martes, 31 de enero de 2012

Utopía y progreso

Fotograma de Metrópolis (1927), de Fritz Lang. Evoca de forma inconfundible imágenes de la Torre de Babel y los temas de la hybris humana y el castigo divino que la acompañan. La película describe una ciudad del futuro dividida entre los "pensadores" y planificadores urbanos y las clases trabajadoras.



"Vuestro sistema es muy bueno para el pueblo de Utopía, pero no vale para los hijos de Adán"

Jean-Jacques Rousseau (de un escrito dirigido a Mirabeau refiriéndose a un sistema económico idealizado conocido como fisiocracia, cuyas leyes humanas debían estar en armonía con las leyes de la naturaleza).



En esta entrada se recogen algunos fragmentos del segundo capítulo de la obra recientemente editada de Gregory Claeys Utopía. Historia de una idea, donde se analiza la influencia de textos surgidos a partir del siglo XVII que compartieron visiones utópicas en torno a los nuevos ideales de progreso, propiciados por los avances científicos y tecnológicos de la época. Todo ello acabará dando lugar, sobre todo a partir del siglo XIX, a reacciones donde se manifiesta el desencanto y un aviso de alerta sobre los peligros que amenazan al nuevo modelo social, poniendo como alternativa el regreso a una vida más en armonía con el medio natural.


La invención del progreso
El racionalismo, la tecnología y la modernidad como utopía.
Por
Gregory Claeys




