lunes, 28 de octubre de 2013

La fiesta de Todos los Santos

   Isabelle Allen como Cosette en una versión cinematográfica de Los Miserables de Victor Hugo



Cuánto esplendor habrá cuando la luz del sol eterno ilumine las almas glorificadas... Un gozo extraordinario no puede esconderse, si irrumpe en gozo o júbilo y cánticos, en los que irán al reino de los cielos.

San Buenaventura (Sermones, VI)



 El Zueco
Por
Marcel Scwob



El bosque de Gâvre está cortado por doce grandes caminos. La víspera de Todos los Santos, el sol aún brillaba en las hojas verdes con un resplandor sangre y oro, cuando una niña errante apareció en la gran carretera del Este. Llevaba un pañuelo rojo en la cabeza, atado bajo la barbilla, una camisa de tela gris con un botón de cobre, una falda deshilachada, un par de pantorillas doradas, finas como alambres, que terminaban en unos zuecos reforzados de hierro. Y cuando llegó al gran cruce de caminos, como no sabía adónde ir, se sentó junto al mojón de los kilómetros y se echó a llorar.
La niña lloró durante mucho tiempo, tanto que la noche lo cubrió todo mientras las lágrimas corrían entre sus dedos. De las ortigas colgaban sus racimos de granos verdes. Los grandes cardos cerraban sus flores violetas, la carretera gris a lo lejos se volvía aún más gris entre la bruma. Al hombro de la pequeña subieron de repente dos patas y un fino hocico; luego un cuerpo totalmente aterciopelado, seguido de una cola en forma de penacho, anidó en sus brazos, y la ardilla metió su nariz en la manga corta de tela. Entonces la niña se levantó y penetró bajo los árboles, bajo unos arcos de ramas entrelazadas con matorrales espinosos llenos de endrinas, de donde brotaban de repente avellanos que se erguían muy rectos hacia el cielo. Y al fondo de uno de los negros pasadizos, vio dos llamas rojísimas. Los pelos de la ardilla se erizaron, se oyó como un rechinar de dientes y la ardillla saltó al suelo. Pero la niña había corrido tanto por los caminos que había dejado de tener miedo, y avanzó hacia la luz.
Un ser extraordinario estaba acurrucado bajo un matorral, con los ojos llameantes y la boca de un violeta oscuro. En la cabeza se alzaban dos cuernos puntiagudos, y masticaba avellanas que cogía sin cesar con su larga cola. Abría las avellanas con los cuernos, las pelaba con sus manos secas y peludas, cuyo interior era de color rosa, y rechinaba los dientes al comerlas. Cuando vio a la niña dejó de comisquear y se la quedó mirando, guiñando continuamente los ojos.
-¿Quién eres? -dijo ella.
-¿No ves que soy el diablo? -respondió la bestia incorporándose.
-No, señor diablo -grito la niña-, pero, oh..., oh..., no me hagas daño. No me hagas daño señor diablo. Yo no te conozco, ¿sabes? Nunca he oído hablar de ti. ¿Eres malo? 
El diablo se echó a reír. Adelantó su garra puntiaguda hacia la niña y lanzó las avellanas a la ardilla. Cuando se reía, los mechones de pelo que le crecían en los orifcios de la nariz y en el interior de las orejas le bailaban en la cara.
-Querida niña -dijo el diablo-, sé bienvenida. Me gustan las personas simples. Me da la impresión de que eres una buena niña, pero no conoces tu catecismo. Seguramente algún día te enseñarán que yo me llevo a los hombres: vas a ver que no es verdad. Sólo vendrás conmigo si quieres.
-Pero -dijo la niña- no quiero diablo. Eres muy feo.Seguro que en tu casa está todo negro. A mí me gusta correr al sol por la carretera. Cojo flores, y, a veces, cuando pasan damas o señores, me las compran por monedas. Y por la noche encuentro mujeres bondadosas que muchas veces me dejan acostarme en la paja o en el heno. Sólo esta noche no he comido nada porque estamos en el bosque.
-Escucha, pequeña, y no tengas miedo. Voy a ayudarte. Se te ha caído el zueco, póntelo.
Mientras hablaba, el diablo cogió una avellana con el rabo y la ardilla se puso a mordisquear otra.
