ellos dispuso un recibimiento en casas y jardines para aquella lámpara gloriosa. Un día llegó un rico noble de no poca importancia para invitarlo a su jardín. Si el verjel era dulce y delicado, cien veces más lo fueron los amigos. Se solazaron allí hasta la noche, ora bebiendo vino, ora comiendo fruta, cada instante con una nueva alegría, cada momento con un nuevo sabor. Cuando la noche elevó su estandarte de almizcle y manchó de pez la plata, se amplió el placer en aquel jardín, con la copa de vino en la mano y la melodía en el canto. En aquella rosaleda empeñaron el corazón y renovaron el júbilo del placer. El claro de luna que iluminaba el cielo convertía la noche en un día resplandeciente. Cuando el vino caldeó su mente, Mahan vio el claro de luna y como un ebrio recorrió todos los rincones del jardín hasta llegar a un bosquecillo de palmeras, más allá del prado, donde vio a un hombre que avanzaba hacia él. Lo informó de su presencia y, al reconocerlo, Mahan vio que era un compañero y socio comercial. Le preguntó: "¿Cómo vienes a estas horas, sin compañía ni siervos ni esclavos?" Respondió aquél: "He llegado esta noche de lejos, pero no podía esperar a verte porque, gracias a Dios, he conseguido unas ganancias sin límite, pero al acercarme a la ciudad era demasiado tarde, las puertas estaban cerradas y no pude ir a casa. Al enterarme de que estabas aquí como invitado he venido, porque volver juntos será más fácil y tú deberías venir a la ciudad, ya que como dice el proverbio, nadie asegura mejor la hacienda que su propio amo y, de ese modo, será posible esconder la mitad de la ganancia a los aduaneros de la noche tenebrosa". El corazón de Mahan, alegre ante la perspectiva de la riqueza, siguió al compañero, y abrieron a escondidas la puerta del jardín, sin que nadie lo viera ni pudiera decirles nada. Caminaron ambos como el viento, hasta que hubieron pasado una o dos vigilias nocturnas: el socio viajero iba delante y él lo seguía como el polvo. Pero cuando dejaron atrás la casa y la flecha del pensamiento dio en el blanco, dijo Mahan: "Desde mi casa hasta la orilla del Nilo no hay más de una milla de distancia, así que hemos caminado al menos cuatro pasarangas de más y nos hemos desviado de la circunferencia adecuada". Y añadió: "Quizás haya visto mal o se deba a mi embriaguez, porque mi guía conoce el camino y es persona avisada". Así andaron de acá para allá, el de detrás iba despacio, el de delante más ligero, llamando al de detrás cuando se rezagaba, de modo que uno y otro dieron pocas vueltas hasta que cantó el gallo. Cuando batió las alas el pájaro del alba, se vació de fantasías el cerebro de la noche y la mirada de los hombres inclinados a los sueños se salvó del engaño vano de las imágenes. El compañero de Mahan había desaparecido y Mahan se encontraba perdido y desesperado. Con el cerebro traspasado por la embriaguez y el cansancio, se durmió. Derramó lágrimas como la vela a medio consumir y quedó allí dormido hasta el mediodía. Cuando el calor del sol le calentó la cabeza más aún que el fuego calentaba su corazón, abrió los ojos y buscó el camino a su alrededor. Quiso hallar el jardín de rosas y no vio rosa en el jardín, sino un corazón lleno de mil llagas. Vio que el lugar donde se encontraba plagado de cavernas, donde las serpiente eran peores que dragones. Así que, aunque ya no tenía fuerzas en los pies, predominó en él la voluntad de irse: caminó sin fuerzas, anduvo sin guía y tuvo miedo incluso de su sombra hasta que vino la noche a colocar su trípode. Y cuando ésta extendió su entramado negro y el tiempo quedó liberado de su actuar blanco y honrado, cayó, fuera de sí, en la entrada de una caverna, donde cada brizna de hierba se le antojaba una serpiente. Aún se hallaba medio desmayado en aquella morada de ogros, cuando le llegó al oído una voz humana. Abrió los ojos y vió a dos personas, un hombre y una mujer, cada una de las cuales llevaba un peso a la espalda que le obligaba a caminar lentamente. Al verlo en su camino, el hombre avisó a la mujer para que se detuvieran y avanzó, gritando: "Oye, ¿quién eres tú? ¿De quién te acompañas como viento?" Respondió: "Soy un desgraciado forastero y me llamo Mahan Kusyar". Dijo: "¿Cómo has llegado hasta este lugar desolado, sin ninguna habitación, a esta tierra de ogros donde los propios leones gimen de terror?" Respondió: "¡Buen hombre, por amor de Dios, haz lo que te ordena tu humanidad, porque no he llegado hasta aquí por culpa mía! Olvídate de los ogros, que yo soy humano. Ayer gozaba de delicias y comodidades; era huésped sobre los tapices del jardín de Iram (1), cuando llegó un hombre y dijo ser mi compañero y socio, me sacó de aquel paraíso para arrojarme a esta desolación y desapareció al anunciarse el día. Así que aquel amigo ignorante de los deberes que impone la amistad o estaba equivocado o ha querido engañarme. Al menos tú actúa humanamente conmigo y, por amor de Dios, muéstrame el camino que he perdido". Entonces el hombre: "Hermoso joven, te he salvado por un pelo de un gran luto, porque el que tú llamas hombre era un ogro, conocido como el "Horror de los desiertos", y cuando se te manifestaba como compañero de negocios, sólo buscaba tu perdición. Ya ha hecho perder el norte a cien como tú, y todos perecieron en una colina pedregosa. Esta mujer y yo seremos tus amigos y te custodiaremos esta noche; ten valor y camina entre nosotros, paso a paso". Así pues, Mahan se encaminó entre los dos guías, recorriendo con ellos millas y millas. Hasta el alba no digeron palabra, ni hicieron otra cosa que caminar uno junto a otro. Cuando el canto del gallo dejó oír su tambor y el alba ató su áureo atabal a la camella(2), aquellos dos se transformaron en prisión sin llave y desaparecieron por la puerta del pueblo. Mahan, desesperado de nuevo, se detuvo abatido por el cansancio, y cuando el día brilló plenamente y la tierra, alumbrándose de rojo, dió testimonio del asesinato de la noche, entró Mahan por una estrecha garganta donde sólo vio montes y cuevas de tigres. Ya no le quedaban fuerzas, porque el único alimento que había recibido era dolor y llanto: púsose a recoger raices y semillas, que convirtión en su comida. No se atrevió a dejar de caminar, ni abandonó el camino, aunque ya no había tal cosa. Así, anduvo de monte en monte hasta la noche, entristecido con el mundo y la vida. Cuando el mundo blanco se hizo negro, el fatigado caminante se introdujo en una hendidura y durmió algo, escondiendo el rostro a los viandantes. Al poco, oyó el sonido de los cascos de un caballo, salió al camino y vio aproximarse a un caballero que, espoleando su cabalgadura, sostenia otro corcel por la brida. Al acercarse a Mahan, observó la figura que se agazapaba entre las piedras, y tirando ligeramente de las bridas de su caballo, dijo: "¡Oh caminante hipócrita!, ¿quién eres y que vienes a hacer aquí? ¡Informamé de tu secreto o te cortaré inmediatamente la cabeza!" Mahan temblando de pavor arrojó, como un campesino, semilla de palabras persuasivas, y dijo: "Oh caminante de hermosa andadura, oye bien lo que me ha sucedido!" Luego , mientras aquél escuchaba, lo contó todo lo que sabía, manifiesto o escondido. Cuando el caballero oyó la historia, se mordió la mano estupefacto y dijo: "Bien puedes exclamar que Dios nos libre, porque te has salvado de morir de manos de dos grandes monstruos. Se trata de dos ogros engañadores, hombre y mujer, que desvían a los hombres del camino recto, los arrojan a un pozo, derraman su sangre y escapan con el canto del gallo. La hembra se llama Hilan; el macho Gila; y no ocasionan más que males y desgracias; agradece a Dios que te haya salvado de la muerte a sus manos, y ahora, si eres un hombre monta a caballo, toma las riendas y no hables ni para bien ni para mal. Guía el veloz corcel tras el mío e invoca a Dios en tu corazón". Mahan, aturdido e impotente, desde la entrada de aquella caverna montó en el corcel volador y cabalgó tras el otro a tal velocidad que aventajaban al viento. Después de recorrer un buen trecho, pasado el peligro de las montañas, apareció tras el declive de un monte bajo una campiña llana tan lisa como la palma de la mano. De todas partes llegaban melodías de laúd, melífluas notas de arpa y tonos de canto. Por una parte llamaban: "¡Ven hacia nosotros!" Por otra, gritaban: "Bebe y buen provecho te haga la copa!" Aquella llanura no estaba llena de flores y vegetación, sino de ogros y de gritos. Montes y valles aparecían infestados de demonios, el monte huía en el llano y el llano en el monte, y millares de demonios sentados uno junto a otro elevaban gritos desde montes y valles, y levantaban remolinos de polvo como trombas de aire, largos y negros como gusanos; hasta el punto de que, a derecha e izquierda, se elevaba hasta el cielo un enorme clamor. Danzas y palmas formaban el estrépito que enloquecían las mentes, en un tumulto que aumentaba a cada instante. Pasado algún tiempo, aparecieron a lo lejos mil antorchas de luz y, de pronto, se vieron numerosas personas con figuras altas y horrendas, cabezas de carnero con prominentes labios de negros, todos con mantos oscuros y cabellos como la pez, todos con trompas y cuernos como una reunión de toros y elefantes, y todos con un horrendo fuego en la mano como furiosos guardianes del infierno que arrojaban de su garganta lenguas de fuego, entonaban versos y gritaban amenazas. Haciendo sonar las campanas que traían en torno al cuello, lanzaron el mundo entero en loca danza, de modo que el caballo de Mahan comenzó a bailar como el que anda con graciosos movimientos. Mahan miró entonces su corcel para saber por qué le habían salido alas en las patas, pero lo que vió debajo fue un monstruo horroroso, un dragón con cuatro pezuñas y dos alas y, lo que era aún mas maravilloso, siete cabezas (no debe asombrarnos que el cielo, que nos envuelve como un cinturón, sea un dragón de siete cabezas), y él, sobre el dragón infernal, se mantenía aferrado con los pies al cuello, mientras que el cruel demonio embaucador le hacía a cada momento un nuevo juego: batía las pezuñas con mil brincos, retorciéndose como una cuerda, mientras él, allá arriba, era como un husillo que transporta el torrente desde la montaña al valle. El monstruo le sacudía de un lado para otro, fatigándolo y machacándolo; lo obligaba a corre rápido como un borracho, arrojándolo hacia arriba y hacia abajo: unas veces lo lanzaba como si fuera una pelota; otras lo llevaba con los pies por alto hasta el firmamento. Hasta que llegó el alba y canto el gallo, le jugó mil trastadas como éstas. Cuando la aurora despuntó desde la roja boca leonina del horizonte, el monstruo lo arrojó de su cuello y se marchó, y con él desapareció del mundo el clamor y el tumulto y dejaron de bullir las negras cacerolas. Cuando el caballero del demonio cayó del demonio, salió fuera de sí como quien un demonio ha visto, y quedó desmayado en aquel camino, fatigado, más aún muerto, de modo que hasta que el sol no volvió a calentarse no tuvo más noticia ni de sí ni del mundo. Una vez que el calor le llegó al cerebro, la conciencia volvió al cuerpo del inconsciente: se frotó los ojos, se puso en pie y observó durante algún tiempo a un lado y a otro. Vio que le rodeaba un desierto infinito, de arenas de colores que se extendían en hileras rojas como la sangre y calientes como el infierno. Siempre que se avate la espada sobre la cabeza del condenado, se vierte arena y se extiende la alfombra de la ejecución, así, aquel desierto había elevado la enseña de sangre y dispuesto la alfombra del carnicero. El hombre, puesto a prueba por los sufrimientos de la noche anterior, esperó a que se recuperase su cuerpo y su espíritu y hulló de