martes, 12 de junio de 2012

Arte en la Piel

Tatuaje tradicional japonés (fot. Hiro Hata)



"La profundidad está en la superficie"

Proverbio chino



Epitafios de la piel
por
Iñigo Ramirez de Haro



Cuenta la tradición que cuando aquél artista Kano no sabía cómo pintar un dragón, requirió el consejo de un monje zen, que le contestó simplemente: "Convierteté en un dragón". Al cabo de un tiempo se había transforma
do en un dragón pintándose a sí mismo. Las fronteras se borran; la piel se hace alma. Exterior e interior confluyen en el espacio distinto al vacío.


Y en medio, como imperceptibles medusas marinas, los cuerpos tatuados, no como simples caprichos de decoración u obsesión, sino más bien selva de algas apenas pentrables por las diferentes viscosidades de significaciones. Donald Richie, en su libro El tatuaje japonés, intenta sugerir olores, ruidos, tactos...
Porque, antes que nada, el tatuaje es la marca, la marca indeleble que individualiza a su poseedor hasta la muerte. Entre los maoríes era sello de hombría; los
autores clásicos mencionan su utilización por parte de los egipcios, griegos y diferentes comunidades bárbaras; los romanos a criminales y esclavos; y los nazis a comunistas, homosexuales, judíos y gitanos. (...)
En las compilaciones
Nihon Shoki sobre el Japón antiguo del año 720, se encuentra ya definido un código especializado de tatuajes primitivos para marcar a los "intocables". Estos pertenecían al grupo social de los hinin (no-personas) e incluía por igual a verdugos, artistas, enterradores y otras subespecies bajo el nombre de eta, siendo el eufemismo burakumin o gentes del pueblo.
Ya a principios del siglo
XVIII, los criminales eran tatuados con un vocabulario especializado de marcas, tácitamente reconocible por el resto de la sociedad. En la región de Tama, por ejemplo, se les estampaba el ideograma para "perro" en medio de la frente. (...) En una sociedad de fuerte cohesión familiar, el ostracismo del tatuado era la forma más sofisticada y eficiente de enterrar en vida a uno de sus miembros. Mucho más que cualquier alternativa de castigo, prisión, tortura o exílio. Como en los toros bravos, los pinos de resina o las orejas de los conejos caseros, esta marcas de diferenciación, de individualidad obligada, fueron evolucionando hacia variantes más permisibles. A las mujeres ainu, aborígenes de Hokkaido, se les marcaban los dedos y brazos con el fin de que no olvidaran que trabajaban para el marido. Con los labios efectuaban la misma operación para recordarles que hablaban para él. En los límites de la coacción se religó cualquier cabo de duda haciéndoles creer que no había salvación posible tras la muerte sin los labios tatuados. El círculo se había completado con el terror de la borradura del estigma, casi como el que debió sentir la esposa de Don Pitas Pajas en el pasaje del carnero pintado del Arcipreste. La siguiente variante en la apreciación del tatuaje se presentaría como signo embellecedor. Estética y religión, como veremos, fluirán paralelos en este río de la piel.
Del estigma forzoso al forzoso estigma sólo mediaba el tópico de la naturaleza imitando al arte, o mejor el ovidiano del arte copiando el azar. La novela china Shui-Hu Chuan se traduce al japonés con el nombre de Suikoden (Todos los hombres son hermanos) a finales del siglo XVIII, y produce tal furor que en las décadas siguientes conocerá múltiples traducciones. La versión de Bakin y las ilustraciones de Kuniyosi se hicieron inmensamente populares. Los antiguos tatuajes de hinin y eta, o de juramentos amorosos y religiosos, adquirieron un sentido desconocido hasta el momento. El secreto se escondía en que los héroes legendarios de la novela aparecían con sus cuerpos tatuados. El nuevo "tatuaje pictórico" copiará el estilo y la iconografía. Paralelamente, sucesivos edictos del gobierno Tokagawa (1603-1868) condenaban la nueva práctica por subversiva, bajo la calificación legal de "perjudicial para la moral pública". Al igual que en Occidente, el hombre tatuado siempre será un marginado de las altas instancias, estancias del poder. Su poder sólo puede en los submundos. Cualquier signo de individualidad -llevar ropas elegantes sin pertenecer a la clase dirigente, gozar con espectáculos inocentes del tipo kabuki...-era rigurosamente regulado con penas extremas. La individualidad siempre fue revolucionaria.