La niña introdujo su pie mojado en el grueso zueco y, de golpe, se encontró en la carretera, el sol asomaba en bandas rojas y violetas por Oriente entre el aire fresco de la mañana, con la bruma todavía flotando sobre los prados. Ya no estaba el bosque, ni la ardilla, ni el diablo. Un carretero borracho, que pasaba al galope llevando una carretada de becerros que mugían bajo un toldo empapado, le azotó las piernas con un látigo a modo de saludo. Los alionines de cabeza azul piaban en los setos de espinos sembrados de flores blancas. La niña, asombrada, emprendió la marcha. Durmió bajo una encina en el extremo de un campo. Y al día siguiente continuó su viaje. De camino en camino llegó a unos montes pedregosos donde el aire era salado.
Y más lejos encontró cuadrados de tierra llenos de agua salobre, con montones de sal que amarilleaban en el cruce de los diques. Petreles y nevatillas picoteaban el estiércol del camino. Enormes bandadas de cuervos se abatían de campo en campo con roncos graznidos.
Una noche se encontró en la carretera a un mendigo andrajoso, la frente vendada con una vieja tela, el cuello surcado de cuerdas tirantes y retorcidas, y unos párpados enrojecidos y semicerrados. Cuando la vio llegar se levantó y le cerró el paso con los brazos extendidos. La niña lanzó un grito; sus gruesos zuecos resbalaron en el puente del arroyo que cortaba la carretera:; la caída y el susto la dejaron sin aliento. El agua, que silbaba ligeramente, le mojaba el pelo; las arañas rojas corrían entre las hojas de los nenúfares para mirarla; acurrucadas, las ranas verdes fijaban en ella la mirada mientras tragaban aire. Mientras tanto, el mendigo se rascó lentamente el pecho bajo la ennegrecida camisa y siguió su camino arrastrando la pierna. Poco a poco el repiqueteo de su escudilla contra el bastón se desvaneció.
La pequeña se despertó cuando ya era completamente de día. Estaba algo magullada y no podía mover el brazo derecho. Sentada en el puentecillo intentaba vencer el aturdimiento.
Luego, a lo lejos, en la carretera, sonaron los cascabeles de un caballo. Poco después oyó las ruedas de un coche. Protegiéndose los ojos del sol con una mano, vio una cofia blanca que brillaba entre las blusas azules. El faetón avanzaba rápidamente; delante trotaba un caballito bretón con la collera llena de cascabeles y dos tupidos plumeros encima de las anteojeras. Cuando llegó a su altura, la niña extendió el brazo izquierdo en gesto de súlpica.
La mujer gritó:
-¿Qué veo? Parece una chiquilla pidiendo. Detén el caballo, Jean, a ver qué le pasa. Sujétalo bien para que yo me baje y no se ponga a trotar. ¡oh! ¡Vamos allá! -veamos qué le ocurre.
Pero cuando la miró, la niña ya había vuelto al país de los sueños. El sol le había lastimado demasiado los ojos, y también la blanca carretera, y el dolor sordo del brazo le había estrangulado el corazón en el pecho.
-Está medio muerta -resopló la campesina-. Pobre chica. O es una idiota o la ha mordido un cocodrilo o un loco. Esas bestias son muy malas, van corriendo de noche por los caminos. Jean, sujeta el jamelgo, que no se ponga a trotar. Mathurin, échame una mano para subirla.
Y el carricoche empezó a traquetear, y el caballito trotando delante con sus dos plumeros que se agitaban cada vez que una mosca le hacía cosquillas en la testuz, y la mujer de la cofia blanca, apretada entre las blusas azules, se volvía de vez en cuando hacia la pequeña, que todavía estaba muy pálida. Y por fin llegó a una casa de pescador, cubierta de cañas. El pescador era uno de las más importantes de la región, gozaba de buena posición y podía mandar el pescado al mercado en la trastera de una carreta.
Allí terminó el viaje de la pequeña. Porque a partir de entonces se quedó en casa de los pescadores. Y las dos blusas azules eran Jean y Maturin, y la mujer de la cofia blanca era la tía Matho, y el viejo iba a pescar en una chalupa. Se quedaron con la niña pensando que sería útil para llevar la casa. Y fue educada como los chicos y las chicas de los marineros, con el látigo. Los palos y los capones cayeron muy a menudo sobre ella. Y cuando se hizo mayor, a fuerza de remendar las redes, y de manejar las sondas, y acarrear el achicador y limpiar las algas, y fregar los camarotes, y empapar los brazos en agua grasienta y en agua salada, las manos se le pusieron rojas y arañadas, las muñecas arrugadas como el cuello de un lagarto, y los labios negros, y la cintura ancha, el pelo colgante, y los pies endurecidos y encallecidos por haber pasado muchísimas veces sobre las pústulas de cuero del varec y los racimos de mejillones violáceos que raspan la piel con el filo de sus valvas. De la niña de antaño apenas quedaba nada aparte de dos ojos como brasas y una tez suave; mejillas ajadas, piernas torcidas, espalda encorvada por las cestas de las sardinas, era una muchacha fuerte que ya podía casarse. La prometieron a Jean, y antes de que los esponsales se hubieran convertido en la comidilla del pueblo, la boda ya estaba decidida. Y se casaron tranquilamente: el hombre fue a pescar con la traina, y a la vuelta bebió tazones de sidra y vasos de ron.
