jueves, 20 de junio de 2013

El fuego purificador

Hoguera en la Noche de San Juan


El Error es lo Creado. La Verdad es Eterna. El Error, o Creación, será Quemado, y entonces, y no hasta entonces, Verdad o Eternidad Aparecerán. Se Quema en el Momento en que los Hombres cesen de contemplarlo.

William Blake, Jerusalén


El norteamericano Nahaniel Hawthorne en su relato fantástico Holocausto de la tierra escrito en 1844, describe una situación en la que el fuego, en su condición de elemento purificador, adquiere una dimensión nunca antes imaginada. Tanto las piras encendidas con una finalidad simbólica en rituales como las tradicionales hogueras de la Noche de San Juan adyacente al solsticio de verano, como aquellas que a lo largo de la historia se encendieron para poner fin a un estado de las cosas, ya sean consecuencia del fervor revolucionario o religioso, nos parecen pequeñas e insignificantes ante el radical holocausto que el escritor propone. El impulso reformista en un tiempo imaginario prende la hoguera final y definitiva que suspuestamente acabará de una vez por todas con el mal perpetuado en la tierra. A ella se arrojará todo aquello heredado de tiempos anteriores con la pretensión de hacer Tabula Rasa, esto es, borrón y cuenta nueva como preludio al surgimiento de una paz universal y eterna donde, desaparecido todo signo de maldad, resplandecerá el estado de pureza y luminosidad original del ser humano. Pero no solamente avivarán las llamas lo acumulado a lo largo de la historia por la humanidad, también serán pasto de ellas todo aquello que contenga la memoria personal de los individuos, facilitándoles así un nuevo nacimiento liberados de sus pesares, mezquindades y prejuicios, frustraciones y angustias, de todo aquello que ensombrece y aprisiona el alma humana. A lo largo de la narración, tanto lo sagrado como lo profano pasarán por tan colosal acto de purificación. Entre los últimos objetos lanzados al fuego se encuentran los libros, aquellos que de forma especial se han encargado de perpetuar tanto "error" y falsedad. Pero... ¿será un holcausto de tales dimensiones suficiente para que no rebrote el viejo error e impedir que se propague de nuevo el mal y la injusticia? Veamos como despeja la incógnita Nathaniel Hawthorne en la última parte de su relato.



Holocausto de la Tierra
(parte final)
Por
Nathaniel Hawthorne.



(...) Lo cierto era que la humanidad había progresado tanto más allá de lo que hubieran podido soñar los hombres más sabios y sagaces de las épocas anteriores que habría sido un absurdo flagrante permitir que la Tierra siguiera cargando con sus pobre logros en el campo literario. En consecuencia, un grupo de investigación atento y exhaustivo había barrido librerías, quioscos, bibliotecas públicas y privadas, y hasta el estante de libros vecino a la chimenea de campo, y había acarreado la masa mundial de papel impreso, encuadernado o en hojas, para aumentar el volumen ya descomunal de nuestra ilustre fogata. Gruesos, pesados cuerpos en folio con la labor de lexícógrafos, comentaristas y enciclopedistas caían entre las brasas con un estrépito plomizo y ardían hasta las cenizas como madera podrida. Los pequeños, dorados tomos franceses de la última época, entre ellos el centenar de volúmenes de Voltaire, desaparecieron  en un diluvio de chispas y erupciones de llamitas; mientras que la literatura contemporánea de esa nación ardió en rojo y azul, y proyectó una luz infernal en los rostros de los espectadores, dándoles a todos un aspecto de demonios partidarios. De una colección de relatos alemanes manaba un olor a azufre. Los autores del canon inglés eran tan buen combustible como los más sólidos troncos de roble. En especial las obras de Milton lanzaban un resplandor poderoso, que poco a poco enrojecía en tizón y prometía durar más que casi todos los demás materiales de la pila. De Shakespeare brotaba una llama de un esplendor  tan maravilloso que los hombres se protegían los ojos como de la gloria meridiana del sol; ni cuando le fueron arrojadas encima las obras de sus comentaristas dejó de lanzar un brillo cegador- Yo creo que aún sigue resplandeciente con la misma fuerza.
-El poeta que pudiera  encender una lámpara con esa llama gloriosa -reflexioné en voz alta- no consumiría en vano el aceite de la noche.
-Eso es exactamente lo que los poetas modernos han hecho en exceso..., o al menos han intentado- respondió un crítico-. No le quepa a usted duda: el mayor beneficio que cabe esperar de esta conflagración de literatura pasada es que a partir de ahora los escritores se vean obligados a encender la lámpara en el sol de las estrellas.
-Si llegan tan alto -dije yo-. Pero haría falta un gigante que luego distribuyera la luz entre los hombres inferiores. No cualquiera puede robar el fuego del cielo, como Prometeo. Aunque cuando él lo hizo, con esa llama se encendieron mil corazones.
Me asombró mucho observar lo indefinida que era la proporción entre la masa física de cualquier autor dado y la propiedad de combustión brillante y continuada. Por ejemplo, no había un solo volumen en cuarto del siglo pasado -ni ciertamente del siglo actual- que en este particular pudiera competir con un dorado librito infantil con las canciones de Madre Oca. La vida y obra de Pulgarcito duró más que la biografía de Marlborough. Una epopeya -más aún, una docena de poemas épicos- quedó reducida a cenizas antes de que se consumiera una sola hoja de una balada antigua. En más de un caso, mientras volúmenes enteros de poemas aplaudidos se demostraban incapaces de dar más que humo sofocante, una desdeñada tonadilla de un poeta ignoto- publicada tal vez al pie de un periódico- subía a las estrellas en una llama que la igualaba en fulgor. Y hablando de las propiedades de la llama, me parece que la poesía de Shelley emitía una luz más pura que cualquier otra producción de la época, y que contrastaba bellamente con el relumbrón charro y caprichoso y con los borbotones de humo negro que despedían en remolino los volúmenes de lord Byron. En cuanto a Tomas Moro, algunas de sus obras difundían un olor como de pastilla quemada. (...)



