jueves, 9 de febrero de 2012

Dolor Sagrado


Matthias Grünewald (1470-1528), detalle de La Crucifixión en la tabla central del Retablo de Isemhein


"...Sabe que no es un di
os y que es un hombre
que muere con el día. No le importa.
Le importa el duro hierro con los clavos.
No es un romano. No es un griego. Gime.
Nos ha dejado espléndidas metáforas

y una doctrina del perdón que puede
anular el pasado.
El alma busca el fin, apresurada.
Ha oscurecido un poco. Ya se ha muerto.
Anda una mosca por la carne quieta.

¿De qué puede servirme que aquel hombre

haya sufrido, si yo sufro ahora?"

Jorge Luis Borges, Cristo en la cruz (fragmento final)


Matthias Grünewald pintó entre 1512 y 1515 la que es considerada su obra maestra; el Retablo para el altar de Iseinhem, encargado por el monasterio de San Antonio de Isenheim y ubicado en la actualidad en el museo Unterlinden de Colmar, Francia. Entre las tablas que lo componen, destaca La crucifixión, que ocupa el lugar central. En ella encontramos una de las pinturas más dramáticas en las que se ha representado el martirio de Cristo. Grünewald no se privó de expresar en toda su crudeza el horror y la agonía de un cuerpo al límite del sufrimiento, plasmado en un realismo brutal que deja muy atrás las más esclofriantes versiones de la imaginería castellana o andaluza que se exiben durante la Semana Santa. La obra estaba instalada en el hospital del monasterio levantado en una antigua vía romana proveniente de los paises germánicos, dentro de las rutas tradicionales de peregrinación a Roma y Santiago de Compostela, conocido por los tratamientos que hacían sus monjes en la curación de enfermedades de la piel. Muchos debieron ser los peregrinos que allí llegaron esperando la intercesión de San Antonio en su cura, o por lo menos, encontrar consuelo en la contemplación de las escenas representadas según la creencia en la Edad Media, del poder "medicinal" de las imágenes de meditación. El escritor francés Joris-Karl Huysmans sobre esto escribió:

"Este Cristo espántoso, moribundo sobre el altar del hospicio de Isemheim parece echo a imagen de los afectados por el fuego sagrado que le rezaban, y se consolaban con el pensamiento que el Dios al que imploraban había provado sus mismos tormentos, y que se hubiese encarnado en una forma repugnante como la de ellos, y se sentían menos desventurados y menos despreciables".

A continuación, de este mismo autor dejo la descripción que hizo de la Crucifixión de Grünewald, publicada por la revista El Paseante allá por los años 80, incluída en un ensayo sobre la obra del pintor alojada actualmente en el museo Unterlinder de Colmar.


Los Grünewald del museo de Colmar (fragmento)
Por
Joris-Karl Huysman



(...) Aquí, en el antiguo convento de Unterlinden, salta a la vista, nada más entrar, feroz, y aturde en el acto al visitante con la espantosa pesadilla de un Calvario. Es comparabl
e al tifón de un arte desenfrenado, que pasa y nos arrastra; se precisan unos minutos para sobreponerse a la impresión del lastimoso horror que provoca ese gigantesco Cristo crucificado, irguiéndose en la nave de este museo instalado en la antigua iglesia, abandonada por sus claustrales.


La escena se distribuye de la siguiente forma:
En el centro del cuadro, un Cristo enorme y desproporcionado, si se compara su estatura con la de los personajes que lo rodean, se halla clavado en un árbol mal desbastado, en el que se intuye, a trechos, la dorada lozanía de la madera; el madero transversal, del que tiran las manos, está doblada y recuerda, como en la crucifixión de Karlsruhe, la curva tensa de un arco; el cuerpo es semejante en ambas obras: lívido y reluciente, salpicado de puntos sanguinolientos, cubierto, como el erizo de una castaña, por las astillas de los azotes, que se han quedado clavadas en las llagas;


al cabo de los larguísimos brazos se agitan las manos convulsas, y arañan el aire, (imagen de cabecera) las bolas de las rodillas se tocan, como en un patizambo, y los pies, unidos y remachados en un clavo, no son ya sino un confuso amasijo de músculos, donde la carne se deshace y se pudren las uñas azules, la cabeza, que rodea una gigantesca corona de espinas, se desploma sobre el pecho colgante y abultado, en el que se marcan las costillas, como si de una parrilla se tratase.












Este Crucificado sería réplica fiel del de Karlsruhe si no fuera por la expresión diferente del rostro. Jesús no tiene ya aquí, en efecto, el tremendo rictus del tétanos; la mandíbula, en vez de retorcerse, cuelga, desprendida, y de los labios cae la baba. Infunde menos temor, pero se halla más bajo en la escala humana, está más muerto. El terror del trismo, de la risa estridente, obviaba, en la tabla de Karlsruhe los brutales rasgos, acusados, ahora, por esta relajación senil de la boca. El Hombre-Dios de Colmar no es ya sino un pobre ladrón ejecutado en el patíbulo.
No se limita a esto la diferencia que puede apreciarse entre ambas obras. Pues la disposición de los personajes no es aquí ya la misma.


