Él entonces descendió y se sumergió siete veces en el
Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios; y su carne
se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio.
(2 Reyes 5, 14)
Cuando descendió Jesús del monte le
seguía mucha gente.
Y he aquí vino un leproso y se postró
diciendo: Señor, si quieres, puedes
limpiarme.
Jesús extendió la mano y le tocó,
diciendo: Quiero, sé limpio. Y al instante
su lepra desapareció.
(Mateo 8, 1-4)
La lepra según los cánones de los textos sagrados hebreos era consecuencia de la maldición divina, siendo considerada la enfermedad como expresión del pecado. En consecuencia la lepra exigiría un tratamiento de caracter religioso dirigido por los sacerdotes tal como es descrito en los capítulos 13 y 14 del Levítico.
Durante la Edad Media será la enfermedad simbólica e ideológica por excelencia (como enfermedad individual, la peste lo sería en lo grupal) siendo advertida como "lepra del alma". Se veía en quien la padecía la encarnación del mal, y no necesariamente por haber cometido pecado personalmente, ya que se sospechaba la había heredado a través de la raza, los padres o el lugar de nacimiento. La mascara cubriendo el rostro enfermo se convirtió en un distintivo, así como las campanillas que delataban su presencia.
Desde la Biblia hasta la literatura moderna la lepra se ha reflejado como una enfermedad terrorífica. Entre los autores del periodo romántico que le dieron protagonismo en sus obras destaca el francés Marcel Schwob (1867-1905) que escribiera el cuento con tintes de redención El rey de la máscara de oro, teniendo en cuenta seguramente algunos de los aspectos referidos.
Además parece probable que Schow también tomara en consideración al histórico Rey Balduino IV de Jerusalén conocido como "El leproso" que contrajo la enfermedad de muy joven llegando a tener que cubrirse el rostro desfigurado con una máscara (en la imagen una caracterización del Rey Balduino en el film El reino de los cielos). Así mismo, Jorge Luis Borges (lector y admirador de Schwob) pudo encontrar alguna idea de ese cuento para el relato "El espejo y la máscara" perteneciente a su conocido "El libro de arena". Aquí la maldición (como en el cuento de Schwob) también recae en un rey, pero en este caso por ser testigo de la Belleza expresada en un poema que ordenó componer al poeta de la corte a quien ofreció como prenda de aprobación una máscara de oro. El relato de Borges acaba así:
-¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey; -Sí -dijo tristemente
el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
-¿Puedes repetirla?.: -No me atrevo.
-Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla
en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta
o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el
otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
-En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso.
En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra
nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas
de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el
cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se
comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo
dio?
-En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras
que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido
un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.
-El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber
conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo.
Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.
Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio
muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos
de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema.
Quizás en el texto del sabio argentino se pueda descubrir algo que de alguna forma parece anunciarse en el cuento de su admirado Marcel Schwob. ¿Sería el pecado de los antepasados del rey de la máscara de oro -y cuya maldición fue heredada por él- haber tenido conocimiento de la Belleza, del Misterio revelado? En cualquier caso el cuento de gran contenido mitográfico me parece una lectura altamente sugerente y abierta a múltiples lecturas.
El rey de la máscara de oro
Por
Marcel Schwob
A Anatole France
El rey de la máscara de oro se levantó del trono donde se hallaba sentado desde hacía horas y preguntó por la causa del tumulto, ya que los guardianes de las puertas habían cruzado sus picas y se oían ruido de armas. En torno del brasero de bronce también se habían levantado los cincuenta sacerdotes de la derecha y los cincuenta bufones de la izquierda, y las mujeres, dispuestas en semicírculo ante el rey, agitaban sus manos. La llama rosada y púrpura que resplandecía a través de la criba de bronce del brasero hacía brillar las máscaras de los rostros. A imitación del rey descarnado, las mujeres, los bufones y los sacerdotes tenían inmutables rostros de plata, de hierro, de cobre, de madera y de tela. Y las máscaras de los bufones estaban abiertas por la risa, mientras que las de los sacerdotes estaban negras de preocupación. Cincuenta rostros risueños se regocijaban a la izquierda, y cincuenta rostros tristes se enfurruñaban a la derecha. Entretanto, las telas claras extendidads sobre las cabezas de la mujeres remedaban rostros verdaderamente graciosos, animados de una sonrisa artificial. Mas la máscara de oro del rey era majestuosa, noble y verdaderamente soberana.
Ahora bien, el rey se hallaba silencioso y, a causa de dicho silencio, semejante a la estirpe de los reyes, de los cuales era el último. Antaño, la ciudad había sido gobernada por principes que llevaban el rostro descubierto; pero desde hacía mucho tiempo se había instalado una larga horda de reyes enmascarados. Ningún hombre había visto la cara de estos reyes y hasta los sacerdotes ignoraban el por qué de esta situación. Asimismo, desde los tiempos antiguos se había dado la orden de cubrir los rostros de quienes se aproximaban a la residencia real; y esta familia de reyes solo conocía las máscaras de los hombres.
Y mientras se estremecían los herrajes de los guardianes de la puerta y retumbaban sus sonoras armas, el rey les interrogó con voz grave:
-¡Quién osa perturbarme, en las horas de sesión con mis sacerdotes, mis bufones y mis mujeres!
Y los guardianes, temblorosos, respondieron:
-Muy imperioso rey, máscara de oro, se trata de un hombre miserable, vestido con un largo atuendo; al parecer, es uno de los piadosos mendigos que vagabundean por la comarca, y tiene el rostro descubierto.
-Deja entrar a ese mendigo -dijo el rey.
Entonces, el sacerdote que tenía la máscara más grave se volvió hacia el trono y, luego de inclinarse dijo:
-Oh rey, los oráculos han predicho que no era bueno para tu estirpe ver el rostro de los hombres.
Y el bufón cuya máscara estaba hendida por la risa más amplia volvió la espalda al trono y, luego de inclinarse, declaró:
-Oh mendigo, a quien aún no he visto, sin duda eres más que el rey de la máscara de oro, pues está prohibido mirarte.
Y la mujer cuyo falso rostro poseía el bozo más sedoso juntó las manos, las separó y curvó como para asir las copas rituales. El rey, no obstante, volviendo sus ojos hacia ella, temió la revelación de un rostro desconocido.
