El cuento tradicional Las babuchas de Abu Kasem, ha gozado de gran popularidad a lo largo de los siglos en el mundo de influencia árabe. Transmitido en infinidad de versiones, ha sido interpretado habitualmente en un sentido moralista sobre las consecuencias que pueden acarrear la avaricia y la tacañería. Para el mitólogo Heinrich Zimmer, el relato reune elementos que lo hacen atractivo para realizar una lectura a nivel más profundo, descubriendo en su análisis algunos de los ocultos entresijos que nos conforman a las personas, pudiendo ser revelador el tomar conciencia de ello. Se servirá de la versión que hizo del cuento Ibn Hijat al-Hamawi en la recopilación Thamarat ul-Awrak ("Los frutos de las hojas")
Las babuchas de Abu Kasem
Por
Heinrich Zimmer
Por
Heinrich Zimmer
¿Conocéis la historia de Abu Kasem y sus babuchas? Esas babuchas fueron tan célebres -incluso proverbiales- en el Bagdad de su tiempo como lo fue la desmesurada avaricia y roñosería de su dueño. Todo el mundo las tenía por el signo visible de su repugnante codicia. En efecto, Abu Kasem era rico y trataba de ocultarlo; incluso el mendigo más harapiento se habría avergonzado de morir calzando unas babuchas como las que él llevaba, hasta tal punto estaban remendadas y cubiertas de trozos y de parches. Vieja historia y verdadera espina en el costado de todos los zapateros de Bagdad, habían terminado por ser proverbiales en boca de las gentes del pueblo. Quien quería encontrar un modo de expresar el ridículo, no dejaba de traer a colación las famosas babuchas.
Así pues, con el sórdido que había llegado a ser inseparable de su imagen pública, este conocido hombre de negocios arrastraba sus pies por el bazar. Sucedió un buen día que llevó a cabo un negocio especialmente ventajoso: un enorme cargamento de pequeñas botellas de cristal que se las arregló para comprar por una miseria. Después, unos días más tarde, coronó su operación comprando gran cantidad de esencia de rosas procedente de la quiebra de un negociante de perfumes. La combinación de ambos negocios resultó un golpe de suerte especialmente feliz, y no se dejó de comentar en el bazar. Cualquier otro habría celebrado la ocasión de la forma habitual, con un pequeño banquete a sus colegas más próximos. Sin embargo, a Abu Kasem sólo se le ocurrió hacer algo para sí mismo. Decidió visitar los baños públicos, lugar donde no se le había visto desde hacía mucho tiempo.
En el vestíbulo, donde se dejan ropas y zapatos, encontró a uno de sus conocidos que, llevándole a un lado, trató de hacerle comprender el lamentable estado de sus babuchas.
Acababa de quitárselas, y a la vista de todos estaba su penosa condición. El amigo le dijo que se sentía profundamente apenado de verle convertido en el hazmerreir de toda la ciudad; un hombre de negocios tan despierto como él debía tener medios para comprarse un par de babuchas decentes. Abu Kasem examinó detenidamente aquel horror que se le había vuelto tan querido. "Dios mío, se dijo, he estudiado la cuestión durante años, pero, verdaderamente, no están tan gastadas como para que no me sigan sirviendo todavía." A continuación, los dos amigos, habiendo terminado de desnudarse, dejaron el vestuario para ir a tomar su baño.
Mientras nuestro avaro se regalaba con un placer para él completamente excepcional, llegó el cadí de Bagdad con la intención de tomar también un baño. Abu Kasem, que había terminado antes que Su Excelencia, volvió al vestuario para vestirse. Pero, ¿dónde estaban sus babuchas? Habían desaparecido y en su lugar, o casi en su lugar, había otro par de babuchas, preciosas, brillantes, claramente nuevas. ¿Se trataría de un regalo, de una sorpresa que había tenido a bien hacerle su amigo que no podía soportar que alguien más rico que él se exhibiese en andrajos, y deseaba congraciarse con un hombre próspero mediante una delicada atención? Fuera cual fuera la explicación, Abu Kasem se las puso. En cualquier caso, le evitarían la molestia de ir de compras y tener que regatear para conseguir un par nuevo. Razonando así, y con su conciencia bien tranquila, dejó los baños.