"Los japoneses hacían todo lo posible por embe
llecerse... Diseños chillones de dibujo y color bailaban sobre los cuerpos masculinos", escribía Junichiro Tanizaki para subrayar el impulso fundamentalmente estético, decorativo, del nuevo tatuaje voluntario. Como las mariposas o los travestís, los tatuados de cuerpo entero ostentan una autoplástica que convierte su piel en un obra de arte... inútil.
Ya recalcamos que entre los aborígenes
ainu, el tatuaje de los labios desvió su connotación hacia el encanto cosmético. En el Koshoku Ichidai Otoko de 1682, traducido por "La vida de un enamoradizo", Saikaku relata como prostitutas y amantes de baja y alta condición, sacerdotes y acólitos imprimían determinados juramentos amorosos o religiosos, los irebokuro, ire significando "inyectar" y bokuro, "lunar". Uno habitual era grabarse el ideograma para inochi (vida) junto al nombre de la persona amada, recordándole que se la amaba más que a la propia existencia; una novia se imprimía en el hombro izquierdo tantos puntos como la edad de su amor.
Mientras los gobiernos del siguiente periodo Meiji hacían más efectiva la prohibición de exhibiciones y concursos públicos de los tatuados, en las cortes europeas de finales de siglo se puso de moda. Los entonces Duque de York y Zarevich de Rusia, luego Jorge V y Nicolás II respectivamente, lucían sus
discretos emblemas bajo la epidermis.(...)
Aparentemente, la motivación erotico-solitaria para el tatuaje de seres m
arginados es prioritaria de Occidente, donde se desarrollo en ambientes de marineros, legionarios, chulos, presidiarios, etc., una modalidad autodenigratoria, morbosa, patibularia, feista, trágica, turbulenta o simplemente provocadora, con frases tipo: "Nacido para perder", "Peligro de muerte", "Maldita suerte", "No me olvides"... sin parangón en el Japón. El especialista americano (Donald Richie) invita a no dejarse llevar por las simplificaciones y rescata asombrosos parecidos con este macho deal occidental, en expresión de su compatriota William Tucker.
El mundo femenino japo
nés continúa atado a las ancestrales jerarquías familiares. La cantidad de mujeres atraídas por los tatuajes masculinos no resulta mínimamente apreciable. El matiz de narcisismo homosexual-masoquista se presenta con muchas más posibilidades de justificación psicológica. Pequeños grupúsculos de seres marginados definidos en un doble espejo de atracción consigo mismo y con sus compañeros de existencias. Es dificil pasar inadvertida la enorme dosis de masoquismo que subyace en todo el proceso. En las mismas fotografías del libro, las caras contraídas hasta el orgullo, apenas esconden la marea del dolor. Ya en Tahití, donde el capitán Cook escuchó por primera vez en 1769 la palabra tatou, el pigmento se incustraba en la piel con un instrumento semejante a un rastrillo. Los maoríes utilizaban una azuela de hueso y los japones un manojo de agujas -los hari- insertas en un mango de madera. No solamente es doloroso sino también largo y sangriento. En un tatuaje de cuerpo entero se requiere más de un año entero a un ritmo de una hora semanal. Es imposible proceder más deprisa: terminada cada sesión, el cliente inflamado se sumerge en baños de agua caliente; a las pocas horas, la piel recientemente impresa se llena de costras que tardan aproximadamente una semana en desaparecer; restablecido, regresa a la siguiente intervención. Los grandes maestros artesanos se precian por su habilidad de hacer sufrimiento y sangre mínimos. De todos modos, el convencido cliente resiste impasible con su entereza de clan. Podrían hacer suyo aquel lema de Fernando el Católico en Valladolid: "Como yunque sufro y callo por el tiempo en que me hallo".

