"Si el hilillo de lo Invisible se hiciera más grande y la inteligencia entrara en el mundo a través de los que han realizado el estado de Hombre Universal, en este mundo no quedarían virtudes ni vicios. Del mismo modo que la caída supuso obtener el conocimiento del bien y el mal, la vuelta al Paraíso significa ir más allá del bien y el mal".
Jalâl al-Dîn Rûmî, Mathnawî
Jalâl al-Dîn Rûmî, Mathnawî
El otro día, regresando de mi compra semanal en el supermercado del barrio, encontré junto al contenedor de reciclado de papel una columna de libros de más o menos 40 cm. de altura que alguien decidió abandonar allí. No dudé en ojearlos para ver si encontraba algún título que me resultara interesante. La verdad que consideré que la gran mayoría eran merecedores de ser rescatados del proceso por el que después de ser triturados, su pulpa sería transformada de nuevo en papel, así que los recogí y les hice un hueco en el carro de la compra.
Entre ellos se encontraba una edición de la obra de Michael Ende El espejo en el espejo. Un laberinto, donde se recopilan algunos cuentos escritos por este autor conocido sobre todo por La historia interminable y Momo. Entre los cuentos que leí me gustó especialmente el que a continuación dejo y en el que se descubre la influencia directa de mitos de la Antigüedad occidental, pero común en su simbolismo a la sabiduría universal perenne. Aparece sin título.
El hijo se había soñado alas bajo la experta dirección de su padre y maestro. Durante muchos años las había creado, pluma por pluma, músculo por músculo y huesecillo por huesecillo en largas horas de trabajo, de sueño, hasta que tomaron forma. Las había dejado crecer de sus omóplatos en la posición correcta (era especialmente difícil percibir con toda exactitud la propia espalda en sueños), y había aprendido poco a poco a moverlas adecuadamente. Había sido una dura prueba para su paciencia seguir practicando, hasta que tras interminables y vanos intentos fue por primera vez capaz de elevarse al aire por unos instantes. Pero luego cobró confianza en su obra, gracias a la benevolencia y severidad inquebrantables con que le guiaba su padre. Con el tiempo se había acostumbrado por completo a sus alas, las sentía como parte de su cuerpo, tanto que experimentaba en ellas dolor o bienestar. Al final había tenido que borrar de su memoria los años en que había estado sin ellas. Ahora era como si hubiese nacido con alas, como con sus ojos o manos. Estaba preparado. No estaba en absoluto prohibido abandonar la ciudad-laberinto. Al contrario, quien lo lograba era mirado como un héroe, un bienaventurado y su leyenda era contada durante mucho tiempo. Pero eso sólo les estaba reservado a los dichosos. Las leyes a que estaban sometidos todos los habitantes del laberinto eran paradójicas, pero inmutables. Una de las más importantes decía: sólo quien abandona el laberinto puede ser dichoso, pero sólo quien es dichoso puede escapar de él. Pero los dichosos eran raros en los milenios. El que estaba dispuesto a intentarlo, tenía que someterse antes a una prueba. Si no la superaba, no era castigado él, sino su maestro, y el castigo era duro y cruel. El rostro de su padre había estado muy serio cuando le dijo: “Esta clase de alas únicamente sostiene al que es ligero. Pero sólo hace ligero la felicidad.” Después había escudriñado largamente a su hijo y preguntado por fin: –¿Eres feliz? –Sí, padre, soy feliz –había sido su respuesta. ¡Oh, si de eso se trataba, no había peligro alguno! Era tan feliz que creía poder volar incluso sin alas, pues amaba. Amaba con todo el fervor de su joven corazón, amaba sin reservas y sin la sombra de una duda. Y sabía que su amor era correspondido de la misma manera incondicional. Sabía que la amada le esperaba, que al final del día, tras superar la prueba, iría a su habitación azul celeste. Entonces ella se echaría en sus brazos ligera como un rayo de luna y en ese abrazo infinito se elevarían sobre la ciudad, dejando atrás sus muros como un juguete arrinconado, volarían sobre otras ciudades, sobre bosques y desiertos, montañas y mares, lejos y más lejos, hasta los confines del mundo. No llevaba sobre el cuerpo más que una red de pescador que arrastraba como una larga cola por las calles y callejas, los pasillos y habitaciones. Así lo quería el ceremonial en aquella última prueba decisiva. Estaba seguro de que la superaría, aunque no la conocía. Sólo sabía que siempre se adecuaba por completo a la personalidad del candidato. De esta manera ninguna prueba se parecía jamás a la de otro. Podía decirse que la prueba consistía precisamente en adivinar a través del autoconocimiento en qué consistía aquella. El único mandamiento severo al que podía atenerse decía que bajo ningún concepto debía entrar