Cuando el juez volvió de su baño, ¡qué escena! Sus esclavos procedieron a una verdadera batida por todos los rincones, pero no pudieron encontrar las babuchas de su amo. En su lugar había un asqueroso par de cosas hechas jirones que todos reconocieron inmediatamente como el famoso calzado de Abu Kasem. Loco de ira, el juez mandó buscar al culpable; el ujier de la corte no tardó en encontrar las babuchas desaparecidas en los pies de Abu Kasem y le metieron en chirona. Le costó mucho al viejo avaro librarse de las garras de la ley, tanto más cuanto que en la corte se sabía, como lo sabía todo el mundo, que se trataba en realidad de un hombre rico. ¡Pero al menos recuperó sus viejas y queridas babuchas!
Triste y afligido, Abu Kasem volvió a su casa y allí, en un brusco acceso de cólera, tiró por la ventana su tesoro. Cayeron en el Tigris, cuyas cenagosas aguas se deslizaban perezosamente al pie de la casa. Unos días más tarde, un grupo de pescadores creyó haber capturado un pez de un peso excepcional; lo subieron con gran esfuerzo a la barca, y ¿qué vieron entonces? ¡Las famosas babuchas del avaro! Los clavos (una de las ideas de Abu Kasem en materia de economía) habían provocado varios desgarrones en la red, lo que, como se pueden imaginar, enfureció a los pescadores. Con todas sus fuerzas lanzaron aquellos restos enlodados y pegajosos a través de una ventana abierta, que resultó ser la ventana de la casa de Abu Kasem. Volando por el aire, las babuchas volvían a su propietario cayendo estrepitosamente sobre la mesa en que había colocado cuidadosamente los preciosos frascos de cristal comprados tan baratos, y más preciosos ahora en razón de la valiosa esencia de rosas con que acababa de llenarlos, listos para la venta. Todo aquel brillante y perfumado esplendor se encontró de golpe por los suelos, y allí se quedó, como una masa resplandeciente e informe de pedazos de cristal mezclados con el barro.
El narrador que nos contó la historia renunció a describir la inmensidad de la pena del avaro.
-¡Esas malditas babuchas!- gritó Abu Kasem (y esto es todo lo que nos dice)-. ¡Esas malditas babuchas sólo me traerán desgracias de aquí en adelante!
Y, diciendo así, cogió una pala, se dirigió con paso vivo y decidido a su jardín, y se puso a cabar un hoyo para enterrar aquella porquería. Quiso el azar que el vecino de Abu Kasem estuviera precisamente espiándole; como es lógico, se interesaba enormemente por todo lo que pasaba en casa del ricachón cuya puerta estaba pegada a la suya, y, como es frecuente entre vecinos, no tenía ninguna razón especial para apreciarle. "Ese viejo avaro tiene bastantes sirvientes -se dijo- y sin embargo se pone él mismo a cabar un hoyo. Debe haber algún tesoro enterrado ahí. ¡Claro! ¡Es obvio!" Y ni corto ni perezoso el vecino corrió al palacio del gobernador a denunciar a Abu Kasem, pues cualquier cosa que encuentra un buscador de tesoros pertenece por ley al califa, al ser la tierra y todo lo que ella oculta propiedad del gobernador de los creyentes. Abu Kasem, en consecuencia, fue llamado ante el gobernador, y la historia que contó, que sólo habia cavado un hoyo para enterrar un viejo par de sandalias, desató la risa de todos. ¿Alguien se había acusado así mismo de manera tan evidente? Cuanto más insistía el viejo avaro, más increible parecía su historia y más culpable parecía. Al dictar sentencia, el gobernador tuvo en cuenta el tesoro, y Abu Kasem se quedó literalmente anonanado al oír el importe de la multa.