Héroe suidoken tatuado en la espalda


Pero los héroes suidoken eran ante todo héroes y, como los griegos, respondían a la descripción bowriana de persecución del honor a través del riesgo. Valentía, audacia y virilidad, dentro de los esquemas caballerescos, los hacían especialmente atractivos para ese grupúsculo social al que la tradición atribuye haber sido el pionero en tatuarse el cuerpo: los bomberos. Eran los gaen, bandas de rufianes contratadas por el gobierno para atajar los numerosos incendios de la antigua capital Edo. Poco a poco se hicieron trabajadores a tiempo completo organizados en su Kumi. Emulaban a sus ancestros heroicos del Suidoken tatuándose el cuerpo entero con sus símbolos favoritos. El ejemplo cundió entre las clases inferiores -obreros, siervos, ladrones, gansters yakuza, etc.- y corría el dicho de que una de las "siete maravillas de la capital" era encontrar un artesano sin tatuaje. Fueron los momentos de gloria de la artesanía. Protección, seguridad, cohesión. El individuo aislado y amorfo se defiene irrevocablemente mediante el tatuaje como miembro de un grupo codificado, de un nekama, de un "adentro· frente a un "afuera", con una intensidad de unión en muchas ocasiones superior a la de la propia familia. Un nekama posee un complejo orden de reglas. Para acceder a él, como primer requisito se exige que el candidato se un hombre y no un otokorashikunai (no-hombre) ni un shombenkusai (apesta-a-orina), refiriéndose a los niños. El rito iniciático del tatuaje grantiza la nueva condición y va acompañado de determinadas ceremonias y normas de comportamiento. La eternidad de la marca grantiza la estabilidad de la persona. La piel impresa la soporta, la define, le da el ser. En la interminable pregunta que es la cultura japones, algo se intuye de la respuesta del poeta anónimo del siglo VI: "Para el hombre / ¿No es acaso como la flor / Del cerezo / Un caparazón de la langosta".
Todos los caminos de la piel conducen a los dioses. ¿Cuál es la vejez de los dioses?, se interrogaba Moritake. Aquel tatuaje primitivo de juramento amoroso fácilmente se tornaba hacia Buda. Frases piadosas y oraciones re
zaban inscritas en las capas cutáneas. Polinesios y maoríes, chanteles mejicanos, ibos nigerianos, pimos de Arizona o senois de Mala incorporaban las prácticas tatuísticas de las celebraciones rituales. El tatuaje se transforma en un medio de acceder a Dios. Pero el budismo no permite que nada se interponga entre lo que se trata de expresar y la expresión. En realidad, se convierte en un medio de convertirse en Dios.
Con este talismán, el nipón tatuado afronta la vida y la muerte. En las leyendas populares, los monjes
viajeros se tatuaban para ser respetados por hombres y fieras. El dibujo mágico actúa de pasaporte protector frente a la caducidad de la vida y a los peligros de la naturaleza. Y el precio es la marca del autosuplicio, del sacrificio.
Ricchie subraya que durante su estancia en Japó
n, los tatuados hablaban constantemente de la muerte. No es casualidad que algunas profesiones -los yakuza- sean casi garantía de defunciones de jóvenes. A diferencia de aquellos franceses del siglo XIX, con la palabra "mort" grabada en el pecho y un collar de puntos inscritos en el cuello para facilitar el trabajo de la guillotina, los nipones se encaran a la parca con el fin de lograr una especie de seguro de muerte y de permanencia inmutable. Por un lado, una defunción adelantada, un rigor mortis de la piel; por otro, la inmortalidad prematura, el contraveneno frente al aguijón. En cualquier caso, ese mismo temblor que resuena en su sutil poesía: Cuento las olas / En la tarde, y hallo / El centro del otoño" (Minamoto-no-Shitagau, siglo X).
No deja de sorprender que en la fantasía de los tatuados se vislumbre una esperanza de que su piel preciosa resista a la descomposición. El sujeto se hace objeto. Osamu Tatsuda, en su interesantísima recolección de
ensayos sobre este tema, consideraba que la razón primordial para marcar a criminales y proscritos era conseguir la desumanización efectiva. El tatuaje forzoso o voluntario vierte su personalidad para ser objeto coherente y manejable. Pero en este viaje a través de la piel, en esta introspección hacia la superficie, la imagen espacial del occidental se resiente. El alma, lo profundo, lo fundamental, no se sitúa en el interior del cuerpo. La creación no surge desde un sólido reducto del yo. El ideal oriental dirime con la paradoja aparente: vaciarse e incluir. O como recordaba el proverbio chino; "la profundidad está en la superficie". Otomo-no-Yacamochi se cuestionaba: "¿Qué importa convertirme / En pájaro / O insecto?" Desde los distintos ángulos, los límites se disuelven entre las personas de carne y el símbolo de tinta, entre el interior y el exterior, entre la piel y el alma. El hombre se metamorfosea en la imagen pintada. Ya en el Suikoden, lo héroes aparecían tatuados con la representación del ser que les confería su única existencia mística. Busho combatió un tigre y lo llevaba grabado en la espalda. Dioses, fauna y flora, héroes legendarios e históricos de la imaginería tatuística coinciden con el corpus cultural coherente de símbolos y mitos del pueblo nipón.
Buda bajo el árbol, a diferencia del Cristo crucificado cristiano, nunca se imp
rimiría en la piel. Sí, en cambio, diversas divinidades inferiores como Nico, Kannon -la diosa de la Misericordia equivalente a la Virgen María- y Fudo -el guardián con colmillos del Infierno, dios de la ira, que protege la fe, el orden y el trabajo. La flor del cerezo y la hoja de arce son dos de las representaciones más estimadas por los japoneses. Como la rosa roja occidental, conllevan un mensaje de amor inmarchitable. La trascendencia implicada, sin embargo, incorpora las cualidades mutables de la naturaleza. El símbolo de la transitoriedad es una afirmación de la vida percedera. De nuevo, la paradoja: lo transcendente es lo transitorio.