las trampas de aquellas fieras. Encontró un camino hacia el pueblo de los doloridos y corrió como el humo, aterrorizado por la atmósfera envenenada. Iba tan rápido que habría aventajado en la carrera a una flecha lanzada al máximo de su velocidad, de modo que, cuando la tarde adoptaba ya el negro de la noche, había atravesado todo el desierto. Descubrió entonces una tierra verde, donde corría el agua, y su envejecido corazón rejuveneció como su suerte. Bebió de aquella agua, se lavó con ella y buscó un lugar para dormir, diciendo: "Más valdrá que repose de noche, porque a esas horas se me turba el pensamiento. Mi propio temperamento melancólico, la sequedad del aire y la soledad del camino formaron imágenes horrendas. Es un juego de imágenes lo que me destruye la mente. Esta noche trataré de dormir tranquilo para no ver esos fantasmas engañosos". Cuando se apartó para encontrar un lugar saludable, descubrió un valle amplio en el que habían excavado una fosa profunda, donde se abría la boca de un pozo con miles de escalones, habitado unicamente por la sombra. Como José entró en el pozo(4), porque los pies eran cuerdas que ya no le respondían, y llegó al fondo como un pájaro llega a su nido. Escondido en aquel refugio profundo se sintió a salvo de los peligros y, apoyando la cabeza en el suelo, durmió durante algún tiempo. Luego al despertarse del sueño se puso a preparar como pudo una cama. En tanto, miraba alrededor del pozo, dibujando con los ojos imágenes de seda negrísima, cuando vio una luz blanca y redonda como un dracma, como un jazmín en la negra sombra de un sauce. Miró todo alrededor de la luz para descubrir su origen y percibió que la alta esfera del destino había abierto un agujero a través del cual pasaba el claro de luna. Cuando comprendió que aquel haz de luz procedía de la luna y que la luna estaba lejos de allí, excavó el agujero con las manos y las uñas, y con mucho esfuerzo amplió su estrechez, hasta el punto de que pudo introducir la cabeza y el cuello. Al sacar la cabeza por el agujero, descubrió un jardín y un rosal, un lugar delicado y luminoso. Excavó la apertura de nuevo, hasta que con esfuerzo y habilidad logró salir entero. Vio un jardín, ¡qué digo!, un paraíso mejor que el de Iram, tanto en sustancia como en naturaleza, un vergel con cien imágenes, bojes y cipreses innumerables, y árboles frutales tan cargados que se inclinaban hasta el suelo. Las frutas, innumerables, eran frescas como el alma y el alma refrescaban. Manzanas como copas de rubí colmadas de néctar; granadas como cofres de gemas; membrillos como bolas rellenas de almizcle; pistachos que mostraban una sonrisa húmeda en los resecos labios. El color de los melocotones, en las cintas de las ramas, mostraban abundancia de joyas rojas y amarillas. El plátano, con el "bocado del califa"(5), daba en secreto tres besos por cada mordisco al dátil. La pera, riente de sonrisa azucarada, se engalanaba de collares de uvas. La miel del higo y la médula de la almendra hacían del paladar del jardín un plato de paluda(6). La vid, con el sombrero inclinado sobre la cabeza, veía negros y blancos a sus órdenes. La uva y la granada color de fuego eran como gránulos de sangre en una herida y la rama del naranjo y las hojas del fresco pomelo habían plantado en todas las esquinas figuras florales. El jardín parecía, en definitiva, un mago predistigitador, cuyas cajas de colores eran los melones. Al verse en tal paraíso, el corazón de Mahan se liberó del infierno de la noche anterior. Comió abundantemente de aquella fruta dulcísima y, saboreando aquel dulca de miel, el chasquido de sus labios llegaba al oído. Se encontraba aún estupefacto entre las frutas, de las que unas comía y otras dejaba caer, cuando de repente, se elevó un grito desde una esquina del jardín: "¡Al ladrón, al ladrón, cerradle el paso!" y apareció un viejo cargado de ira y odio, con un bastón al hombro, que dijo: "¿Quién eres tú, demonio y ladrón de fruta? ¿Qué vienes a hacer de noche a este jardín? Hace muchos años que no he soportado aquí asaltos nocturnos de ladrones, ¿quién eres?, ¿cómo te llamas?, ¿de donde vienes?" Cuando Mahan oyó aquellas palabras, el pobre quedó medio muerto de miedo, y dijo: "Soy un extranjero que se encuentra muy lejos de su casa, en lugar desconocido. Trata amistosamente a los extranjeros que sufren, para que el cielo pueda llamarte consolador de peregrinos". Al oír las excusas, el anciano mostró deseos de tratarlo gentilmente, bajó enseguida el bastón, le permitió acomodarse, se sentó a su lado y dijo: "Cuéntame tus aventuras. ¿Por qué has sufrido? ¿Qué cosas te acaecieron? ¿Qué injusticias han cometido contigo los necios, qué maldades los malvados?" Al ver que el viejo le hablaba con ternura e intentaba consolarlo, Mahan le contó sus aventuras y desgracias, su caída de un tormento a otro, los renovados desastres que lo afligían todas las noches y su desesperación, su hacer ora blanco ora negro hasta encontrar aquel pozo y la fausta lámpara que lo condujera desde las tinieblas al jardín. En resumen, le narró punto por punto su historia, descubriéndole todos los secretos. Oyendo tales palabras, dijo el anciano, asombrado de tanta maravilla: "Debemos dar gracias a Dios por haberte salvado de miedos y tormenos". Cuando Mahan, que era harto amable y amistoso, comprendió la deuda que había contraído con el viejo, le preguntó a su vez: ¿Qué tierra es aquel lugar infausto y a qué país pertenece? Me refiero al lugar donde ayer noche me atacó el desastroso tumulto, sin que criatura alguna escuchara mis gritos. Los humos de mi cerebro crearon un fuego tal que aquel desorden me pareció surgido de una chispa; vi un demonio y salí fuera de mí, porque así enloquece quien ve demonios: se me presentaros mil casas de demonios, todas habitadas por cien mil ogros y bestias; uno me tiraba, otro me daba golpes, otros me arrojaban, monstruos y fieras, añadiendo una maldad a otra. Llave de las tinieblas es la luz. Hay que descubrir el blanco en el negro, pero yo vi tanto negro sobre negro que llegué a temer hasta el negro de mis pupilas. Me vi turbado e impotente, con la boca reseca y los ojos húmedos: ora me lamentaba de mis ojos,ora me frotaba los ojos con la mano. Eché luego a andar y me abrí camino, pronunciando jaculatorias e invocando el nombre de Dios, hasta que Él me salvó de los tormentos y mi tiniebla se transformó en Agua de Vida cuando encontré un jardín más bello que Iram y un jardinero más gracioso que el propio jardín. Dime, pues, de dónde procede el terror de ayer, y de dónde la salvación y alegría de hoy". Dijo el anciano: "Oh tú que, salvado de la cadena del dolor, llegas al santuario de la salvación, has de saber que el desierto que circunda esta región es patria árida y terrible de demonios, y sus habitantes, semejantes a negros, son ogros devoradores de hombres, a los que engañan con el objeto de destruirlos. Cantan derecho y juegan torcido, y si te toman de la mano es para tirarte al pozo. Su gentileza conduce al odio, porque tal es la costumbre demoníaca. El hombre engañoso es él mismo como los demonios de esas fosas, y estos demonios en el mundo son tales que, siendo necios, se ríen de los necios: ora visten una mentira disfrazada de verdad, ora vierten veneno en la miel. En la imagen mentirosa hay impotencia, porque sólo la eternidad es garantía de verdadero. La permanencia es la clave de la verdad, por eso proceden de la magia los falsos milagros. Tu naturaleza original era simple, por eso se introdujo esa fantasía, ya que los seres turbios juegan tales juegos sólo a los simples. Es tu miedo lo que te ha asaltado jugando fantasmagóricamente con tu imaginación, y el asalto que han echo por la fuerza derivó del terror de haber perdido el camino, porque si lo hubieras mantenido firme el corazón no habrías visto fantasmas en tu mente. Pero, puesto que has salvado la vida de aquella morada de ogros, ¿hasta cuándo beberás vino limpio de heces? Haz cuenta que tu madre te ha engendrado de nuevo esta noche y que Dios te ha traído hasta nosotros desde este mundo. Este jardín precioso, color de cielo, que has conquistado con sangre de tu corazón, es posesión mía, cosa que nadie objeta, pues no hay flor que no lo proclame. Hay en él frutas cultivadas con amor. Los árboles frutales como jardines enteros es lo único que saco de ello, pero aun cuando es poco, podrían hacer prosperar a una ciudad entera. Tengo, además, un palacio y un almacén, oro a quintales y gemas a montones. Pero, teniendo tanto, me falta un hijo al que vincular mi corazón. Cuando te he visto tan virtuoso he ligado mi corazón a ti, como a un hijo, y si aceptas, ¡oh tú de quien me declaro siervo!, pondré todo esto a tu nombre para que entres en el fresco jardín, comas de sus frutos y te solaces. Luego, si tienes intención, buscaré una esposa que arrebate los corazones, pondré en vosotros mi corazón y seré feliz, y os daré graciosamente todo lo que queráis. Si obedeces esta orden, dame la mano para sellar el pacto". Respondió Mahan: "Por qué hablas así? ¿Es acaso el espino digno de un cipres? Puesto que me aceptas como hijo, soy ya tu siervo y tú eres mi amo. ¡Bendito tú, que me has hecho feliz, por quien mi casa ha vuelto a ser próspera una vez más!" Lleno de alegría, le besó las manos y luego le dio la suya. El viejo se la estrechó con fuerza, sellando con él un pacto solemne. Luego le pidió que se levantara, y cuando el huésped lo hizo, de la izquierda donde se encontraba lo trasladó a la derecha y le mostró un patio elevado, todo cubierto de alfombras de seda; una terraza que llegaba al cielo, de altas arcadas, muros de mármol y espléndidas estancias como de plata virgen; un vestíbulo amplio y un ápice estrecho por la enorme cantidad de ramas de cipreses, sauces y chopos. De la jamba de la puerta colgaba una cortina cuyos pliegues besaba el cielo. Ante aquella terraza digna de un palacio imperial, crecía un árbol de sándalo alto y ancho, adornado de tantas ramas que aquel ornamento le obligaba a curvarlas hasta el suelo; en él habían construído un sitial elegante, un asiento de sólidas tablas, sobre el que habían extendido perfumadas y suaves alfombras como hojas de árbol. Dijo el anciano: "Acércate a aquel árbol y, si sientes necesidad de bebida o alimento, encontrarás una mesa bajo la cual hay una ánfora llena de pan blanco y agua azul; mientras, iré a prepararlo todo para ti y te embelleceré la casa, pero no has de moverte hasta que yo vuelva, ni descender del sitial. No atiendas a nadie, ni permitas que te engañe por mucha que sea su gentileza. Cuando vuelva, cerciórate de que soy yo antes de que me acerque, porque, puesto que entre tú y yo, según el pacto que hemos establecido, se ha creado una mistad como la de la leche y la miel, y ahora el jardín y la casa son tuyos y mi nido es tu nido, esta noche debes cuidarte del mal de ojo, hasta que otras noches puedas dencansar tranquilo". Luego de haberle dado estos consejos, el viejo, junto a los consejos, le ofreció juramento. Había una escalera de cuero para subir al sitial. Dijo el anciano: "Sube y pisa ese cuero, esta noche serán de cuero tus pies(7). Luego recoge esa larga escala larga para que nadie pueda tenderte alguna trampa. Esta noche hazte de ese cuero un cinturón de serpiente y mañana podrás jugar con el tesoro, pues, aunque nuestro dulce haya venido de noche, su azafrán regocijante ha de verse de día. Si la pera de la noche te estrangula, la aurora llegará con una granada risueña en la mano(8)". Dicho esto, el viejo se dirigió al palacio para preparar la comida del huesped, mientras Mahan se subía al árbol alto y recogía el cuero del lazo. Se sentó en el alto sitial y todas las cosas altas quedaron