La unión de la ciencia y la aspiración utópica es en buena medida producto del siglo XVII. Con anterioridad, casi todas las utopías aceptaron un estado de cosas estático o ideal, en el que el avance a traves de la investigación científica y del descubrimiento tecnológico carecía de importancia e incluso era potencialmente contraproducente. Desde entonces, aparte de un movimiento primitivista de resistencia, arduamente combatido, la utopía se ha venido apoyando de manera creciente en la ciencia, hasta el punto de que las dos se hallan inextricablemete interconectadas y el progreso se ha presentado como la quinta esencia de la ideología de la modernidad. Ya en el siglo XVI, el historiador francés Jean Bodin rechazó el antiguo postulado de una edad de oro originaria e indicó que, por el contrario, serían las invenciones las que determinarían el futuro progreso. A comienzos del siglo XVII aparecen temas científicos en Cristianópolis, la utopía de Johann Valentin Andreae. En esta ciudad ideal se había abolido el dinero, la riqueza se creaba utilizando la piedra filosofal y se otorgaba a la ciencia un papel fundamental en la vida social dando al laboratorio, la farmacia y a la sala de disección categoría de instituciones estatales.
Pero el texto que dejó salir al genio de la botella fue la Nueva Atlántida de Fr
ancis Bacon, escrita hacia 1624 y publicada póstumamente en 1627. Se convirtió en el prototipo de todas las posteriores utopías de fundamento científico y tecnológico. La autárquica isla de Bensalem descrita por Bacon es un patriarcado bien ordenado en el que la prosperidad se distribuye para mitigar la pobreza. Para el relato y para el éxito de esta sociedad es crucial la Casa de Salomón, un centro de investigación científica. (En la imagen detalle de un grabado de Nueva Atlantida) En ella se estimula al máximo el método experimental con el fin de establecer "el conocimiento de las causas y secretos movimientos de las cosas, y la ampliación de los límites del imperio humano, el logro de todas las cosas posibles". En principio, esto implica la experimentación para mejorar la calidad de alimentos, medicinas y manufactura y el estudio de la ciencia. En lo esencial es un Estado paternalista, que actúa por el interés público, el cual impulsa dicha investigación. Sin embargo, en la práctica suponía tal vez una invitación a abrir una caja de Pandora de espantosos secretos, a jugar con la naturaleza con el objeto de dominarla. "Entiendo cómo -reflexionaría Winston Smith en 1984 (1949), de George Orwell-. No entiendo por qué." Ya Bacon podría habérselo dicho. En la época de Bacon la nueva ciencia no había cortado aún sus vínculos con la alquimia renacentistas y con la búsqueda utópica de la legendaria piedra filosofal, que convertía metales viles en oro, y de un originario "elixir de la vida", el cual garantizaría la inmortalidad. En las primeras décadas del siglo XVII, las utopías continuaban mostrando a los "adeptos" trabajando como hormiguitas en secreto, a veces en imitación de oscuras sectas como los rosacrucianos, llevando una vida abstemia y monástica al tiempo que ahondaban en los profundos misterios del mundo natural. Muchos autores utópicos de este periodo, com Johann Amos Comenius, Tommaso Campanella y el médico Petrer Chamberlen, estaban interesados en prolongar la longevidad mediante la reforma médica, la modificación de la dieta y la mejora de la vida de los pobres. Se consideraba que sociedades secretas como los masones abrigaban también ambiciones utópicas y se creía que los filósofos herméticos -seguidores de Hermes Trismegisto, el legendario autor egipcio de obras sobre magia y alquimia- habían transmitido a Europa la sagrada sabiduría de Oriente. Se rumoreaba asimismo que los rosacrucianos tenían designios políticos, como sustituir la monarquía por el gobierno de una élite filosófica.
Temas similares aparecerían después en la acusación de que la Revolución francesa había sido consecue
ncia de una conspiración de una secta filosófica, los illuminati, para derrocar todas las monarquías de Europa.
Un célebre texto originado en estas inquietudes fue
Una descripción del famoso reino de Macaria (1641), de Gabriel Plattes, que debe mucho al pensamiento científico del emigrado prusiano Samuel Hartlib y está enfocado a la organización de la economía bajo la supervisión de cinco consejos parlamentarios, con la ayuda de la ciencia para fomentar la producción y el empleo. Un "colegio de experiencia" centralizaría y dirigiría la investigación científica (incluída la alquimia) con objeto de "establecer un milenario reino de Dios en la Tierra". Fue probablemente inspiradora de otra conocida utopía puritana, Nova Solyma, la ciudad ideal, o Jerusalén recuperada (1648), de Samuel Gott. (...)
El siglo XIX fue una época de optimismo casi desenfrenado; la sensación de ejercer un dominio creciente sobre la naturaleza merced al descubrimiento de la
radiación, la electricidad y la refrigeración y a los constantes avances en medicina, cultivo de alimentos y control de la natalidad parecía prometer riqueza universal y una longevidad cada vez mayor. La utopía moderna por antonomasia -urbana o suburbana, repleta de artilugios para ahorrar trabajo, dedicada a maximizar el placer y minimizar el dolor- alcanzaría su plena floración a mediados del siglo XX. Mucho antes, sin embargo, la ciencia parecía prometer cualquier cosa: en Cromwell III, o El jubileo de la libertad (1886, autor desconocido) se usa la electricidad para resucitar a los muertos. Con todo, vislumbramos recelos hacia el lado oscuro de la ciencia, la preocupación por que no todas las investigaciones fuesen desinteresadas o pudieran ocultarse motivos viles bajo un aparente interés público.
Más que ningún otro texto fue
Frankenstein (1818), de Mary Shelley, el que reavivó el tema de la búsqueda de la inmortalidad y creó un subgénero de la ciencia-ficción que ha seguido gozando de enorme popularidad hasta hoy. Lleno de ironía faustiana, Frankenstein se sacude casi por si solo el optimismo ideal ilustrado de progreso y descubrimiento para revelar un transfondo mucho más oscuro. (...)
De todas las obras
de finales del siglo XX que expresan el optimismo de la época fue Mirando hacia atrás 2000-1887 (1888), de Edward Bellamy, la que ejercería mayor influencia, pasando a ser el texto utópico americano más famoso; en 1897 se habían vendido más de 400.000 ejemplares sólo en Estados Unidos. En 1864 Bellamy experimentó una conversión religiosa. Cuando sus creencias le fallaron, siguió estando convencido de que era posible crear una "religión de solaridad" a la manera de Comte y construir una gran organización social que grantizara justicia, empleo, progreso industrial y estabilidad. En Mirando hacia atrás, un joven bostoniano rico, Julian West, despierta de un sueño para encontrarse en un mundo ideal en el que se han erradicado los males del "excesivo individualismo". El anterior sistema de competencia anárquica y propiedad privada ha sido gradualmente sustituido por un estado cooperativo y armonioso donde todos son accionistas. La producción y la distribución están centralizadas, aunque hay gran variedad de oficios y profesiones. La mayoría de las personas sirven durante veinticuatro años en el ejército industrial; los vagos son encarcelados a pan y agua. Las mujeres pueden asumir funciones en el ejército industrial o ser madres. El dinero ha sido reemplazado por un sistema de créditos intransferibles que se ingresan en un banco nacional y se cobran mediante un artilugio a modo de targeta de crédito, con paga igual para trabajos de igual dificultad. Entre los numerosos artefactos hay coches que vuelan. Doseles sobre los pasajes exteriores protegen de los elementos a los habitantes de las ciudades. Existen la televisión y la radio, pero se gasta mucho en galerías de arte y otras fuentes públicas de cultura. Hay un delicado equilibrio entre lo público y lo privado; las comidas se efectúan en refectorios comunales pero los grupos familiares se sientan juntos. Hay escasa delincuencia y pocas disputas, y el ejército no existe.