-¡Ay, ay, desgraciado de mí!- se condolió un grueso caballero de gafas verdes-. El mundo se ha arruinado por completo; vivir no tiene sentido. Me han quitado la tarea de mi vida. ¡Ni un volumen que cambiar por amor o dinero!
-Este es una ratilla de biblioteca- explicó a mi lado el observador inmutable-. Uno de esos hombres para roer pensamientos ajenos. Fíjese que está cubierto de polvo de biblioteca. Carece de fuente interior de ideas; y, sinceramente, ahora que se han abolido las viejas reservas, no veo qué va a ser del pobre. ¿No tiene una palabra de consuelo para darle?
-Estimado señor- le dije yo al desesperado-, ¿no es mejor la naturaleza que un libro? ¿No es el corazón humano más profundo que cualquier sistema filosófico? ¿No está la vida más llena de enseñanzas que las máximas que les fue posible escribir a los observadores del pasado? ¡Arriba el ánimo! Todavía tenemos el libro del tiempo bien abierto ante nosotros; y si lo leemos bien, será como un tratado de la verdad eterna.
-Ah, mis libros, mis preciosos libros impresos- reiteró la despojada rata de biblioteca-. Yo no tenía otra realidad que el volumen empastado; ¡y ahora no me dejan ni un folleto escuálido!
De hecho, el último remanente de la literatura de todas las épocas estaba cayendo ya en la pira bajo forma de una nube de opúsculos de las prensas del Nuevo Mundo. Una vez que los consumieron las llamas, también en un abrir y cerrar de ojos, por primera vez desde los días de Cadmo la Tierra quedó libre de la plaga de las letras: ¡envidiable terreno para los autores de la generación siguiente!
-¡Caramba! ¿Y aún quedará algo por hacer? -pregunté con cierta ansiedad-. Como no prendamos fuego a la Tierra misma y demos un salto temerario al espacio infinito, no veo que esta reforma pueda llegar más lejos.
Se equivoca mucho, mi buen amigo- dijo el observador-. Créame, no permitiran que el fuego se apague sin añadir un combustible que dejará atónitos a muchos de los que hasta ahora se han alegrado de echar una mano. (...)