bajas a sus pies. Se retiró en una habitación semejante, vestida de perfume de ámbar como viento tramontano. Abrió la mesa y comió un poco de hogaza blanca y dulces amarillos. Bebió de aquel fresco jarro limpísima agua, criada por el viento del norte. Cuando en aquel trono de bizantinos ornamentos hubo descansado sobre alfombras chinas, la rama del sándalo perfumado de alcanfor le alejó del corazón el dolor de la melancolía. Se recostó y miró en torno al jardín, cuando, he aquí que a lo lejos brillaron numerosos cirios, cada uno de ellos en la mano de una recién casada, y el rey del nuevo trono se transformó en su nuevo adorador. Se acercaron por el camino diecisiete princesas que habían robado a la luna sus diecisiete cualidades(9), cada una adornada de forma diversa, envolviendo la rosa y el azucar(10) con un velo distinto. Cuando llegaron a la terraza del jardín con los cirios en la mano, ellas mismas lámparas, prepararon un banquete imperial extendiendo por el suelo ricos tapices, y mientras el rostro del tapiz se hacía cirio sobre cirio, se creaba dulzura y alegría, rostro sobre rostro. La muchacha de mejillas de hada que iba en cabeza, gema central de aquel collar de perlas, fue a sentarse sobre un trono especial y mandó que las restantes se dispusieran a su lado. Luego, comenzaron a cantar como pájaros, atrayendo a los pájaros del aire, y su voz era tan fascinante que no sólo a Mahan, sino a la luna, habrían robado la tranquilidad. Los pies danzaban rápidos como plectros que tocan las cuerdas y daban palmas para saquear las casas. Más tarde llegó el viento a narrar otras historias y descubrir redondos senos de naranja. La noche negra de melancolía destilaba azúcar y el sándalo se mezclaba con el naranjo, mientra en la pasión por aquellas naranjas ebrias, Mahan quedaba lejos, frotándose la cabeza con el sándalo. Pensó en cien formas de encontrar remedio para, bajando del árbol, entrar en el paraíso con aquellas huríes sin necesidad de resurrección, pero le vinieron a la memoria las palabras del viejo y amarró a los epilécticos de su naturaleza impulsiva, mientras que las hermosas continuaban el juego como hábiles predistigitadoras. Después de divertirse algún tiempo, dispusieron la mesa y comenzaron a comer: la mesa estaba llena de rubíes y perlas, alimentos que no habían visto ni el fuego ni el agua, perfumados de almizcle y áloe; de caldos preparados con azafrán y azucar; jugos de granada más exquisitos que el caldo; lechal húngaro; pescado fresco; pollos cebados; hogazas blancas como el alcanfor, tiernas y delicadas como los pechos y las espaldas de las huríes ; una bandeja de halva(11) confitada, más de lo que puede describirse; y turrón y mil especies distintas, elaboradas en aceite y perfume. Cuando hubieron dispuesto aquella mesa (aunque más que mesa era un mundo) la reina de las hermosas dijo dulcemente: "Aquella de entre nosotras que esté sola, pronto encontrará un compañero. Siento el olor del áloe del sándalo virgen, vayamos hacia ese áloe que se halla en el sándalo. Un perfumado de áloe está, cubierto de áloe, sobre el sándalo, inmerso en el sándalo y vestido de él. Nuestro laúd perfeccionó con sándalo la noche negra como áloe y el sándalo amarillo. El perfume ha llegadao hasta nuestra nariz: por otra parte, bien se llevan lo dulce y lo perfumado. Me parece que allí arriba , en el árbol, se encuentra un amigo que se abrasa de pasión por nosotras. Dile que baje, que sea amable y juegue con nuestras imágenes de fantasía. Y si no quiere, añade: "La mesa está lista, pero el amor de aquella graciosa es superior a todo lo demás, porque no quiero poner la mano en la mesa antes de que venga el huésped; ven, pues, y goza la unión con ella. La mesa está puesta no quieras hacerla esperar". Se dirigió la hermosa hada hacia la rama del sándalo, con boca pequeña y súplicas grandes, y gorgeando como un ruiseñor lo bajó del árbol como si se tratara de una flor. Él siguió rápidamente a la mediadora, ya que él mismo no buscaba otra cosa en ese momento que una intermediaria, y la juventud de su cabeza le impedía recordar las palabras del viejo. ¿Cómo puede acordarse de los consejos de un viejo el joven cuya naturaleza hierve? Puesto que el amor había apartado la verguenza, Mahan se hizo huesped de la luna (mah). La luna, viendo el rostro de Mahan, se arrodilló ante él, como se hace ante los tronos de los reyes, y lo acomodó sobre el tapiz privado, junto a sí; ella destiló azucar, y él, arrope. Fue su compañera en la comida, porque es costumbre de los anfitriones, y con afecto y amor le ofreció a cada instante un bocado especial. Al acabar de comer, la copa de rubí se convirtió en alimento del alma, y cuando hubieron bebido varias copas de vino, perdida por completo la vergüenza y rasgado por la embriaguez el velo del pudor, aumentó el fuego de Mahan por aquella luna. Mientras la apretaba en un abrazo, ella volvió púdicamente la cabeza. Estrechó contra su pecho a la muñeca china, a la rosa de cien pétalos, al ciprés de plata, y posó los labios sobre la fuente de nectar, sello de rubí puso sobre el ágata. Pero cuando dirigió una mirada gentil de amor a aquella luz de los ojos, a aquella fuente de azúcar, vio un monstruo de los pies a la cabeza, creada por las iras de Dios. Un búfalo con colmillos de jabalí; un dragón nunca visto, más aún, un Ahriman(12), todo él boca del cielo a la tierra, con una joroba a la espalda de la que Dios nos libre, que era un arco tragado a duras penas; una joroba con el hocico de un cangrejo y un hedor que llegaba a mil pasarangas; con una nariz como el horno para cocer ladrillos y una boca como el caldero de los tintoreros. Abriendo los labios como el paladar de una ballena, estrechaba contra su pecho al huésped y le besaba el rostro y la cabeza, diciendo: "Oh tú, cuya cabeza ha caído en mi poder! ¡Oh tú, cuyo pecho desgarran mis dientes! Has alargado hacia mí la mano e incluso los dientes para besarme en los labios y en el gracioso hoyito de la barbilla, mira ahora una mano y unos dientes como espadas y lanzas; así, no como los tuyos, han de ser los dientes y las manos. Los labios son los mismos ¡pídeme besos! Las mejillas son la mismas, ¡no cierres los ojos! ¡No tomes vino de las manos de un copero que te engaña y te da vinagre! ¡No alquiles una casa en el barrio donde se esconde, como un ladrón, el policia! ¡Ay, desgraciado, es justo que yo haga lo que debo, porque si no me comporto como es digno de ti, sería como la que has visto antes!" De esta forma, a cada instante le procuraba un nuevo tormento y le infligía violencias de fuego. Cuando el pobre desesperado Mahan vio una luna transformarse en dragón, una muchacha de piernas de plata transformarse en bestia de pezuñas de jabalí, y una hermosa de ojos de vaca mudarse en monstruo con rabo de toro, bajo aquel dragón negro como la pez, comenzó a hacer aguas por debajo (entiéndase el sentido) y elevó un grito como un niño que resquebraja el seno materno o una madre que acaba de parir, mientras que aquel jabalí negro como el Demonio Blanco prendía fuego en el sauce de los besos. Así continuó hasta que despuntó la aurora y se oyó el canto del pájaro de la mañana, se levantó del mundo el telón de las tinieblas y desaparecieron los fantasmas, todos ellos viles terrones con apariencia de gemas que desaparecieron sin dejar rastro. Sólo quedó Mahan, tirado en tierra a la puerta del palacio, hasta que se hizo completamente de día. Una vez recuperados los sentidos, gracias al aroma del día luminoso, abrió los ojos y vió un lugar horrendo, un infierno ardiente en lugar del paraíso. Habían desaparecido las ricas visiones. Sólo quedaba frotarse los ojos, porque estaban llenos de polvo de la fantasía. Se asombrño de que el edificio, que en origen era fantástico, no hubiera durado más que un abrir y cerrar de ojos, y vio que el jardín era un zarzal y la mesa una nada llena de vanos vapores; cipreses y bojes no eran sino espinas y zarzas; las frutas, hormigas; las ramas, fructíferas serpientes; las pechugas de pollo y las costillas de cordero era carroña muerta diez años atrás; las flautas, los laudes y los rabeles de los músicos, huesos de onagro y otros animales; los velos incrustados de gemas, pelos sucios de excrementos; las piscinas limpias como lágrimas, pozos de agua pútrida y estancada; y las sobras de la comida y lo que quedaba del vino de las copas bien sabe Dios que nada tenían que ver con alimentos sabrosos, sino que era pus inmundo procedente de heridas; y lo que parecía albahaca y aroma era solo la escurridura de una sentina. De nuevo quedó asombrado Mahan, incapaz de recitar jaculatorias, carente hasta de fuerza para emprender camino o de coraje para quedarse a esperar, diciendo para sus adentros: "¡Qué extraño es todo! ¿Qué compás o que conexión hay entre estas cosas? ¡Ayer veo un jardín florido, hoy un lugar de tormentos! ¿Que será este parecer rosa y resultar espina? ¿Cuál era, pues, el fruto del jardín del tiempo?" No sabía que en todo lo que tenemos hay un dragón escondido bajo el velo de la luna(13). ¿Sabes acaso con quién galantearán los necios cuando por fin se levante el velo? Estas figuras bizantinas y chinas se han convertido, como ves, en un horror negro; solo piel estirada sobre sangre sucia, perfume por fuera y sentina por dentro. Si aquella piel se quitan con el baño, nadie querría la inmundicia. ¡Ay, cuántos perspicaces compraron "piedras de sierpes"(22), creyendo que era piedra pero encontraron sierpes en el cesto! ¡Y cuántos necios en esa árida bolsa encontraron un nudo de madera de áloe, en vez del húmedo almizcle! Cuando Mahan quedó a salvo del martirio de los malvados, tal como yo me he salvado de la historia de Mahan, formuló una firme intención de hacer bien, se arrepintió he hizo votos: refugió en Dios su corazón puro, mientras caminaba y le llovían lágrimas de sangre por las mejillas. De este modo llegó hasta un agua reluciente, se lavó, bajó el rostro a tierra, se arrodilló, barrió humíldemente el polvo con la cara, implorando así al amigo de los desesperados: "¡Oh Tú, que abres y deshaces, deshaz mis dificultades! ¡Oh Tú, que muestras la vía, guía mi camino! Tú solo puedes deshacer este dificil nudo y mostrarme el camino. Carezco de guía en mi soledad, pero ¿a quién no muestras Tú la vía?" Durante algún tiempo se lamentó de esta manera ante su Dios, barriendo con el rostro el polvo de su oratorio, y cuando alzó la cabeza del pecho vio a un hombre de aspecto semejante al suyo. Todo él vestía de verde como la estación de abril, y tenía el rostro rojo como el alba luminosa. Mahan preguntó: "¿Quién eres, señor? !Preciosa perla es en verdad tu naturaleza!" Respondió aquél: "Soy Jidr(14), oh devoto adorador de Dios, y vengo a socorrerte. Tu buena intención te ha servido de guía y te conducirá de nuevo a casa. Levántate y dame la mano, cierra los ojos y vuelve a abrirlos". Cuando Mahan oyó el saludo de Jidr estaba sediento y halló el Agua de la Vida: puso enseguida su mano en la del otro, cerró los ojos y volvió a abrirlos enseguida, y he aquí que se encontró en el mismo lugar seguro en que estaba cuando el demonio lo desvió la primera vez de su camino. Abrió la puerta del jardín y a toda prisa regresó a El Cairo desde aquella tierra desolada. Vio que todos sus amigos guardaban silencio, vestidos de azul por el luto, y les contó de cabo a rabo lo sucedido, comprendiendo que llevaban luto por él, porque estaban acostumbrados a su compañía(15). Los lavó, pero el fuerte color azul no se iba de la piedra, ni desaparecía: entonces, trató de ponerse en sintonía con ellos, se hizo un vestido azul y se lo puso. Así, el color azul se implantó en él y, como el firmamento, tomó el color del destino.


