lunes, 23 de febrero de 2015

Áncora & Delfín: devenir de una imagen simbólica


Mosaico en "La casa de los delfines" Delos (Grecia) s. III a. C.



El espacio simbólico es el de la metamorfosis constante, aquello que no puede ser apresado de una vez por todas. Despertar al mundo de los símbolos significa aceptar su vida, su cambio continuado, que no es otra cosa que la polivalencia de sus significados. La vida del símbolo impide una interpretación cerrada y acabada, hace imposible la posesión del objeto de conocimiento, que por el contrario siempre está presto a sorprendernos con un nuevo significado inadvertido.

Victoria Cirlot (Heinrich Zimmer: Conversaciones con los símbolos)



Vuelvo en esta entrada con otra ponencia del Cuarto Congreso Internacional de la Sociedad Española de Emblemática celebrado en Palma de Mallorca hace ya más de dos décadas. En esta ocasión es el trabajo dedicado al análisis iconográfico de una imagen simbólica que me fascinó desde que la descubriera por primera vez como marca tipógrafica del editor veneciano Aldo Manuzio, quien la imprimiera a finales del siglo XV también para ilustrar el enigmático libro Hypnerotomachia Poliphili (El sueño de Polifilo). Conocida sobre todo junto al proverbio latino Festina lente que suele acompañarlo, descubro que el diseño que une el áncora y el delfín fue utilizado para fines de muy distinto signo a lo largo de la historia, demostrando que el interés hacia esa imagen siempre ha ejercido una gran atracción.



Áncora & delfín:
Su evolución a través del tiempo
(fragmentos)
por
Sílvia Ventayol


La lectura de un símbolo a través de sus transformaciones a lo largo de la historia es muy reveladora, pero no deja de ser una tarea ardua. Al abarcar tanto espacio, los vacios en el recorrido diacrónico son muchos, como también las inexactitudes en los datos obtenidos. Propongo, pues, que el lector tenga presente en todo momento las palabras de J. E. Cirlot: 

"avanzamos hacia el laberinto luminoso de los símbolos, buscando en ellos menos su interpretación que su comprensión; menos su comprensión -casi- que su contemplación, su vida a través de tiempos distintos y de enfoques culturales diversos" (1995: 11). 

Así, pretendo contemplar la trayectoria, en la medida de lo posible, del áncora & delfín desde los emperadores romanos y la época cristiana, hasta los humanistas del Renacimiento y la modernidad, demostrando que ha tenido diferentes usos. Ha sido un símbolo de poder, de salvación y de esperanza, de calidad editorial, etc., casi siempre bajo el epígrafe del famoso proverbio latino Festina lente (apresúrate lentamente).
Erasmo es una fuente primordial a la hora de explicar los orígenes del símbolo y sobre todo de su lema. En el número 1.001 de sus Adagia erige el epígrafe Festina Lente como una de las máximas de la sabiduría más antigua. (...)
Pero la gran fama de Festina lente siempre ha estado relacionada con el uso que hacía de ella Augusto. Se dice que el emperador solía citar la expresión en su forma griega Speude bradeos durante sus conversaciones y la solía escribir en sus cartas. Con ella recomendaba que para conseguir un buen resultado en los objetivos se debe combinar a la vez la prontitud de la energía y el retraso de la diligencia. (...)
En la numismática augusta se registra por primera vez la locución preferida del princeps junto a la imagen del áncora & delfín que la representa.


Hemos hallado así mismo la imagen jeroglífica correspondiente al epígrafe -pero ya sin éste inscrito- en monedas de Vespasiano, Tito, Domiciano y Trajano. Sin embargo, existe una imagen de una parte de un friso que corresponde a la Pax Augustea, definida por su programa de restauración religiosa, en el que aparecen el ancla y el delfín por separado junto a instrumentos litúrgicos, que recuerdan como objetos marinos el triunfo de Accio, lo que otorga otro significado a este jeroglífico independientemente de su leyenda.
Paralelamente al uso político de la imagen por parte de estos emperadores, el áncora & delfín es utilizado como símbolo paleocristiano. Todo tiene su lógica, estamos en una época de persecuciones (s. II-V d. C.) y este dibujo imperial y por tanto legal, se reproduce a la vez, bajo la disciplina del secreto, en forma de graffiti sobre las tumbas, piedras, anillos, como señal de identificación entre los cristianos.

Graffiti en una catatumba cristiana.

Su significado dista entonces mucho del comunmente atribuido. El áncora significa el puerto, la salvación. Sólo una vez en la Biblia hemos encontrado la palabra "ancla" como símbolo de esperanza:

...a fin de que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, los que hemos buscado refugio seamos grandemente animados para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como ancla del alma, una esperanza segura y firme, y que penetra hasta detrás del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor, hecho, según el orden de Melquisedec, sumo sacerdote para siempre. (Hebreos 6, 18-20)

Con  la figura del delfín o pez -como dice San Agustín- se significa místicamente a Cristo, entonces ancla y pez unidos representan (gráficamente y en sentido figurativo) a Cristo clavado en la cruz, última esperanza de salvación.