Estaba desesperado y maldecía sin parar las desgraciadas babuchas. ¿Cómo podría desembarazarse de ellas? Lo único que podía hacer era sacarlas de algún modo de la ciudad. Así que hizo un largo recorrido por el campo y las arrojó a un estanque, muy lejos de allí. Cuando las vio hundirse y desaparecer en las aguas transparentes, lanzó un profundo suspiro de alivio. ¡Por fin se había librado de ellas! Pero sin duda el diablo andaba mezclado en el asunto, pues lo que Abu Kasem había tomado por un estanque era el depósito que aseguraba el abastecimiento de la red de agua de la ciudad, y, arrastradas por los remolinos, las babuchas se metieron por el deagüe de la cañería principal y la taponaron por completo. Los oficiales del servicio de aguas que fueron a arreglar los desperfectos encontraron las babuchas y, reconociéndolas (¿quién no las habría reconocido?), dirigieron un informe al gobernador en el que se acusaba a Abu Kasem de haber contaminado las aguas de la ciudad; y de este modo Abu Kasem fue a dar de nuevo con sus huesos en prisión. Fue castigado con una multa mucho más fuerte que la anterior. Pagó. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y recuperó sus queridas y viejas babuchas, pues el recaudador no se queda jamás con lo que no le pertenece.
Bastantes problemas le habían causado las babuchas, así que, de una vez por todas, iba a arreglar el asunto para que no pudiesen jugarle ya nunca más una mala pasada. Decidió quemarlas, pero como todavía estaban húmedas, las puso a secar en el balcón. Un perro que estaba en el balcón de al lado vio aquellos objetos extraños, se interesó por ellos, saltó por encima de la balaustrada, y cogió una de las babuchas con su boca. Pero jugueteando con ella, la dejó caer a la calle, y, desde una altura considerable, el mísero objeto fue a caer en la cabeza de una mujer que pasaba por allí. Sucedió que la mujer estaba embarazada. Lo súbito del choque y la violencia del golpe le provocaron un aborto. Su marido se apresuró a presentarse ante el juez y demandó al rico y avaro comerciante por daños y perjuicios. Abu Kasem estaba fuera de sus casillas, pero de nuevo se vió obligado a pagar.
Antes de abandonar el tribunal para volver a casa, absolutamente fuera de sí, blandió solemnemente en alto las malhajadas babuchas y, con una sinceridad que no podía dejar de impresionar al juez, exclamó:
-Señor, ésta ha sido la causa fatal de todos mis sufrimientos. Esta malditas babuchas me han reducido a la mendicidad. Dignaos pues ordenar que no se me haga nunca más responsable de todas las desgracias que, con toda seguridad, seguirán haciendo caer sobre mi cabeza.
Y el contador oriental concluye con esta lección moral: el cadí no pudo rechazar la solicitud; Abu Kasem había aprendido -pero le había costado enormemente caro- todo el mal que puede resultar de no cambiar con suficiente frecuencia de babuchas.
Pero, ¿es ésa realmente la única enseñanza que se puede extraer de este célebre cuento? Ciertamente, el consejo es un tanto banal: no hacerse esclavo de la avaricia. ¿No habría qué decir algo al respecto de esos misteriosos caprichos del destino que llevaban siempre las babuchas a su legítimo propietario? Parece que se esconde un cierto sentido en esa maliciosa repetición de un mismo acontecimiento, y en el crescendo con el que esos diabólicos objetos afectan a su hechizado poseedor. ¿Y no habría que atribuir también un sentido a la forma sorprendente en que se va entrelazando, por decirlo así, todas las personas y las cosa que, en este asunto, juegan en las manos del azar (vecinos, perros, funcionario y leyes de todo tipo, baños públicos y conducciones de agua), permitiendo así a éste cumplir su obra y apretar más el nudo del destino? El moralista contador no ha visto en este relato más que al avaro que obtiene su merecido, no se ha interesado en la forma en que el vicio venía a encontrarse con el destino de quien se entrega a él. Ha entendido pues la historia como un ejemplo de la manera en que alguien puede castigarse a sí mismo al abandonarse a su inclinación preferida. (...)