Miniatura persa representando a Jidr, el que reverdece




NOTAS:

1. El jardin de Iram es un lugar mítico localizado en Yemen del que dice la leyenda que se construyó a imagen del paraíso.
2. Imagen poco clara que se puede interpretar de la siguiente manera: cuando el alba ató el disco áureo a la joroba de la montaña.
3. Hilan y Gila, ogros de la tradición árabe.
4. Alusión a la historia de José, a quien sus hermanos arrojaron al pozo para librarse de él. La historia bíblica de José forma el argumento de una azora coránica que lleva su nombre.
5. "Bocado de califa" es el nombre de un dulce.
6. El paluda es una especie de sorbete.
7. Dovalpa, "pies de cuero" pueblo fabuloso cuyos miembros tenían llas piernas flexibles como correas.
8. La imagen se fundamenta en el contraste de la forma de la pera y la granada, la primera caracterizada por una redondez que luego se estrecha como un cuello; la otra rellena de semillas perláceas, similar a una boca sonriente. El sentido completo es que a las dificultades de la noche seguirá el alba sonriente y consoladora.
9. "Las diecisiete cualidades" se refiere a virtudes lunares de carácter astrológico.
10. La boca.
11. Halva es el dulce por escelencia del mundo islámico.
12. Ahriman es el demonio opositor de Ahura Mazda en el zoroastrismo.
13. Juego de palabras vinculado al hecho de que en persa se llaman "dragones" los dos nodos de la órbita lunar, es decir, los puntos en que se cruza con la elíptica. La luna sólo puede eclipsarse cuando se encuentra con uno de los nodos, de ahí el nombre, porque se creía que durante el eclipse se la comía un dragón. La imagen se utiliza aquí para decir que bajo el velo de la belleza exterior se esconde a menudo la fealdad.
14. Jidr o Jadir, enigmático personaje que viste de color verde, produce el nacimiento de la yerba allí donde pisa. Fue capaz de llegar hasta el Agua de Vida alcanzando la inmortalidad. Aunque no se le nombra esplicitamente aparece en el Corán (XVIII) como guía del profeta Moisés. En la mística sufí es considerado el guía interior.
15. El azul era considerado el color del luto en Persia.