No era guapo, tenía la cara huesuda y un tupé de pelo amarillo entre dos orejas puntiagudas. Pero sus puños eran sólidos: al día siguiente de sus borracheras, su mujer tenía cardenales. Y tuvo una recua de niños pegados a sus faldas cuando fregoteaba en el umbral de la puerta la olla de papilla. También ellos fueron educados como chicos y chicas de marineros, con el látigo. Los días pasaron uno tras otro, monótonos y siempre monótonos, lavando a los niños y remendando las redes, acostando al marido cuando llegaba borracho, y por las noches, algunas veces, jugando a los dados al tres por siete con las comadres mientras la lluvia golpeaba contra los cristales y el viento agitaba las ramas en la lumbre.
Y luego el hombre se perdió en el mar y su mujer le lloró en la iglesia. Durante mucho tiempo tuvo la cara estirada y los ojos enrojecidos. Los hijos crecieron y se fueron, unos aquí, otros allá. Al final se quedó sola, vieja, impedida arrugada, temblorosa. Vivía con un poco de dinero que le mandaba uno de sus hijos, que era gaviero. Y un día, al despuntar la aurora, los rayos grises que entraron por los borrosos cristales iluminaron el hogar apagado y a la anciana que agonizaba. En los estertores de la muerte, sus puntiagudas rodillas levantaban sus harapos.
Mientras la última bocanada de aire cantaba en sus gargantas, se oyeron sonar los maitines, y sus ojos se oscurecieron repentinamente: sintió que era de noche. Vio que estaba en el bosque de Gâvre, acababa de ponerse el zueco; el diablo había cogido una avellana con el rabo, y la ardilla acababa de mordisquear otra.
Dio un grito de asombro al verse otra vez pequeña, con su pañuelo rojo, su camisa gris y su falda desgarrada; luego gritó asustada:
-¡Oh! -gimió haciendo la señal de la cruz-, ¡tú eres el diablo y vienes a llevarme!
-Has hecho muchos progresos -dijo el diablo-, eres libre de venir.
-¿Cómo? -preguntó ella-. Dios mío, ¿acaso no soy una pecadora y no vas a quemarme?
-No -dijo el diablo-: es verdad que te he hecho vivir toda tu vida, pero solamente durante el instante en que te has puesto el zueco. Elige entre la vida que has llevado y el nuevo viaje que te ofrezco.
Entonces la pequeña se tapó los ojos con la mano y pensó. Recordó sus penas y sus amarguras, y su vida triste y gris; se sintió sin fuerzas de empezar de nuevo. 
-Esta bien -dijo al diablo-, estoy condenada, pero te sigo.
El diablo soltó un chorro de vapor blanco por su boca de color violeta oscuro, hundió sus garras en la falda de la niña, y, abriendo unas enormes alas negras de murciélago, ascendió rápidamente por encima de los árboles del bosque. Haces de fuego rojo brotaban como espadas de sus cuernos, los extremos de sus alas y las puntas de sus pies; la niña colgaba inerte, como un pájaro herido.
Pero de repente sonaron doce golpes en la iglesia de Blain, y de todos los campos sombríos ascendieron formas blancas, mujeres y hombres de alas transparentes que volaban suavemente  por los aires. Eran los santos y las santas cuya fiesta acababa de empezar; el pálido cielo estaba lleno, y todos resplandecieron extrañamente. Los santos tenían alrededor de la cabeza un halo de oro; las lágrimas de las santas y las gotas de sangre que habían derramado se habían transformado en diamantes y en rubíes que salpicaban sus diáfanos vestidos. Y santa Magdalena extendió sobre la pequeña sus rubios cabellos; el diablo se encogió y calló al suelo como una araña en el extremo de su hilo; ella cogió a la niña en sus blancos brazos y dijo: -Para Dios tu vida de un segundo vale decenas de años; no conoce el tiempo y no valora sino los sufrimientos: ven a celebrar la fiesta de Todos los Santos con nosotros.