durante la prueba, es decir, antes de la puesta del sol, en la habitación azul celeste de la amada. En caso contrario quedaría inmediatamente excluido de todo lo demás. Sonrió al pensar en la severidad casi furiosa con que su respetado y bondadoso padre le había comunicado este mandamiento. No sentía la más mínima tentación de quebrantarlo. Ahí no había peligro alguno para él, en ese aspecto estaba tranquilo. En el fondo nunca había entendido bien todas aquellas historias en las que un mandamiento semejante hacía que alguien se sintiese precisamente impulsado a vulnerarlo. En su marcha por las desconcertantes calles y edificaciones de la ciudad-laberinto había pasado ya varias veces ante la construcción en forma de torre en cuyo piso más alto, cerca del tejado, vivía la amada, y dos veces incluso ante su puerta, sobre la que figuraba el número 401. Y él había pasado de largo, sin detenerse. Pero eso no podía ser la verdadera prueba. Habría sido demasiado sencilla, excesivamente sencilla. A todas partes donde llegaba se encontraba con desdichados que le miraban o seguían con ojos admirados, nostálgicos o llenos de envidia. Conocía a muchos de ellos de antes, aunque tales encuentros no podían producirse nunca intencionadamente. En la ciudad-laberinto, la situación y disposición de las casas y calles cambiaba ininterrumpidamente, por eso era imposible darse cita en ella. Cada encuentro sucedía casual o fatalmente, según como se quisiera entender. Una vez el hijo sintió que la red que arrastraba quedaba prendida y volvió sobre sus pasos. Bajo el arco de una puerta vio sentado a un mendigo cojo que enganchaba una de sus muletas en las mallas de la red. -¿Qué haces? –le preguntó. -¡Ten piedad! –contestó el mendigo con voz ronca–. A ti no te pesará, pero a mí me aliviará mucho. Tú eres un hombre dichoso y escaparás del laberinto. Pero yo permaneceré aquí para siempre, porque nunca seré feliz. Por eso te pido que te lleves una pequeña parte al menos de mi desdicha. Así participaré un poco en tu evasión. Eso me daría consuelo. Los dichosos raramente son duros de corazón, tienden a la compasión y dejan participar a otros de su abundancia. -Está bien -dijo el hijo-, me alegra poder hacerte un favor con tan poco. Ya en la siguiente esquina se encontró con una madre angustiada, vestida con harapos, acompañada de tres niños hambrientos. -Supongo que no nos negarás a nosotros –dijo llena de odio– lo que concediste a aquel. Y prendió una pequeña cruz sepulcral de hierro en la red. A partir de ese momento la red se hizo cada vez más pesada. Había un sinnúmero de desdichados en la ciudad-laberinto y todos los que se encontraban con el hijo prendían cualquier cosa en la red: un zapato, una prenda de vestir o una estufa de hierro, un rosario o un animal muerto, una herramienta o hasta una puerta. Caía la tarde y se aproximaba el final de la prueba. El hijo avanzaba penosamente paso a paso, inclinado hacia adelante como si luchase contra una gran tempestad inaudible. Su rostro estaba cubierto de sudor, pero todavía lleno de esperanza, pues creía haber comprendido en qué consistía su misión y se sentía, a pesar de todo, con las suficientes fuerzas para llevarla a cabo. Entonces anocheció y seguía sin venir nadie para decirle que ya bastaba. Sin saber cómo había llegado con la interminable carga, que arrastraba, a la terraza de aquella casa como una torre en la que estaba la habitación azul celeste de su amada. Nunca se había percatado de que desde allí se divisaba una playa, aunque tal vez esta no había estado nunca en aquel lugar. Profundamente preocupado, el hijo se dio cuenta de que el sol descendía detrás del horizonte brumoso. En la playa había cuatro hombres alados como él y, aunque no podía ver al que hablaba, oyó claramente cómo eran absueltos. Preguntó a gritos si le habían olvidado, pero nadie le prestó atención. Tiró con manos temblorosas de la red, pero no logró quitársela de encima. Gritó una y otra vez, llamó a su padre para que viniese a ayudarle inclinándose todo lo que podía sobre la barandilla. En la última luz del crepúsculo vio cómo allí abajo su amada, envuelta en velos negros, salía conducida por la puerta. Luego apareció, tirado por dos caballos negros, un coche negro cuyo techo era un gran retrato, el rostro lleno de dolor y desesperación de su padre. La amada subió al coche y este se alejó hasta que desapareció en la oscuridad. En ese instante el hijo comprendió que su misión había sido ser desobediente y que no había superado la prueba. Sintió cómo sus alas creadas en sueños se marchitaban y caían como hojas otoñales, y supo que nunca volvería a volar, que nunca podría ser otra vez feliz y que, mientras durase su vida, permanecería en el laberinto. Pues ahora formaba parte de él.