Recomendaciones:

Ilyas ibn Yusuf NIZAMI, Las siete princesas. Mandala Ediciones 2000

Ana Crespo, Los bellos Colores del Corazón, Color y Sufismo. Mandala Ediciones 2008

sábado, 17 de julio de 2010

En el Laberinto

Plancha V de la colección Carceri d'Invencione de Piranesi
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"El verdadero horror de las Carceri reside menos en unas cuantas y misteriosas escenas de tormento que en la indiferencia de esas hormigas humanas vagando dentro de espacios inmensos, y cuyos grupos diversos no parecen comunicarse casi nunca entre sí, ni siquiera percatarse de su respectiva presencia y aún menos darse cuenta de que, en un rincón oscuro están dando tormento a un condenado. Y el rasgo más inquietante de esta pequeña multitud, quizá sea la inmunidad al vértigo. Ligeros, muy a gusto en esas alturas delirantes, estos mosquitos no parecen advertir que se hallan al borde del abismo."
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Marguerite Yourcenar
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Giovanni Battista Piranesi (Mogliano Veneto, 1720 – Roma, 1778) arquitecto y grabador, realizó más de 2.000 grabados de edificios reales e imaginarios, estatuas y relieves de la época romana así como diseños originales para chimeneas y muebles. Una de las primeras y más renombradas colecciones de grabados de Piranesi fueron sus "Prisiones" (Carceri d'Invenzione, 1745-1760), en donde transformó las ruinas romanas en fantásticos y desmesurados calabozos dominados por enormes y oscuros pasadizos, empinadas escaleras a increíbles alturas y extrañas galerías que no conducen a ninguna parte. Estos hermosos pero inquietantes grabados, fruto del delirio creativo, pueden sugerirnos ser expresión del abismal y caótico laberinto en el que puede verse reflejada la complejidad y el misterio de la psique humana en su aspecto más atormentado. Marguerite Yourcenar en un análisis de éstas obras escribe: "Esos lugares de reclusión donde se elimina el tiempo y las formas de la naturaleza viva, esas habitaciones cerradas que tan pronto se transforman en cámaras de tortura, pero en donde sus habitantes, en su mayoría, parecen encontrarse peligrosa y obtusamente a gusto, esos abismos sin fondo y, no obstante, sin salida, no son una prisión cualquiera: son nuestros infiernos". Aldous Huxley encuentra en estos grabados un mundo ficticio, pero al mismo tiempo siniestramente real, claustrofóbico y sin embargo megalómano que no deja de recordarnos aquél en que la humanidad moderna se encierra más cada día.
En el relato Informe sobre ciegos, que aparece intercalado en la novela Sobre héroes y tumbas del escritor argentino Ernesto Sábato, nos encontramos con un texto donde se narra una laberíntica inmersión por lugares oscuros de la mente humana teniendo como telón de fondo el subsuelo de Buenos Aires, y donde quizá descubramos, a parte de interesantes aspectos simbólicos , también la metáfora que apunta Huxley .
Me he atrevido acompañar los últimos fragmentos que dejo a continuación de Informe sobre ciegos, con los grabados que forman parte de la colección de las llamadas Carceri de Piranesi, al parecerme tanto unos como otros, de llegar a encontrarse.

XXXIII


TROPEZANDO en aquella penumbra busqué una salida cualquiera. Abrí una puerta y me encontré en una habitación más oscura que la anterior, donde nuevamente me llevé por delante, en mi desesperación mesas y sillas. Tanteando en las paredes, busqué otra puerta, la abrí y una nueva oscuridad, pero más intensa que la anterior, me recibió. Recuerdo que en medio de mi caos pensé: "estoy perdido". y como si hubiese gastado el resto de mis energías me dejé caer, sin esperanzas: seguramente estaba atrapado en una laberíntica construcción de la que jamás saldría. Así habré permanecido algunos minutos, jadeando y sudando. "No debo perder mi lucidez", pensé. Traté de aclarar mis ideas y recién entonces recordé que llevaba un encendedor. Lo encendí y verifiqué que aquel cuarto estaba vacío y que tenía otra puerta, fuí hasta ella y la abrí: daba a un pasillo cuyo fin no se alcanzaba a distinguir. Pero ¿qué podía hacer sino lanzarme por aquella única posibilidad que me quedaba? Además, un poco de reflexión me bastó para comprender que mi idea anterior de estar perdido en un laberinto tenía que ser errónea, ya que la Secta en cualquier caso no me condenaría a una muerte tan confortable. Fui avanzando, pues, por el pasadizo. Con ansiedad, pero con lentitud, pues la luz era precaria y por lo demás sólo la usaba de tanto en tanto, para no agotar el combustible prematuramente. Al cabo de unos treinta pasos, el pasadizo desembocaba en una escalera descendente, parecida a la que me había conducido del departamento inicial al sótano, es decir, entubada. Seguramente pasaba a través de los departamentos o casas hacia los sótanos y subterraneos de Buenos Aires. Después de unos diez metros, la escalera dejaba de estar entubada y pasaba por grandes espacios abiertos pero completamente a oscuras, que podían ser sótanos o depósitos, aunque a la débil luz de mi encendedor me era imposible ver muy lejos.






XXXIV

A MEDIDA que iba descendiendo sentía el peculiar rumor del agua que corre y eso me indujo a creer que me acercaba a alguno de aquellos canales subterraneos que en Buenos Aires forman una inmensa y laberíntica red cloacal, de miles y miles de kilómetros. En efecto, pronto desemboqué en uno de aquellos fétidos túneles, al fondo del cual corría un arroyo impetuoso de aguas malolientes. Una lejana luminosidad indicaba que hacia el lado donde corrían las aguas abría una de las llamadas "bocas de tormenta", o un tragaluz que daría a una calle o acaso la desembocadura a uno de los canales maestros. Decidí encaminarme hacia allá. Había que marchar con cuidado sobre el estrecho sendero que hay al borde de estos túneles, pues resbalar ahí puede ser fatal sino indeciblemente asqueroso.
Todo era hediondo y pegajoso. Las paredes o muros de aquel túnel eran asimismo húmedas y por ellas corrían hilillos de agua, seguramente filtraciones de las capas superiores del terreno.
Más de una vez había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera u otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos.

¡Abominables cloacas de Buenos Aires! ¡Mundo inferior y horrendo, patria de la inmundicia! Imaginaba arriba, en salones brillantes, a mujeres hermosas y delicadísimas, a gerentes de banco correctos y ponderados, a maestros de escuela diciendo que no se deben escribir palabras sobre las paredes; imaginaba guardapolvos blancos y almidonados, vestidos de noche con tules o gasas vaporosas, frases poéticas a la amada, discursos conmovedores sobre las virtudes patricias. Mientras por ahí abajo, en obsceno y pestilente tumulto, corrían mezclados las menstruaciones de aquellas amad
as románticas, los excrementos de las vaporosas jóvenes vestidas de gasa, los preservativos usados por correctos gerentes, los destrozados fetos de miles de abortos, los restos de comidas de millones de casas y restaurantes, la inmensa, la inmensurable Basura de Buenos Aires.
Y todo marchaba hacia la Nada del océano mediante conductos subterráneos y secretos, como si Aquellos de Arriba se quisiesen olvidar, como si intentaran hacerse los desentendidos sobre esta parte de la verdad. Y como si héroes al revés, como yo, estuvieran destinados al trabajo infernal y maldito de dar cuenta de esa realidad.
¡Exploradores de la Inmundicia, testimonios de la Basura y de los Malos Pensamientos!
Sí, de pronto me sentí una especie de héroe, de héroe al revés, héroe negro y repugnante, pero héroe. Una especie de Sigfrido de las tinieblas, avanzabdo en la oscuridad y la fetidez con mi negro pabellón restallante, agitado por los huracanes infernales. ¿Pero avanzando hacia qué? Eso es lo que no
alcanzaba a discernir y que aun ahora, en estos momentos que preceden a mi muerte, tampoco llego a comprender.
Legué por fin a lo que había imaginado sería una boca de tormenta, pues desde allí venía aquella débil luminosidad que me había ayudado a marchar por el canal. Era, en efecto, la desembocadura de mi canal en otro más grande y casi rugiente. Allá, muy arriba, había una pequeña abertura lateral, que calculé tendría casi un metro de largo por unos veinte centrímetros de alto. Era imposible pensar siquiera en salir de ahí, dada su estrechez y, sobre todo, su inaccesibilidad. Desalentado, tomé, pues, a mi derecha, para seguir el curso del nuevo y más vasto canal, imaginando que de ese modo, tarde o temprano, tendría que dar en la desmbocadura general si es que antes la atmósfera pesada y mefítica no me desmayaba y me precipitaba en la inmunda correntada.
Pero no había marchado cien pasos cuando, con inmensa alegría, vi que desde mi estrecho sendero salía hacia arriba una escalera de piedra o de cemento. Era , sin lugar a dudas, una de las salidas o entradas que utilizaban los obreros que de cuando en cuando se ven obligados a penetrar en esos antros.
Animado por la
perspectiva, subí por la escalerilla. Después de unos seis o siete escalones doblaba hacia la derecha. Seguí mi ascenso durante un tramo más o menos igual al primero y así llegué a un rellano desde donde se entraba en un nuevo pasadizo. Empecé a caminar por él, llegando por fin a otra escalerilla semejante a las anteriores, pero, mi gran sorpresa, descendente.
Vacilé unos momentos, perplejo. ¿Qué debería hacer? ¿Volver para atrás, al canal grande y seguir mi marcha hasta encontrar una escalera ascendente? Me extrañaba que hubiese nuevamente que bajar, cuando lo lógico era subir. Imaginé, sin embargo, que la escalerilla anterior, el pasadizo que acababa de recorrer y esta nueva escalerilla descendente, constituían algo así como un puente sobre un canal transversal; tal como sucede en las estaciones de subterráneo donde hay combinación para otra línea. Pensé que siguiendo en la misma dirección de todos modos, no podía sino salir finalmente a la superficie de una manera u otra. Así que reinicié la marcha: descendí por la nueva escalera y luego proseguí por otro pasaje que se habría a su término.