Y los harapos de la pequeña desaparecieron, y uno después de otro sus dos zuecos cayeron al vacío de la noche, y dos resplandecientes alas surgieron en sus hombros. Y emprendió el vuelo, entre santa María y Santa Magdalena, hacia un astro bermejo y desconocido donde están las islas de los Bienaventurados. Allí va un segador misterioso todas las noches, con la luna como hoz; y siega entre las praderas de asfódelos resplandecientes estrellas que siembra en la noche. 


Lecturas:

Marcel Scwob, Corazón Doble. Siruela 1996


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El terror futuro

El rey de la máscara de oro


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viernes, 18 de octubre de 2013

Iconos

Una variante de Rostros de Santo, de Alexej Jawlensky. 
La combinación de colores y los ojos cerrados producen un efecto de paz espiritual.



Así pues, el arte imita a la Naturaleza en su modo operartorio -la Natura naturans, no la Natura naturata-, y en definitiva, por consiguiente, "a Dios mismo en su modo de creación".

Jean Hani, René Guénon y el descubrimiento del arte sagrado.


"La obra de arte (...) es representación de formas invisibles e inteligibles y no imitación de cosas sensibles, pues el verdadero modelo conforme al cual trabaja el artista es una idea que contempla en sí mismo"

René Guénon, Comptes-rendus.



El pintor de origen ruso Alexej von Jawlensky (1867-1941) desarrolló gran parte de su carrera artística en Alemania, donde se implicó estrechamente con su compatriota Wassily Kandinsky y otros artistas alemanes. Con ellos creó en 1909 la Neue Künstlervereinigung de Múnich, y a partir de 1912 se unió al grupo expresionista Der Blaue Reiter (El Jinete Azul). El destino espiritual y artístico de los integrantes de estas asociaciones estuvo marcado por un sentido musical del color y una concepción mística inspirada en la teosofía . En 1917 Jawlensky comenzó su serie de Cabezas místicas, y al año siguiente Cabezas abstractas, donde combina tendencias de arte vanguardista con su fascinación por el icono de la tradición espiritual rusa. Dejo a continuación una selección de esta parte de su obra, a la que acompaño con la narración biográfica escrita por su nieta con algunas de las visicitudes padecidas por este pintor poco conocido.

Fascinado de niño ante un icono dorado de la Virgen, Alexej Jawlensky se dedicó, como si de una religión se tratara, al arte, en cuya liturgia había de corresponder al pintor la misión de "expresar en color su alma". Tema central y obsesivo de su obra fue el rostro humano, repetido hasta el infinito como una moderna huella indeleble de la emoción sentida en su infancia.

