William Blake, Danza de Albión (1794)
"La mente, padre de todas las cosas, que es vida y luz, engendró a un hombre igual a sí misma, a quien amaba como si de su propio hijo se tratase. El hombre era bellísimo, la imagen de su padre; y dios, que realmente estaba enamorado de su propia forma, le confió todos sus trabajos." (...)
"Y como tenía plena autoridad sobre el cosmos de los mortales y los animales carentes de razón, el hombre atravesó la bóveda y se detuvo a mirar a través del marco cósmico, mostrando a la naturaleza inferior la hermosa forma de dios. La naturaleza sonrió con amor cuando vio a aquel cuya belleza jamás llega a hartar (y) que guarda en sí toda la energía de los gobernantes y la forma de dios; pues vio en el agua el reflejo de la forma más hermosa del hombre y en la tierra su sombra. Cuando el hombre vio en el agua la forma que le era semejante, tal y como se halla en la naturaleza, se enamoró y deseó vivir en ella; deseo y acción llegaron al mismo tiempo, y él habitó la forma carente de razón. Entonces la naturaleza recibió a su amado, se abrazó toda ella y se unieron, pues estaban enamorados."
"Por este motivo, al contrario que cualquier otro ser vivo en la tierra, la humanidad es doble -mortal en lo que respecta al cuerpo, pero inmortal en lo que hace al hombre esencial-. Aun cuando es inmortal y posee el dominio de todas las cosas, la humanidad se halla afectada por la mortalidad, puesto que se halla sometida al destino; por lo tanto, aunque el hombre se halle por encima del marco cósmico, se ha convertido en un esclavo dentro del mismo. Es andrógino, ya que procede de un padre andrógino, e insomne, puesto que procede de un ser insomne. (Sin embargo, el amor y el sueño) son sus señores."
Corpus Hermeticum (Discurso de Hermes Trismegisto: Poimandres)
La lectura del siguiente texto de Thomas Mann, escritor alemán que recibiera el Premio Nobel en 1929, me incitó a hojear la edición que tengo del Corpus Hermeticum del que he dejado el anterior pasaje.
Preludio: Descenso a los infiernos
(fragmento)
por
Thomas Mann
Una larga tradición conceptual, basada en la más genuina conciencia de sí mismo del ser humano, surgida en tiempos remotos y heredada por las religiones, profecías y sucesivas teorías del conocimiento de Oriente, por el avesta, el Islam, el maniqueísmo, el gnosticismo y el helenismo, es la que se refiere a la figura del protohombre u hombre perfecto, del adam qadmon hebreo, encarnado en un ser juvenil de pura luz, creado antes del inicio del mundo como modelo primigenio y arquetipo de la humanidad, en torno al que giran doctrinas y relatos variables pero coincidentes en lo esencial. El protohombre, nos dicen, fue, al principio de todas las cosas, el guerrero escogido por Dios para combatir el mal que empezaba a infiltrarse en la joven Creación, y en esa batalla quedó descalabrado, preso de los demonios, secuestrado en la materia, alejado de su origen; pero un segundo emisario de la divinidad —que misteriosamente volvía a ser él mismo, su propio yo superior— lo rescató de las tinieblas de la existencia terrena y corporal y lo devolvió al mundo luminoso, aunque en ese regreso el hombre perdió una porción de su luz, que fue utilizada en parte para dar forma al mundo material y a los hombres terrenales: historias peregrinas en las que la idea religiosa de la redención se hace ya perceptible, aunque todavía en segundo plano por detrás del elemento cosmogónico; y es que cuentan que aquel hijo de Dios y primer hombre albergaba en su cuerpo de luz los siete metales, a los que corresponden los siete planetas, y con los que está construido el mundo.
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D. A. Freher, Works of J. Behem, 1764 |
Y nos lo explican de la siguiente manera: aquel ser humano de luz surgido del seno paterno bajó a la Tierra a través de las siete esferas planetarias, y en su descenso se impregnó de la naturaleza de cada uno de los señores de las esferas. Pero luego, al mirar hacia abajo, se vio a sí mismo reflejado en el mundo material, se encariñó con esa imagen, descendió en su busca y quedó así preso de la vil materia. Esto explica la doble naturaleza del ser humano, que atina indisolublemente los rasgos de su origen divino y su libertad esencial con su plomizo encadenamiento al mundo inferior. En esa imagen narcísica llena de encanto trágico empieza a purificarse el sentido de la leyenda: y esa purificación se verifica en el instante en que el descenso del vástago de Dios desde su mundo de luz a la naturaleza deja de ser fruto de la mera obediencia a un encargo superior, es decir, deja de estar limpio de culpa y adquiere el carácter de un acto autónomo y voluntario, fruto de un anhelo personal, y por lo tanto culpable. Al mismo tiempo empieza a desvelarse el significado de ese «segundo emisario», que, idéntico en un sentido elevado al hombre de luz, llega para liberarlo de su tenebrosa prisión y devolverlo al hogar. Y es que, con la entrada en acción de esta tercera figura, la doctrina divide el mundo en los tres componentes de la persona: la materia, el alma y la mente, entre los cuales, con la colaboración divina, se teje esa novela cuyo verdadero protagonista es el alma del hombre, elemento aventurero y creador en la aventura, y que, constituyéndose en toda una mitología al unificar la noticia de los orígenes y la profecía de las postrimerías, arroja luz definitiva sobre el verdadero emplazamiento del Paraíso y la historia de la «caída».