Luego, un mal deseo se deslizó en su corazón.
-Dejad entrar a ese mendigo -dijo el rey de la máscara de oro.
Y entre el tembloros bosque de picas, a través de las cuales brotaban las hojas de las espadas como resplandecientes hojas de acero salpicadas de oro verde y oro rojo, un anciano de erizada barba se adelantó hasta el pie del trono y alzó hacia el rey un rostro desnudo donde se estremecía un par de ojos inciertos.
-Habla -dijo el rey.
El mendigo replicó con voz fuerte:
-Si quien me dirige la palabra es el hombre de la máscara de oro, responderé, por cierto; y pienso que lo es. ¿Quién, antes que él osaría alzar la voz? Más no puedo asegurame de ello con mis ojos, pues soy ciego. No obstante, sé que en esta sala las mujeres, por el suave roce de sus manos sobre sus hombros; y bufones, oigo risas; y sacerdotes, ya que éstos susurran de manera grave. Los hombres de este lugar, no obstante, me han dicho que estabais enmascarados; y tú rey de la máscara de oro , último de tu raza, jamás has contemplado rostro de carne. Escucha: eres rey y no conoces a las gentes. Quienes están a mi izquierda son los bufones; oigo sus risas; quienes están a mi diestra son los sacerdotes, oigo sus llantos; y percibo que los músculos de los rostros de estas mujeres son grotescos.
El rey se volvió hacia quienes el mendigo llamaba bufones, y su mirada encontró las máscaras negras de preocupación de los sacerdotes; y se volvió hacia quienes el mendigo llamaba sacerdotes, y su mirada encontró las máscaras alegres de los bufones; y bajó los ojos hacia la media luna de sus mujeres sentadas, y sus rostros le parecieron hermosos.
-Mientes, extranjero -dijo el rey-; eres tú el jocoso, el llorón y el grotesco; ya que tu horrible rostro, incapaz de estar fijo, fue hecho móvil con el fin de disimular. Aquellos que designaste como bufones son mis sacerdotes, aquellos que llamaste sacerdotes son mis bufones. Y tú, cuyo rostro se pliega a cada palabra, ¿cómo podrías juzgar acerca de la inmutable belleza de mis mujeres?
-Ni acerca de ésta, ni acerca de la tuya .dijo el mendigo en voz baja-, ya que nada puedo saber de ellas, por ser ciego, y ni siquiera tú sabes nada de los otros ni de ti mismo. Pero soy superior a ti por esto: yo sé que no se nada. Y puedo conjeturar. Así, es posible que quienes te parecen bufones lloren bajo sus máscaras; y es posible que quienes a tu juicio son sacerdotes tengan su verdadero rostro torcido por la alegría de engañarte; y de igual modo, ignoras si las mejillas de tus mujeres son color de ceniza bajo seda. Y tú mismo, rey de la máscara de oro, ¿quién sabe si no eres horrible a pesar de tus galas?
Entonces, el bufón que tenía la boca más amplia y hendida de alegría lanzó una carcajada semejante a un sollozo; y el sacerdote cuya frente era la más sombría elevó una súplica que se asemejaba a una risa nerviosa, y todas las máscaras de las mujeres se estremecieron.
Y el rey de la cara de oro hizo una señal. Y los guardianes asieron por los hombros al anciano de la cara desnuda y le arrojaron por el portal de la gran sala.
Transcurrió la noche y el rey se sintió inquieto durante el sueño. De mañana vagó por su palacio, porque un mal deseo se había deslizado en su corazón. Pero ni en los dormitorios, ni en el salón enlosado de los festines, ni en las salas pintadas y doradas de las fiestas, encontró lo que buscaba. En toda la extensión de la residencia real no había ni un solo espejo. Así lo habían establecido la orden de los oráculos y la ordenanza de los sacerdotes desde hacía largos años.
El rey en su negro trono no se divirtió con los bufones ni escuchó a los sacerdotes ni miró a sus mujeres; pensaba en su rostro.
Cuando el poniente arrojó la luz de sus metales sangrientos hacia las ventanas del palacio, el rey abandonó la sala del brasero, apartó a los guardias, atravesó rápidamente los siete patios concéntricos cerrados por siete murallas fulgurantes y salió al campo por una poterna baja, furtivamente.
Temblaba y sentía curiosidad. Sabía que iba a encontrar otros rostros, acaso el suyo. En el fondo de su alma, quería estar seguro de su propia belleza. ¿Por qué ese miserable mendigo había sembrado la duda en su pecho?
El rey de la mascara de oro llegó al sitio donde se hallaban los sotos que rodeaban la margen de un río. Los árboles estaban vestidos de cortezas pulidas y rutilantes. Habían troncos de una blancura resplandeciente. El rey quebró algunas ramitas. En la rotura, algunas sangraban un poco de savia espumosa y el interior estaba veteado de manchas oscuras; otras revelaban secretos enmohecimientos y negras fisuras. La tierra era oscura y húmeda bajo el variopinto tapiz de hierbas y florecillas. El rey volvió con el pie un terrón grande jaspeado de azul, cuyas hojuelas espejeaban bajo los últimos rayos; y un sapo de blando buche escapó del cenagoso escondrijo con un sobresalto de espanto.
En la linde del bosque, sobre el remate de la escarpada orilla, el rey que emergía de los árboles se detuvo, encantado. Una joven estaba sentada en la hierba; el rey veía su cabello suelto, su nuca graciosamente encorvada, su flexible espalda que hacía ondular su cuerpo hasta los hombros; entre dos dedos de su mano izquierda giraba un huso muy hinchado y la punta de un grueso copo se deshilaba junto a su mejilla.
Se irguió, desconcertada, mostró su rostro y, en la confusión, asió entre sus manos las hebras del hilo que modelaba. Así, sus mejillas parecieron atravesadas por un corte de suave palidez.
Cuando el rey vio esos ojos negros agitados, y ese temblor de los labios, y esa redondez del mentón que descendía hacia la graganta acariciada por la luz rosada,se abalanzó hacia la joven, transportado, y cogió violentamente sus manos.
-Por primera vez -dijo- querría adorar un rostro desnudo; querría quitarme esta máscara de oro, puesto que me separa del aire que besa tu piel; y ambos, maravillados, iríamos a contemplarnos en el río.