Lecturas:
Michael Ende, El espejo en el espejo. Biblioteca de la literatura universal
Encuentro muy inquietante este relato que has rescatado de la quema. Supongo que se debe a lo dificil que me resultra asimilar el mensaje.
ResponderEliminarNo se si tiene algo que ver, pero me recuerda el canto del señor, la inacción en la acción o viceversa, algo que siempre me ha resultado un hueso duro de roer.
En todo caso, tu relato es algo para mediar muy concienzudamente.
Una abraçada Jan
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Resulta curioso que no hace mucho, traía esa lectura a colación con un tema delicioso que nos regaló Cat a todos los amigos de La Fraga. Y así lo hice constar en mi Comentario:
ResponderEliminarhttp://elmundodemalvis.blogspot.com/2010/10/las-dos-caras-del-espejo.html.
Don Alonso Quijano, también lo hubiera salvado de la "hoguera".
Saludos
Hola Baruk.
ResponderEliminarCurioso lo que te sugiere el relato. Y sí, resulta inquietante, como todos en los que aparece el laberinto, metáfora de la complejidad del alma humana, estando cargada ésta, la mayoría de veces, con exceso de peso de todo lo adquirido circustancialmente en educación, moral, prejuicios etc... (Recuerda... ante Osiris, el alma se pesa en la balanza con una pluma). En este caso, el protagonista acumuló demasiado, y al igual que Ícaro, hijo de Dédalo, no consigue finalizar con éxito su cometido. Tanto uno como otro no consiguen liberarse de su condición de seres caídos, de recuperar el paraíso más allá del bien y el mal como dicen las palabras de Rumî que dejé a modo de epígrafe.
Hola Malvís, me ha gustado mucho el relato que os regaló Cat que no conocía y que me sugiere lo siguiente: En todo lo que asimilamos a nuestro alrededor se proyectan nuestras circustancias como en un espejo, cuanto mayor sea nuestro ángulo de visión, nuestra apertura de miras, menos se interpondrá la sombra del ego que nos impide ver las cosas con mayor claridad.
Abrazos
"Algún día, indefectiblemente, has de encontrarte contigo mismo...". Muchos días sin comentar en tu espacio, Jan, que no sin leerte. He estado reflexionando sobre este cuento. Me subevaba la idea de que la nobleza del protagonista, el respeto por su padre pudieran haberle conducido a una vaga manera de perdición, reflejada en el fracaso de todos las personas con las que se encuentra, que lo han intentado inútilmente antes que él. Como una especie de predeterminación angustiosa que no responde al problema verdadero.
ResponderEliminarPero... y si estamos mirando al espejo y no vemos el verdadero reflejo, sino esa fata morgana que fácilmente nos acompaña durante toda la vida, ese mito de la caverna siempre por descubrir al tener la intención primera de volver la cabeza...
Gracias por traer este cuento. Me ha hecho descubrir a "Me llamo Hor". Fascinante.
Ah... y el proyecto de Chillida... tan sugerente, tan hondamente hermoso, tan filosófico, tan luminoso, tan espereanzador... casi no me importa si se realiza o no, pues es posible que yo no lo vea nunca. Saber que existe me basta.
Luz, Jan.
Veda
Pues si Jan, te confieso que de todas tus entradas, éste relato me ha quitado el sueño. Y lo malo es que cuando el río suena...
ResponderEliminarTendré que aplicarme.
Tons
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Hola Veda !
ResponderEliminarUna alegría encontrarte de nuevo por aquí.
Dicen que para encontrarse, indefectiblemente, también diría yo, uno primero ha de perderse. En eso estamos...
La capacidad poliédrica de los mitos permite que estos proyecten luz desde múltiples caras, haciéndonos más receptivos a una u otra en función de nuestro condicionamiento personal, pudiendo al mismo tiempo su poder transformador, propiciar la superación de esos límites.
Es un estímulo que estés atenta a lo que aquí se publica. Sigo con interés todas las actualizaciones y propuestas de la Escuela de danza de la UCA, todas muy interesantes, lástima que me queda un poquillo lejos.
Sobre lo de Chillida, ¿quién puede asegurar con total certeza que lo podrá ver...? Eso en el caso de que finalmente se llegue a realizar que con esto de la crisis...
Te mando un abrazo.
Hola Baruk,
ResponderEliminar¿no será tu actual exposición "Cromatismes Divins" que tienes entre manos lo que reálmente te está quitando el sueño?
Por cierto, veo que mañana participas en una charla en torno al simbolismo del arte sagrado medieval en la misma sala de exposiciones. Si me puedo escapar será un placer asistir al mismo tiempo de poder comtemplar tu obra.
Una abraçada