Isabelle Allen como Cosette en una versión cinematográfica de Los Miserables de Victor Hugo
El Zueco
El rey de la máscara de oro
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Cuánto esplendor habrá cuando la luz del sol eterno ilumine las almas glorificadas... Un gozo extraordinario no puede esconderse, si irrumpe en gozo o júbilo y cánticos, en los que irán al reino de los cielos.
San Buenaventura (Sermones, VI)
El Zueco
Por
Marcel Scwob
El bosque de Gâvre está cortado por doce grandes caminos. La víspera de Todos los Santos, el sol aún brillaba en las hojas verdes con un resplandor sangre y oro, cuando una niña errante apareció en la gran carretera del Este. Llevaba un pañuelo rojo en la cabeza, atado bajo la barbilla, una camisa de tela gris con un botón de cobre, una falda deshilachada, un par de pantorillas doradas, finas como alambres, que terminaban en unos zuecos reforzados de hierro. Y cuando llegó al gran cruce de caminos, como no sabía adónde ir, se sentó junto al mojón de los kilómetros y se echó a llorar.
La niña lloró durante mucho tiempo, tanto que la noche lo cubrió todo mientras las lágrimas corrían entre sus dedos. De las ortigas colgaban sus racimos de granos verdes. Los grandes cardos cerraban sus flores violetas, la carretera gris a lo lejos se volvía aún más gris entre la bruma. Al hombro de la pequeña subieron de repente dos patas y un fino hocico; luego un cuerpo totalmente aterciopelado, seguido de una cola en forma de penacho, anidó en sus brazos, y la ardilla metió su nariz en la manga corta de tela. Entonces la niña se levantó y penetró bajo los árboles, bajo unos arcos de ramas entrelazadas con matorrales espinosos llenos de endrinas, de donde brotaban de repente avellanos que se erguían muy rectos hacia el cielo. Y al fondo de uno de los negros pasadizos, vio dos llamas rojísimas. Los pelos de la ardilla se erizaron, se oyó como un rechinar de dientes y la ardillla saltó al suelo. Pero la niña había corrido tanto por los caminos que había dejado de tener miedo, y avanzó hacia la luz.
Un ser extraordinario estaba acurrucado bajo un matorral, con los ojos llameantes y la boca de un violeta oscuro. En la cabeza se alzaban dos cuernos puntiagudos, y masticaba avellanas que cogía sin cesar con su larga cola. Abría las avellanas con los cuernos, las pelaba con sus manos secas y peludas, cuyo interior era de color rosa, y rechinaba los dientes al comerlas. Cuando vio a la niña dejó de comisquear y se la quedó mirando, guiñando continuamente los ojos.
-¿Quién eres? -dijo ella.
-¿No ves que soy el diablo? -respondió la bestia incorporándose.
-No, señor diablo -grito la niña-, pero, oh..., oh..., no me hagas daño. No me hagas daño señor diablo. Yo no te conozco, ¿sabes? Nunca he oído hablar de ti. ¿Eres malo?
El diablo se echó a reír. Adelantó su garra puntiaguda hacia la niña y lanzó las avellanas a la ardilla. Cuando se reía, los mechones de pelo que le crecían en los orifcios de la nariz y en el interior de las orejas le bailaban en la cara.
-Querida niña -dijo el diablo-, sé bienvenida. Me gustan las personas simples. Me da la impresión de que eres una buena niña, pero no conoces tu catecismo. Seguramente algún día te enseñarán que yo me llevo a los hombres: vas a ver que no es verdad. Sólo vendrás conmigo si quieres.
-Pero -dijo la niña- no quiero diablo. Eres muy feo.Seguro que en tu casa está todo negro. A mí me gusta correr al sol por la carretera. Cojo flores, y, a veces, cuando pasan damas o señores, me las compran por monedas. Y por la noche encuentro mujeres bondadosas que muchas veces me dejan acostarme en la paja o en el heno. Sólo esta noche no he comido nada porque estamos en el bosque.
-Escucha, pequeña, y no tengas miedo. Voy a ayudarte. Se te ha caído el zueco, póntelo.
Mientras hablaba, el diablo cogió una avellana con el rabo y la ardilla se puso a mordisquear otra.
La niña introdujo su pie mojado en el grueso zueco y, de golpe, se encontró en la carretera, el sol asomaba en bandas rojas y violetas por Oriente entre el aire fresco de la mañana, con la bruma todavía flotando sobre los prados. Ya no estaba el bosque, ni la ardilla, ni el diablo. Un carretero borracho, que pasaba al galope llevando una carretada de becerros que mugían bajo un toldo empapado, le azotó las piernas con un látigo a modo de saludo. Los alionines de cabeza azul piaban en los setos de espinos sembrados de flores blancas. La niña, asombrada, emprendió la marcha. Durmió bajo una encina en el extremo de un campo. Y al día siguiente continuó su viaje. De camino en camino llegó a unos montes pedregosos donde el aire era salado.