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Georg Gichtel, Theosophia practica, 1898 |
Se afirma que el alma, es decir, el elemento primigenio humano, fue, como la materia, uno de los principios establecidos en el inicio de todas las cosas, y que poseía vida, pero no saber. Y esto hasta tal punto que a pesar de que vivía cerca de Dios, en un mundo superior de paz y felicidad, se dejó agitar y desconcertar por su inclinación —entiéndase esta palabra en su sentido estrictamente direccional— hacia la materia aún informe, y por el ansia de fecundarla y extraer de ella formas que le permitieran acceder a los placeres de la carne. Sin embargo, una vez consumada la seducción, y arrojada el alma en brazos de la materia, el placer y el dolor de su pasión no se atemperaron, sino que incluso se intensificaron hasta convertirse en un tormento, ya que la materia, obstinada y apática, se empeñó en permanecer en su estado original amorfo, es más, se negó en redondo a tomar forma para complacer al alma y opuso toda la resistencia imaginable a dejarse moldear por ella. En eso intervino Dios, seguramente pensando que, ante tal situación, no le quedaba más remedio que acudir en socorro del alma, su extraviado adlátere. Así, para ayudarla a cortejar a la esquiva materia, creó el mundo: es decir, con el afán de auxiliar al elemento primigenio humano, concibió formas sólidas y duraderas para que el alma pudiera acceder a través de esas formas a los placeres de la carne y engendrar hombres. Pero a continuación, siguiendo con la puesta en práctica de un plan cuidadosamente diseñado, dio un segundo paso. Según consta literalmente en el informe que tenemos a la vista, envió al hombre la mente, directamente desde la sustancia de su divinidad, con el encargo de despertar al alma, que dormía el sueño de los justos dentro de su cascara humana, y, por orden de su padre, hacerle ver que este mundo no era lugar para ella y que su tórrido romance era un pecado a consecuencia del cual Dios se había visto forzado a crear el mundo. Lo que la mente intenta sin cesar hacer entender al alma humana, prisionera en la materia, lo que le advierte continuamente, es justamente eso: que el mundo fue creado por culpa de su atolondrado empeño en acoplarse con la materia, y que, si se le ocurriera separarse de ella, el mundo físico dejaría de existir de inmediato. La misión de la mente es, pues, hacer entender esto al alma, y todas sus esperanzas y esfuerzos se encaminan a conseguir que el alma apasionada, una vez puesta al corriente de este estado de cosas, entre en razón, y, volviendo la mirada hacia el mundo superior del que procede, renuncie a sus devaneos con este mundo vil y aspire de nuevo a alcanzar su esfera natural de paz y felicidad, en fin: que vuelva a casa. En el mismo instante en que eso suceda, este bajo mundo desaparecerá; la materia recobrará su apática obstinación, quedará liberada del imperativo de adoptar forma y podrá volver a gozar del estado amorfo como venía haciendo desde toda la eternidad; en fin: volverá, ella también, a ser feliz a su manera.
Lecturas:
Thomas Mann,
José y sus hermanos. Las historias de Jaacob. Ediciones
B 2000
Corpus Hermeticum y Asclepio, Ediciones Siruela 2000
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Un precioso y adornado mapa metafísico. Una historia increíble con una conclusión que da sentido a la vida de cualquier protagonista de la misma.
ResponderEliminarEmpiezo a sospechar que cualquier mapa metafísico visto a contra luz es transparente. Sobreviven en un fondo oscuro dotándolos de una falsa opacidad, y acompañando a las sospechas la intuición de que el Alma si está atrapada, lo está de los mapas, de cualquier mapa.
Cuántas veces me he preguntado si el alma existe...y una fuerte expresión de deseo me indica que sí, que está aquí, en algún lugar ignoto de mi ser, esperando partir, seguramente con destino abierto, desplegando sus alas sin temor alguno, olvidando por siempre los devaneos de la materia, el sufrir sin tregua, la alegría mesurada, la duda esclavizante. Tanto por anhelar, tanto por hacer..Un espejo nos devuelve la imagen propia que aceptamos como real. ¿Qué es la realidad? Interrogantes y más interrogantes. Eso es vivir. La diatriba lenta entre el ser y el querer. El deseo marcándonos senderos y confines. Alma nuestra, pequeña o gran desventurada, pasajera etérea de una barca frágil, propensa al naufragio, empecinada en hallar otros mundos, arrebolada de luz se siente en falta, algo la impulsa, algo que desconoce. Buscadora eterna del origen genuino, cruzará sin memoria el último puente. Por entonces...estaremos lejos, muy lejos de aquí y tal vez, quién dice, más cerca que nunca de nosotros mismos.
ResponderEliminarQuerido Amigo, como siempre un placer visitarte. Te envío un gran abrazo desde mi invierno de ramas vacías hasta tu verano de mar azul.
Conejo, parece necesario para ser más libres no confundir el mapa con el territorio.
ResponderEliminarMabel, quienes siempre han dado prueba de la realidad del alma han sido los poetas, no una realidad tangible, pero más real que la vida corriente. Me resulta fantasioso pensar que tan sólo somos nuestro cuerpo y que la realidad sólo aquello que es empíricamente mensurable. Tradicionalmente los poetas han invitado a mirar a través de nuestra propia percepción, desmontando lo que nos hacen suponer los sentidos (y nuestros mapas mentales), que disolvamos nuestra certezas y que miremos el mundo como si fuera un poema con diferentes niveles de lectura. Siempre han dado a entender que cambiando nuestra percepción se transforman nuestra vidas. Y eso nos hace más libres.
ResponderEliminarEl placer ha sido mío querida Amiga por encontrar de nuevo por tus siempre inspiradas palabras. Un enorme abrazo desde un Mediterráneo extraordinariamente cálido estos días.