A partir de una serie de puras coincidencias se teje la trama de un destino. Cada uno de los esfuerzos que hace la víctima para terminar con sus dificultades no sirve más que para hacer engordar la bola de nieve, que crece hasta el punto de convertirse en una avalancha que le sepulta bajo su peso. Un bromista le cambia las babuchas que están en el vestuario de los baños, probablemente sin otra razón que divertirse con la confusión del avaro. El azar lleva las babuchas bajo la ventana de la casa desde donde se las ha tirado al río. El azar las arroja en medio de los valiosos frascos. El azar atrae la atención de un vecino sobre las ocupaciones del avaro en su jardín. El azar hace que los remolinos arrastren las babuchas por las conducciones del agua. El azar atrae al perro del balcón de al lado, y hace caer una de las babuchas en la cabeza de una mujer embarazada que pasaba por allí. Pero, ¿por qué razón semejantes accidentes revisten un carácter tan fatídico? Siempre hay mujeres embarazadas paseando por las calles, a los perros siempre les gusta agarrar lo que pertenece a los otros, el agua corre continuamente por las cañerías y, de vez en cuando, esas cañerías se atascan. Equivocarse de frasco, confundir los paraguas, este tipo de cosas sucede todos los días sin que por ello nazca, de esos acontecimientos anodinos, la menor historia que tenga un significado particular. El aire está lleno de esos minúsculos granos de polvo del destino; forman la atmósfera de la vida y de todos sus acontecimientos. Los que tejieron la desgracia de Abu Kasem no fueron más que un puñado de ellos entre miles.
Con la historia de las babuchas de Abu Kasem abordamos una cuestión de excepcionales consecuencias entre todas aquellas que se refieren a la vida humana y al destino, una cuestión que la India ha mirado de frente al formular concepciones tales como las de karma y maya. Todo lo que un ser humano toma de la masa arremolinada de los átomos de lo posible, haciéndolo entrar en contacto directo con él, todo eso, sea lo que sea, se confunde y se amalgama con su propio ser en un acierta configuración, en un modelo de vida. En la medida en que admita que algo le concierne, le concierne efectivamente, y si se refiere a sus objetivos y a sus aspiraciones más profundas, a sus temores y a la nebulosa fábrica de sus pensamientos, puede llegar a ser una parte importante de su destino. Y, finalmente, si siente que ello afecta a las raíces mismas de su vida, será precisamente eso lo que constituya su punto de vulnerabilidad. Pero, por otra parte, y en virtud de la misma experiencia íntima, en la medida que uno pueda liberarse a sí de sí mismo, escapa automáticamente a todas las cosas que parecen accidentales. Por otra parte, éstas tienen a veces un sentido tan profundo, y muestran un cariz de acontecimiento tan oportuno y pertinente, que no merecen ese nombre demasiado banal de "simple accidente". Son el tejido del destino. La sublime y serena libertad consistiría en librarse de la natural compulsión a elegir entre ellas, elegir entre los átomos turbulentos de la mera posibilidad, algo que llegaría a estar imbricado con uno mismo como un destino posible, y que incluso llegaríamos quizás a tocar en la raíz de nuestro ser. (...)