 Mosaico cristiano del s. IV en las catatumbas de Hermes (Túnez)

(...) Es interesante mencionar el hallazgo de un cuenco parto de plata, datado entre el año 200 y el 100 a. C., cuyo motivo decorativo es un delfín abrazando a un áncora también en posición invertida. Significa la alianza entre una debilitada dinastía Seléucida (cuyo reino a la muerte de Alejandro Magno en el 323 a. C. comprendía desde Turquía a Afganistán) y los partos (un grupo de seminómadas de las estepas del sur de Asia central) después de una indecisa campaña militar.
Parece ser que el áncora era el símbolo de los seléucidas (representada en una de sus monedas en la imagen izquierda) y el delfín el de los partos, pero tal unión significó un período corto de la historia de entrambos. No deja de ser curioso cómo esta anéctota del áncora & delfín, junto a su uso cristiano  y al friso de Augusto antes explicado, corroboran que esta imagen prevalece a su adagio Festina lente.

En el Renacimiento la figura áncora & delfín junto a su divisa Festina lente representó todo  un principio moral estoico a seguir por cualquier hombre de bien. Su uso fue múltiple en una época en la que -no está de más recordarlo- se produce la explosión del nuevo género de la literatura de emblemas, por lo que no es de extrañar que el material más importante sobre el símbolo se encuentre en ese período. Áncora & delfín aparece como grabado en la Hynerotomachia Poliphili (el sueño de Polifilo), que en España deja huella como uno de los enigmas en los relieves del claustro de la universidad de Salamanca (Pedraza, 1983); se convierte en marca de la imprenta de Aldo Manuzio, el célebre editor, y así un largo etcétera.

Relieve en el claustro de la Universidad de Salamanca

También es cuando la antítesis "rápido pero lentamente" se reviste de otras representaciones: tenemos la imagen de la mujer sentada aunque en el acto de levantarse, con una tortuga en la mano y unas alas en la otra; 


una mariposa sobre un cangrejo; una tortuga que lleva una vela; una vela y una columna; una flecha envuelta por una rémora; un camaleón y un delfín, etc.


Alciato registra la variante política, como lo hizo Erasmo; hace del áncora & delfín el emblema del oficio de gobernar indicando con el maridaje de ambos al príncipe o rey fuerte y bondadoso con su pueblo. Se trata del emblema 143 "Princeps subditorum incolumitatem procurans" (del príncipe que procura la seguridad de sus súbditos).

Emblema 143 del Emblematum Liber de Alciato

En Ripa, áncora & delfín constituye un atributo de la prudencia: "avisándonos además que no debemos ser tardos en aplicarnos a la obra de los bienes conocidos (...) Si se quiere variar en algo esta figura, tambén se podría pintar en lugar de la flecha, el dibujo de un Áncora donde se pondrá envuelto un Delfín; implicándose en ello el mismo significado que en el dardo el pez llamado Rémora" (Ripa: 235-6)

Alegoria de la prudencia, Cesare Ripa, Iconología

También Francesco Colonna recurre al jeroglífico del áncora unida al delfín y al mote Semper festina tarde (apresúrate siempre despacio) en el Sueño de Polifilo. El ideograma, portador de un mensaje de prudencia y moderación, adorna el puente que atraviesa Polifilo cuando sale del mundo subterráneo para penetrar en la región de los cinco sentidos y del libre albedrío.


Así dice Polifilo:

En la otra parte vi este elegante relieve: un círculo, y un ancla sobre cuya caña se enroscaba un delfin. Y los interpreté sin problemas: ΑΕΙ  ΣΠΕYΔE BPAΔEΩΣ, Semper festina tarde (Colonna: 164)

Pero lo que trazó definitivamente el camino por el que se conoce todavía hoy jeroglífico y lema fue su repercusión en la imprenta, que empezaba a perfeccionarse, gracias a su más ferviente promotor: Erasmo. (...)
Aldo Manuzio estableció una imprenta en Venecia (1494) junto al príncipe Alberto Pío da Carpi y Giovanni Pico della Mirandola, de la que fue el director, con el objeto de imprimir libros griegos y latinos. Publicó entre otros, la obra de Aristófanes, el Canzionere de Petrarca, la Divina Comedia de Dante y la Hynerotomachia de Polifilo (editada en 1499, sufragda por el mecenas Leonardo Grassi y entre cuyos 171 hermosos grabados se encuentra el célebre áncora & delfín). Aldo el Viejo fundó además en 1500 la Academia Aldina cuyos miembros (entre los que se encontraban Alberto Pío, príncipe de Carpi, Pietro Bembo y el mismo Erasmo) se encargaba de escoger los mejores manuscritos de las obras que debían imprimirse. También en 1500 se editaron los Adagia. De hecho, la casa de Aldo fue centro de reunión en la que incluso llegó a alojarse el gran humanista reformador, y suponemos que fue allí donde, instigado por el buen trato que recibía y reflexionando sobre el Festina lente, Erasmo decidió definir la marca escogida por Aldo como la mejor.