Para mi azoramiento, las personas que se acercaban al espacio vacío de alrededor de la montaña de fuego llevaban sobrepellices y otras prendas sacerdotales, mitras, báculos y una confusión de emblemas papistas y protestantes con los cuales parecían decididos a culminar el gran auto de fe. Cruces de los campanarios de antiguas catedrales fueron arrojadas al montón con tan poco remordimiento como si la reverencia de los siglos, al pasar bajo la larga sucesión de torres encumbradas, no las hubiese visto como los símbolos más sagrados. A la misma destrucción fueron dadas la pila en la cual se consagraban los niños a Dios y las copas sacramentales en las que la Piedad había recibido el trago bendito. Quizá me tocó más el corazón ver, entre las reliquias devotas, fragmentos de mesas y severos púlpitos que supe que provenían de los templos de Nueva Inglaterra. Aun si la poderosa estructura de San Pedro había enviado sus despojos al fuego, en un sacrificio terrible, bien habría podido permitirse a aquellos edificios humildes conservar las sagradas galas de las que los habían provisto los fundadores puritanos. No obstante, pensé que se trataba de meros atributos externos de la religión, de los que los espíritus más conscientes de su significado profundo podían prescindir sin peligro.
-Es todo para bien -dije animoso-. Las sendas del bosque serán nuestros pasillos de iglesia... ¡y por cúpula tendremos el firmamento! ¿Qué falta hace un techo terreno entre la Divinidad y su devoto? Que nuestra fe se permita perder los ropajes con que la han envuelto hasta los hombres más santos solo la hará más sublime su sensillez.
-Es cierto -dijo mi compañero-. Pero ¿se detendrán aquí?
No era una duda infundada. De la destrucción general de los libros que he descrito se había salvado un volumen sagrado, ajeno al catálogo de la literatura humana y, sin embargo, en un sentido, su título primero. Pero el titán de la innovación -ángel o demonio, de naturaleza doble y capaz de acciones dignas de ambos caracteres-, que al principio sólo había echado las formas viejas y podridas de las cosas, ahora, al parecer, llevaba su mano terrible a las columnas fundamentales del edificio de nuestra condición moral y espiritual. Los habitantes de la Tierra habían llegado a un grado de ilustración tan alto que ya no podían definir su fe en palabras ni limitar lo espiritual mediante alguna analogía a la existencia material. Ahora las verdades que hacían temblar a los cielos no eran más que una fábula de la infancia del mundo. Como sacrificio final del error humano, por lo tanto, ¿qué quedaba por echar a las brasas de la espantosa pira sino el libro que, aunque para épocas pasadas hubiera sido una revelación celestial, para la especie humana presente era sólo una voz de una esfera inferior? ¡Y se hizo!
En el montón candente de la falsedad y de la verdad gastada -de las cosas que la Tierra no había necesitado nunca, había dejado de necesitar o la habían cansado como se cansan los niños-, cayó la grave Biblia de la Iglesia, ese gran volumen antiguo que tanto tiempo había descansado en el cojín del púlpito y en donde tantos sabbats la voz solemne del pastor había inspirado sus proclamas. Luego cayó también la Biblia familiar que el patriarca hacía tanto tiempo sepulto había leído a sus hijos en la prosperidad y en la privación, junto al fuego y a la sombra estival de los árboles, y que había sido legada como reliquia de las generaciones. Y cayó también la Biblia íntima, el pequeño volumen amigo del alma de algún hijo del polvo que, duramente probado, encontraba en él coraje, fuera la sentencia de vida o de muerte, para enfrentarse firmemente con ambas en la certidumbre de la inmortalidad.
Todas fueron lanzadas al fuego alborotado y feroz, y entonces a través de la pradera, con un aullido lúgubre como un lamento de la Tierra por la pérdida del sol celestial, llegó un viento poderoso, sacudió la piámide de llamas y esparció entre los espectadores los tizones de las abominaciones medio quemadas.
-¡Es terrible!- dije. Me sentí palidecer, y el mismo cambio vi en las otras caras.
-Mantenga el valor- respondió el hombre con quien había conversado tanto. Él seguía mirando el espectáculo con una cara singular, como si sólo le concerniera en tanto espectador-. Sea valiente... Y tampoco se regocije demasiado todavía, que en esta hoguera no hay ni con mucho tanto bien ni tanto mal como a la humanidad le gustaría creer.
-¿Cómo es posible?- exclamé, impaciente-. ¿No se ha consumido todo? ¿No se ha tragado el fuego o fundido cada apéndice divino de nuestra condición mortal con sustancia suficiente para prender fuego? ¿Nos habrá quedado mañana por la mañana algo mejor o peor que un montón de cenizas? (...)
-Preste atención a esas personalidades- dijo él señalando a un grupo parado frente a la hoguera-. Es posible que, sin proponérselo, le enseñe algo útil.
El grupo consistía en la figura supremamente terrena que con tanta furia había defendido el patíbulo- es decir, el verdugo-, el Último Ladrón y el Último Asesino, los tres apretados en torno al Último Bebedor. Ése hacía circular generosamente la botella de coñac que había salvado de la destrucción general de vinos y licores. El cordial corrillo parecía encontrarse en el punto más bajo del abatimiennto, visto que necesariamente el mundo purificado debía ser por completo diferente de la esfera que ellos habían conocido hasta entonces, y por eso hogar extraño y desolado para caballeros de su especie.
-Lo más aconsejable, amigos -dijo el verdugo-, es que, en cuanto hayamos vaciado la botella, os ayude a terminar cómodamente en el árbol más cercano y de la misma rama me cuelgue yo. Este mundo ya no es para nosotros.
-Venga, venga, amigos- dijo un personaje atezado que ahora se unía al grupo. Era de una piel tan oscura que daba miedo, y en los ojos le brillaba una luz más roja que la de la hoguera-. No os desaniméis. Hay algo que estos presumidos han olvidado de quemar, y sin lo cual toda conflagración es fútil..., ¡aunque hagan cenizas la Tierra entera!
-¿Y qué es- preguntó ávidamente el Último Asesino.
-¡Pues el corazón humano!- dijo el moreno desconocido con una sonrisa portentosa-. Y, a menos que den con un método para purificarla, de esa caverna sucia volverán a manar todas las formas del mal y la desgracia, las mismas de antes o peores, que se han afanado tanto en reducir a cenizas. He estado por aquí toda la noche riendo para mis adentros con el asunto. ¡Tomadme la palabra! ¡Seguiremos teniendo el mismo mundo!
La breve conversación me proveyó de motivo para una reflexión prolongada. Qué verdad triste -si era verdad- que el secular empeño del hombre en pos de la perfección sólo hubiera servido, por fatal circunstancia de un error de raíz, para hacerlo objeto de burla del Principio del Mal. El corazón..., el corazón: era en esa esfera pequeña pero ilimitada donde existía el mal originario, del que el crimen y la miseria del mundo externo eran meros ejemplos. Purifiquemos esa esfera y las muchas formas del mal que acechaban lo exterior, y que hoy nos parecen casi las únicas realidades, se volverán sombras fantasmales y desaparecerán por sí solas. Pero si no ahondamos más allá del intelecto, si no discernimos qué está mal y lo rectificamos, todo lo que logremos  será un sueño, ¡y tan insustancial que poco importará si la hoguera que he descrito fielmente fue lo que nos gusta  llamar un acontecimiento real, fuego que chamusca el dedo, o sólo un resplandor fosforescente, parábola de mi cerebro!