Sorprendida, la joven tocó con la punta de los dedos las láminas metálicas de la máscara real. Mientras tanto, el rey deshizo impacientemente los abrochadores de oro, la máscara rodó por la hierba y la joven, llevando las manos a sus ojos, lazó un grito de horror.
Un instante después huía entre las sombras del soto, apretando contra su pecho el copo envuelto en cáñamo.
El grito de la joven resonó dolorosamente en el corazón del rey, quien corrió hacia la orilla y se inclinó sobre el agua del río. De sus propios labios brotó un gemido ronco. En el momento en que el sol desaparecía tras las oscuras y azules colinas del horizonte, acababa de percibir un rostro blancuzco, tumezacto, cibierto de escamas, con la piel levantada por asquerosas hinchazones, y supo enseguida, por el recuerdo de los libros, que era leproso.
La luna, como una aérea máscara amarilla, subía por encima de los árboles. A veces se oía un mojado aleteo en medio de las cañas. Un reguero de bruma flotaba en el borde de la corriente. El espejo del agua se prolongaba a gran distancia y se perdía en la profundidad azulada. Algunos pájaros de cabeza escarlata arrugaban la corriente con círculos que se disipaban lentamente.
Y el rey, de pie, mantenía los brazos separados de su cuerpo, como si le repugnara tocarse.
Recogió la máscara y la colocó sobre su rostro. Caminado como entre sueños, se dirigió hacia su palacio.
Golpeó el gong en la puerta de la primera muralla y los guardianes salieron tumultuosamente con sus antorchas. Iluminaron su cara de oro; el rey tenía el corazón sobrecogido de angustia, pensando que los guardianes veían las escamas blancas sobre el metal. Y atravesó el patio bañado de luna; y por siete veces su corazón se sobrecogió con la misma angustia en las siete puertas donde los guardianes llevaron las antorchas rojas a su máscara de oro.
Entretanto, junto con la rabia, como una planta negra enroscada por una planta salvaje, crecía en él la pena. Y los frutos sombríos y turbios de la pena y la rabia se asomaron por su boca, y él paladeó su amargo jugo.
Entró en palacio, y el guardián que se hallaba a su izquierda giró sobre la punta de un pie, con la otra pierna extendida, coronándose con un círculo luminoso de su sable; y el guardián de la derecha giró sobre la punta del otro pie, con su pierna opuesta extendida, cubriéndose con una pirámide deslumbradora mediante rápidos remolinos de su masa diamantina.
El rey en su negro trono no se divirtió con los bufones ni escuchó a los sacerdotes ni miró a sus mujeres; pensaba en su rostro.
Cuando el poniente arrojó la luz de sus metales sangrientos hacia las ventanas del palacio, el rey abandonó la sala del brasero, apartó a los guardias, atravesó rápidamente los siete patios concéntricos cerrados por siete murallas fulgurantes y salió al campo por una poterna baja, furtivamente.
Temblaba y sentía curiosidad. Sabía que iba a encontrar otros rostros, acaso el suyo. En el fondo de su alma, quería estar seguro de su propia belleza. ¿Por qué ese miserable mendigo había sembrado la duda en su pecho?
El rey de la mascara de oro llegó al sitio donde se hallaban los sotos que rodeaban la margen de un río. Los árboles estaban vestidos de cortezas pulidas y rutilantes. Habían troncos de una blancura resplandeciente. El rey quebró algunas ramitas. En la rotura, algunas sangraban un poco de savia espumosa y el interior estaba veteado de manchas oscuras; otras revelaban secretos enmohecimientos y negras fisuras. La tierra era oscura y húmeda bajo el variopinto tapiz de hierbas y florecillas. El rey volvió con el pie un terrón grande jaspeado de azul, cuyas hojuelas espejeaban bajo los últimos rayos; y un sapo de blando buche escapó del cenagoso escondrijo con un sobresalto de espanto.
En la linde del bosque, sobre el remate de la escarpada orilla, el rey que emergía de los árboles se detuvo, encantado. Una joven estaba sentada en la hierba; el rey veía su cabello suelto, su nuca graciosamente encorvada, su flexible espalda que hacía ondular su cuerpo hasta los hombros; entre dos dedos de su mano izquierda giraba un huso muy hinchado y la punta de un grueso copo se deshilaba junto a su mejilla.
Se irguió, desconcertada, mostró su rostro y, en la confusión, asió entre sus manos las hebras del hilo que modelaba. Así, sus mejillas parecieron atravesadas por un corte de suave palidez.
Cuando el rey vio esos ojos negros agitados, y ese temblor de los labios, y esa redondez del mentón que descendía hacia la graganta acariciada por la luz rosada,se abalanzó hacia la joven, transportado, y cogió violentamente sus manos.
-Por primera vez -dijo- querría adorar un rostro desnudo; querría quitarme esta máscara de oro, puesto que me separa del aire que besa tu piel; y ambos, maravillados, iríamos a contemplarnos en el río.
Sorprendida, la joven tocó con la punta de los dedos las láminas metálicas de la máscara real. Mientras tanto, el rey deshizo impacientemente los abrochadores de oro, la máscara rodó por la hierba y la joven, llevando las manos a sus ojos, lazó un grito de horror.
Un instante después huía entre las sombras del soto, apretando contra su pecho el copo envuelto en cáñamo.
El grito de la joven resonó dolorosamente en el corazón del rey, quien corrió hacia la orilla y se inclinó sobre el agua del río. De sus propios labios brotó un gemido ronco. En el momento en que el sol desaparecía tras las oscuras y azules colinas del horizonte, acababa de percibir un rostro blancuzco, tumezacto, cibierto de escamas, con la piel levantada por asquerosas hinchazones, y supo enseguida, por el recuerdo de los libros, que era leproso.
La luna, como una aérea máscara amarilla, subía por encima de los árboles. A veces se oía un mojado aleteo en medio de las cañas. Un reguero de bruma flotaba en el borde de la corriente. El espejo del agua se prolongaba a gran distancia y se perdía en la profundidad azulada. Algunos pájaros de cabeza escarlata arrugaban la corriente con círculos que se disipaban lentamente.
Y el rey, de pie, mantenía los brazos separados de su cuerpo, como si le repugnara tocarse.
Recogió la máscara y la colocó sobre su rostro. Caminado como entre sueños, se dirigió hacia su palacio.
