martes, 7 de mayo de 2013

Naufragios



"En la genealogía de lo contemporáneo está la crisis del idealismo y el giro al segundo romanticismo que tiene lugar en el siglo XIX. El idealismo empieza a desmoronarse cuando es incapaz de asumir que el dolor, el sufrimiento y la muerte son lo positivo de la existencia, obligando a disociar lo verdadero de lo bello y de lo bueno".

José Luis Molinuevo, del prólogo a Estéticas del naufragio y de la resisitencia.


Tres obras de la pintura romántica inspiradas en naufragios de la época analizadas por el profesor José Luis Molinuevo.


 La vida como naufragio
(Fragmentos)
Por
José Luis Molinuevo


El mar de hielo

Caspar David Friedrich El mar de hielo. El naufragio del Esperanza 1823


El cuadro de Caspar Friedrich lleva por título El mar de hielo y como subtítulo El naufragio del "Esperanza". Fue pintado en torno a 1823-24. Representa un naufragio en el mar del Norte. Tiene como referencia inmediata la expedición al Polo Norte de Sir William Parry con la nave Griper en 1819-20. Hay versiones anteriores perdidas, y para este ha utilizado algunos materiales de los óleos pintados en el invierno de 1820-21 con motivo de la helada del río Elba. Fue expuesto el cuadro en 1824 en la academia de Praga, no obteniendo el aprecio del público y quedando sin vender.
Los cuadros anteriores de Friedrich han sido interpretados desde la óptica de los sublime romántico, o como lo hizo el pintor francés David D'Angers, como una "tragedia de la naturaleza". De acuerdo con sus propias palabras, no tratan de pintar ni representar el paisaje tal como es, sino pintar el sentimiento interior, ese intento de unión mística con Dios a través de la naturaleza como encarnación suya. El verde de la naturaleza, en especial de los abetos siempre verdes, es el contrapunto de la esperanza, reforzada por la cruz redentora, presente en los paisajes de montaña.
 No obstante, esa luz indecisa y cenital, propia de atardeceres o alboradas, tiñe de melancolías sus cuadros. No es una luz del sur sino del norte, en una clara opción frente a las preferencias viajeras de sus contemporáneos. Los cuadros, teniendo a la naturaleza como protagonista, son el símbolo del infinito frente al que se coloca en actitud contemplativa el ser humano. (...)
El cuadro Mar de hielo marca  una inflexión dentro de este planteamiento. Se trata de un cuadro de catástrofes humanas propiciadas por la naturaleza. El ser humano se ha atrevido a actuar, a arriesgarse, desconociendo esas fuerzas elementales y ha sucumbido. El naufragio del barco Esperanza simboliza la imposibilidad de vencerlas, y también el naufragio de otras esperanzas, más aún, es el naufragio de la esperanza.(...)
El cuadro es de una insólita y tremenda dureza: lleno de aristas, revela unas fuerzas tectónicas, el poder de lo elemental, que tiene sus leyes propias. Los otros cuadros de Friedrich sobre la naturaleza expresaban sentimientos sublimes ante un mundo obra de un creador. Aquí las fuerzas de lo elemental tienen su propio juego, en el que ha entrado, sin saber sus reglas, el barco humano. Las planchas de hielo revelan que lo elemental tienen un orden geométrico. Tienen una consistencia mineral, pero son agitadas, amontonadas por la corriente. Derrota, inseguridad, ruinas, muerte y una profunda soledad se desprenden del cuadro. Pero igualmente el mensaje de que en los mares helados la naturaleza está viva, y lo inorgánico es la lógica de lo elemental. En ello hay también una desoladora belleza.