XXXV (...)

XXXVI

MIENTRAS fuí avanzando, aquella claridad aumentaba, hasta que comprendí que la caverna en la que creí haber estado era un gigantesco anfiteatro que se levantaba sobre una planicie bañada por una luminiscencia entre rojiza y violácea de un astro muchísimo más grande que nuestro sol, pero cuyo desfalleciente brillo indicaba que estaba cercano a su fin. Uno de esos astros que, con los últimos restos de enegía, bañan frígidos y abandonados planetas, con una luminosidad semejante a la que, en la oscuridad de una gran sala silenciosa produce una chimenea cuyos leños se han consumido y en la que escasamente perduran brasas casi apagadas por las cenizas; misterioso resplandor que, en el silencio de la noche, nos sume en pensamientos nostálgicos y enigmáticos: vueltos hacia lo más profundo de nuestro ser, cavilamos sobre el pasado, sobre leyendas y paises remotos, sobre el sentido de la vida y de la muerte, hasta que, ya casi totalmente adormecidos, parecemos flotar a la deriva en una balsa sobre aguas apenas vivientes.
¡Comarca de melancolía!
Abrumado por la desolación y el silenco, quedé largo tiempo inmóvil.
Hacia el poniente, sobre el crepúsculo de un cielo tormentoso pero paralizado, como si una tempestad hubiese sido cristalizada por un signo, contra un cielo de nubes de desgarrados algodones empapados en sangre, se recortaban unas torres derruídas por los milenios y acaso por la misma catástrofe que había desolado aquel fúnebre continente. Esqueletos de alta
s hayas, cuyas siluetas cenicientas constrastaban sobre los rojos violáceos de las nubes, hacían suponer que todo habría comenzado o terminado por un incendio planetario.
Entre las torres se levantaba una estatua tan alta como ellas. Y en su ombligo brillaba un faro fosforescente que parecía parpadear, si la muerte que reinaba en aquella comarca no indicara que ese parpadeo no era más que una ilusión de mis sentidos.
Tuve la certeza que allí acabaría mi largo peregrinar y que, tal vez, en aquel aciago reducto encontraría por fin el sentido de mi existencia.
Hacia el septentrión, el paramo terminaba en una cordillera lunar, como la espina dorsal de un monstruoso dragón. Hacia el borde meridional, en cambio, sobresalían cráteres apagados, que probablemente eran los restos de volcanes que en otro tiempo calcinaron esa comarca con sus torrentes de lava.
El Ojo fosforescente parecía llamarme y de pronto sentí que estaba destinado a marchar hacia la gran estatua.
Pero mi corazón parecía haber entrado en una existencia latente, como la de los reptiles en los largos meses de invierno: apenas latía, y tuve la sensación de que se hubiese encogido y endurecido. Ningún sonido, ninguna voz, ningún rumor ni crujido se oñia en aquel imperio, y una melancolía se levantaba como una bruma en el fúnebre territorio.
Volví a comtemplar las torres, preguntándome sobre mi misión, antes del cataclismo. ¿Podrían haber sido el reducto de feroces y misántropos gigantes?
Durante un tiempo que me es imposible computar, porque el astro permanecía fijo en el firmamento, marché hacia ellas, y cuanto más me acercaba mayor era su majestad y su misterio.
Las conté: eran veintiuna, dispuestas sobre un polígono que debía tener un perímetro tan grande como el de una enorme ciudad. Estaban construídas en piedra negra, destacándose más así sobre aquel firmamento desgarrado por las deshilachadas nubes rojizas.
En el centro de aquel colosal polígono distinguía ya con nitidez la estatua de la Gran Deidad, terrible y nocturna, con poder sobre la vida y la muerte. Las torres hacían guardia en torno de ella. Estaba hecha con piedra ocre, su cuerpo era de mujer, pero tenía alas y cabeza de vampiro, en brillante basalto. Sus manos y sus pies terminaban en garras. No tenía rostro. La fosforescencia del Ojo se debía, tal vez, al reflejo de un fuego interior, porque ya era intenso, ya vacilaba o disminuía.
La gran planicie que le rodeaba mostraba restos calcinados, como un estático museo del horror: ídolos de ojos amarillos en mansiones abandonadas, diosas de piel veteada como las cebras, imágenes de una taciturna idoltría con indescifrables inscripciones.
Era una comarca donde sólo parecía celebrarse una sola ceremonia de la muerte. Me sentí de pronto tan desamparado que grité. Y mi grito se perdió en aquel silencio absoluto.
Proseguí mi marcha, porque el Ojo me llamaba inequívocamente, hasta llegar a la muralla poligonal donde guardaba a la Deidad. Calculé que tenía la altura de una catedral gótica. Pero las torres eran muchísimo más altas.
Yo sabía que debía haber una entrada para que yo pudiese pasar, y quizá sólo era eso. En ese momento mi espíritu estaba dominado por la certeza de que todo aquello ( las torres, la desolada comarca, muralla, el astro declinante) había estado esperando mi llegada y que unicamente por eso no se había derrumbado ya hacia la nada. De modo que una vez yo lograra penetrar en el Ojo todo se desvanecería como un milenario simulacro. Después de marchar durante agotadoras jornadas di finalmente con la puerta. En ella se iniciaba una escalinata de piedra que seguramente conducía al Ojo. Miles de escalones habría de subir. Temí que el vértigo y la fatiga pudieran vencerme, pero el fanatismo y la desesperación me poseían y así inicié el descenso.
Durante un tiempo que no podía precisarse, porque el astro permanecía en el mismo lugar, mis pies destrozados y mi corazón midieron, en cambio, aquel esfuerzo inhumano, en medio del silencio. Nadie me ayudaba con sus plegarias, ni siquiera con su odio: era una lucha que yo solo debía librar. M
uchas veces desfallecí y hasta perdí el conocimiento, pero al despertar reemprendía el ascenso. El Ojo aumentaba su tamaño y eso me daba ánimos y a la vez pavor.
Y cuando llegué ante Él, caí de rodillas, y permanecí de ese modo largo rato.
Hasta que una Voz que salía o parecía salir de aquel Ojo, dijo estas palabras: "Ahora entra. Éste es tu comienzo y tu fin."
Me incorporé y, ya enceguecido por el resplandor, entré. El fulgor intenso pero equívoco, como característico de la luz fosforescente, que diluye y hace vibrar los contornos, bañaba un largo y estrechísimo tunel de carne, en que me fue preciso trepar sobre mi vientre. Tuve la mpresión de que aquel fulgor provenía de lo alto, que adivinaba como una gruta submarina. Fulgor acaso producido por algas, semejante al que en la noche de los trópicos, navegando en el mar de los Sargasos, había entrevisto mirando hacia las profundidades oceánicas; combustión fluorescente que en el silencio de esas fosas alumbra regiones pobladas de monstruos, que no salen a la superficie sino en ocasiones, propagando la consternación entre los tripulantes de los barcos, abandonados a su suerte, como mudos testigos de la calamidad, navegando durante décadas a la deriva, fantasmas llevados y traídos al azar por las corrientes marinas y por los vientos, hasta que las lluvias, los tifones, el sol de ls trópicos y el tiempo pudren y desgarran sus cascos y sus mástiles para concluir carcomidos por la sal y por el yodo, por los hongos y los peces, desapareciendo finalmente en las profundidades.
Algo me sucedió a medida que ascendía en aquel resbaladizo y sofocante túnel de carne: mi cuerpo se convirtió en pez, mis extremidades se transformaban repugnantemente en aletas, mi piel se cubría de escamas.
El resplandor que provenía de lo alto se hacía más y más intenso. Y en el silencio creía oír nuevamente aquel quejido o llamado, algo que me recordaba, como en un sueño, hechos remotísimos que no podía precisar.
Mi cuerpo-pez apenas podía ya deslizarse por aquel agujero y ya no subía por mi propio esfuerzo, pues me era imposible mover las aletas: eran las contracciones de aquella carne que me apretaban las que me succionaban hacia lo alto. En aquel último tramo de mi ascenso pasaron ante mí rostros que parecían contemplarme, escenas de infancia, ratas en un granero de Capitán Olmos, sombríos prostíbulos, locos que gritaban palabras incomprensibles, mujeres que me mostraban su sexo abierto con sus manos, cuervos merodeando sobre caballos muertos en la pampa, un molino de viento en la estancia de mis padres, borrachos que hurgaban en tachos de basura, pájaros vengativos que se lanzaban sobre mis ojos con sus picos.
Hasta que entré en la caverna, hundiéndome en un líquido caliente y gelatinoso.
Entonces perdí el conocimiento.