Golpeó el gong en la puerta de la primera muralla y los guardianes salieron tumultuosamente con sus antorchas. Iluminaron su cara de oro; el rey tenía el corazón sobrecogido de angustia, pensando que los guardianes veían las escamas blancas sobre el metal. Y atravesó el patio bañado de luna; y por siete veces su corazón se sobrecogió con la misma angustia en las siete puertas donde los guardianes llevaron las antorchas rojas a su máscara de oro.
Entretanto, junto con la rabia, como una planta negra enroscada por una planta salvaje, crecía en él la pena. Y los frutos sombríos y turbios de la pena y la rabia se asomaron por su boca, y él paladeó su amargo jugo.
Entró en palacio, y el guardián que se hallaba a su izquierda giró sobre la punta de un pie, con la otra pierna extendida, coronándose con un círculo luminoso de su sable; y el guardián de la derecha giró sobre la punta del otro pie, con su pierna opuesta extendida, cubriéndose con una pirámide deslumbradora mediante rápidos remolinos de su masa diamantina.
Y el rey ni siquiera recordó que eran éstas las ceremonias nocturnas; pasó estremeciéndose, al haber imaginado que los soldados querían golpear o hendir su asquerosa cabeza hinchada.
Las salas del palacio estaban desiertas. Algunas antorchas solitarias ardían suavemente en sus anillos. Otras se habían apagado y lloraban frías lágrimas de resina.
El rey atravesó las salas de las fiestas, donde los cojines bordados de tulipanes rojos y crisantemos amarillos aún se hallaban esparcidos, con hamacas de marfil y apagados asientos de ébano realzados por estrellas de oro. Velos engomados y figuras de pájaros de patas esmaltadas y picos de plata, pendían del techo, donde se engarzaban hocicos de animales de maderas coloreadas. Había candelabros de bronce verdusco, de una sola pieza, atravesados por prodigiosos agujeros laqueados de rojo, en los que una mecha de seda cruda pasaba por el centro de rodajas repletas de un negro aceitoso. Había sillones largos, bajos y arqueados, donde no era posible sentarse sin que se alzara la cintura, como llevada por manos invisibles. Había jarrones fundidos de metales casi transparentes que a la menor caricia sonaban de una manera aguda, como si se las hiriera.
En el extremo de la sala, el rey asió un hachón de bronce que apuntaba sus lenguas rojas a las tinieblas. Las gotitas llameantes de resina cayeron temblorosas sobre sus mangas de seda. Pero el rey no las notó. Se dirigió hacia una galería alta, oscura, donde la resina dejó un surco perfumado. Allí, en las paredes cortadas por diagonales cruzadas, podían verse retratos resplandecientes y misteriosos: las pinturas estaban enmascaradas y coronadas de tiaras. Únicamente el retrato más viejo, separado de los demás, representaba un joven pálido, de ojos dilatados de horror, con la parte inferior del rostro disimulada por los adornos reales. El rey se detuvo ante su retrato y lo iluminó alzando el hachón. Luego gimió y dijo:
-¡Oh, primero de mi raza, hermano mío, qué lamentables somos! -y besó el retrato en los ojos.
Y ante el segundo rostro pintado, que estaba enmascarado, el rey se detuvo y desgarró la tela de la máscara, diciendo:
-Esto es lo que había que hacer, padre mío, segundo de mi raza.
Y así desgarró las máscaras de los demás reyes de su raza, hasta llegar a él mismo. Bajo las máscaras arrancadas se veía la desnudez oscura de la muralla.
Luego llegó a las salas de los festines, donde las mesas relucientes aún estaban preparadas. Llevó el hachón sobre su cabeza y algunas líneas púrpuras se precipitaron hacia los rincones. En el centro de las mesas había un tronco con pies de león, sobre el cual descansaba una piel moteada; algunas cristalerías parecían amontonadas en los ángulos, con piezas de plata bruñida y tapas perforadas de oro humoso. Algunos frascos espejeaban con resplandores violetas, otros estaban chapeados en el interior con delgadas láminas traslúcidas de metals preciosos. Como una terrible indicación de sangre, un destello del hachón hizo centellear una copa oblonga, tallada en un granate, y en la cual los escanciadores acostumbraban verter el vino de los reyes. Y la luz acarició también de bermejo un cesto de plata tejida donde estaban dispuestos panes redondos de limpia corteza.
Y el rey atravesó las salas de los festines desviando la cabeza.
Las salas del palacio estaban desiertas. Algunas antorchas solitarias ardían suavemente en sus anillos. Otras se habían apagado y lloraban frías lágrimas de resina.
El rey atravesó las salas de las fiestas, donde los cojines bordados de tulipanes rojos y crisantemos amarillos aún se hallaban esparcidos, con hamacas de marfil y apagados asientos de ébano realzados por estrellas de oro. Velos engomados y figuras de pájaros de patas esmaltadas y picos de plata, pendían del techo, donde se engarzaban hocicos de animales de maderas coloreadas. Había candelabros de bronce verdusco, de una sola pieza, atravesados por prodigiosos agujeros laqueados de rojo, en los que una mecha de seda cruda pasaba por el centro de rodajas repletas de un negro aceitoso. Había sillones largos, bajos y arqueados, donde no era posible sentarse sin que se alzara la cintura, como llevada por manos invisibles. Había jarrones fundidos de metales casi transparentes que a la menor caricia sonaban de una manera aguda, como si se las hiriera.
En el extremo de la sala, el rey asió un hachón de bronce que apuntaba sus lenguas rojas a las tinieblas. Las gotitas llameantes de resina cayeron temblorosas sobre sus mangas de seda. Pero el rey no las notó. Se dirigió hacia una galería alta, oscura, donde la resina dejó un surco perfumado. Allí, en las paredes cortadas por diagonales cruzadas, podían verse retratos resplandecientes y misteriosos: las pinturas estaban enmascaradas y coronadas de tiaras. Únicamente el retrato más viejo, separado de los demás, representaba un joven pálido, de ojos dilatados de horror, con la parte inferior del rostro disimulada por los adornos reales. El rey se detuvo ante su retrato y lo iluminó alzando el hachón. Luego gimió y dijo:
-¡Oh, primero de mi raza, hermano mío, qué lamentables somos! -y besó el retrato en los ojos.
Y ante el segundo rostro pintado, que estaba enmascarado, el rey se detuvo y desgarró la tela de la máscara, diciendo:
-Esto es lo que había que hacer, padre mío, segundo de mi raza.