La Balsa de la Medusa

Théodore Géricault, La balsa de la Medusa, 1818


 En 1818 Géricault pinta en París La Balsa de la Medusa. Es un cuadro que narra una historia, pero no intemporal sino contemporánea. Sobre un hecho reciente, que había interés en olvidar: el naufragio, por negligencia, en 1816, del barco francés Medusa, el abandono culpable de los supervivientes, su odisea nada sublime, y el rescate tardío. El cuadro aborda en un estilo fronterizo de Neoclasicismo y Romanticismo un tema que se resiste a ser embellecido y no despierta sentimientos sublimes. Refleja el momento de la esperanza en la ayuda de un barco, que casi no se ve en el enorme cuadro, pero que concentra las miradas de algunos naúfragos y del espectador, y que pasará de largo. Ellos no lo saben, pero lo sabían los espectadores. Que ven esos cuerpos volcados en el último esfuerzo, esos cuerpos desnudos, muertos, descompuestos, quizá mutilados por el canibalismo. (...)
Como ha señalado el historiador Jules Michelet, "Géricault pinta su balsa y el naufragio de Francia". Según él, es la propia sociedad francesa quien está embarcada y el barco la pone ante ella misma: "Imagen tan cruelmente verdadera que el original se negó a reconocerse. Retrocedió ante esa pintura terrible". El cuadro es también el naufragio del espectador. No es una escena en la distancia como en el caso de Turner: el naufragio en medio del cuadro y perdido en el mar embravecido. Aquí el espectador se encuentra ya dentro de la balsa que ocupa casi la totalidad del cuadro, y no frente al mar y el horizonte. Es la tragedia humana la que aquí se refleja y no la de la naturaleza. El cuadro pone ante el terror de los seres humanos en una situación límite, como es la de la esperanza de salvación y, a la vez, la falta de salida. En la composición del cuadro hay tres velas: la de la balsa, desarbolada, la humana que representa la esperanza (el joven negro aupado en el barril) y, finalmente, la tercera, diminuta, casi invisible para el espectador, la del buque Argos. (...)
Pero, junto a la figura del joven negro que simboliza la esperanza, hay en el plano intermedio del cuadro otra figura casi oculta, la del hombre que somatiza la desesperación. Está sentado al lado dle mástil, con las manos apoyadas en las rodillas, aferrando la cabeza, mientras los ojos y la boca muestran un dolor inconsolable. Ajeno a todo, mira fijamente al vacío, sin atender a los gritos de esperanza a su izquierda, ni tampoco a los muertos que yacen a su derecha . Es la figura central, que divide el cuadro en esas dos mitades, la del joven negro, y la tercera, la del anciano que simboliza la resignación. Es la figura schopenhaueriana de la decisión: afirmación o negación de la voluntad de vivir.




La tercera, es una figura singular, poderosa, que lleva la mirada del cuadro en otra dirección. El anciano, con una mano sujeta al cuerpo de su hijo muerto y con la otra apoyada  en la cara mira ensimismado ese mar que se va tragando los cadáveres. De espaldas tanto a la desesperación como a la esperanza, es la figura de la serena resignación ante la muerte que está más allá de ambas.
La retórica de la pintura se revela en la arquitectura de los símbolos y de las figuras. Está llena de esculturas cuyo protagonista es el terror presente de muy diversas maneras. Se ha subrayado (Schneider) el carácter medúsico, petrificado de esos cuerpos esculturales, que han recibido la mirada del horror personificado en el nombre del barco naufragado, el Medusa. La balsa hecha de esas tablas ofrece poco abrigo a la esperanza, y quizás por eso el nombre más apropiado no sería el de un "sueño de piedra" sino el de una "pesadilla" de piedra. Es este sin duda un componente mitológico,el del mito de la Medusa, no desdeñable en el relato histórico que es el cuadro. Es una pintura histórica, que narra una historia del presente y en la que está presente el mito. Como en la obra de Weiss, que se siente fascinado por el cuadro. Se trata, en las estéticas de la resistencia, no de ir al mito como pasado sino de explicar el mito del que venimos y somos como presente. Y esto, que es una de las mayores aportaciones del cuadro de Géricault, es lo que muchos contemporáneos no pueden/quieren entender, por lo que ese cuadro contemporáneo se convierte en un cuadro de futuro. Aquí la historia, que reviste formas (neo) clásicas se convierte en historia contemporánea. Y esto es lo que no se acepta. Según el mito, quien miraba a la Medusa, a la Gorgona, quedaba petrificado de terror. Perseo logra vencerla haciendo que se vea reflejada en la pulida superficie del espejo que le ha regalado Atenea. Se trata de que el horror, la desesperación, se mire a sí misma, para que (en palabras de Benjamin sobre Brecht) "haga pie" el hombre sabiendo cómo ha llegado a ella. (...)
Pero esa lucidez, el que el horror se mire a sí mismo en el hombre es lo que no quieren los contemporáneos. La lectura de las diferentes reseñas que aparecen en 1819 sobre el cuadro de Géricault muestran cómo el debate estético en torno al cuadro se convierte en un debate político, ya que la sociedad no está dispuesta a verse reflejada en él. Junto a lo horrible de la escena, los críticos insisten en lo incorrecto del dibujo y la uniformidad del color. Uno de ellos afirma que las grandes dimensiones del cuadro no ha sido aprovechada para reflejar un episodio de grandeza. Nuevamente se rechaza lo que es en nombre de lo que debe ser y se pide el arte, no que refleje lo real, sino que lo sustituya. (...)
Frente a apresuradas y tópicas interpretaciones actuales queda claro que no estamos ante un cuadro sublime. El anónimo articulista de La Gaceta de Francia, dice el  30 de agosto de 1819 que "...nada permite reposar al alma y a los ojos  sobre una idea consoladora; ni un rasgo de heroismo y de grandeza, ni un indicio de vida y de sensibilidad; no hay nada de conmovedor, nada de honorable para la humanidad; se diría que esta obra  ha sido hecha para alegrar la vista de los buitres". Efectivamente, estamos ante un cuadro que, de acuerdo con la estética kantiana y primera romántica, sirve para sensibilizar ideas morales. Pero no para elevar al ser humano al sentimiento de su dignidad, sino para hacerle consciente de su indignidad. Una idea, efectivamente, poco consoladora.