El rostro como icono
(fragmentos)
Por
Angélica Jawlensky


(...) En 1911 Kandinsky y Franz Marc fundaron el "Blau Reiter" y las obras de Jawlensky fueron expuestas junto a las suyas, pero  en 1912, y a causa de divergencias internas, Jawlensky y los demás artistas abandonaron la "Neue Künstlervereinigung". Entretanto, una increible evolución lleva a Jawlensky a alcanzar entre 1911 y 1912 un primer apogeo estilístico -de hecho sus retratos de aquellos años son poderosos y monumentales-. El artista escribe en sus memorias:
Lola, 1912
 "Aquel verano (de 1911, pasado en Prevov) significó para mí una gran evolución en mi arte. Allí pinté mis mejores paisajes y las grandes obras figurativas de colores muy fuertes y luminosos, nada naturalistas y dependientes de la especificidad de los materiales. Usé mucho el rojo, el azul, el naranja, el verde y el amarillo. Las formas estaban intensamente contorneadas en azul Prusia y surgían poderosas de un éxtasis interior". El rostro humano fue convirtiéndose en el tema central de su obra: representaba la lucha y también la recíproca compensación entre la polaridad demonio-ángel, bien-mal, sensualidad-espiritualidad.
Eran homenajes a la sensualidad femenina, a la mujer entendida como fuerza natural motriz, como principio activo de la naturaleza. A Jawlensky no le interesaba la dama mundana, la elegante y pura belleza de un rostro patinado o la edulcorada representación de la maternidad, sino la fuerza primordial femenina, la sacerdotisa que nos desvela los misterios del infinito. Para descubrir estas figuras el autor trató de hallarlas en su "extasis interior", no exterior. Y el éxtasis llevaba hacia la experiencia mística.(...)
Tras el estallido de la Guerra Mundial, los rusos tuvieron que abandonar Alemania en el plazo de cuarenta y ocho horas. Para Jawlensky y sus familiares este hecho constituyó un golpe terrible: se vieron forzados a dejar su casa, su taller, sus cuadros, sus amigos y costumbres para recalar, con las cosas que pudieron llevar consigo, en el pueblecito de Saint-Prex, junto al lago de Ginebra. (...)
Escribe en sus memorias: "Al principio quería seguir pintando en Saint-Prex igual que lo hacía en Munich. Pero algo dentro de mí me impedía pintar cuadros sensuales y llenos de color. Mi alma había cambiado por culpa de tanto dolor, y eso me forzaba a encontrar otras formas y colores para expresar lo que conmovía mi alma".
Empezó a leer entonces libros sobre filosofías orientales y la vida de algunos yoguis que su hermano lo había regalado años atrás.
Desgraciadamente ignoramos el título de tales obras. En 1917 comenzó a pintar en Zurich -donde transcurrió un intenso semestre- la serie de las Cabezas Místicas y de los Rostros de Santo. Las primeras son rostros femeninos estilizados, mientras que los segundos son rostros asexuados, ni femeninos ni masculinos. Jawlensky vuelve con ellos al tema del icono, creando su propia versión del icono moderno.












 Todo lo vivido  hasta aquel entonces, todo lo conocido y leído confluían, en este momento de crisis y también de renovación, en una visión nueva e insólita de la esencia del ser humano. Nuestro artista había conocido en 1909 a Rudolf Steiner, fundador de la antroposofía -cuyas obras había leído-, y estudiado durante varios años filosofía e historia de las religiones, abriéndose mucho a un mundo nuevo para él. Todas estas teorías -especialmente las teosóficas, con su exhortación a la búsqueda de una nueva espiritualidad- hicieron que Jawlensky  buscase inspiración en un nivel más profundo de su inconsciente, de su propio yo. Por consiguiente, no fue casual el regreso de la imagen del icono, huella indeleble de su infancia, de esas primeras y grandes emociones experimentadas en relación con el arte. En 1918 el pintor se trasladó con su familia a Ascona, siguió pintando Variaciones, Cabezas Místicas y Rostros de Santo, y creó la primera Cabeza Constructivista, o lo que es lo mismo el cuadro Forma primordial. Comenzó entonces una lectura más geométrica y aún más interiorizada y meditativa del rostro. Los abiertos y enormes ojos de sus obras anteriores se cierran ahora, cubiertos por delicados párpados, convertidos en trazos horizontales de color.

 











De ellos emana una gran espiritualidad, lograda tras un largo y laborioso peregrinaje interior y un proceso de depuración formal: deduciendo más que abstrayendo, evidenciando las estructuras intrínsecas de la realidad. El orden formal alcanzado se mantiene lo más posible, con variaciones mínimas, aunque concediendo al color una gama de combinaciones y resultados espectaculares. (...)
En 1927 Jawlensky comenzó a advertir los primeros síntomas de la enfermedad que sería causa de su muerte, una artritis deformante: comienza así un penoso calvario lleno de atroces dolores, una parálisis progresiva y costosos e inútiles tratamientos. La enfermedad le obligó a reducir drásticamente el formato de sus cuadros a partir de 1934, cuando comenzó una nueva serie de rostros  limitados ya a lo esencial: las Meditaciones. Hasta 1937 pintó casi setecientos de dichos rostros, con un pincel atado a sus agarrotadas manos y sufriendo indeciblemente, pero con una necesidad desesperada de expresarse.