En toda Europa y en Sudáfrica, Indonesia y Nueva Zelanda se fundaron sociedades basadas en los principios que se esbozan en el texto de Bellamy; la obra se tradujo al chino en 1893. Este inmenso atractivo demuestra que
Mirando hacia atrás ofrecía una imagen convincente del futuro de la modernidad. (Hoy casi nadie lee el libro.) (...)
La adhesión utópica a la ciencia a finales del siglo XIX condujo a una creciente fascinación por las máquinas, en especial por las utilizadas en el viaje, la exploración y la guerra. En est
e aspecto fueron enormemente influyentes las obras del gran escritor francés Julio Verne. Verne unió dos temas utópicos fundamentales: el viaje épico y el uso de la innovación tecnológica para ampliar las fronteras del conocimiento humano. En lo profundo de los océanos, allá en los aires o en el centro de la Tierra, sus héroes luchan incansablemente para someter la naturaleza al servicio de la humanidad. Pero conforme avanza el siglo también se perfila la amenaza de unas guerras más destructivas y gana popularidad la novela del futuro, como La guerra de 189- (1892), del contraalmirante P. Columb. El fácil optimismo de las décadas anteriores empieza a ensombrecerse.
Y esas sombras empezaron a su vez a hacerse más oscuras. El utopismo de finales del siglo XIX adoptó la teoría darwiniana de la evolución y reiteró tanto la promesa como la amenaza que la idea de la "selección natural" sugería. El control de la natalidad y la regulación de la calidad de la prole constituían temas utópicos desde lo
s tiempos de Licurgo y Platón, y por tanto no es de sorprender que los autores utópicos se hicieran nuevamente eco de esos temas. A finales de la década de 1880, la eugenesia o reproducción selectiva se había atraído infinidad de partidarios. La eugenesia fue en buena medida invención de Francis Galton, primo de Charles Darwin; en El genio hereditario (1869) trató de demostrar que la capacidad y el genio humanos son hereditarios y que si estas características se cultivan pueden ser utilizadas para mejorar la calidad de la humanidad como especie. Este argumento inspiró un amplio debate literario en forma utópica. Sería tentador descartar todas aquellas especulaciones por inclinarse en una dirección genocida, pero resultaría poco claro. Los temas eugenésicos eran presentados positivamente en esta época al igual que lo es la ingeniería genética. Y no hay duda de que desde Platón se pueden considerar como elemento integrante del utopismo, sobre todo en relación con el deseo de extender la salud física.
Lo que a menudo se denominaba eugenesia "negativa", que incluía la eutanasia y el matar a los niños con mala salud, era entonces, lo mismo que ahora, mucho más controvertido.
Pyrna: una comuna, o Bajo el hielo (1875), de Ellis James Davis, trata de una sociedad que vive debajo de un glaciar suizo; la definen la igualdad, el amor mutuo y la propiedad común. Pero no se permite vivir a los niños enfermizos, como sucede también en el relato breve "El niño del falansterio", de Grant Allen. En Vida en Utopía (1890), de John Petzler, no se permite casarse a quienes padecen enfermedades como el cancer. En Kalomera: historia de una comunidad notable (1911), de W. J. Saunders, quienes tengan deficiencias de la vista o el oído, e incluso mala dentadura, lo tienen igualmente prohibido; en El mundo rejuvenecido (1892), de William Herbert, los excluídos son los delincuentes profesionales. En ocasiones simplemente se separa a los pobres del resto de la población, como en la obra anónima En el futuro: esbozo en diez capítulos (1875), donde habitan en "nuevos laboratorios, cada uno de ellos una combinación de asilo y factoría"; en otros lugares se cría a los "golfillos" en instituciones aparte y se les educa para que se conviertan en "una especie de raza superior" (Dentro de mil años: recuerdos personales relatados por Nunsowe Green, 1882). (...)
Las representacion
es del progreso en el siglo XIX estuvieron también íntimamente ligadas a la expasión imperial europea. Cuanto más rápidamente evolucionaba la tecnología europea, más se creía ver que los europeos eran superiores como raza o pueblo. Muchas utopías, sobre todo en Gran Bretaña, se situaban en las nuevas colonias, como Australia y Nueva Zelanda, y a menudo se recomiendan soluciones protosocialistas a los problemas coloniales. Sin embargo, antes de mediados del siglo XIX empezaron a aparecer sátiras sobre la misión civilizadora de los grandes Estados colonizadores europeos. Por ejemplo, en La historia de Bullanbee y Clinkataboo: dos islas recientemente descubiertas en el Pacífico (1828, autor desconocido), un paraíso tropical es destruido por la introducción de una forma corrupta y supersticiosa de catolicismo. El viaje del capitán Popanilla (1827), de Benjamin Disraeli, presenta asimismo un país en el que son evidentes lo sefectos perjudiciales de la entrada de la civilización europea.
Una reacción utópica c
ontra el "progreso" se perfila así como tema central de este período. A comienzos del siglo XIX una serie de de críticos de la urbanización habían empezado a expresar su oposición a la modernidad en la forma literaria de la utopía. Entre ellos estaban Thomas Carlyle, John Ruskin y William Morris. Más avanzado el siglo, la reacción al utopismo tecnológico marca otros textos. En Un viajero de Altruria (1894), de William Dean Howells, un benévolo régimen socialista utiliza la tecnología -en la forma de un sistema de transporte- para unir a su población, pero los habitantes viven de una manera relativamente simple en edificios similares a casas de campo y comen alimentos en comedores comunales. La obra de Morris Noticias de ninguna parte (en la imagen primera edicion de 1890), aunque ambientada en Londres, muestra un retiro de la excesiva urbanización de la Inglaterra tardovictoriana y ofrece una imagen positiva de la nación como un jardín "donde nada se malgasta y nada se echa a perder, con las necesarias viviendas, cobertizos y talleres diseminados por todo el país, bien cuidados, limpios y agradables". En Una era de cristal (1887), de W. H. Hudson, el escenario de la sociedad matriarcal es bucólico y pastoril, y se vive en un retiro ascético de un pasado corrupto y degenerado; Mansiones verdes (1904), de Hudson, se sitúa en un bosque virgen sudamericano, Erewhon (1872), de Samuel Butler, se sitúa también en un escenario pastoril y satiriza tanto los ideales de progreso basados en la tecnología como el darwinismo social. En Estados Unidos, Walden, o la vida en los bosques (1854),de Henry David Thoreau, contrapone una tranquila vida de soledad rural, en armonía con el mundo natural, y la complejidad, la hipocresía y el materialismo de la la moderna existencia urbana.