XXXVII

IGNORO el tiempo que permanecí sin sentido. Cuando poco a poco desperté, no comprendí dónde me hallaba, ni recordaba mi peregrinaje, ni los episodios que lo habían precedido. De espaldas en una cama, mi cabeza pesaba como si estuviera rellena de plomo y mis ojos apenas podían ver: sólo alcanzaba a advertir esa fosforescencia que era la misma que había en el cuarto de la Ciega antes de mi fuga. Mis músculos no podían moverse. Paulatinamente mi memoria comenzó a reorganizarse, como una central de comunicaciones después de un terremoto, y empezaron a reaparecer fragmentos de mi vida anterior: Celestino iglesias, la entrada en el departamento de Belgrano, los pasadizos subterraneos, la aparición de la Ciega,
el encierro en el cuarto, la fuga y, finalmente, la marcha hacia la Deidad. Sólo entonces comprendí que la fosforescencia que dominaba aquella habitación era idéntica a la de la gruta o vientre de la gran estatua; a medida que mis ojos iban vislumbrando el techo y las paredes, sospeché que me encontraba en el mismo cuarto del que creía haber escapado. Aunque no me atrevía a volver mi mirada hacia la puerta, tuve la sensación que allí estaba la Ciega. De manera que todo mi peregrinaje por los subterráneos y cloacas de Buenos Aires, mi marcha por aquella planicie planetaria y mi ascenso final hacia el vientre de la Deidad habían sido una fantasmagoría desencadenada por las artes mágicas de la Ciega, por órdenes de la Secta. Y sin embargo yo me resistía a admitirlo, porque todo aquello tenía la fuerza y la precisión carnal de algo que realmente había vivido. En aquel momento no tenía ni la lucidez suficiente ni la calma para analizarlo, pero ahora tengo la certeza de que el viaje hacia la Deidad lo había vivido, y que, aun en el caso que mi cuerpo hubiese salido del cuarto de la Ciega, mi alma había recorrido verdaderamente aquella sombría región.
Sentí que aquella mujer se acercaba a mi cama. Más que sus pasos, que no alcanzaba oír, como si estuviera descalza, eran mis sentidos exarcebados y mi instinto que me lo anunciaba. Inmóvil, casi petrificado, mirando hacia el techo, tenía la certeza de su aproximación. Cerré los ojos como si quisiera así evitar lo que había de producirse, hasta que la sentí a los pies de mi cama observándome.
Hecho curioso: pensé que había llegado hasta mí en virtud de un incomprensible pero tenaz llamamiento de mí mismo. Todavía ahora, con los plenos poderes de mi mente, no sé como explicarlo: era verdad que yo era prisionero de la Secta y que aquella mujer, con la que tendría el más tenebroso de los ayuntamientos, era parte del castigo que la Secta me tenía destinado, pero, también, el punto final de una persecución que yo, por mi propia voluntad, había convocado a lo largo de años y años.
Una compleja sensación me paralizaba y me incitaba a la vez, una mezcla de miedo y ansiedad, de nausea y de maligna sensualidad. Y cuando por fin pude abrir los ojos vi que estaba desnuda ante mí: de su cuerpo irradiaba un fluido que llegaba hasta mis vísceras y desataba mi lujuria. Con esperanza que debía llamar negra -la que debe existir en el infierno-, comprendí que aquella serpiente se echaría sobre mí. En la oscuridad de las noches tropicales había visto desprenderse de los mástiles los espectrales fuegos de San Telmo; de ese modo veía ahora cómo aquella fluorescencia que bañaba el cuarto se desprendía de la punta de los dedos, de sus cabellos electrizados, de sus pestañas, de sus pezones anhelosos como brújulas de carne ante la cercanía del poderoso imán que la había traído a través de territorios delirantes. Porque en un relámpago tuve la revelación: ¡era Ella! Aquel universo de Ciegos resultaba ser un instrumento para satisfacer nuestra pasión y, finalmente, para ejecutar su venganza.
Inmóvil, quieto como un pájaro bajo la mirada paralizadora de una serpiente, vi como se acercaba lenta y lascivamente. Y cuando sus dedos tocaron mi piel, fue como la descarga de la Gran Raya Negra que dicen habita en las fosas submarinas.
Luego perdí el sentido de lo cotidiano, el recuerdo de mi vida real y la conciencia que establece las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el tiempo y la eternidad; porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró aquel ayuntamiento, pues en aquel antro no había ni día ni noche, todo fue una sola pero infinita jornada. Asistí a catástrofes y torturas, vi mi pasado y mi futuro (mi muerte), tuve edades geológicas, creo recordar un turbulento paisaje con arcaícos helechos recorrido por pterodáctilos. Una luna turbia iluminaba pantanos fétidos entre ardientes arenales.
Como una bestia en celo corrí hacia una mujer de piel negra y ojos violetas, que me esperaba aullando. Sobre su cuerpo sudoroso veo todavía su sexo abierto, entré con furia en aquel volcán de carne que me devoró. Luego salí y ya sus fauces sangrientas ansiaban un nuevo ataque. Corrí hacia ella como un unicornio lúbrico, atravesando pantanos en que a mi paso se levantaban cuervos que chillaban, y entre nuevamente en aquella cueva.
Sucesivamente, fui serpiente, pez-espada, pulpo con tentáculos que entraban uno después de otro y vampiro vengativo para ser siempre devorado. En medio de una tempestad, entre relámpagos, fue prostituta, caverna y pozo, pitonisa. El aire electrizado se llenó de alaridos y debí satisfacer una y otra vez su voracidad como rata fálica, como mástiles de carne. La tempestad se hacía cada vez más terrible y confusa: bestias cohabitaban con la mujer, hasta su sexo fue cavado por ratas.
Sacudido por los rayos, temblaba aquel territorio arcaico. Por fin la luna estalló en pedazos, que incendiaron los inmensos bosques, desncadenando la destrucción total. La tierra se abrió y se hundió entre cangrejales. Seres mutilados corrían entre las ruinas, cabezas sin ojos buscaban a tientas, intestinos se enredaban como lianas inmundas, fetos eran pisoteados en medio de la bazofia.
El universo entero se derrumbó sobre nosotros.

XXXVIII
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NADA puedo saber ahora sobre el tiempo que duró aquella jornada. En el momento en que desperté (por decirlo de alguna manera) sentí que abismos infranqueables me separaban para siempre de aquel universo nocturno: abismos de espacio y de tiempo. Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar, fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo que me encontraba en mi cuarto de Villa Devoto, en mi única y conocida pieza de Villa Devoto, pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí.
Una pesadilla que sé ha de terminar con mi muerte, porque recuerdo el porvenir de sangre y fuego que me fue dado contemplar en aquella furiosa magia. Cosa singular: nadie parece ahora perseguirme. Terminó la pesadilla del departamento de Belgrano. No sé cómo estoy libre, estoy en mi propia habitaión, nadie (aparentemente) me vigila. La Secta debe estar a distancias inconmensurables.
¿Cómo llegué nuevamente hasta mi casa? ¿Cómo los ciegos me dejaron salir de aquel cuarto rodeado por un laberinto? No lo sé. Pero sé que todo aquello sucedió, punto por punto. Incluso ¡y sobre todo! la tenebrosa jornada final.
También se que mi tiempo es limitado y que mi muerte me espera. Y cosa singular y para mi mismo incomprensible, que esa muerte me espera en cierto modo por mi propia voluntad, porque nadie vendrá a buscarme hasta aquí y seré yo mismo quien vaya, quien deba ir, hasta el lugar donde tendrá que cumplirse el vaticinio.
La astucia, el deseo de vivir, la desesperación, me han hecho imaginar mil fugas, mil formas de escapar a la fatalidad. Pero ¿como nadie puede escapar a su propia fatalidad?
Aquí termino, pues mi Informe, que guardo en un lugar en que la Secta no pueda hallarlo.
Son las doce de la noche. Voy hacia allá.
Sé que ella estrará esperándome.




Decoración para una chimenea, diseño original de Pirnesi
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Nota: Las tres últimas planchas no pertenecen a la colección de las Carceri.