Marca tipográfica del impresor Aldo Manuzio

Tiempo atrás Aldo Manuzio había dirigido una carta a Alberto Pío da Carpi (14-X-1499) en la que le explicaba que había tomado la insignia del áncora & delfín de una moneda de plata de Trajano regalada por Bembo. Se deduce que a partir de la publicación de la Hypnerotomachia la empezó a usar como ex libris en las ediciones de otras obras.
Erasmo, después de haber llevado a cabo un breve análisis histórico e iconográfico del símbolo, añade unas líneas afectuosas para con la insignia tipográfica de Aldo, en la que el áncora significaría lentitud, el cuidado y la vigilancia para publicar buenos libros, mientras que el delfín se asociaría a la celeridad y a la intensidad del empeño del trabajo, indispensables para la realización, al fin y al cabo. "No creo que nunca este símbolo haya sido más ilustre que ahora cuando está en manos de todos los que honran los estudios liberales, principalmente, de los que, aborrecida la doctrina bárbara y pingüe, aspiran a la verdadera y antigua erudición" (Erasmo: 242)

Marca de Paolo Manuzio siguiendo con la de su padre Aldo

La fama de la etiqueta editorial del áncora & delfín empezó a difundirse como insignia de calidad, por lo que no mucho más tarde aparecieron casos de apropiación: Tunisan Bernard en París (1554-1602?), y Giovanni Pietro Gioannini en Vicenza (1601-1610). Tenemos noticias de que un impresor londinense llamado John Dawson usó en 1632 un ancla y un delfín como logotipo; asimismo lo tomaron Angelo Manni y Giovanni Angelo Ruffinelli en Roma (1619-1622). En el siglo XIX el editor William Pickering (1796-1854) junto con su tipógrafo Charles Whittingham (1785-1876) produjeron algunos de los mejores libros editados en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX hasta la muerta del primero en 1854.

Marca tipográfica de Charles Whittingham

(...) El símbolo continúa emitiendo su magia en los autores contemporáneos. Cuenta Ítalo Calvino en "Rapidez", una de sus Seis propuestas para el próximo milenio, que eligió la máxima Festina lente como lema de su juventud, atraído, más que por las palabras o el concepto, por la sugestión del emblema:

"Ya desde mi juventud elegí como lema la antigua  máxima latina Festin lente, apresúrate despacio. Tal vez más que las palabras y el concepto, me atrajo la sugestión de los emblemas. Recordarán al gran editor humanista veneciano, Aldo Manuzio, que en todos los frontispicios simbolizaba el lema Festina lente con un delfín que se desliza sinuoso alrededor de un ancla. La intensidad y la constancia del trabajo intelectual están representados en ese elegante sello gráfico que Erasmo de Roterdam comentó en páginas memorables. Pero delfín y ancla pertenecen a un mundo homgéneo de imágenes marinas, y yo siempre he preferido los emblemas que reúnen figuras congruentes y enigmáticas como charadas. Como la mariposa y el cangrejo que ilustran el Festina lente en la recopilación hecha por Paolo Giovio de emblemas del siglo XVI, dos formas animales, las dos peculiares y las dos simétricas, que establecen entre sí una inesperada armonía" (Calvino:60)


De la insignia de dos pueblos unidos, dotado de un importante valor militar, áncora & delfín pasa a ser la divisa de emperadores romanos, luego de la primitiva comunidad cristiana, de editores, escritores y, directamente o indirectamente, bajo cualquier forma, todavía sobrevive y consigue transmitir el mensaje de que quien lo usa obtiene el consecuente equilibrio producido por la unión de dos fuerzas contrarias.


Lecturas:

Antonio Bernat Vistarini, John T. Cull (editores), Los días de Alción. Olañeta editor 2002


Entradas relacionadas:

 El "Bosque Sagrado" de Bomarzo


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viernes, 13 de febrero de 2015

Publicidad y trivialización de las imágenes religiosas


Proyecto Los siete pecados capitales (La Lujuria) del publicista Pandorco para Benetton http://www.pandorco.es/



Entre las ponencias presentadas en el Cuarto Congreso Internacional de la Sociedad Española de Emblemática, celebrado en Palma de Mallorca en el año 2001 y publicadas por Olañeta Editor, recojo la parte final de una donde se analiza la utilización por parte de campañas publicitarias -en muchas ocasiones explotando el escándalo mediático que pueda provocar- del legado de textos bíblicos e iconografía cristiana, así como de la imagen de los representantes de la Iglesia. El trabajo está incluido entre estudios sobre emblemática renacentista y barroca, algo que puede sorprender, pero para su autor, en muchos aspectos de la actual publicidad encontraríamos gran correlación con los métodos de comunicació persuasivos y propagandísticos que sobre su utilización hicieron muchos autores y editores de la época, y que, especialmente, desarrolló y fue maestra la Compañía de Jesús. Pero claro, en este caso con un propósito muy diferente...
Cabe destacar también la crítica que pone de manifiesto sobre el efecto trivializador y degradado que ejerce la publicidad de masas sobre la visión del legado artístico, religioso-cultural e histórico. 