Y así desgarró las máscaras de los demás reyes de su raza, hasta llegar a él mismo. Bajo las máscaras arrancadas se veía la desnudez oscura de la muralla.
Luego llegó a las salas de los festines, donde las mesas relucientes aún estaban preparadas. Llevó el hachón sobre su cabeza y algunas líneas púrpuras se precipitaron hacia los rincones. En el centro de las mesas había un tronco con pies de león, sobre el cual descansaba una piel moteada; algunas cristalerías parecían amontonadas en los ángulos, con piezas de plata bruñida y tapas perforadas de oro humoso. Algunos frascos espejeaban con resplandores violetas, otros estaban chapeados en el interior con delgadas láminas traslúcidas de metals preciosos. Como una terrible indicación de sangre, un destello del hachón hizo centellear una copa oblonga, tallada en un granate, y en la cual los escanciadores acostumbraban verter el vino de los reyes. Y la luz acarició también de bermejo un cesto de plata tejida donde estaban dispuestos panes redondos de limpia corteza.
Y el rey atravesó las salas de los festines desviando la cabeza.
-¡No se avergonzarán -dijo- de morder el pan vigoroso bajo su máscara, y de tocar el vino sangrante con sus labios blancos! ¿Dónde está aquel que, conociendo su mal, prohibe los espejos de su casa? Está entre aquellos cuyos falsos rostros he arrancado: y yo he comido pan de su panera, y he bebido vino de su copa...
Por una estrecha galería revestida de mosaicos se llegaba a los dormitorios, y en ella se deslizó el rey, llevando su sangrienta antorcha en las manos. Un guardián, inquieto,se adelantó, y su cinturón de amplios anillos llameó sobre su túnica blanca; luego reconoció al rey por su rostro de oro, y se prosternó.
Una luz pálida, que provenía de una lámpara de bronce suspendida en el centro, iluminaba una doble fila de lechos ornamentales; las mantas de seda estaban tejidas con filamentos de matices envejecidos. Un tubo de onix dejaba caer monótonas gotas en una fuente de piedra pulida.
Primero, el rey consideró el recinto de los sacerdotes; y la máscaras graves de los hombres acostados eran semejantes durante el sueño y la inmovilidad. Y el recinto de los bufones, la risa de sus bocas dormidas tenía exactamente la misma amplitud. Y la inmutable belleza del rostro de las mujeres no se había alterado en el reposo; tenían los brazos cruzados sobre los pechos, o una mano bajo la cabeza, y no parecían preocuparse por su sonrisa, que era tan graciosa cuando ellas la ignoraban-
En el fondo de la última sala se extendía un lecho de bronce, con bajorrelieves de mujeres encorvadas y flores gigantes. Los cojines amarillos conservaban la huella de un cuerpo agitado. Allí habría debido descansar, a estas horas de la noche, el rey de la máscara de oro; allí habían dormido sus antepasados durante años.
Y el rey desvió la cabeza de su lecho:
-Ellos pudieron dormir -dijo- con es secreto sobre su rostro, y el sueño vino a besarles en la frente, como a mí. Y no sacudieron su máscara al negro rostro del sueño, con el fin de espantarlo para siempre. Y yo rocé este bronce, yo toqué estos cojines donde antaño reposaban los miembros de aquellos pusilánimes...
Por una estrecha galería revestida de mosaicos se llegaba a los dormitorios, y en ella se deslizó el rey, llevando su sangrienta antorcha en las manos. Un guardián, inquieto,se adelantó, y su cinturón de amplios anillos llameó sobre su túnica blanca; luego reconoció al rey por su rostro de oro, y se prosternó.
Una luz pálida, que provenía de una lámpara de bronce suspendida en el centro, iluminaba una doble fila de lechos ornamentales; las mantas de seda estaban tejidas con filamentos de matices envejecidos. Un tubo de onix dejaba caer monótonas gotas en una fuente de piedra pulida.
Primero, el rey consideró el recinto de los sacerdotes; y la máscaras graves de los hombres acostados eran semejantes durante el sueño y la inmovilidad. Y el recinto de los bufones, la risa de sus bocas dormidas tenía exactamente la misma amplitud. Y la inmutable belleza del rostro de las mujeres no se había alterado en el reposo; tenían los brazos cruzados sobre los pechos, o una mano bajo la cabeza, y no parecían preocuparse por su sonrisa, que era tan graciosa cuando ellas la ignoraban-
En el fondo de la última sala se extendía un lecho de bronce, con bajorrelieves de mujeres encorvadas y flores gigantes. Los cojines amarillos conservaban la huella de un cuerpo agitado. Allí habría debido descansar, a estas horas de la noche, el rey de la máscara de oro; allí habían dormido sus antepasados durante años.
Y el rey desvió la cabeza de su lecho:
-Ellos pudieron dormir -dijo- con es secreto sobre su rostro, y el sueño vino a besarles en la frente, como a mí. Y no sacudieron su máscara al negro rostro del sueño, con el fin de espantarlo para siempre. Y yo rocé este bronce, yo toqué estos cojines donde antaño reposaban los miembros de aquellos pusilánimes...
Y el rey pasó al cuarto del brasero, donde la llama rosada y púrpura todavía danzaba y arrojaba sus rápidos brazos sobre los muros. Y golpeó el gran gong de cobre con un golpe sonoro que hizo vibrar a todas las cosas metálicas de alrededor. Los guardias asustados se abalanzaron medio desnudos, con sus hachas y sus bolas de acero erizadas de puntas, y aparecieron los sacerdotes, dormidos, arrastrando sus hábitos, y los bufones olvidaron todos los sacramentales saltos de entrada, y las mujeres mostraron sus rostros sonrientes en el vano de las puertas.
Entonces, el rey subió a su trono y ordenó:
-He golpeado el gong con el objeto de reuniros para algo importante. El mendigo ha dicho la verdad. Todos vosotros me engañáis. Quitaos las máscaras.
Se oyó el estremecimiento de los miembros y las ropas y las armas. Luego, lentamente, los que allí estaban se decidieron y descubrieron sus rostros.