Recomendaciones:
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ERNESTO SABATO, Sobre héroes y tumbas. Seix Barral
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http://www.scribd.com/doc/17479547/Yourcener-Marguerite-El-Negro-Cerebro-de-Piranesi
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http://rubens.anu.edu.au/htdocs/bytype/prints/piranesi/display00055.html





lunes, 12 de julio de 2010

Extinción

Imagen de la video-instalació The Crossing


Tras la extinción salí
Y ahora soy eterno, aunque no como yo,
Y sin enbargo ¿quién soy yo, oh Yo, sino Yo?

Shustari, poeta andalusí



The Crossing (El tránsito) es una vídeo-instalación con sonido del artista Bill Viola realizada en 1996. En ésta obra, sobre dos pantallas una de espalda a la otra, se proyectan simultáneamente dos vídeos en los que aparece el mismo hombre avanzando hacia el espectador, en medio de una total oscuridad. En una de las pantallas, el hombre, al detenerse, separa los brazos del torso mientras comienzan a surgir llamas que lo envuelven extinguiedo su cuerpo progresivamente. Al término del vídeo, el cuerpo desaparece al tiempo que se apagan las llamas. En la otra pantalla, el mismo hombre avanza también, frontalmente, hacia el observador y abre a su vez los brazos, mientras una cascada de agua cae sobre su cuerpo, que como el agua misma, acaba finalmente por desaparecer.
Bill Viola (n. 1951) ha demostrado un gran interés por la literatura visionaria y mística, realizando obras a lo largo de su dilatada trayectoria artística donde de forma especial los referentes sufíes son manifiestos. El interés del artista por la mística musulmana le lleva a introducir en sus escritos citas de maestros del sufismo como Qazāli, Ibn `Arabi, Shabestar y sobretodo de Rumi. En el video que dejo a continuación sólo aparece la pantalla de la "extinción" por medio del agua, podemos hacernos una idea de lo que se proyectaba en su reverso por la imagen anterior donde aparece la persona envuelta por el fuego.





En The Crossing, encontramos una escenificación de lo que podríamos entender como una muerte iniciática (mors mística) voluntaria, donde el cuerpo del hombre es extinguido en el umbral del Uno. En esta obra la pobreza mística (faqr) y la extinción o aniquilación (fanâ') , tan presentes en la mística sufí, están expresadas por medio de los elementos del fuego y el agua, simbólicamente, purificadores del corazón. Según Rumî, en el corazón del místico, centro simbólico del hombre, opera una verdadera alquimia espiritual tipificada por el color rojo del fuego del incendio del alma. Solo después de haberse despojado de su condición creatural se puede alcanzar la unidad del alma con el Uno, paraíso espiritual de la reunión con el Amado, anunciado por el fresco verdor ante la proximidad de Su presencia divina:

Lo más extraño es que, en este corazón llameante,
hay tantas rosas, verdor, jazmines.
Por este fuego, el jardín se vuelve más verdeante,
de tal manera que el agua está unida a la llama.
¡Oh! alma mía, tú permaneces en la pradera.

Y en otro lugar

Purifícate a ti mismo y conviértete en polvo,
con el fin de que de tu polvo puedan crecer flores.
Si te conviertes en flor, sécala y arde alegremente
con el fin de que de tu abrasamiento surja la luz.
Si por el abrasamiento te transformas en cenizas,
tus cenizas se convertirán en la piedra filosofal.
Mira esta piedra filosofal que se halla en lo Invisible
que te ha hecho nacer a partir de un puñado de polvo.

Otro místico sufí, Abî-l-khayr, en su obra "Las cuarenta estaciones del alma" expresa también en términos alquímicos el viaje interior hacia la unión con la divinidad:

La vigésimo primera estación es la extinción (fanâ').
Hacen fundir sus egos en el crisol de la aniquilación, y se vacían de todo aquello que no sea Él. Sus lenguas ya no narrarán más asuntos de este mundo. Solo pronunciarán Su Nombre. Sus cuerpos no se moverán más que para obedecerlo y sus mentes no estarán activas más que para Él.

En unos versos del poema de San Juan de la Cruz "Llama de amor viva" encontramos también expresada la mística combustión interior como expresión del deseo de unión con el Amado.

¡Oh llama de amor
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
.

El amor, como sufrimiento y gozo al mismo tiempo, simboliza la pérdida de la conciencia del ego, y en la medida de ese aniquilamiento se da la unión con el creador. La separación entre sujeto y objeto se anula como en el acto de amor físico, disolviéndose y desapareciendo en esa entrega.

La historia de las polillas (cuento de tradición sufí)

Una noche, varias polillas ardientes de deseo
se reunieron para comprobar si todas compartían
la misma obsesión.
"¿Cómo podemos saberlo?", se preguntaron,
y convencidas de que la verdad poseían
a una de sus congéneres enviaron en busca de información
que pudiera saciar su curiosidad.
De un extremo a otro recorrió esta polilla los velos de la noche
hasta que logró divisar la llama de una vela en la torre de un castillo.
Al regresar junto a sus compañeras relató ante ellas su asombro,
pero una de las polillas, que era sabia, dijo que la mensajera
nada había comprendido sobre el candil, y envió a otra a investigar.
Con la punta de sus alas logró la segunda polilla tocar la llama,
pero a las demás confesó que el calor la había ahuyentado
y la verdad aún ignoraba.
Una tercera emprendió entonces el vuelo, tan intoxicada de amor
que se arrojó al fuego y allí pereció, consumida.
La sabia, al ver que la llama envolvió como un guante
el fulgurante cuerpo de su compañera, dijo a las demás:
"Esa polilla sabe ahora lo que jamás podrá decir
ni idioma alguno conseguir revelar."


En esta últimas pálabras encontramos el verdadero significado del "secreto iniciático", que es secreto por la imposibilidad de narrar la experiencia manteniéndose en el interior de cada uno. Hâfez Shirazi utiliza la misma metáfora; en este caso, con una mariposa, quien atraída por la luz de la vela sólo colmará su deseo extinguiéndose en ella:

El fuego del corazón prendió en el pecho y ardió doliente por el Amado.
Un fuego había en la casa que la morada quemó.
La distancia del Amado hizo arder mi cuerpo.
Separado de su rostro, un fuego mi alma quemó…
Mira arder mi corazón, mira el fuego de las lágrimas.
El corazón de la vela, como mariposa, anoche, de compasión se quemó.
.
En unos versos del poeta persa Abusaíd Abuljair (967-1043) aparece nuevamente la mariposa. Como ejemplo de paralelismo simbólico, recordemos que mariposa y alma (Psique), en griego se dice igual.

El día que se encendió aquel fuego del amor,
el amante del amado a inflamarse aprendió.
Del amado partió la llama y el sufrimiento.
Sólo ardió la mariposa cuando la vela prendió.

En otros versos también de Abuljair encontramos la paradoja de la indiferenciación entre amante y Amado.

Mi cuerpo se tornó lágrima y el ojo lloró.
Sin cuerpo hay que vivir en tu amor.
Ni huella quedó de mí, ¿a qué se debe este amor?
Me convertí en el amado. ¿Quién es él, quién soy yo?

Si el corazón la vía del amor no sigue, ¿qué hará?
Si el alma no busca el reino del encuentro, ¿qué hará?
Y en el momento en que el sol llegue al espejo,
si el espejo no dice "soy el sol", ¿qué hará?
.
El corazón pulido, purificado por el fuego de la ascesis, es transformado en un espejo donde se refleja lo divino, múltiples teofanías metamorfoseadas de una única Luz por las que se transparenta el Ser que oculta su propia transparencia. En palabras nuevamente de Rumi:

Pues aquel que se ha despojado de sí mismo ha desaparecido [en Dios]…
Su forma se ha desvanecido y se ha convertido en un espejo…

En el simbolismo del Ave Fenix, hallamos ese mismo "transito" de la extinción del cuerpo, inprescindible para alcanzar la inmortalidad en el Uno como está bellamente expresado en este pasaje que aparece en el preludio de un ensayo (El Tórtolo y Fenix, ed. Herder) sobre el poema de William Shakespeare "La tórtola y el Fénix", de innegable sentido hermético.


Feliz quien, como al ave fénix, en Sí mismo, al fin, la eternidad lo cambia. Fénix no fenece: se purifica en el hogar que ella sola fabrica. Consonante con el elemento que la forma, el sol, piadoso, prende la pira. Cercada por las llamas, ella aviva el fuego con su aleteo y, reducido a cenizas, resurge ensimismada, infinita.


Son muchos las referencias que se pueden encontrar en torno a éste simbolismo, tanto en la tradición sufi como en otras, la lista sería muy larga. Como punto final dejo también estos bellos versos del poema titulado El maestro, de El Sheiq Ahmad Al-'Alawî, no sin antes animar a los lectores de Fragmentalia a añadir algún "Fragmento" más a los aquí recopilados.

Cuando aparece el infinito tú desapareces
pues "tú" no has sido nunca, ni siquiera un instante.
Tú no ves quién eres, pues tú eres, pero no eres "tú".
Subsistes, pero no como tú mismo; no hay más fuerza que la de Dios.
Después de tu extinción en la Eternidad nacerás,
sin fin en la Eternidad de la Eternidad te afirmas,
en la cima de toda Altura; ¿pues no es cuando están Cara
a Cara con la Verdad cuando nuestros caballeros desmontan?
.
Y una más de Ibn Arabi perteneciente a su obra Taryuman Al-Aswaq (El intérprete de los deseos)

Entre el agua y el fuego se halla el amante


Escultura de Joaquín Huertas, 2003. Altura 54 cm.