Frontispicio de Walden (1854), de Henry Thoreau; en él vemos la cabaña de una sola habitación (3 x 4,5 metros) junto a Walden Pond, cerca de Concord, Massachussets, donde el autor pasó dos años cavilando sobre los diversos problemas intelectuales de los que luego habla en su libro.



Walden se convirtió en un libro clásico de culto en las décadas de 1960 y 1970. Las dos famosas utopías de Herman Melville sobre las islas de los Mares del Sur,
Typee (1846) y Omoo (1847), estaban basadas en los viajes del propio autor por la zona. Contribuyeron a consolidar la reputación de las islas como paraísos idílicos par excellence, describiendo la final destrucción de la cultura indígena por entrometidos misioneros cristianos. Type yuxtapone sin rodeos el "goce puro y natural" de la sociedad primitiva y la "creciente suma de sufrimiento humano" evidente en la vida "civilizada", si bien las mujeres siguen cargando con las tareas domésticas mientras los hombres holgazanean indolentes (de los habitantes de Typee se dice además que son caníbales). Los cuadros de mujeres taitianas de Gauguin vendrían a tipificar la expresión artística de esa imagen romantizada de un mundo primitivo idílico. Conforme el siglo se acercaba a su fin se iba extendiendo por Europa una sensación de desesperanza, decadencia y conflicto inminente, donde el hechizo de lo primitivo ejercía su atracción.


Paul Gauguin, ¿De dónde venimos? ¿Qué somos? ¿A dónde vamos?




Lecturas:

Gregory Claeys, Utopía Historia de una idea. Siruela 2011


Entradas relacionadas:

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domingo, 22 de enero de 2012

Permanencia de lo Sagrado

Robert Smithson, Espiral Jetty 1970. Lago Salado, Utah EE.UU.



"Los religiosos y los creyentes han acabado confundiendo la realidad viva de Dios con los símbolos y las figuras históricas que la velan, lo que les sumerge en la idolatría sin que se den cuenta".