Entonces, el rey de la máscara de oro se volvió hacia los sacerdotes y consideró cincuenta caras gordas risueñas con ojitos pegados por la somnolencia; y, volviéndose hacia los bufones, examinó cincuenta caras demacradas surcadas por la tristeza, con ojos sanguinolientos de insomnio; luego, inclinándose hacia la media luna de las mujeres asentadas, lanzó una carcajada, porque sus rostros eran absolutamente aburridos y feos, y estaban revocados de estupidez.
-Así, pues, me habéis engañado desde hace tantos años acerca de vosotros mismos y acerca de todo el mundo -dijo el rey-. Aquellos que creía serios y que me daban consejos sobre las cosas divinas y humanas son similares a odres hinchados de viento o de vino; y aquellos con quienes me divertía por su continua alegría eran tristes hasta el fondo de su corazón; ¡y vuestra sonrisa de esfinges, oh mujeres, no significaba absolutamente nada! Qué miserables sois; pero yo soy el más miserable de todos vosotros. Soy rey y mi rostro parece real. No obstante, mirad: el más desdichado de mi reino no tiene nada que envidiarme.
Y el rey se quitó su máscara de oro. Y un grito se alzó de las gargantas de quienes lo veían, ya que la llama rosa del brasero iluminaba sus blancas escamas de leproso.
-Son ellos quienes me engañaron, mis padres, quiero decir -gritó el rey-, que eran leprosos como yo y me transmitieron su enfermedad con la herencia real. Me embaucaron y os forzaron a mentir.
A través del ventanal de las sala, abierto hacia el cielo. la luna mostró su máscara amarilla.
-Así como esta luna, que siempre vuelve hacia nosotros el mismo rostro dorado, quizá tenga otra cara oscura y cruel -dijo el rey-, así mi realeza fue extendida sobre mi lepra. Pero nunca más veré la apariencia de este mundo, y dirigiré mi mirada hacia las cosas oscuras. Aquí, ante vosotros, me castigo por mi lepra, y por mi mentira, y mi estirpe conmigo.
El rey alzó su máscara de oro; y, ante el negro trono, entre la agitación y las súplicas, hundió en sus ojos los ganchos laterles de la máscara, con grito de angustia; por última vez, una luz roja respandeció ante él y una oleada de sangre corrió sobre su rostro, sobre sus manos, sobre las oscuras gradas del trono. Desgarró su ropa, descendió tambaleando los peldaños y, luego de apartar a tientas a los guardias, mudos de horro, partió solo en la noche.
Así, pues, el rey leproso y ciego caminaba en la noche. Tropezó con las siete murallas concéntricas de sus siete patios y con los viejos árboles de la residencia real, y se hirió las manos al tocar las espinas de los setos. Cuando oyó el ruido de sus pasos supo que estaba en el camino principal. Caminó durante horas y horas, sin experimentar siquiera la necesida de tomar alimento. Sabía que lo iluminaba el sol por el calor que velaba su rostro, y reconocía la noche por el frío de la oscuridad. La sangre que había corrido de sus ojos arrancados le cubría la piel con una costra negruzca y seca. Y cuando hubo caminado mucho tiempo, el rey ciego se sintió cansado y se sentó en el borde del camino. Ahora vivía en un mundo oscuro, y sus miradas había entrado en él mismo.
Entonces, el rey subió a su trono y ordenó:
-He golpeado el gong con el objeto de reuniros para algo importante. El mendigo ha dicho la verdad. Todos vosotros me engañáis. Quitaos las máscaras.
Se oyó el estremecimiento de los miembros y las ropas y las armas. Luego, lentamente, los que allí estaban se decidieron y descubrieron sus rostros.
Entonces, el rey de la máscara de oro se volvió hacia los sacerdotes y consideró cincuenta caras gordas risueñas con ojitos pegados por la somnolencia; y, volviéndose hacia los bufones, examinó cincuenta caras demacradas surcadas por la tristeza, con ojos sanguinolientos de insomnio; luego, inclinándose hacia la media luna de las mujeres asentadas, lanzó una carcajada, porque sus rostros eran absolutamente aburridos y feos, y estaban revocados de estupidez.
-Así, pues, me habéis engañado desde hace tantos años acerca de vosotros mismos y acerca de todo el mundo -dijo el rey-. Aquellos que creía serios y que me daban consejos sobre las cosas divinas y humanas son similares a odres hinchados de viento o de vino; y aquellos con quienes me divertía por su continua alegría eran tristes hasta el fondo de su corazón; ¡y vuestra sonrisa de esfinges, oh mujeres, no significaba absolutamente nada! Qué miserables sois; pero yo soy el más miserable de todos vosotros. Soy rey y mi rostro parece real. No obstante, mirad: el más desdichado de mi reino no tiene nada que envidiarme.
Y el rey se quitó su máscara de oro. Y un grito se alzó de las gargantas de quienes lo veían, ya que la llama rosa del brasero iluminaba sus blancas escamas de leproso.
-Son ellos quienes me engañaron, mis padres, quiero decir -gritó el rey-, que eran leprosos como yo y me transmitieron su enfermedad con la herencia real. Me embaucaron y os forzaron a mentir.
A través del ventanal de las sala, abierto hacia el cielo. la luna mostró su máscara amarilla.
-Así como esta luna, que siempre vuelve hacia nosotros el mismo rostro dorado, quizá tenga otra cara oscura y cruel -dijo el rey-, así mi realeza fue extendida sobre mi lepra. Pero nunca más veré la apariencia de este mundo, y dirigiré mi mirada hacia las cosas oscuras. Aquí, ante vosotros, me castigo por mi lepra, y por mi mentira, y mi estirpe conmigo.
El rey alzó su máscara de oro; y, ante el negro trono, entre la agitación y las súplicas, hundió en sus ojos los ganchos laterles de la máscara, con grito de angustia; por última vez, una luz roja respandeció ante él y una oleada de sangre corrió sobre su rostro, sobre sus manos, sobre las oscuras gradas del trono. Desgarró su ropa, descendió tambaleando los peldaños y, luego de apartar a tientas a los guardias, mudos de horro, partió solo en la noche.