Y más lejos encontró cuadrados de tierra llenos de agua salobre, con montones de sal que amarilleaban en el cruce de los diques. Petreles y nevatillas picoteaban el estiércol del camino. Enormes bandadas de cuervos se abatían de campo en campo con roncos graznidos.
Una noche se encontró en la carretera a un mendigo andrajoso, la frente vendada con una vieja tela, el cuello surcado de cuerdas tirantes y retorcidas, y unos párpados enrojecidos y semicerrados. Cuando la vio llegar se levantó y le cerró el paso con los brazos extendidos. La niña lanzó un grito; sus gruesos zuecos resbalaron en el puente del arroyo que cortaba la carretera:; la caída y el susto la dejaron sin aliento. El agua, que silbaba ligeramente, le mojaba el pelo; las arañas rojas corrían entre las hojas de los nenúfares para mirarla; acurrucadas, las ranas verdes fijaban en ella la mirada mientras tragaban aire. Mientras tanto, el mendigo se rascó lentamente el pecho bajo la ennegrecida camisa y siguió su camino arrastrando la pierna. Poco a poco el repiqueteo de su escudilla contra el bastón se desvaneció.
La pequeña se despertó cuando ya era completamente de día. Estaba algo magullada y no podía mover el brazo derecho. Sentada en el puentecillo intentaba vencer el aturdimiento.
Luego, a lo lejos, en la carretera, sonaron los cascabeles de un caballo. Poco después oyó las ruedas de un coche. Protegiéndose los ojos del sol con una mano, vio una cofia blanca que brillaba entre las blusas azules. El faetón avanzaba rápidamente; delante trotaba un caballito bretón con la collera llena de cascabeles y dos tupidos plumeros encima de las anteojeras. Cuando llegó a su altura, la niña extendió el brazo izquierdo en gesto de súlpica.
La mujer gritó:
-¿Qué veo? Parece una chiquilla pidiendo. Detén el caballo, Jean, a ver qué le pasa. Sujétalo bien para que yo me baje y no se ponga a trotar. ¡oh! ¡Vamos allá! -veamos qué le ocurre.
Pero cuando la miró, la niña ya había vuelto al país de los sueños. El sol le había lastimado demasiado los ojos, y también la blanca carretera, y el dolor sordo del brazo le había estrangulado el corazón en el pecho.
-Está medio muerta -resopló la campesina-. Pobre chica. O es una idiota o la ha mordido un cocodrilo o un loco. Esas bestias son muy malas, van corriendo de noche por los caminos. Jean, sujeta el jamelgo, que no se ponga a trotar. Mathurin, échame una mano para subirla.
Y el carricoche empezó a traquetear, y el caballito trotando delante con sus dos plumeros que se agitaban cada vez que una mosca le hacía cosquillas en la testuz, y la mujer de la cofia blanca, apretada entre las blusas azules, se volvía de vez en cuando hacia la pequeña, que todavía estaba muy pálida. Y por fin llegó a una casa de pescador, cubierta de cañas. El pescador era uno de las más importantes de la región, gozaba de buena posición y podía mandar el pescado al mercado en la trastera de una carreta.
Allí terminó el viaje de la pequeña. Porque a partir de entonces se quedó en casa de los pescadores. Y las dos blusas azules eran Jean y Maturin, y la mujer de la cofia blanca era la tía Matho, y el viejo iba a pescar en una chalupa. Se quedaron con la niña pensando que sería útil para llevar la casa. Y fue educada como los chicos y las chicas de los marineros, con el látigo. Los palos y los capones cayeron muy a menudo sobre ella. Y cuando se hizo mayor, a fuerza de remendar las redes, y de manejar las sondas, y acarrear el achicador y limpiar las algas, y fregar los camarotes, y empapar los brazos en agua grasienta y en agua salada, las manos se le pusieron rojas y arañadas, las muñecas arrugadas como el cuello de un lagarto, y los labios negros, y la cintura ancha, el pelo colgante, y los pies endurecidos y encallecidos por haber pasado muchísimas veces sobre las pústulas de cuero del varec y los racimos de mejillones violáceos que raspan la piel con el filo de sus valvas. De la niña de antaño apenas quedaba nada aparte de dos ojos como brasas y una tez suave; mejillas ajadas, piernas torcidas, espalda encorvada por las cestas de las sardinas, era una muchacha fuerte que ya podía casarse. La prometieron a Jean, y antes de que los esponsales se hubieran convertido en la comidilla del pueblo, la boda ya estaba decidida. Y se casaron tranquilamente: el hombre fue a pescar con la traina, y a la vuelta bebió tazones de sidra y vasos de ron.