El balance de la vida de un hombre, su personalidad social, la máscara que se adapta a los contornos de su ser interior, eso son las babuchas de Abu Kasem. Son la textura, la trama de la personalidad consciente de su propietario. Además, son la suma total de los deseos y los éxitos de que hace alarde ante sí mismo y ante el mundo, y en virtud de los cuales se ha convertido en un personaje social. Son el balance de la vida por la que ha luchado. Si no tuvieran esa especie de significado secreto, ¿por qué serían entonces tan peculiares, tan reconocibles con una originalidad propiamente única? ¿Por qué habrían llegado a se proverbiales? ¿Por qué serían como unos viejos amigos, seguros, dignos de confianza? De la misma forma que representan a los ojos del mundo la personalidad total de Abu Kasem, y su avaricia, también representan inconscientemente para él su principal virtud, la que ha cultivado más a sabiendas, su codicia de mercader. Todo esto, sin duda, llevó a nuestro hombre bastante lejos, pero tiene más poder sobre él de lo que supone. No es tanto Abu Kasem quien posee la virtud (o el vicio) cuanto el vicio (o la virtud) quien le posee a él. Su avaricia ha llegado a ser la motivación soberana de su ser, le tiene como hechizado. Repentinamente, sus babuchas empiezan a jugarle malas pasadas; por malicia, piensa él. Pero, ¿no es él quien se está jugando a sí mismo esas malas pasadas?
La penosa desventura de Abu Kasem es la consecuencia natural de sentirse obligado a arrastrar a todas partes con él algo a lo que se ha negado a renunciar en su momento, una máscara, una idea que se hacia de sí mismo y de la que habría debido despojarse. Abu Kasem es de esos que no consienten en pasar con el tiempo que pasa, sino que vuelven a llevar todo hacia sí mismos y atesoran celosamente un "yo" que ellos mismos han fabricado. Tiemblan con la idea de esas muertes consecutivas y periódicas que, umbral tras umbral, se despliegan al tiempo que se atraviesan las salas de la existencia, y que son el secreto de la vida. Se agarran ávidamente a lo que son, a lo que fueron. Y, finalmente, la personalidad usada, esa personalidad que habría debido mudar como el plumaje anual de los pájaros, se le pega de tal manera a la piel que, aun cuando se haya convertido para ellos en motivo de exasperación, nunca llegan a quitársela de encima. Hicieron oídos sordos cuando sonó la hora, ¡y hace mucho tiempo que sonó! (...)
La conclusión se impone: cambiemos pues de calzado. ¡Si fuera así de simple...! Desgraciadamente, los viejos zapatos tan cuidadosamente conservados, tan amorosamente remendados durante toda una vida, vuelven siempre -como nos enseña la historia- de forma obstinada y persistente, incluso cuando por fin nos habíamos decidido a tirarlos a la basura. Aunque tomáramos prestadas las alas de la mañana para volar hasta los confines del mar, estarán siempre allí, con nosotros. Los elementos no quieren aceptarlos, el mar los vomita, la tierra se niega a recibirlos, y antes de que puedan ser destruidos por el fuego caen desde el aire para consumar nuestra ruina. ¡Ni siquiera el recaudador los quiere! ¿Por qué, en efecto, debería existir en el mundo algo o alguien dispuesto a cargar con esos demonios de nuestro ego simplemente porque al final hemos llegado a sentirnos molestos por su presencia?
¿Quién librará a Abu Kasem de sí mismo? Incluso la forma en que buscó la liberación era manifiestamente fútil: no se desembaraza uno de su ego amado, porque haya empezado a jugarnos malas pasadas, simplemente tirándolo por la ventana. Finalmente, Abu Kasem suplicó al juez que, al menos, no le tuviera por responsable de todas las jugarretas diabólicas que en el futuro pudieran hacerle sus babuchas, pero el juez se limitó a reírse de él en sus narices. Y nuestro juez, ¿no se reía también de nosotros? Nosotros somos los únicos responsables de la inconsciencia con la que, durante nuestra vida, hemos elaborado nuestro propio ego. Involuntaria y amorosamente, no hemos dejado de remendar y reforzar los zapatos que nos llevan por la vida; y así nos vemos finalmente sometidos a su incontrolable coacción.