 











 En 1933 dice en una carta a la mecenas y galerista Hanna Bekker vom Rath: "Físicamente soy puro dolor, pero espiritualmente me siento libre y vivo y amo el arte". Jalewsky definió sus meditaciones "diálogos entre Dios y yo" o bien "oraciones a Dios".
El régimen nacionalsocialista lo incluyó en 1933 en la lista de pintores degenerados, prohibiéndole exponer y vender sus obras. En sus cartas no hay ni una sola mención o acusación contra el odiado régimen, limitándose el artista a hablar de su dolor físico y de su inmensa necesidad de espiritualidad, de infinito. Quizá la frase que mejor refleja su exigencia de aunar arte y religiosidad es la siguiente: "El arte es ansia de Dios". Sufrió una parálisis total -aunque estaba perfectamente lúcido de mente- de 1938 a 1941, y murió en 1941 a la edad de setenta y siete años.




 Lecturas:

Revista FMR nº 9 de la edición española pgs. 107-130


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lunes, 7 de octubre de 2013

Robert Fludd: macrocosmos y microcosmos


El Sol como Logos Solar en un grabado de Utriusque Cosmi I, pág. 19 de Robert Flud.
Fludd no compartía la teoría copernicana que sitúa al Sol en el centro del universo material, pero le concedía, como símbolo universal de la Divinidad Suprema (al igual que Marsilio Ficino), la primacía absoluta en el orden planetario. Sería así, dentro de la doctrina de la cadena del ser,  el punto intermedio que se extiende entre la Tierra y el Cielo. En la correspondencia entre el macrocosmos  y el microcosmo, el Sol sería al Cielo lo que el corazón al cuerpo humano, esto es, la manifestación más próxima a Dios en ese nivel particular.


Robert Fludd (1574-1637), una de las figuras más destacadas del hermetismo renacentista inglés ejerció como médico, actividad a la que sumaría sus grandes conocimientos en teosofía, magia, cábala, alquimia, geomancia y música. En la obra que dejó escrita en ediciones bellamente ilustradas por el grabador Johann Theodor de Bry, encontramos uno de los ejemplos donde se intentan plasmar todos los conocimientos existentes que una mente era capaz de abarcar, algo propio del sabio del Renacimiento, pero cuyo periodo de esplendor ya alcanzaba su cénit. En esa tentativa, parece descubrirse cierta desesperación manifestada en la incapacidad para concluir un magnum opus donde exponer sus planes extraordinariamente complicados. El objetivo de Fludd era nada menos que hacer un compendio de todo lo que sabía sobre el universo y sobre el hombre (macrocosmos y microcosmos), y las relaciones existentes entre ellos en aras de una visión totalizadora con Dios, algo que, por otra parte, estaba ya en oposición con la corriente científica y mecanicista de su tiempo que emergía de la mano de, entre otros, Descartes, quien estableciera las bases de una separación filosófica entre el mundo de la materia y del espíritu. Esa visión unitaria - fundamental también en la forma como aplicaba su medicina siguiendo a Paracelso-, es el nexo común que se muestra en todos sus libros, valiéndose en gran medida del poder de las imágenes. De estas, dejo una selección de las que aparecen en Utriusque Cosmi, Maioris scilicet et Minoris, metaphysica, physica, atque technica Historia, donde se representan de una forma más elocuente las correspondencias entre macrocosmos y microcosmos, tal como las ideara Flud para su doctrina teológica del universo. Las acompaño con las interpretaciones que sobre ellas hiciera Joscelyn Godwin.


Robert Fludd
Claves para una teología del Universo
(Fragmentos)
Por
Joscelyn Godwin



 Macrocosmos y Microcosmos

El ser humano considerado como un pequeño universo, su constitución y relación con el Macrocosmos.