No era guapo, tenía la cara huesuda y un tupé de pelo amarillo entre dos orejas puntiagudas. Pero sus puños eran sólidos: al día siguiente de sus borracheras, su mujer tenía cardenales. Y tuvo una recua de niños pegados a sus faldas cuando fregoteaba en el umbral de la puerta la olla de papilla. También ellos fueron educados como chicos y chicas de marineros, con el látigo. Los días pasaron uno tras otro, monótonos y siempre monótonos, lavando a los niños y remendando las redes, acostando al marido cuando llegaba borracho, y por las noches, algunas veces, jugando a los dados al tres por siete con las comadres mientras la lluvia golpeaba contra los cristales y el viento agitaba las ramas en la lumbre.
Y luego el hombre se perdió en el mar y su mujer le lloró en la iglesia. Durante mucho tiempo tuvo la cara estirada y los ojos enrojecidos. Los hijos crecieron y se fueron, unos aquí, otros allá. Al final se quedó sola, vieja, impedida arrugada, temblorosa. Vivía con un poco de dinero que le mandaba uno de sus hijos, que era gaviero. Y un día, al despuntar la aurora, los rayos grises que entraron por los borrosos cristales iluminaron el hogar apagado y a la anciana que agonizaba. En los estertores de la muerte, sus puntiagudas rodillas levantaban sus harapos.
Mientras la última bocanada de aire cantaba en sus gargantas, se oyeron sonar los maitines, y sus ojos se oscurecieron repentinamente: sintió que era de noche. Vio que estaba en el bosque de Gâvre, acababa de ponerse el zueco; el diablo había cogido una avellana con el rabo, y la ardilla acababa de mordisquear otra.
Dio un grito de asombro al verse otra vez pequeña, con su pañuelo rojo, su camisa gris y su falda desgarrada; luego gritó asustada:
-¡Oh! -gimió haciendo la señal de la cruz-, ¡tú eres el diablo y vienes a llevarme!
-Has hecho muchos progresos -dijo el diablo-, eres libre de venir.
-¿Cómo? -preguntó ella-. Dios mío, ¿acaso no soy una pecadora y no vas a quemarme?
-No -dijo el diablo-: es verdad que te he hecho vivir toda tu vida, pero solamente durante el instante en que te has puesto el zueco. Elige entre la vida que has llevado y el nuevo viaje que te ofrezco.
Entonces la pequeña se tapó los ojos con la mano y pensó. Recordó sus penas y sus amarguras, y su vida triste y gris; se sintió sin fuerzas de empezar de nuevo.
-Esta bien -dijo al diablo-, estoy condenada, pero te sigo.
El diablo soltó un chorro de vapor blanco por su boca de color violeta oscuro, hundió sus garras en la falda de la niña, y, abriendo unas enormes alas negras de murciélago, ascendió rápidamente por encima de los árboles del bosque. Haces de fuego rojo brotaban como espadas de sus cuernos, los extremos de sus alas y las puntas de sus pies; la niña colgaba inerte, como un pájaro herido.
Pero de repente sonaron doce golpes en la iglesia de Blain, y de todos los campos sombríos ascendieron formas blancas, mujeres y hombres de alas transparentes que volaban suavemente por los aires. Eran los santos y las santas cuya fiesta acababa de empezar; el pálido cielo estaba lleno, y todos resplandecieron extrañamente. Los santos tenían alrededor de la cabeza un halo de oro; las lágrimas de las santas y las gotas de sangre que habían derramado se habían transformado en diamantes y en rubíes que salpicaban sus diáfanos vestidos. Y santa Magdalena extendió sobre la pequeña sus rubios cabellos; el diablo se encogió y calló al suelo como una araña en el extremo de su hilo; ella cogió a la niña en sus blancos brazos y dijo: -Para Dios tu vida de un segundo vale decenas de años; no conoce el tiempo y no valora sino los sufrimientos: ven a celebrar la fiesta de Todos los Santos con nosotros.
Y los harapos de la pequeña desaparecieron, y uno después de otro sus dos zuecos cayeron al vacío de la noche, y dos resplandecientes alas surgieron en sus hombros. Y emprendió el vuelo, entre santa María y Santa Magdalena, hacia un astro bermejo y desconocido donde están las islas de los Bienaventurados. Allí va un segador misterioso todas las noches, con la luna como hoz; y siega entre las praderas de asfódelos resplandecientes estrellas que siembra en la noche.
El rey de la máscara de oro
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