Louis Cattiaux, El Mensaje Reencontrado 22/74



Permanencia de lo sagrado en el arte contemporaneo
Por
Mircea Eliade



Mucho se ha hablado de la "muerte de Dios" desde 1880, en que Nietzsche la proclamó por primera vez. Martin Buber se preguntaba si se trataba de una verdadera muerte o simplemente del eclipse de Dios, un Dios que ya no se muestra y que no responde ni a los rezos ni a las invocaciones del hombre. No parece, sin embargo, que esta interpretación más optimista del veredicto de Nietzsche sea susceptible de apaciguar todas las dudas. Algunos teólogos contemporaneos reconocen que hay que aceptar (asumir) la "muerte de Dios" y se esfuerzan por pensar y construir a partir de esta evidencia.
Una teología fundada en la "muerte de Dios" puede generar apasionantes debates, pero ahora interesa sólo de un modo subsidiario a nuestro propósito. Hemos hecho alusión a ello para recordar que el artista moderno
se encuentra con un problema similar. Existe una cierta simetría entre la perspectiva del filósofo y teólogo, y la del artista moderno: para unos y para otro la "muerte de Dios" significa ante todo la imposibilidad de expresar una experiencia religiosa en el lenguaje religioso tradicional, por ejemplo, en el lenguje medieval o en el de la contrareforma. Desde un cierto punto de vista, la "muerte de Dios" no sería otra cosa que la destrucción de un ídolo. Para los cristianos del siglo XIX, Dios se había convertido en un ídolo. Admitir la "muerte de Dios" equivaldría pues reconocer el error de adorar a un dios cualquiera y no al Dios viviente del judeocristianismo.
En cualquier caso, resulta evidente que desde hace más de un siglo el Occidente no consigue ya crear un "arte religioso" en el sentido tradicional del término, es decir, un arte que refleje concepciones religiosas "clásicas". En otros términos, los artistas no aceptan ya exaltar a "ídolos". No se interesan por la imaginería ni por el simbolismo religioso tradicional. (imagen izq. Cruz de Glenkiln 1955-56 de Henry Moore).
Esto no quiere decir que lo "sagrado" haya desaparecido completamente del arte moderno. Pero se ha convertido en irreconocible, camuflado en formas, intenciones y significaciones aparentemente "profanas". Lo sagrado ya no es evidente, como lo era, por ejemplo, en las artes de la Edad Media. No se le reconoce de un modo inmediato ni fácil, pues no se expresa ya en un lenguaje religioso convencional.
Ciertamente no se trata de un camuflaje consciente y voluntario. Los artistas contemporaneos no son creyentes que, molestos por el aracaísmo o las insuficiencias de fe, carecen del valor para confesarlo y se esfuer
zan por disimular sus creencias religiosas en creaciones a primera vista profanas. Cuando un artista se confiesa cristiano, no disimula su fe; por el contrario, la proclama según sus propios medios en su obra, como es el caso, por ejemplo, de un Rouault (imagen der. La Santa Faz). Y no es díficil identificar la religiosidad biblica y la nostalgia mesiánica en la obra de Chagall, incluso en su primer periodo, cuando poblaba sus cuadros de cabezas cortadas y de cuerpos volando del revés. El asno, animal mesiánico por excelencia, el ojo de Dios y los ángeles estaban ahí para recordarnos que el universo de Chagall no tenía nada en común con el mundo de todos los días, que se trataba, en efecto, del mundo sagrado y misterioso tal y como se desvela en la infancia. Pero la gran mayoría de loa artistas modernos no parecen tener "fe", en el sentido tradicional del término. Conscientemente, no son "religiosos". Y no obstante, lo acabamos de decir, lo sagrado, aunque de un modo irreconocible, está presente en sus obras.
Apresurémonos a añadir que se trata de un fenómeno general, característico del hombre moderno o más precisamente del hombre de las sociedades occidentales: éste se quiere y se proclama arreligioso, complet
amente liberado de lo sagrado. En el plano de la consciencia diurna, quizás tiene razón, pero en sus sueños y en sus "sueños de vigilia" continúa participando de lo sagrado, como también en alguno de sus comportamientos (su amor por la naturaleza, por ejemplo), en distracciones (la lectura, el espectáculo), en sus nostalgias y pulsiones. (imagen izq. pintura de Marc Chagall). Dicho de otro modo, el hombre moderno ha "olvidado" la religión, pero lo sagrado sobrevivie sepultado en su inconsciente. En términos judeocristianos se podría hablar de una "segunda caída". Según la tradición bíblica, el hombre perdió después de la caída la posibilidad de "encontrar" y "comprender" a Dios, pero conservó suficiente inteligencia para rastrear las huellas de Dios en la naturaleza y en la propia consciencia. Después de la "segunda caída" (correspondiente a la muerte de Dios anunciada por Nietzsche) el hombre moderno ha perdido la posibilidad de vivir lo sagrado en el plano de la consciencia, pero continúa alimentado y guiado por su inconsciente. Y, como algunos psicólogos no dejan de recordarnos, el inconsciente es "religioso" en el sentido de que está constituido por pulsiones y figuras cargadas de sacralidad.
No es cuestión d
e desarrollar aquí estas observaciones acerca de la situación religiosa del hombre moderno. Pero si lo que acabamos de decir es verdad para el occidental en general, aún lo es más para el artista. Y ello por la simple razón de que el artista no se comporta de un modo pasivo con respecto al Cosmos ni al inconsciente. Sin decírnoslo, y quizá sin saberlo, el artista penetra, a veces peligrosamente, en las profundidades del mundo y de su propia psique.