El cruce de la imagen emblemática con la publicidad y la propaganda modernas
(fragmento)
por
Peter M. Daly

(...) El choque de símbolos en la publicidad es un asunto muy amplio que sólo puedo abordar parcialmente. A lo largo de los siglos los métodos esenciales de la publicidad apenas han cambiado, aunque sí cambian los textos y las imágenes para acomodarse a la evolución de los gustos y los tiempos. El propósito y el proceso de la publicidad normalmente se describen en términos de la fórmula AIDA, la cual consiste en captar la atención, despertar el interés, crear el deseo y motivar a la acción. En la publicidad comercial, la acción deseada, por supuesto, es la compra de un producto de servicio. En la publicidad ilustrada, la imagen reveladora es importante. No muy diferente del emblema renacentista, la publicidad simbólica moderna es un ejercicio de comunicación y de persuasión. Para el lector la ilustración es lo principal. El anuncio publicitario combina estrategias retóricas con técnicas de persuasión psicológica mediante la apelación a los valores culturales compartidos. Los anunciantes emplean muchas técnicas para animarnos a soltar nuestro dinero.
Los anunciantes han utilizado motivos de origen crisitano y bíblico, con frecuencia una cita parcial. El fabricante de coñac Remy Martin posiblemente sorprendió a algunos lectores cuando, por Navidades, leyeron la frase "...Do unto others"  (de Mateo 7:12 "Haz a los demás todo lo que quieras que te hagan a ti") bajo una copa de coñac.


Pero normalmente son imágenes de monjes y curas, monjas y ángeles, iconos y estatuas religiosas, las que se aprovechan para el comercio. Si estas imágenes se reciben como blasfemas, de mal gusto, divertidas, o lo que sea, dependerá de las sensibilidades individuales. Pero el peligro de trivialización inherente siempre está vivo.
El vodka Smirnoff ha utilizado ángeles, figuras masculinas marcadamente atractivas con enormes alas, y acompañados por un hell's angel (miembro de la pandilla de motociclistas, los ángeles del infierno) como parte de su campaña "Thorough the bottle" ("A por la botella").


A veces hay choque de imágenes.
Concluiré con un panorama breve de algunos usos publicitarios a los que han sido sometidos los dichos e imágenes religiosos, y que han provocado controversias. En 1991 Benetton, jugando constantemente con el motivo de los colores que se incluye en su nombre, estrenó un anuncio en el que se veía a una monja dándole un beso a un cura joven.



El viste negro sacerdotal y ella lleva el hábito blanco de su vocación, de allí la fusión de los colores. La imagen suscitó una especie de airado furor que, no obstante, apenas daño las ventas de la empresa: en 1988 excedieron los cuatro millones de dólares estadounidenses.
Tales prácticas de provocación empleando imágenes  religiosas no pasaron desapercibidas. Diesel, Volkswagen y Candies siguieron rapidamente el ejemplo. El anuncio de Diesel con monjas vestidas en vaqueros muy ajustados suscitó la crítica del organismo protector de Gran Bretaña, (la Brihish Advertisement Standars en la Publicidad), que considero inapropiada la "representación de las monjas como seres sexuales" ("to depict nuns as sexual beings" -Green:30-)

"Caer en la tentación", publicidad de helados Federici

Huelga decir que las opiniones difieren en cuanto a este asunto. Hay quienes opinan que es inofensivo burlarse de la religión y los representantes de las instituciones religiosas. Trevor Robinson, escribiendo en The Sunday Time no ve ninguna dificultad en "el uso desenfadado de la imaginería religiosa" para ayudar a promocionar los productos. Pero la parodia de La Última Cena de Da Vinci ideada por Volkswagen provocó una reacción enojada de parte del Cardenal Jean-Marie Lustiger.


El Cardenal observó que "nosotros (la Iglesia Católica) estamos ofendidos y profundamente heridos por culpa de las personas que solamente quieren vender algo, y para hacerlo, atacan con tanto cinismo un acto fundamental de nuestra fe".
La Iglesia amenazó con demandar al fabricante de coches alemán con un pleito de medio millón de dólares. ¿Fue exagerada la reacción de la Iglesia Católica? Se supone que no si las quejas recibidas por la British Advertising Standars Association (Autoridad Británica para los Estandars en la Publicidad), son un indicador de la irritación de la sensibilidad pública. La Asociación informa que las campañas con un tema religioso producen más protestas que cualquier otro tipo de publicidad. La Agencia recibió 1.187 quejas sobre un folleto publicado por el British Safety Council (Consejo Británico de Seguridad) promoviendo el uso del preservativo que utilizaba una parodia de los Mandamientos y una foto de Juan Pablo II.


El folleto se consideró ofensivo no sólo porque parodiaba los Mandamientos al enunciar uno nuevo, el undécimo "Tou shalt always wear a condom" ("Usarás siempre un condón"), sino también porque se valió del Papa en una campaña a favor de la contracepción, cosa contraria a las creencias más profundas del Papa y de la Iglesia Católica actual.
Más preocupante que el uso obvio y blasfemo de algunos dichos e imágenes religiosos por los técnicos de publicidad y del marketing, quizás, es la tendencia insidiosa hacia la trivialización. 

 Publicidad de la Compañía Aerea Lufthansa

Si obras de arte únicas pueden ser trivializadas por medio de su reproducción masiva, por ejemplo colocar la cara de la Gioconda en un anuncio comercial, una camiseta o un par de calcetines, ¿cuánto más seria es la trivialización de, pongamos por caso, la crucifixión? Esto es precisamente lo que ocurrió con The Sunday Times en 1998 cuando hizo publicidad de las fotos  de Terry O'Neill bajo el titular "Heavenly Bodies" ("Cuerpos Celestiales") ilustrada con el cuerpo de Raquel Welch en un bikini de cuero y atada a una cruz de madera.