Así, pues, el rey leproso y ciego caminaba en la noche. Tropezó con las siete murallas concéntricas de sus siete patios y con los viejos árboles de la residencia real, y se hirió las manos al tocar las espinas de los setos. Cuando oyó el ruido de sus pasos supo que estaba en el camino principal. Caminó durante horas y horas, sin experimentar siquiera la necesida de tomar alimento. Sabía que lo iluminaba el sol por el calor que velaba su rostro, y reconocía la noche por el frío de la oscuridad. La sangre que había corrido de sus ojos arrancados le cubría la piel con una costra negruzca y seca. Y cuando hubo caminado mucho tiempo, el rey ciego se sintió cansado y se sentó en el borde del camino. Ahora vivía en un mundo oscuro, y sus miradas había entrado en él mismo.
Cuando vagaba por esa llanura sombría de los pensamientos, oyó de pronto un ruido de campanillas. Inmediatamente se imaginó el regreso de un rebaño de ovejas de espesa lana, llevado por carneros cuya gruesa cola caía en tierra. Y estendió las manos para tocar la blanca lana, ya que no tenía vergüenza de los animales. Pero sus manos encontraron otras manos tiernas, y una voz suave le dijo:
-Pobre ciego, ¿qué quieres? -el rey reconoció la encantadora voz de una mujer .
-No debes tocarme -exclamó el rey-. Pero ¿dónde están tus ovejas?
Ahora bien, ocurría que la joven que se hallaba ante él era leprosa, y por eso llevaba campanillas suspendidas a su ropa. Pero no se atrevió a confesarlo, y respondió con una mentira:
-Están un poco detrás de mí.
-¿Dónde vas así? -dijo el rey ciego.
-Vuelvo a casa -respondió ella-, a la ciudad de los Miserables.
Entonces el rey recordó que, en un lugar alejado de su reino, había un asilo donde se refugiaban quienes habían sido rechazados de la vida por sus enfermedades o sus crímenes. Vivían en chozas construidas por ellos mismos o encerrados en guaridas cavadas en el suelo. Y su soledad era extrema.
El rey resolvió dirigirse a esa ciudad.
-Llévame -dijo.
-Pobre ciego, ¿qué quieres? -el rey reconoció la encantadora voz de una mujer .
-No debes tocarme -exclamó el rey-. Pero ¿dónde están tus ovejas?
Ahora bien, ocurría que la joven que se hallaba ante él era leprosa, y por eso llevaba campanillas suspendidas a su ropa. Pero no se atrevió a confesarlo, y respondió con una mentira:
-Están un poco detrás de mí.
-¿Dónde vas así? -dijo el rey ciego.
-Vuelvo a casa -respondió ella-, a la ciudad de los Miserables.
Entonces el rey recordó que, en un lugar alejado de su reino, había un asilo donde se refugiaban quienes habían sido rechazados de la vida por sus enfermedades o sus crímenes. Vivían en chozas construidas por ellos mismos o encerrados en guaridas cavadas en el suelo. Y su soledad era extrema.
El rey resolvió dirigirse a esa ciudad.
-Llévame -dijo.
La joven le cogió por la manga.
-Déjame que te lave el rostro -dijo-; la sangre ha corrido por tus mejillas quizá desde hace ya una semana.
Y el rey tembló, pensando que ella se horrorizaría de su lepra y le abandonaría. Pero ella vertió el agua de su calabaza y lavó el rostro del rey.
-¡Pobre -dijo luego-, cómo has debido sufrir por el arrancamiento de los ojos!
-Cómo he sufrido antes sin saberlo -dijo el rey-. Pero bueno, adelante. ¿Llegaremos esta noche a la ciudad de los Miserables?
-Así lo espero -manifestó la joven.
Y lo condujo hablándole con ternura. Entretanto, el rey ciego oía las campanillas y, volviéndose, quería acariciar las ovejas. Y la joven temía que adivinara su enfermedad.
Ahora bien, el rey estaba extenuado de fatiga y hambre. Ella sacó una hogaza de pan de sus alforjas y le ofreció su calabaza. Pero él se negó, temiendo ensuciar el pan y el agua.
-¿Ves la ciudad de los Miserables? -preguntó poco más tarde.
-Todavía no -dijo la joven.
Y siguieron adelante. Ella recogió lotos azules para él, quien los mascó para refrescarse la boca. El sol se inclinaba hacia los grandes arrozales que ondulaban en el horizonte.
-Puedo sentir el olor de la comida que llega hasta mí -dijo el rey ciego- ¿No nos acercamos a la ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la joven.
Y, cuando el disco sangriento del sol aún cortaba el cielo violeta, el rey desfallecía de cansancio e inanición. En el extremo del camino temblaba una delgada columna de humo entre las techumbres de herbajes. La bruma de los pantanos flotaba en los alrededores.
-He aquí la ciudad -afirmó la joven-, puedo verla.
Entraré solo en otra -dijo el rey ciego-. No tenía más que un deseo; habría querido descansar mis labios sobre los tuyos, para refrescarme en tu rostro que debe ser tan hermoso. Pero te habría manchado pues soy leproso.
Y el rey se desvaneció en la muerte.
La joven rompió a llorar, viendo que el rostro del rey ciego era puro y límpido, y sabiendo que ella misma temía mancharlo.
En ese momento, de la ciudad de los Miserables se adelantó un viejo mendigo de barba herizada, cuyos ojos inciertos temblaban.
-¿Por qué lloras? -preguntó.
Y la joven replicó que el rey ciego había muerto, después de haberse arrancado los ojos, pensando que era leproso.
-Y no quiso darme el beso de la paz -dijo- para no mancharme; y soy yo quien es verdaderamente leprosa a los ojos del cielo-
Y el viejo mendigo le respondió:
-Sin duda, la sangre del corazón que había brotado de sus ojos le curó la enfermedad. Y murió, pensando que tenía una máscara miserable. En ese momento, no obstante, abandonó todas las máscaras, la de oro, la de lepra y la de carne.
-Déjame que te lave el rostro -dijo-; la sangre ha corrido por tus mejillas quizá desde hace ya una semana.
Y el rey tembló, pensando que ella se horrorizaría de su lepra y le abandonaría. Pero ella vertió el agua de su calabaza y lavó el rostro del rey.
-¡Pobre -dijo luego-, cómo has debido sufrir por el arrancamiento de los ojos!
-Cómo he sufrido antes sin saberlo -dijo el rey-. Pero bueno, adelante. ¿Llegaremos esta noche a la ciudad de los Miserables?
-Así lo espero -manifestó la joven.
Y lo condujo hablándole con ternura. Entretanto, el rey ciego oía las campanillas y, volviéndose, quería acariciar las ovejas. Y la joven temía que adivinara su enfermedad.