¿Qué hemos de entender por la expresión "incontrolable coacción"? En cierta medida, lo sabemos ya por haberlo visto en acción en los otros, cuando hemos interpretado sus gestos involuntarios. Se trata de una fuerza que se manifiesta en todas partes a nuestro alrededor, en todo tipo de espresiones espontáneas: los escritos de la gente, sus fracasos, sus sueños y sus imágenes inconscientes. Esta fuerza tiene sobre el hombre mucho más poder de lo que él mismo admite o querría hacer creer a los demás, infinitamente más que su voluntad consciente. Sus impulsos son irresistibles, no podemos gobernarlos, son los demoníacos caballos enganchados al carro de nuestra vida, y en este carro, el ego consciente es tan solo el cochero. De manera que no hay otra opción que resignarse, como el Egmont de Goethe, "a sujetar firmemente las riendas, y dirigir las ruedas, ora a la derecha, ora a la izquierda, para evitar aquí una piedra, allí un precipicio".
En el comienzo nuestro destino se deposita él mismo en nuestras vidas a travé de innumerables e imperceptibles movimientos, de acciones apenas conscientes, de las cosas insignificantes en la vida de todos los días; después, por nuestras opciones y nuestros rechazos, engorda gradualmente, hasta que la solución alcanza el punto de saturación y está madura para la cristalización. Finalmente, basta un ligero choque, y lo que durante mucho tiempo había estado formándose como un líquido confuso, lo que era algo indefinido, en estado de formación, se encuentra precipitado en la forma de un destino y adquiere la transparencia y la dureza del cristal. En el caso de Abu Kasem, el humor alegre que le ocasionó el éxito de su transación, la embriaguez experimentada tras el maravilloso éxito que, por partida doble, costituía la adquisición de los frascos de cristal y la esencia de rosas, fue lo que, realzando la opinión que de sí mismo tenía, puso en marcha los engranajes de su destino. Tenía la impresión de que las cosas debían continuar par él de la misma manera, de que la fortuna continuaría así haciéndole pequeños regalos, menudos pero igualmente agradables, recompensas por toda una vida de trabajo y ahorro. "¡Valla, afortunado Abu Kasem -habría pensado-, ahí tienes otra sorpresa! Esas lujosas babuchas, flamantes y nuevas, en lugar de las viejas. Sin duda proceden de ese amigo que no quería verte deambular por más tiempo de acá para allá con tus viejas chanclas."
Engreído todavía por el hecho de su buena fortuna momentánea, la avaricia de Abu Kasem vino a torcer las cosas. Habría tenido la impresión de ultrajar su sensación de triunfo, habría disipado la satisfacción orgullosa que le habitaba, su hubiera condescendido con la idea de llevarse realmente la mano al bolsillo para comprar un par de babuchas nuevas. Hubiera podido encontrar las viejas babuchas en el vestuario, como lo hicieron inmediatamente los esclavos del juez, si simplemente se hubiera tomado la molestia de buscar un poco, si hubiera tenido la sospecha, desagradable pero normal, de que alguien podía tratar de burlarse de él. En lugar de eso, se halagó a sí mismo, se ilusionó cogiendo las babuchas nuevas, vagamente aturdido y cegado por el aspecto hermoso de las cosas; pues, en realidad, eso respondía a unas aspiraciones inconscientes cuya existencia jamás había sospechado. Era por su parte un gesto pueril de condescendiente olvido de sí, una falta momentánea de autodominio; pero algo encontró su expresión en es gesto, algo que durante mucho tiempo había descuidado. Algo que había crecido silenciosamente hasta llegar a ser irresistiblemente poderoso se veía por fin en libertad; y la partícula que crece hasta convertirse en avalancha de ponerse en movimiento.