Terry O'Neill, "Cuerpos Celestiales"

El crítico de las Comunicaciones Neil Postman considera la publicidad de este tipo un ataque abierto a la religión, equivalente a una "violación cultural, una ideología que otorga supremacía ilimitada al progreso tecnológico, indiferente al desarrollo de la tradición" (Postman: 170).
Cualquier persona que comparta la preocupación por el poder de los simbolos reconocerá que gran parte del significado de los iconos religiosos y nacionales se borra cuando se los pone al servicio de simplificados fragmentos de información de veinte segundos, cuyo único propósito es fomentar un consumo todavía más acelerado.


Lecturas:

Antonio Bernat Vistarini - John T. Cull (eds.), Los días de Alción. Olañeta Editor 2002


Entradas relacionadas:

El descenso a los infiernos de David Nebreda

Ídolos

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jueves, 5 de febrero de 2015

La última isla





Cuando aparece el infinito tú desapareces
pues "tú" no has sido nunca, ni siquiera un instante.


Sheiq Ahmad Al 'Alawî


Feliz quien, como al ave fénix, 
en Sí mismo, al fin, la eternidad lo cambia.

William Shakespeare, La tórtola y el Fénix



En el relato de D. H. Lawrence, El hombre que amaba las islas, su protagonista inicia un peregrinaje que lo llevará desde su isla de origen extensa y ampliamente poblada en la que no se siente a gusto, a la búsqueda de una isla cada vez más pequeña y remota. Su viaje, durante el cual abandonará a su mujer y a su hijo recién nacido, finalizará cuano llegue a un minúsculo islote del que será su único poblador. El narrador nos dice al principo del texto que quería una isla propia no necesariamente para estar solo en ella, sino para convertirla en un mundo propio. Veamos a continuación lo sucedido en la tercera y última isla.