Y de entre los numerosos héroes talismánicos, Kintaro, el valor a pesar de ser pequeño, como millones de japoneses se sienten a sí mismos, y Hagaromo, ángel femenino que sinsetiza santidad, belleza y l
ascivia, resultan particularmente apropiados en la metamorfosis del tatuado. "Cuando termino / De reunir mis miradas / En las profundidades / De mi claro espejo..." (Sedoka).
El tatuaje ha sido concluido. El maestro artesano se dispone a firmar bajo el brazo o en el muslo. Su nombre será precedido de
horu (clavar) para integrar el prestigioso gremio de los horimono.



Lecturas:

Iñigo Ramirez de Haro, Epitafios de la piel. Revista El Paseante nº 6

Donald Richie, The japanese tatoo

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2 comentarios:

  1. Las fotos son impresionantes. Es curiosa la ambivalencia del tatuaje, de humillación a orgullo. Una vez leí que el tatuaje empezó como una “vacuna” prehistórica, al provocar una pequeña infección producía defensas, de manera que los tatuados resultaban más resistentes a enfermedades; de ahí su valor mágico. Ahora que lo pienso, falta otro capítulo en la historia del tatuaje, el de su banalización en occidente. Ahora cualquier chaval quiere su tatu, aunque ya no signifique nada.

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  2. Me haces recordar otra práctica llevada a cabo por tribus africanas con una función iniciática a la vez que de embellecimiento corporal, las escarificaciones. En este caso, se trata de las cicatrices permanentes que quedan en la piel después de practicar una serie de cortes siguiendo patrones de diseños. Los antropólogos ven en ello también una forma de hacerse resistentes a infecciones.

    La banalidad humana diría yo que siempre ha encontrado formas de expresarse a lo largo de la historia, tanto en Occidente como en Oriente, si bien es cierto que la cultura occidentalizadora actual la ha llevado a extremos nunca antes conocidos. Y sí, el uso popular generalizado que se hace en el caso del tatuaje por parte de chavales (y no tan chavales), podría ser otro ejemplo más indicativo de ello.

    Siempre un etímulo contar con tus aportaciones hiniare.

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