En Karlsruhe (imagen superior), la Virgen se halla, como es costumbre, a un lado de la cruz, y San Juan al otro; en Colmar se ha trastocado lo que suele ser habitual al tratar este tema. Grüneval, ese sorprendente visionario, se afirma como especioso y salvaje, teológico y bárbaro a un tiempo, y, sea como fuere, como caso único entre los pintores sacros.
A la derecha de la cruz, tres personas: la Virgen, San Juan y la Magdalena. San Juan, un estudiante alemán envejecido, de rostro lampiño e insignificante, de cabellos amarillos que le cuelgan, como largos hilos, sobre la roja túnica, sostiene a una Virgen extraordinaria, vestida y tocada de blanco, que se desvanece, pálida como un lienzo, con los ojos cerrados, la boca entreabierta y los dientes asomando; tiene una fisionomía frágil y fina, muy moderna. A no ser por la túnica verde oscuro que se intuye cerca de las manos, de dedos crispados y rotos, podría tomársela por una monja muerta; mueve a compasión, encantadora, joven, tan hermosa; delante de ella, una mujer muy menuda, arrodillada y doblada hacia atrás, levanta hacia Cristo los brazos alzados, las manos unidas. Esa niña rubia de cara de vieja, vestida con túnica rosa forrada de verde mirto, cubierto el rostro por un velo que se lo corta bajo los ojos y a la altura de la nariz, es la Magdalena. Es fea, de cuerpo dislocado, pero su desesperación resulta tan real que oprime el alma y la llena de desconsuelo.
Al otro lado del cuadro, a la izquierda, una figura alta y extraña, de espeso y desordenado cabello rojizo recto sobre la frente, ojos claros, barba frondosa, que lleva las piernas, los pies y los brazos al aire, sujeta con una mano un libro abierto y señala con la otra a Cristo.
Ese rostro de reitre de Franconia, cuyo vellón de camello asoma bajo un cinturón de hueca lazada y un manto de anchos pliegues, es San Juan Bautista. Ha resucitado y el gesto dogmático e imperioso del indice, muy largo, que se alza para señalar al Redentor lo explica la siguiente inscripción en letras rojas, que se halla cerca del brazo: "Illum oportet crescere, me autem minui: Es menester que él crezca y que yo mengüe".




Él, que menguó al cederle el sitio al Mesías, que murió para garantizar el predominio del Verbo en el mundo, vive de nuevo, en tanto que Aquel que vivía mientras que él había fallecido ha muerto. Diríase que, al reencarnarse, prefigura el triunfo de la Resurrección y que, tras haber anunciado ya una vez, antes de que naciera en la tierra, la Natividad de Jesús, anuncia ahora que ha nacido en el cielo, su Pascua. Vuelve para dar testimonio del cumplimiento de las profecias, para manifestar la verdad de las Escrituras; vuelve para ratificar, hasta cierto punto, la exactitud de las palabras, que ha de recoger, más adelante, en su Evangelio, el otro San Juan, cuyo sitio ocupa, a la izquierda del Calvario, del Apóstol San Juan, que no lo escucha, que ni lo ve, tan absorto está, al lado de la Madre, como si la cruz, ese manzanillo de dolor, lo entumeciera y lo paralizara.
Y solo, entre los sollozos y los terribles espasmos del Sacrificio, este testigo del antes y del después ni llora ni sufre, allí plantado, de pie, metiendo la cintura; certifica, impasible, y promulga, rotundo; y tiene a sus pies al Cordero del mundo, al que bautizó, cargado con una cruz, lanzando desde el pecho herido un chorro de sangre que va a caer en un cáliz.
Tal es la postura de los personajes; se destacan sobre un fondo de atardecer; detrás del patíbulo, que se alza en su orilla, corre un tristísimo río, cuyas rápidas ondas son, sin embargo, del color de las aguas muertas, y tan perfecto acuerdo entre aquel lugar desvalido, con aquel crepúsculo que ya va dejando de serlo y esa noche que aún no llega, justifica el aspecto algo teatral del drama. (...)

2 comentarios:

  1. Esta entrada, Jan, duele mucho.

    Me ha recordado la fotografía de Samuel Aranda, con la que ha ganado el World Press Photo y que comparto, con tu permiso, con tus visitas:

    http://www.rpp.com.pe/2012-02-10-el-espanol-samuel-aranda-gana-el-world-press-photo-noticia_449646.html

    Un abrazo.

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  2. Hola, Iconos.

    Para mi, la imagen de Samuel Aranda que nos dejas duele mucho más que la pintura de Grünevald motivo de la entrada. Ésta puede producir mayor horror por lo descarnado de los detalles exibidos sin ningún pudor, pero, dentro de una escena cuya composición y gestualidad de los personajes están dirigidos por una excesiva dramatización que puede considerarse expresionista, produce el efecto de un sufrimiento teatralizado. En la otra imagen fotográfica de gran austeridad, el dolor que se muestra se vive más cercano y real, recuerda por su composición a La Piedad de Miguel Angel, obra en la que encuentro que el sentimiento de dolor y empatía que puede producir en el observador es mayor que en la Crucifixión de Grünewald.

    Muchísimas gracias por traer esa foto que no había tenido oportunidad de ver todavía, y como siempre, un gran placer encontrarte por aquí.

    Abrazos

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