El hombre que amaba las islas
parte final
(La tercera isla)
por
D. H. Lawrence

No tardó en hacer habitable la tercera isla. Con cemento y los grandes guijarros de la pedregosa playa, dos hombres le construyeron una cabaña, que techaron con hierro ondulado. Una embarcación transportó una cama y una mesa, así como tres sillas, una buena alacena y unos pocos libros. Se proveyó de carbón, parafina y alimentos... Sus necesidades eran muy pocas.
La casa se alzaba cerca de la playa de guijarros de la ensenada en la que había desembarcado, donde dejó varada su barca ligera. Un soleado día de agosto, los hombres zarparon y le dejaron allí. El mar estaba inmovil y tenía un color azul pálido. El isleño vio en el horizonte el pequeño vapor del correo que navegaba lentamente hacia el norte, como si caminara. Atendía a las islas exteriores dos veces por semana. Ahora, con el tiempo sereno, podría acercarse al barco en el bote de remos, si fuese necesario, y hacerles señales desde un asta situada detrás de la cabaña.
Media docena de ovejas permanecían en la isla, como compañía; y tenía una gata que se frotaba contra sus piernas. Mientras duraron los dulces y soleados días del otoño septentrional, paseaba entre las rocas y la mullida hierba de su pequeño dominio, siempre vuelto al incesante e inquieto mar. Examinaba cada hoja que pudiera diferenciarse de otra, y contemplaba la interminable expansión y contracción de las algas marinas agitadas por el mar. En la isla no había un solo árbol, ni siquiera un brezo que proteger. Sólo la hierba, una plantas minísculas que crecían dentro de ella, la juncia junto a la charca y las algas del océano. Estaba contento. No quería tener árboles ni arbustos. Se erguían como la gente, demasiado agresivos. Su isla desnuda y de poco declive en el mar azul pálido, eso era todo lo que quería.
Ya no trabajaba en su libro. Había perdido el interés. Le gustaba sentarse en la parte más elevada de su isla y ver el mar; nada más que el mar pálido y sereno. Y sentir que su mente se volvía sumamente brumosa, igual que el océano. A veces, como un espejismo, veía la sombra de la tierra que se alzaba y cernía hacia el norte. Más allá había una gran isla, pero era insustancial.
Pronto se sintió casi alarmado al distinguir el vapor en el horizonte cercano, y el temor le oprimió el corazón, no fueran a detenerse allí e importunarle. Observó inquieto cómo se alejaba, y hasta que lo perdió de vista no experimentó un auténtico alivio, de nuevo dueño de sí mismo. La tensión provocada por la posibilidad de que se aproximaran seres humanos hacía que la espera fuera cruel. No quería que se le acercaran. No quería oir sus voces. le asustaba el sonido de su propia voz si inadvertidamente dirigía la palabra al gato.
Se reprendía a sí mismo por haber roto el gran silencio. Y se irritaba cuando su gata le miraba y maullaba leve, quejumbrosamente. Él le fruncía el ceño, y ella lo sabía. La gata se estaba volviendo salvaje, y acechaba en las rocas, tal vez pescando.
Pero lo que más le desagradaba era cuando una de las ovejas abría la boca y emitía sus ásperos y estridente balidos. Él la miraba, y le parecía espantosa y basta. Llegó a sentir un fuerte desagrado hacia las ovejas.
Sólo quería oír el sonido  susurrante del mar y los agudos gritos de las gaviotas, unos gritos que para él era como si procedirar de otro mundo. Y lo mejor de todo, el gran silencio.
Decidió que, cuando viniera el barco, se libraría de las ovejas. Éstas ya se habían acostumbrado a su presencia, y le miraban con ojos amarillos o incoloros y una insolencia cercana al ridículo. Transmitían una sensación de fría indecencia. A él le desagradaban mucho. Y cuando daban aquellos entrecortados saltos desde las rocas, y sus pezuñas producían ese ruido seco y áspero y la lana se agitaba en sus lomos encuadrados, le parecían repulsivas, degradantes.
Pasó el buen tiempo, y empezó a llover durante todo el día. Pasaba mucho tiempo tendido en la cama, escuchando el sonido del agua que caía desde el tejado en el barril de zinc, contemplando la lluvia, las oscuras rocas, el mar oculto a través de la puerta abierta. Ahora había muchas gaviotas en la isla, muchas aves marinas de todas clases. Aquella fauna era de otro mundo. Él no había visto jamás a muchas de aquellas aves. Volvió atener el viejo impulso de encargar un libro y conocer sus nombres. Por un instante sintió la vieja pasión de conocer el nombre de cuanto veía, e incluso decidió ir remando hasta el vapor. ¡Los nombres de aquellas aves! Debía conocer sus nombres; de lo contrario, no las poseía, no existían del todo para él.
Pero el deso le había abandonado, y se limitaba a contemplarlas mientras revoloteaban o caminaban a su alrededor; las observaba vagamente, sin hacer distinciones entre ellas. Había perdido por completo el interés. Había una sola gaviota, un ave grande y hermosa, que iba y venía sin cesar ante la puerta de la cabaña, como si tuviera allí alguna misión.
Era de gran tamaño, de un gris perlino, y sus redondeces eran tan suaves y encantadoras como una perla. Sólo en los extremos de las alas plegadas las plumas eran negras, y tenía unos puntos blancos muy claros que parecían responder a una pauta. Al isleño le intrigaba mucho la razón de ser de aquel adorno en el ave que vivía en lejanos fríos y mares. Y mientras la gaviota iba y venía, iba y venía por delante de la cabaña, paseando ufana, las patas de un dorado oscuro, alzado el pico amarillo claro que se curvaba en la punta, dándose una curiosa y extraña importancia, el hombre reflexionaba sobre ella. Era portentosa, tenía un significado.
Entonces el ave dejó de acudir. La isla, que había estado llena de aves marinas -el destello de las alas, el sonido del aleteo y los agudos y sobrecogedores gritos en el aire-, empezó a estar desierto de nuevo. Ya no se apostaban como huevos vivos sobre las rocas o la hierba, moviendo las cabezas, ni batían sus alas alrededor de sus pies. Ya no corrían por la hierba entre las ovejas, ni remontaban el vuelo con las alas bajas. Los huespedes se habían ido. Pero siempre se quedaban algunos.