 Robert Flud, Utriusque Cosmi I, a, portada


La conocida portada de Utriusque Cosmi... Historia compendia las correspondencias entre los reinos etéreos y elementales del hombre. El círculo exterior representa el universo tolomeico, desde las estrellas fijas hasta los planetas, con cuatro círculos exteriores no marcados que corresponden a los elementos. A este macrocosmos corresponde el microcosmos del hombre. Los signos del zodíaco, equivalentes a estrellas fijas, gobiernan sus miembros desde la cabeza (Aries) hasta los pies (Piscis). Después de los círculos planetarios vienen los elementos, a los que corresponden los cuatro humores de la medicina galénica: fuego = bilis amarilla (Cholera), aire =sangre (sanguis), agua = flema (pituita), y tierra = bilis negra (melancholia).
La cabeza de cada mundo está presidida por un Sol y una Luna. Cabe recordar su presencia tradicional en las pinturas medievales de la Crucifixión representando los opuestos polares entre los cuales el Hombre Divino es sacrificado en aras del mundo. En el hombre son el Espíritu y el Alma, el Rey y la Reina, cuyo matrimonio constituye el objetivo de la alquimia.
Por encima y más allá del reino de los contrarios, el Tiempo, que todo lo abarca, hace girar macrocosmos y microcosmos. Posee sus atributos tradicionales: las alas, el reloj de arena y patas de macho cabrío. Puesto que el Padre Tiempo es la misma divinidad que Cronos o Saturno, puede referirse a la constelación de Capricornio, que Saturno gobierna y ve al comenzar el año. Naturalmente, este "Saturno" es una manifestación del orden superior del planetario. En la teología órfica, el propio Principio Supremo recibe un nombre afín: Chronos.

Los vehículos más elevados del hombre

Robert Fludd, Utriusque Cosmi II, a, I, portada


Una visión más exaltada del hombre lo relaciona también con el punto situado por encima del zodíaco. Con sus facultades "sobrenaturales" de Razón (Ratio), Intelecto y Mente (Mens), se eleva sobre el trilpe mundo de las jerarquías angélicas y entra en contacto con el propio Dios. Estas facultades más elevadas están situadas, naturalmente, fuera de los cuerpos físicos y etéricos, cuyo dominio se detiene en el círculo que toca el hombre. Más allá, se halla en camino de convertirse en "Hombre Universal" y, en último término, en un Dios por derecho propio.


El hombre triple

Robert Fludd, Utriusque Cosmi II, I, pág. 105


Del mismo modo que los diagramas de Fludd del universo tolomeico muestran la luz de Dios brillando sobre los tres reinos, éste nos muestra los tres reinos tal y como se manifiestan en el hombre, situado por debajo de Dios. El Sol que aparece sobre su cabeza puede recordarnos el loto de mil pétalos del yoga, el Sahasrara Chakra, cuyo florecimiento indica la trascendencia de los reinos condicionados, tanto el empíreo como el etéreo y el elemental.
Al cielo más elevado corresponde la cabeza con sus tres funciones:
El rayo Deífico o Mente: luz no creada.
La esfera de la Luz o Intelecto: luz creada.
La Esfera del Spiritus: Razón: el Empíreo.
Las esferas planetarias o cielo etéreo corresponden al tórax, en cuyo centro rige el corazón, equivalente del Sol en "la esfera de la vida". Las esferas elementales del fuego, el aire, el agua y la tierra están señaladas en el dibujo y en la leyenda:
A Cólera (vesícula biliar).
B Sangre (hígado y venas).
C Flema (vientre).
D Heces y excrementos (vísceras).
Si se desea una clarificación de lo que los antiguos entendían por "bilis negra", el humor melancólico, aquí la tenemos. En el centro se encuentran los genitales, que corresponden al centro de la Tierra


El Universo Tolomeico I

 Robert Flud, Utriusque Cosmi II, a, pág. 219


De la infinita luz de Dios (Deus) desciende una espiral hasta las últimas profundidades de la materia. Lo absoluto crea limitando su propia infinitud en un acto descrito por la leyenda que aparece a la izquierda: "La unidad simple; el comienzo; el punto inicial; fuente de esencias; el primer acto; el Ser de seres; la Naturaleza que produce la naturaleza".
Primero está la Mente Cósmica o del Mundo (Mens), abierto por un lado al Absoluto y por otro entrando en el vórtice constricto que es la creación. La primera letra del alfabeto hebreo, Aleph, señala el comienzo de los comienzos a partir del cual emanan las otras veintiuna hipóstasis en un esquema triple. Las vueltas de la espiral del 2 al 10 son los nueve órdenes de ángeles: serafines, querubines, dominaciones, tronos, potestades, principados, virtudes, arcángeles y ángeles. Éstos habitan los reinos incorpóreos y metafísicos. En 11, el cielo de las estrellas fijas, llegamos a la esfera del Zodíaco que rodea a los siete planetas caldeos (12-18): Saturno, Júpiter, Marte, el Sol, Venus, Mercurio y la Luna. La tercera zona es la región sublunar en la que todo está formado por los cuatro elementos (19-21): fuego, aire, agua y tierra. Los arquetipos o inteligencias que presiden cada una de las veintidós esferas están representados por las letras hebreas y por las cabezas aladas.