El barco de los esclavos

William Turner, El barco de los esclavos, 1840


En 1840 pinta Turner un cuadro titulado abreviadamente The slave Ship. Tiene como motivo la historia de un barco negrero que en 1783 hacía la travesía de África a Jamaica. Ante la llegada de un tifón, el capitán arroja a 132 esclavos enfermos al mar, para así cobrar un seguro que por muerte o enfermedad en el barco no sería posible. El cuadro de naufragio tiene, pues, como referente un hecho histórico, y representa una singularidad en la trayectoria del pintor, más conocido por sus cuadros luminosos de paisajes naturales, que evocan el sentimiento de los sublime. Jhon Ruskin opinó, no obstante, que bastaría este cuadro para que con él Turner pasara a la inmortalidad. Pero cuando fue expuesto no gozó del favor de la Royal Academy.
Para entender su génesis, (como ha demostrado John McCoubrey), es preciso situarle en el contexto de una campaña antiesclavista en Inglaterra, y frente a la postura de naciones como España, que hacía caso omiso de la prohibición del comercio de esclavos. En la gradación de los tres cuadros de naufragios que venimos analizando, este representa el momento más dramático. Se puede establecer una comparación en el mismo Turner con otra obra suya, el The Shipwreck, donde el naufragio ha sido tratado conforme a los cánones del sentimiento de lo sublime. Hay un contraste dinámico proporcionado por los efectos indicadores en diagonal de las velas amarillentas de los barcos y el blancuzco color, en un primer plano, del mar agitado que se abre como un seno agitado para tragar a los desesperados náufragos en los frágiles botes. No sabemos el desenlace, aunque se adivina. Pero el artista ha destacado el momento de la lucha por la supervivencia.