Jackson Pollock, Lucifer 1947

Del cubismo al tachismo, asistimos a un desesperado esfuerzo por parte del artista para
liberarse de la "superficie" de las cosas y penetrar en la materia con el fin de desvelar las estructuras últimas. Abolir las formas y los volúmenes, descender al interior de la sustancia, desvelar las modalidades secretas o larvarias no son en el artista operaciones emprendidas en busca de un conocimiento objetivo, sino aventuras provocadas por el deseo de apresar el sentido profundo de su universo plástico.
En ciertos aspectos, el comportamiento del artista ante la materia reencuen
tra y recupera una religiosidad de tipo extremadamente arcaica desaparecida desde hace milenios en el mundo occidental. Tal es, por ejemplo, la actitud de Brancusi ante la piedra (imagen izq. Columna, 1935), comparable a la solicitud, el temor y la veneración de un hombre de la época neolítica para quien ciertas piedras constituían hierofanías, es decir, revelaban a la vez lo sagrado y la realidad última, irreductible.
Las dos tendencias específicas del arte moderno, en especial la destrucción de las formas tradicionales y la
fascinación por lo informal, por los modos elementales de la materia, son susceptibles de una intrerpretación religiosa. La hierofanización de la materia, esto es, el descubrimiento de lo sagrado manifestado a través de la sustancia, caracteriza lo que se llama "religiosidad cósmica", el tipo de experiencia religiosa que ha dominado el mundo hasta el judaísmo y que permanece viva en las sociedades "primitivas" y asiáticas. Ciertamente, esta religiosidad cósmica fue olvivada en Occidente desde el triunfo del cristianismo. Vaciada de todo valor o significado religioso, la naturaleza ha podido convertirse en el "objeto" por excelencia de la investigación científica. Desde un cierto punto de vista, la ciencia occidental es heredera directa del judeocristianismo. Son los profetas, los apóstoles y sus sucesores, los misioneros, quienes han convencido al mundo occidental de que una piedra (considerada "sagrada" por algunos) no era más que una piedra, que los planetas y las estrellas no eran más que objetos cósmicos: dicho de otro modo, que no son (ni pueden ser) ni dioses, ni ángeles, ni demonios. A consecuencia de este largo proceso de desacralización de la naturaleza, el occidente ha conseguido ver un objeto natural allí donde sus antepasados veían hierofanías, presencias sagradas.
Pero el artista contemporáneo parece superar esta perspectiva científica o
bjetivante. Nada podía convencer a Brancusi (imagen der. El beso 1914) de que una piedra no era más que un fragmento de materia inerte: como sus antepasados de los Cárpatos, como todos los hombres del neolítico, sentía en la piedra una presencia, una fuerza, una "intención" que sólo puede ser llamada "sagrada". Pero es sobre todo significativa la fascinación por las infraestructuras de la materia y los modos embrionarios de vida. Se podría sostener que, en efecto, desde hace tres generaciones, asistimos a una serie de "destrucciones" de mundos (es decir, de universos artísticos tradicionales) valerosa y a veces salvajemente emprendidas, con el fin de poder recrear o reencontrar un universo otro: nuevo y "puro", no corrompido por el tiempo y la historia. En otro lugar hemos analizado el significado secreto de esta voluntad demoledora de los mundos formales, vacíos y banalizados por el deterioro del tiempo, para reducirlos a sus modos elementales, a la materia prima original. La fascinación por los modos elementales de la materia revela el deseo de liberarse del peso de las formas muertas, la nostalgia por sumergirse en un mundo auroral. Evidentemente el público quedó sobre todo impresionado por el furor iconoclasta y anarquizante de los artistas contemporáneos. Pero en estas vastas demoliciones siempre se puede leer como en filigrana la esperanza de crear nuevos universos, más viables por ser más "verdaderos"; o expresado de otro modo, más adecuados a la situación actual del hombre.
Uno de los rasgos característicos de la "religión cósmica", tanto entre los primitivos como entre los pueblos del antiguo Oriente, es justamente es necesidad de aniquilar periódicamente el mundo por mediación de los rituales para poder recrearlo. La reiteración anual de la cosmogonía implicaba u
na reactualización provisional del caos, la regresión simbólica del mundo al estado de virtualidad. Por el simple hecho de haber durado el mundo estaba marchito, había perdido la frescura, la pureza y la fuerza creadora originales. No se podía "reparar" el mundo: había que aniquilarlo para poder crearlo de nuevo.

Wassily Kandinsky, Composición


No es cuestión de homologar este escenario mítico-ritual primitivo a las experiencias artísticas modernas. Pero no carece de interés observar una cierta convergencia entre, por un lado, los repetidos esfuerzos de destrucción de lenguajes artísticos tradicionales y la atracción por modos elementales de la vida y la materia, y, por otro, las concepciones arcaicas que acabamos de evocar. Desde el punto de vista de la estructura, la actitud del artista frente al cosmos y la vida recuerda de algún modo la ideología implícita en las "religiones cósmicas".