El Universo Tolomeico II

Robert Flud, Utriusque Cosmi II, a, pág. 9


Si la imagen anterior representaba el cosmos en orden descendente a partir de Dios, aquí lo vemos creado como un todo instantaneo. El espíritu de Dios en forma de paloma cincela el universo a partir de las nubes de la Nada. Las tres divisiones quedan establecidas aquí con mayor claridad. Los nueve niveles de la jerarquía celestial se hallan divididos en tres círculos (correspondiendo probablemete a la división órfico-platónica en Dioses Inteligibles, Inteligibles-Intelectuales e Intelectuales. A continuación se hallan las estrellas fijas y los siete planetas; el Sol y la Luna derramando su luz sobre el mundo sublunar. El primero de los elementos es el fuego, luego viene el aire y el agua, adecuadamente habitados de pájaros y peces; luego la tierra y ahí parece encontrarse el golbo terrestre al comienzo de la creación. Adán y Eva en el jardín del Edén conversan con la serpiente.


El Universo Tolomeico III

Robert Fludd, Utriusque Cosmi I, a, pág 5


"Espejo de toda la Naturaleza e Imagen del Arte". Este esquema cósmico de Fludd, uno de los mas integradores, sigue al anterior en su disposición general. El mundo sublunar está dibujado con gran detalle. Fuego y aire constituyen dos círculos, pero el agua y la tierra están representados mediante un paisaje realista sobre el que se yergue la Naturaleza (vid. infra). Bajo la égida de estos elementos, por así decirlo, se encuentran los tres reinos de la naturaleza:
    Animal (que contiene las imágenes del delfín, la serpiente, el león, el hombre, la mujer, el águila, el caracol y el pez).
    Vegetal (árboles, racimos de uvas, trigo, flores y tubérculos).
    Mineral (talco, antimonio, plomo, oro, plata, cobre, oropimente y sal amonacal, cada uno gobernado por el planeta correspondiente).


Las conexiones entre los mundos planetario y elemental se muestran en las líneas de puntos; obsérvese que el hombre mira al Sol y la mujer a la Luna. La presencia de tres soles pueden ser una referencia a la doctrina órfico-platónica del triple Sol por cuya divulgación el emperador Juliano encontró la muerte en el año 364.
La descripción que hace Flud de esta lámina se centra en la figura de la Naturaleza, que es representada como una hermosa virgen. "No es una diosa, sino íntima delegada de Dios, por cuyo mandato rije los mundos celestes. En la imagen está atada a Dios por una cadena (la catena aurea de Homero, que desciende a lo largo de toda la jerarquía del ser). Ella es el Alma del Mundo (anima mundi) o el Fuego Invisible de Heráclito y Zoroastro. Es ella quien hace girar la esfera de las estrellas y dispone las influencias planetarias en los reinos elementales alimentando a todas las criaturas en su vientre. En su pecho se halla el verdadero Sol, en su vientre la Luna. Su corazón da vida a las estrellas y planetas, cuya influencia, infundida en su seno por el espíritu mercurial (llamado por los filósofos Espíritu de la Luna), es enviada al propio centro de la Tierra. Su pie derecho reposa en tierra, el izquierdo sobre las aguas, lo que significa la conjunción del azufre y el mercurio sin la cual nada puede ser creado".  Así lo describe Fludd en su críptico  lenguaje alquimista.(...) La naturaleza, dice Fludd, dispone de un ayudante que la imita y produce cosas semejantes a ella. A este Imitador (o Mono) de la Naturaleza surgido del ingenio humano, llamamos Arte. En el grabado forma el último término de la cadena del ser y mantiene la misma relación con la naturaleza que la que ésta mantiene con Dios. Podríamos decir parafraseando el Corán que el hombre es el virrey de Dios sobre la Tierra, donde tiene encomendada la tarea de cuidar este rincón del universo. Las artes, que en época de Fludd incluían lo que hoy denominamos ciencias, son los medios de que dispone el hombre para convertir la tierra en un lugar de dicha y belleza... siempre que las utilice convenientemente.




Lecturas:

Joscelyn Godwin, Robert Flud, Editorial Swan 1987

Frances Yates, Robert Fludd y la época de Jacobo I, Revista El Paseante nº 4 1986 págs. 120-134

Frances Yates, El iluminismo Rosacruz, Siruela


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