 William Turner, The Shipwreck, 1805


No es así en el cuadro de 1840. Lo resume muy bien el verso de la poesía "The Seasons", de James Thompson, que recoge Turner: "Hope, Hope, fallacious Hope!" ("Esperanza, Esperanza, falaz Esperanza"). A diferencia de los cuadros anteriores, el pintor no nos coloca ahora en medio de un naufragio, sino a distancia. El momento que destaca es el de los esclavos encadenados que gritan y se ahogan, el del barco en medio del tifón. Un cielo oscuro, progresivamente encolerizado en un color rojizo, empuja al barco hacia la izquierda del lienzo, recibiéndolo en un color negro mortal. El espectador no está asistiendo a una mera escena de naufragio sino de juicio final donde se condena por medio de una naturaleza enloquecida al ser humano. Es una escena de este mundo, que exterioriza lo que es en el fondo: un infierno. Es el mundo tal como lo percibiera Schopenhauer a la vista en Tolon de las miserias de los galeotes encadenados. Sin embargo, junto a la pérdida del sentido trascendente del dolor humano mantiene su extraña justicia cósmica. Pero en el cuadro de Turner se plantea una tensión irresoluble entre la justicia humana y la justicia cósmica. El naufragio no es aquí un castigo de Dios ni tampoco de los hombres. La solidaridad del espectador con los pobres esclavos no se ve compensada por el sinsentido de una naturaleza que les venga, destruyendo ciertamente el barco, pero también haciéndoles perecer a ellos. Es como si hubiera una zona de nadie en la que lo ahumano anida y no es posible hablar de justicia y de moral: los negreros y los esclavos.



Blog de José Luis Molinuevo:

 pensamiento en imágenes


Lecturas:

Jose Luis Molinuevo, Estéticas del naufragio y de la resistencia. Alfons el Magnànim, Valencia 2001


3 comentarios:

  1. La primera vez que vi el cuadro de Friedrich pensé que ese hielo quebrado, reventado sobre un mar profundo e invisible, presentaba una rebeldía contra esa imagen tersa de una capa de hielo, llana e infinita, que presentan novelas hiperbóreas como las de Jules Verne y las de Edgar Allan Poe. Incluso Mary Shelley, al final de su Frankenstein, propone una escapada en trineo sobre un hielo dócil que permite a su "criatura" monstruosa viajar veloz y sin obstáculos. La propia George Sand, en su extraña novela "Laura, ou Voyage dans le crystal" (1984), propone un hielo polar ciertamente mistérico —en tanto que "lírico"— cuya belleza misma le abre el camino de su indagación poética e iniciática. Pero en su cuadro, Friedrich resiste esa tersa aquiescencia que usualmente se le atribuye a las capas de hielo polar. Pienso, entonces, en sus iglesias ruinosas, en sus bosques siniestramente secos, en los picachos abruptos de su "Viajero en la montaña". Acaso en este hielo roto vea, otra vez, la ruina de una idea: la del polo como la última promesa utópica echada a perder por la intelección humana, o simplemente la falsedad de un paisaje dócil ante la empresa humana del conocimiento.

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  2. Lilliana, te agradezco que dejaras la hermosa reflexión suscitada por la pintura de Friedrich, obra sobre la que su autor volcó esa visión trágica de la condición humana ante su destino sin duda muy influido por las corrientes de pensamiento de su época (Pienso en Shopenhauer y otros). La serie de obras literarias que recuerdas a propósito de cómo el hombre se enfrenta a las inmensidades polares me ha hecho recordar el relato corto de Jack London "El silencio blanco". Te dejo un pasaje donde el escritor norteamericano describe, probablemente, alguna experiencia vivida por él mismo en las infinitas llanuras heladas de Alaska.

    "La naturaleza tiene muchas artimañas para convencer al hombre de su finitud -el incesante fluir de las mareas, la furia de la tormenta, la sacudida del terremoto, el largo retumbar de la artillería del cielo-, pero la más tremenda, la más sorprendente de todas es la fase pasiva del silencio blanco. Cesa todo movimiento, el aire se despeja, los cielos se vuelven de latón; el más pequeño susurro parece un sacrilegio, y el hombre se torna tímido, asustado del sonido de su propia voz. Única señal de vida que viaja a través de las espectrales inmensidades de un mundo muerto, tiembla ante su propia audacia, se da cuenta de que su vida no vale más que la de un gusano. Surgen extraños pensamientos no llamados, y el misterio de todas las cosas pugna por darse a conocer. Y el temor a la muerte, a Dios, al universo, se apodera de él, la esperanza en la resurrección y la vida, su deseo de inmortalidad, la lucha vana de la esencia aprisionada. Entonces, si alguna vez ocurre, el hombre camina solo con Dios".

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  3. Gracias, Jan, por presentarme este relato de London. El pasaje que citas va justo a este contexto. Los buscaré. Saludos!

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