Ahora bien, el rey estaba extenuado de fatiga y hambre. Ella sacó una hogaza de pan de sus alforjas y le ofreció su calabaza. Pero él se negó, temiendo ensuciar el pan y el agua.
-¿Ves la ciudad de los Miserables? -preguntó poco más tarde.
-Todavía no -dijo la joven.
Y siguieron adelante. Ella recogió lotos azules para él, quien los mascó para refrescarse la boca. El sol se inclinaba hacia los grandes arrozales que ondulaban en el horizonte.
-Puedo sentir el olor de la comida que llega hasta mí -dijo el rey ciego- ¿No nos acercamos a la ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la joven.
Y, cuando el disco sangriento del sol aún cortaba el cielo violeta, el rey desfallecía de cansancio e inanición. En el extremo del camino temblaba una delgada columna de humo entre las techumbres de herbajes. La bruma de los pantanos flotaba en los alrededores.
-He aquí la ciudad -afirmó la joven-, puedo verla.
Entraré solo en otra -dijo el rey ciego-. No tenía más que un deseo; habría querido descansar mis labios sobre los tuyos, para refrescarme en tu rostro que debe ser tan hermoso. Pero te habría manchado pues soy leproso.
Y el rey se desvaneció en la muerte.
La joven rompió a llorar, viendo que el rostro del rey ciego era puro y límpido, y sabiendo que ella misma temía mancharlo.
En ese momento, de la ciudad de los Miserables se adelantó un viejo mendigo de barba herizada, cuyos ojos inciertos temblaban.
-¿Por qué lloras? -preguntó.
Y la joven replicó que el rey ciego había muerto, después de haberse arrancado los ojos, pensando que era leproso.
-Y no quiso darme el beso de la paz -dijo- para no mancharme; y soy yo quien es verdaderamente leprosa a los ojos del cielo-
Y el viejo mendigo le respondió:
-Sin duda, la sangre del corazón que había brotado de sus ojos le curó la enfermedad. Y murió, pensando que tenía una máscara miserable. En ese momento, no obstante, abandonó todas las máscaras, la de oro, la de lepra y la de carne.
Lecturas:
Marcel Schwob, El rey de la máscara de oro. Edicones Abraxas 2003
Marcel Schwob, La cruzada de los niños (con prólogo de Jorge Luis Borges) Tusquets 1984
Marcel Schwob, Corazón doble. Siruela 1996
Marcel Schwob, El rey de la máscara de oro. Edicones Abraxas 2003
Marcel Schwob, La cruzada de los niños (con prólogo de Jorge Luis Borges) Tusquets 1984
Marcel Schwob, Corazón doble. Siruela 1996
Marcel Scwob, Vidas maginarias. Bruguera 1972
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Precioso el relato, no conocía a Marcel Schwob, y me ha recordado mucho a Borges. Sin máscara pero leproso y cubierto con un velo, tiene el personaje de “Historia universal de la infamia”: El tintorero enmascarado Hákim de Merv. Aunque es un relato muy anterior, y está basado en una persona real, pero el detalle de la lepra es suyo.
ResponderEliminarh.
Borges declaró alguna vez que la idea de reunir una suerte de biografías inventadas en "Historia universal de la infamia", fue directamente inspirada en la obra de Marcel Schwob "Vidas imaginarias". Éste título forma parte de la "Biblioteca Borges" que él mismo prologó.
ResponderEliminarMuchos de los relatos reunidos junto a "El rey de la máscara de oro" que aquí he transcrito y que da nombre al libro, sin duda recuerdan mucho al escritor argentino. Para mi ese título y "Corazón doble" que también es una recopilación de relatos cortos, son los más recomendables de la obra de Schwob.
El tema de la lepra también aparece en otro libro suyo, "La cruzada de los niños", por cierto, también prologado por Borges.
Como siempre un placer
Es una desgarradora historia que te deja un poco depre, quizá por la realidad que se entreve.
ResponderEliminarTodos llevamos una máscara, pero apenas somos conscientes de ello, al menos, a mi me pasa. Y cuando intento liberarme, siempre hay algo que me distrae.
Ojalá supiéramos el secreto de saberla quitar sin arrancarnos los ojos.
Un abrazo Jan
Baruk, según se indica en la introducción de la edición que tengo, el cuento de Schwob pudo inspirarse en una leyenda budista. La curiosidad me llevó a buscar de que leyenda podría tratarse, para finalmente concluir que ésta debía ser "El Buda de Oro".
ResponderEliminarLa leyenda cuenta que el Buda de barro de un monasterio tuvo que ser trasladado a causa de unas lluvias torrenciales. Este Buda era muy apreciado pues fue lo único que quedó de los antiguos monjes que habían muerto después de un terrible saqueo a manos de los soldados del rey. Lo asaltantes lo dejaron allí por su escaso valor. Durante ese traslado obligado por las lluvias el barro se resquebrajó y descubrieron que tan solo era una capa que cubria el verdadero Buda de Oro. Al parecer los antiguos monjes ante el inminente saqueo decidieron cubrirlo de barro.
La enseñanza de esta leyenda sería que al llegar a este mundo el alma es pura e inocente, el alma es como un Buda de Oro (¿Edad de Oro?) A medida que nos hacemos adultos vamos acumulando capas y más capas (el barro, las máscaras, los egos)con una finalidad protectora y necesaria para poder desenvolvernos, pero que al mismo tiempo ocultan el Oro interior. Y concluye: "Sin embargo, cuando al final el amor vuelva a vencernos, y se caiga esa capa protectora, nos volveremos a encontrar con ese verdadero yo interno: Nuestro Buda de Oro".
Seguro que también haces una lectura alquímica ;-)
Que interesante respuesta!, me gusta la leyenda del Buda de Oro, esa explicación es más "entendible", menos drástica, y en efecto, se podría hacer perfectamente una lectura alquímica de ella.
ResponderEliminarAunque pensaba que aquí nadie se arranca los ojos para que la sangre diluya la máscara. Y hacer mención a lo que los ojos representan como "engatusadores" o "engañadores" de la realidad, tiene su enseñanza.
Me recuerda a la Gorgona ..mmm...,los ojos son el medio con el que nos vence.
Bueno, era una reflexión en voz alta...
Abrazines