Lecturas:

Mircea Eliade, El vuelo mágico. Siruela 1995
Mircea Eliade, Ocultismo, brujería y modas culturales. Paidos Orientalia 2002


Entradas relacionadas:

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miércoles, 11 de enero de 2012

Bertsolaris: Tradición Viva


Maialen Lujanbo, ganadora del Campeonato de Bertsolaris 2009


Dos palabras que prenden y se comprenden
De eso trata el bertsolarismo
La idea no surge de la nada

La idea surge de la palabra
De una palabra surge otra
Como el fuego surge de la chispa

La palabra es la puerta

La palabra es la clave

La palabra es cerrojo y llave
Nosotros moldeamos la palabra

Y la palabra nos moldea


Bertso cantado en un campeonato de Bertsolaris


El texto de esta entrada lo he redactado básicamente a partir de las notas extraídas de la película documental Bertsolari de Asier Altuna estrenada el año 2011, y a la que pertenecen también las imágenes que lo acompañan.


El arte de improvisar

La tradición oral, común a todos los pueblos, fue el medio de comunicación anterior a la escritura por el que la transmisión de narraciones memorizadas de historia y costumbres daría origen a la cultura. Todavía es utilizada actuálmente en sociedades apartadas del mundo moderno. Sin embargo, en este mundo moderno aunque con otra finalidad y evolucionada en gran medida, también, de alguna forma, es manifiesta en los matices expresivos propios de las diferentes culturas donde hoy en día se deja sentir su huella.
En Euskadi (País Vasco, Norte de España), hallamos una manifestación cultural de gran popularidad conocida como "bertsolarismo" heredada de la tradición oral propia de éste pueblo, y en la que podemos encontrar semejanzas con expresiones folclóricas procedentes de otras partes del mundo, así como en formas de expresión artística actuales donde la creación improvisada es el principal factor. Sobre esto último -entre otros- estarían los llamados Performance y el Jazz.
El bertsolari, que se puede traducir como "versificador", improvisa versos cantados respetando siempre tanto la melodía como la rima, así como un tema prefijado que se le notifica justo antes de la actuación. De ser una actividad desarrollada en el medio rural, en sidrerías y reuniones sociales y festivas, en las últimas décadas su interés llegó a las ciudades, creándose escuelas y recibiendo apoyo institucional. Actuálmente, cada cuatro años se organiza un campeonato de bertsolaris en Euskadi, donde un jurado premia los bertsos más inspirados y mejor compuestos. En el siguiente ejemplo (traducido del euskera), recogido del campeonato del 2009, el tema sobre el que tuvo que cantar el participante fue el fuego:


Para una primera chispa, la cerilla es el apero,
azuzada, surge la llama,
brota por la chimenea fuego.
Para mi, hacer bertsos es el fuego verdadero.

Una palabra prendida poco a poco se aviva.

Es el fuego de la rima que nos alegra la vida
y aquí
todos nosotros
bailamos alrededor de esa hoguera.

Estos poemas, estos bertsos no existían antes de ser cantados, su momento de creación coincide con el momento que se muestran al público, es por eso que se han comparado con los Performance. Crearlos suponen una gran dificultad, hay que controlar la melodía, la rima, diversas estructuras poéticas, responder al tema y al participante que acaba de cantar. Austeridad y sencillez es lo que envuelve la puesta en escena de la actuación. No hay efectos espectaculares, ni adornos ni vestuario, tampoco música. El bertsolari se encuentra solo ante el publico en el momento que le llega la inspiración.



Andoni Egaña, bertsolari veterano, explicaba así sus sensaciones después de una actuación de la que había salido satisfecho: 'Después de cantar bertsos, sobre todo si te sale bien, te invade una auténtica euforia. Ya lo dijo Unai Iturriaga en un bertso, "Camino de casa te sientes como un pequeño dios", es una sensación muy placentera. Algo se siente al saber que has creado algo, que te has puesto al borde de un precipicio y no te has caído, que has llegado a comunicar algo y vuelves a casa. Es increible'.
En otro momento de la entrevista continua: 'Un precipicio se abre a tus pies al cantar un bertso. Cada vez mayor y más profundo. Es el abismo del pensamiento. A veces te hace sentir como si estuvieras en casa, y otras veces te preguntas, "Y si me caigo ¿qué pasará?" Y al volver a la plaza a cantar desde el corazón, las mismas ganas de saltar te mantienen en el filo'. 'Los bertsolaris decimos que tenemos mucho de funambulistas. Los bertsolaris caminamos en la cuerda floja desde que comenzamos hasta llegar al final del bertso. Creo que la sensación de vértigo fomenta el proceso creativo. El vértigo fomenta algo en nuestro interior que, a su vez activa la creatividad'.


Sensaciones que recuerdan el mismo vértigo que puede sentir un escritor ante el papel en blanco o a un pintor ante el lienzo, pero con la dificultad añadida que ya se comentó, de que el momento de creación coincide con el de exposición ante el público.