Feliz solsticio de verano y... ¡ojito con el fuego!

Bona revetlla - Feliz verbena




Lecturas:

Nathaniel Hawthorne, Musgos de una vieja casa parroquial, Acantilado 2012


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El mito del Fénix

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3 comentarios:

  1. A medida que leía el texto e imaginaba la situación, iba notando en mi interior una creciente y calida sensación de alivio y libertad.

    Si eso fuera posible, si esa gran hoguera consiguiera quemar todo lo que ha dado lugar y motivo para esclavizar el alma humana, valdría la pena empezar a vivir de nuevo en la Tierra. Sería un triunfo de la justicia divina y el caballero oscuro tendría que aplicarse a fondo para establecer nuevas cadenas, y eso daría una buena tregua a la humanidad.

    He notado a faltar –aunque quizá el autor ya lo había indicado en otra parte- la quema de banderas, los podiums, las coronas y los cetros de poder.

    Me ha encantado la lectura.

    Feliç foguera, feliç revetlla Jan!!!

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  2. Así es Baruk, todos los símbolos de poder con sus cetros, banderas y coronas son las primeras cosas que pasan por la pira, y por supuesto todas las armas y maquinaria bélica.
    Pero, según apunta el relato, todo eso no parece ser suficiente si no es también arrojado a las llamas lo que parece ser el problema de fondo: "esa esfera pequeña pero ilimitada donde existía el mal originario". Olvidarse de ello y quemar todo lo demás acabaría así como un mero simulacro dando paso a una tregua tal como apuntas, pero sería cuestión de tiempo para que de nuevo...
    Así, al mensaje de optimismo idealista al que en un principio parece invitarnos Hawthorne, le suma un final paradójico y podríamos decir ¿"descorazonador"?.

    Feliç y purificadora foguera !

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  3. Bueno Jan, yo le hubiera dado otro final.

    También paradójico, pus mi FINAL hubiera sido el PRINCIPIO de ese ideal tan optimista.

    Pero en fin, Hawthorne debe ser de la misma escuela que aquel que dijo: "no hay que perseguir quimeras" (je,je)

    Tons
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