Los días se acortaron, y el mundo se volvió fantasmagórico. Un día llegó el barco, como si en vez de navegar hubiera descendido de improviso del cielo. Al isleño le pareció una invasión. Era una tortura hablar con aquellos dos hombres toscamente vestidos. Tenían un aire de familiaridad que le repugnaba. Él vestía con elegancia, su cabaña estaba limpia y ordenada. Le molestaba cualquier intrusión, y la tosca sencillez, la torpeza de los pescadores era en verdad repulsiva para él.
Dejó en una pequeña caja las cartas que le habían traído. Una de ellas contenía el dinero, pero ni tan siquiera ésa podía abrir. Toda clase de contacto le resultaba asqueroso. Incluso leer su nombre en un sobre. Escondió las cartas.
Y el ajetreo y el horror que supuso la captura de las ovejas, atarlas y embarcarlas le hicieron odiar con profunda repugnancia toda la creación animal. ¿Qué dios repulsivo inventó a los animales y a los hombres malolientes? Para su olfato, tanto los pescadores como las ovejas olían mal; una suciedad en la tierra limpia.
Estaba todavía nervioso y angustiado cuando por fin zarpó  la embarcación y se alejó por el mar inmóvil. Días después, a veces le sobrevenía un acceso de asco, creyendo haber oído el sonido de las ovejas paciendo.
Los oscuros días invernales fueron avanzando. A veces el día no se distinguía de la noche. El isleño se encontraba mal, como si se estuviera disolviendo, como si la disolución ya se hubiera iniciado dentro de él. En el exterior todo era crepuscular, lo mismo que en su mente y su alma. En cierta ocasión se asomó a la puerta y vio cabezas negras de hombres que nadaban en la ensenada. Por unos instantes perdió la consciencia, debido a la impresión, al horror de una inesperada aproximación humana. ¡El horror en el crepúsculo! Y por fin, cuando el tremendo sobresalto le había debilitado hasta sentirse incorpóreo, comprendió que las cabezas negras eran de unas focas que se acercaban a nado. Entonces le invadió un alivio enfermizo, aunque, tras la conmoción, apenas era consciente. Más tarde, se sentó y lloró con gratitud porque no hubieran sido hombres, pero sin percatarse de por qué lloraba. Su mente estaba demasiado aturdida. Como un animal extraño etéreo, ya no se daba cuenta de lo que hacía.
Su única satisfacción seguía siendo la de estar solo, absolutamente solo, empapándose de espacio. Únicamente el mar gris y el asidero de su isla bañada por el mar. Ningún otro contacto. Nada humano que pusiera su horror en contacto con él. Solo espacio, ¡húmedo y crepuscular espacio bañado por el mar! Aquél era el pan de su alma.
Por ese motivo se alegraba mucho cuando había una tormenta o cuando el mar estaba agitado. Nada podía afectarle, nada del mundo exterior podía llegar hasta él. Cierto que la terrible violencia del viento le producía un enorme padecimiento, pero al mismo tiempo hacía que el mundo desapareciera por completo para él. Siempre le gustaba que hubiera mar gruesa y marejada, pues entonces ninguna embarcación podía llegar hasta él. Era como una muralla eterna alrededor de la isla.
No tenía noción del tiempo, y ya no pensaba en abrir un libro. Una página con letras impresas, tan parecida a la depravación del habla, le parecía obscena. Arrancó el rótulo de latón del hornillo de parafina. Hizo desaparecer de su cabaña hasta la última letra.
La gata había desaparecido, y él se alegraba bastante. Su maullido agudo y penetrante le estremecía. El felino había vivido en la carbonera. Cada mañana, ante la entrada, le ponía un plato de gachas, lo mismo que él comía. Lavaba el platillo con repulsión. No le gustaba verla contorsionándose cerca de él, pero la alimentaba escrupulosamente. Pero un día la gata no fue a comer la gachas que siempre reclamaban sus maullidos. Y no volvió a aparecer.
El hombre merodeaba por la isla bajo la lluvia, enfundado en un ancho impermeable, sin saber lo que estaba buscando ni lo que había ido a ver. El tiempo había dejado  de transcurrir. Permanecía durante largo tiempo con los ojos fijos, aquellos ojos de mirada remota, penetrantes y azules, contemplando con una expresión ardiente, casi cruel, el mar oscuro bajo el cielo oscuro. Y si veía la vela bamboleante de un pesquero que se deslizaba a lo lejos por las frías aguas, una extraña y malevolente ira se reflejaba en sus facciones.
A veces estaba enfermo. Sabía que lo estaba porque se tambaleaba al caminar y se caía con facilidad. Entonces se detenía para pensar que le pasaba, e iba al lugar donde guradaba las provisiones, sacaba la leche en polvo y malta y tomaba la mezcla. Y volvía a olvidarse de su estado. Dejaba de ser consciente de sus propias sensaciones.
Los días empezaban a alargarse. Durante todo el invierno el tiempo había sido relativamente suave, pero muy lluvioso. Se había olvidado del sol. De repente, sin embargo, el aire se volvió gélido, y el isleño empezó a temblar. Le invadió el temor. El cielo estaba sereno y gris, y por la noche nunca se veían las estrellas. Hacía mucho frío. Empezaron a llegar más aves. La isla se estaba congelando. Con manos temblorosas, encendía el fuego de la chimenea. El frío le asustaba.
Día tras día, continuó un frío monótono y mortal. De vez en cuando el aire transportaba minúsculos copos de nieve. Los grises días eran más largos, pero no había cambio alguno en el frío. Una luz diurna gris y gélida. Las aves desaparecieron, emprendieron el vuelo. A algunas las vio tendidas, muertas de frío. Era como si toda la vida se alejara, se contrajera desde el norte hasta el sur. "Pronto", se dijo el isleño, "todo se habrá esfumado, y en estas regiones no quedará ningún ser vivo". La idea le produjo una cruel satisfacción.
Entonces, una noche, pareció aliviarse: durmió mejor, no tembló medio dormido ni se agitó tanto, medio consciente. Se había acostumbrado de tal manera a los temblores y las contorsiones de su cuerpo que apenas los percibía. Pero cuando, por una vez, consiguió dormir profundamente, sí que lo notó.
Al despertar por la mañana se encontró con una curiosa blancura. La ventana estaba empañada. Había nevado. Se levantó y, al abrir la puerta, tembló de la cabeza a los pies. ¡Ah, qué frío hacía! Todo estaba nevado, el mar era una lámina de plomo oscuro y las negras rocas estaban curiosamente moteadas de blanco. La espuma ya no era pura. Parecía sucia. Y el mar corroía la blancura de la tierra, similar a un cadáver. Los copos de nieve hacían que el aire muerto se encenegara.