La ganadora del último campeonato de bertsolaris Maialen Lujanbo en otra entrevista expresa así sus impresiones cuando sube al escenario: 'Un silencio del todo mágico se apodera de nuestra mente. Tan solo existe la palabra que todo lo expresa. El bertsolarismo hace honor a un viejo proverbio chino cuya primera norma dice: "Nunca rompas el silencio si no estas del todo seguro de que vas a incremetar su belleza". Y más adelante dice: 'Cuando eres consciente de que ya no eres capaz de aguantar la densidad del tiempo, entonces ha llegado el momento de empezar. En cierto modo también se sabe cuándo lo exige el público. Empiezas porque debes hacerlo, sabes a dónde ir, pero no sabes cómo llegar hasta allí. Cierras los poros de la piel, cierras los oídos, todo. Solo importa la concentración que puedas alcanzar, el público deja de existir. Solo cuenta el bertso. Solo se consigue bloqueando todos los sentidos, sumergiéndose en la mente'.

El proceso creativo de los bertsolaris comienza por pensar lo que dirán al final, y a partir de ese final construyen todo el bertso. Para el público el proceso es al revés, éste comienza a oir el bertso sin saber a donde le llevará el bertsolari. El bertsolari sí lo sabe, sabe a donde va a ir, llevará al público exáctamente al punto que tenía pensado desde le principio. El trabajo consiste en ir de atrás hacia delante.
Por supuesto que hay una preparación y una tecnica -como puede ser el de memorizar muchos bertsos a los que poder recurrir- que facilita ese transito creativo por la cuerda floja que haga sentir más seguro, pero esto, no será suficiente para ser un bertsolari extraordinario, un auténtico poeta inspirado que transmita "magia creativa". En un cuento ( al parecer adaptado de otro de Oriente Medio) narrado por un profesor a un grupo de alumnos en una escena del film Bertsolari encontramos una bella metáfora sobre esto:


En un pueblecito perdido del Líbano vivía un joven que deseaba ser improvisador de versos. Fue al anciano maestro para pedirle ayuda: "Maestro, quiero ser un buen improvisador de versos, ¿qué debo hacer?" El maestro así le contestó: "Debes ir al pueblo de detrás de la montaña y aprender todos lo versos de memoria". Sin dudarlo un momento, el joven emprendió la marcha. Anduvo por caminos y más caminos, largos caminos. Cruzó montañas, cruzó colinas y por fin vio el pueblo. Ya estaba cerca y el viento le trajo el murmullo de los primeros versos. Entró en el pueblo y los descubrió, por doquier, en las paredes, en los adoquines de piedra, había versos.
Atravesó el pueblo lentamente hasta llegar a la playa. De pronto, ahí estaba delante de él, el mar, y en las olas divisó inmensas lineas escritas, más versos.
¿Qué hizo el joven? Empezó a memorizarlos. Verso a verso, rima a rima, durante siete largos años. Y cuando los supo todos, emprendió el camino de vuelta hacia su pueblo. Nada más llegar, fue a ver al anciano maestro. Lo encontró en el patio de al casa a la sombra del magnolio. El anciano rezaba. El joven le preguntó: "Maestro ¿soy bertsolari?" El maestro respondió: "No, ahora debes olvidar todo lo que aprendiste". "Solo entonces, cuando hayas olvidado todo lo aprendido, serás el mejor bertsolari".

El escultor vasco Jorge Oteiza escribió unas palabras inspiradas en las que expresa de una forma poética y profunda el proceso creativo de los bertsolaris:


"La técnica del auténtico bertsolari es desandar con claridad, poco a poco y de aquí y de allá ese camino en el que se fueron oscureciendo los sucesos pasados con su realidad y sus ideas. La técnica del bertsolari es que está delante de todos y desaparece en su realidad interior. Es como si dejase a la gente que le escucha en la playa y el fuese retrocediendo de espaldas al mar y fuera sumergiéndose hasta desaparecer. Y sumergido del todo nos hablase con ese ritmo del mar que llega con las olas a la playa".



En los siguientes enlaces se puede ver el vídeo promocional de la película dividido en dos partes.


1ª Parte:

http://www.youtube.com/watch?v=m8KPye1tAbE

2ª Parte:

http://www.youtube.com/watch?v=FRyLrvNp-HM


Para los más interesados, recomiendo ver la película. Con este otro enlace se accede a una web que la distribuye cobrando un módico precio, ofreciendo la posibilidad de visionarla durante 4 días:

http://www.filmin.es/pelicula/bertsolari/vose


Ficha técnica:
Título original: Bertsolari
Dirección: Asier Altuna
País: España
Año: 2011
Duración: 90 min.
Género: Documental
Intervenciones: Andoni Egaña, Maialen Lujanbo, Miren Amuriza, John Miles Foley, Jon Sarasua, Joseba Zulaika



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