La misma red con la que Abu Kasem había pescado en el bazar grandes beneficios le estaban apresando a él mismo sin darse cuenta; su propia avaricia había tejido las mallas. Y así se encontró metido en un buen lío, atrapado en su propia red. Lo que durante mucho tiempo se había estado elaborando y construyendo en su interior, esa tensión cargada de amenazas lentamente acumuladas, se descargó de un golpe en el mundo exterior, arrojándole en las garras de la ley y metiéndolo sin remedio en un lío de humillación pública, de chantaje por parte de sus vecinos, y de problemas con las autoridades. La propia conducta de Abu Kasem, su codiciosa prosperidad, y la avidez por acumular riquezas, había afilado desde hacía tiempo los dientes de toda esa maquinaria, los había ajustado y puesto en su lugar.
Como dice la máxima hindú, el hombre siembra la semilla y no se ocupa de su crecimiento. Esa semilla germina y madura, y entonces cada cual debe comer el fruto de su propio campo. No sólo nuestras acciones, sino también nuestras omissiones devienen nuestro destino. Incluso las cosas que no hemos llegado a realizar por completo nos son tenidas en cuenta al mismo título que nuestras intenciones y nuestras obras, y son susceptibles de desplegarse como acontecimientos de la mayor importancia para nosotros. Es la ley del karma. Cada cual se convierte en su propio verdugo, en su propia víctima, y, como sucede en el caso de Abu Kasem, cada cual es su propio loco. La risa del juez es la misma que la de los demonios del infierno que se ríen de los condenados que han pronunciado su propia condena y arden en sus propias llamas.
La historia de Abu Kasem muestra cuán sutilmente se teje la red del karma, y qué resistentes son sus delicados hilos. ¿Cómo podría Abu Kasem ser liberado por su ego cuyos demonios le tienen en sus garras?, ¿cómo podría ese ego matarse así mismo? En su desesperación, ¿no ha estado precisamente Abu Kasem a dos dedos de reconocer que nadie le podía librar de sus babuchas, y que, en consecuencia, es a él a quien le toca, de una manera u otra, tratar de desembarazarse de ellas? ¡Si al menos pudiera separarse de ese conglomerado de parches, remiendo a remiendo, hasta reducirlas a un par de babuchas sin importancia...!
Se dice en el cuento que el juez no puede hacer otra cosa que acceder a la petición de Abu Kasem, lo que significa que este último no iba a se en adelante atormentado y perseguido por sus terribles babuchas. En otras palabras, la luz de su nueva vida a comenzado a alumbrarse. Sin embargo, la luz de esta aurora no habría podido surgir, en definitiva, de ningún otro lugar que del profundo cráter de su alma, ese cráter que hasta entonces había obnubilado su visión con sus nebulosas erupciones. Nemo contra diabolum nisi deus ipse. Ese misterioso ego cuya trama tiene orígenes lejanos, ese ego que él mismo había tejido de manera tan laboriosa a su alrededor para edificar su mundo personal: el juez, los vecinos, los pescadores, los elementos (pues hasta éstos tomaron parte en el drama de su ego secretamente amado), las sordidas babuchas, y su riqueza, ese ego -decía- no había dejado de enviarle avisos, uno tras otro. ¿Qué más podía pedirle al espejo de su esfera exterior? ese espejo le había hablado de la única forma que podía hacerlo, golpe tras golpe. Ahora bien, la liberación definitiva debía proceder de sí mismo, de dentro, pero, ¿cómo?
En tal momento la advertencia de un sueño puede ser de gran ayuda, o incluso una vaga intuición que hace eco al oráculo de algún tiempo intemporal. Pues el mago escondido que proyecta a la vez el ego y su mundo-espejo puede hacer más que ninguna fuerza exterior para desenredar durante una noche la tela tejida por el día. Puede susurrarnos al oído: "Cambia de zapatos". Y entonces debemos mirar y comprobar de qué estan hechas nuestras babuchas.
Lecturas.
Heinrich Zimmer, El rey y el cadaver (Cuentos, mitos y leyendas sobre la recuperación de la integridad humana) Paidos Orientalia 1999
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