La nieve que cubría el suelo tenía treinta centímetros de espesor, blanca, suave y blanda en aquel día de viento. Empuñó una pala para despejar la zona alrededor de la casa y el cobertizo. La palidez de la mañana se oscureció. Se oía un extraño rumor de truenos lejanos en la atmósfera helada, y, a través de la nieve que caía de nuevo, vio el leve destello de un relámpago. Ahora nevaba sin cesar en la inmóvil oscuridad.
Salió de la casa unos minutos, pero era difícil avanzar. Tropezó y cayó en la nieve, que le quemó la cara. Débil y mareado, regresó penosamente a casa. Y, tras recuperarse, se tomó la molestia de calentar leche.
Nevaba continuamente. Por la tarde volvió a oir el retumbar apagado de los truenos, y vio cegadores relámpagos rojizos a través de la nieve que caía. Inquieto, fue a acostarse y se tumbó con la mirada fija en el vacío.
Le pareció que la mañana no llegaba nunca. Yació durante una eternidad, esperando que un atisbo de luz le aliviara la noche. Por fin pareció que el aire era más pálido. Su casa era una celda débilmente iluminada por una luz blanquecina. Se dio cuenta de que la nieve era un muro al otro lado de la ventana. Al levantarse, sintió el intenso frío. Cuando abrió la puerta, la nieve inmóvil era una pared que le llegaba a la altura del pecho y le cerraba el paso. Mirando por encima del borde, notó las lentas ráfagas del viento que penetraban en la casa, vio alzarse la nieve en polvo y desplazarse como un cortejo fúnebre. El negruzco mar se revolvía, se impacientaba, y parecía morder la nieve, impotente. El cielo era gris, pero luminoso.
Empezó a trabajar con frenesí, con la intención de llegar a la barca. Si debía permanecer encerrado sería porque así lo había decidido él, no por el poder mecánico de los elementos. Debía ir a la orilla del mar. Tenía que poder llegar a su barca.
Pero estaba débil, y a veces la nieve le vencía. Caía sobre él, y yacía enterrado y exánime. Sin embargo, cada vez que eso sucedía, se esforzaba por levantarse antes de que fuera demasiado tarde, y atacaba la nieve con la energía de la fiebre. Estaba exausto, pero no cedía. Entraba cautelosamente en la cabaña y preparaba café y tocino ahumado. No había cocinado tanto desde hacía mucho tiempo. Entonces volvía a cargar contra la nieve. Era preciso  que conquistara la nieve, aquella fuerza nueva, blanca y brutal que se había acumulado contra él.
Trabajaba azotado por las espantosas ráfagas de viento, apartando la nieve a un lado, presionándola con la pala. Era muy duro, con aquel viento frío, helado; incluso lo era cuando el sol aparecía un rato y le mostraba su blancura, el entorno sin vida, el negro mar, revuelto y hosco, las olas moteadas de opaca espuma hasta el horizonte. Pero el sol le calentaba el rostro. Era el mes de marzo.
Llegó a la barca. Apartó la nieve y se sentó al abrigo de la embarcación, contemplando el mar, que con la marea alta casi se arremolinaba a sus pies. Los guijarros parecían curiosamente naturales en un mundo que se había vuelto misterioso. El sol ya no brillaba. Los copos de nieve que caían ahora eran compactos y parecían desvanecerse milagrosamente al tocar la dura negrura del mar. Las roncas olas resonaban en la playa pedregosa, abalanzándose contra la nieve. Y continuamente la miríada de endiablados copos de nieve tocaban el oscuro mar y desaparecían.
Durante la noche se desató una gran tormenta. El isleño creía oír la más vasta masa de nieve golpeando al mundo entero con un incesante ruido apagado; y, por encima de todo ello, el extraño sonido cavernoso de las ráfagas del viento, en cuyos intervalos restallaba un cegador relámpago seguido por el sordo retumbar del trueno, más pesado que el viento. Cuando por el alba decoloró levemente la oscuridad, la tormenta había remitido casi por completo, pero soplaba en viento constante. La nieve llegaba al dintel de la puerta.
Malhumorado, trabajó para salir de su encierro. Y, gracias a su insistencia lo consiguió. Se encontró en un extremo de un gran montón de nieve que tenía varios metros de altura. Cuando hubo pasado, la nieve helada no tenía más que sesenta centímetros de espesor. Pero su isla había desaparecido. Su forma estaba cambiada por completo, se alzaban grandes colinas blancas donde no había exisitido ninguna, y éstas eran inaccesibles y humeaban como volcanes, pero con polvo de nieve. El isleño se sintió asqueado y vencido.
Su barca estaba sobre un montón de nieve, más pequeño, pero él no tenía fuerzas para despejarla. La contempló con impotencia. La pala se deslizó de sus manos, y se dejó caer en la nieve, para olvidar. El mar resonaba en la misma nieve.
Algo le hizo volver en sí. Entró con precaución en la casa. Estaba casi insensible, pero se las arregló para calentarse, por lo menos la parte del cuerpo aterida por la nieve, que inclinó sobre el fuego del carbón. Entonces volvió a calentar leche, tras lo cual, cuidadosamente, avivó el fuego.
El viento cesó. ¿Volvía a ser de noche? En el silencio, le parecía oír la caída de la infinita nieve como un jadeo de pantera. Los truenos resonaban más cerca, estallaban, su estrépito llegaba con rapidez tras el relámpago levemente rojizo. Yació en la cama en una especie de estupor. ¡Los elementos! ¡Los elementos! Repetía tontamente la palabra en su cabeza. No puedes vencer a los elementos.
Jamás supo cuanto duró. En un momento determinado se levantó como un espectro, salió de la cabaña y subió a la cima de una colina blanca en su isla irreconocible. El sol calentaba. "Es verano", se dijo, "y la época de las hojas." Miró como un tonto la blancura de su isla desconocida y la vastedad del mar exámine. Fingió imaginar que veía el guiño de una vela, pues sabía muy bien que nunca volvería a deslizarse una vela por aquel severo mar.
Mientras miraba, el cielo se oscureció y se enfrió de una manera misteriosa. Desde lejos llegó el murmullo del trueno insatisfecho, y supo que era la señal de la nieve que caía sobre el mar. Se dio la vuelta, y notó su hálito en él.




D. H. Lawrence (1885 - 1930)


Lecturas:

D. H. Lawrence, El hombre que amaba las islas. Atalanta 2007


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