"Era entonces toda la tierra de una lengua y unas mismas palabras.
Y aconteció que, como se partieron de oriente, hallaron una vega en la tierra de Shinar, y asentaron allí. Y dijeron los unos a los otros: Vaya, hagamos ladrillo y cozámoslo con fuego. Y fueles el ladrillo en lugar de piedra, y el betún en lugar de mezcla.
Y dijeron: Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fueramos esparcidos sobre la faz de la tierra. Y descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: He aquí, el pueblo es uno, y todos éstos tienen un lenguaje; y han comenzado a obrar, y nada les retraerá ahora de lo que han pensado hacer. Ahora pues, descendamos, y confundamos allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su compañero.
Así los esparció Jehová desde allí sobre la faz de toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso fue llamado el nombre de ella Babel, porque allí confundió Jehová el lenguaje de toda tierra, y desde allí los esparció sobre la faz de toda la tierra."
Génesis 11
Hendrick III van Cleve, La construcción de la torre de Babel
El siguiente texto lo encontré en uno de los números que la revista FMR publicara el año 1991 en su edición española. Es una narración inspirada en el mito bíblico de la torre de Babel, edificación que, junto a la del laberinto de Creta, estarían entre las construcciones ideadas por el hombre más inquietantes y llenas de significados. Está firmado por Giorgio Manganelli.
Proyecto de una ruina
por
Giorgio Manganelli
por
Giorgio Manganelli
La construcción de la torre de Babel no surgió de un acto de orgullo, sino de la misma desesperación. Según el relato bíblico, los hombres hablaban una única lengua y las palabras eran iguales para todos, mas no tenían un nombre. Misterioso y ciertamente terrible era este desierto onomástico por el que se movían los hombres, que cargaban sobre sus espaldas con la expulsión del jardín del Edén y con el Diluvio. Los hombres ya no se hacían ilusiones: Dios, el Dios que los había creado de la nada, no los amaba. Desconfiaba de su ambiciosa inteligencia, los temía quizá: de alguna manera, los hombre no eran súbditos, no eran ángeles o demonios. No obstante, Dios no exterminó a los hombres; esta inhibición de la violencia final es un misterio -y puede que siniestro- episodio de la historia del hombre. ¿Por qué no borró Dios al hombre de la faz de la tierra para entregársela a las fieras inocentes, que no buscaban el árbol de la ciencia, que no preferían los circunloquios del pecado? ¿Acaso porque ya había descubierto la muerte y se había vuelto por ello invulnerable? Cuando el hombre se dispone a construir la torre que habría de llevar dicho nombre, el suplicio -entre pérfido e irónico- escogido por Dios será el siguiente: los hombres no tendrán nombre. Si se dividiesen, serían ajenos unos a otros, las distancias se volverían incolmables. Pero disponían de una lengua única: podían nombrarlo todo, pero no a sí mismos. Alguien les persuadió: si construían una torre que llegase hasta el cielo, podrían tener un nombre. Alguien sabía que los nombres tenían un sitio en el cielo, y había que subir muy alto para atrapar, angélico volatil, al Nombre. Mas el proyecto era a un tiempo temerario y humilde, querían construir una ciudad y una torre. La ciudad, la torre y el nombre formaban una triple alianza, proponían la salvación definitiva. No olvidemos el temor a dispersarse que turbaba a los hombres; si tuviesen un nombre, no habrían de dividirse, así que tendrían una ciudad; la torre les proporcionaría un nombre; de este modo ciudad, nombre y torre constituirían un sistema sagrado, total, salvador. Asombra que los hombres no hubiesen comprendido cuán grande, cuán deliberado era el desamor de Dios hacia ellos. Dios comprendió que si el hombre arrancaba al cielo el nombre que le correspondía sucedería algo semejante a lo que aconteció en el Edén: el hombre se conocería a sí mismo, el hombre no se dispersaría jamás. La dispersión del hombre era algo irrenunciable en el proyecto de Dios. Por tanto Él no podía tolerar que el hombre llegase a nombrar, además de las cosas creadas, a sí mismo. El nombre del hombre sólo era conocido por Dios, y Dios lo mantenía oculto. Pero los hombres estaban desesperados, amenazados por la locura, porque no tenían un nombre. Así que, todos juntos, trabajaron en la Ciudad, en la Torre, en el Nombre. Fracasaron; pero lo consiguieron. No lograron la ciudad, no perfeccionaron la torre, no obtuvieron el nombre, mas desde aquel momento la obra interrumpida tras la expulsión del Paraíso Terrenal volvió a reanudarse, para no ser suspendida nunca más. Por todas partes se construyen ciudades que terminan por no ser más que ruinas, torres que acaban derrumbándose, se dicen Nombres impronunciables. Y en las alturas Dios no encuentra alivio; Dios tiene miedo, Dios planea diluvios. La Torre de Babel, la Ciudad de Babel, eran grandes; eran conjuntos de edificios de infinitas dimensiones; los pintores que vieron la Ciudad y la Torre en sus sueños comprendieron que, en realidad, se trataba de construir un mundo, y de situarlo en torno a un centro, un centro capaz de unir el centro de la tierra con el centro del cielo. En las grandes pinturas se ve con claridad que, para evitar la dispersión, todos los hombres tuvieron que vivir juntos en una única ciudad con infinitas calles, y casas, y plazas, y jardines, y almacenes, y termas, y arcos; y todos tuvieron que trabajar en la torre; la torre no era obra de un genio, invención de un arquitecto, inspiración de un artista: era la obra total del hombre, del hombre dedicado a la captura del nombre. Si observamos con atención las imágenes plasmadas en color y dibujo de este infinito proyecto, veremos que todos ellos trabajaban juntos en la cotidianedad de la ciudad y en la eternidad de la torre; hasta los animales, que nada sabían del nombre y de sus leyes. Ciertamente, a lo largo de los siglos de su construcción, pueblos enteros tuvieron que ir subiendo, uno tras otro, los pisos de la torre; y pueblos enteros tuvieron que trabajar en la construcción de escaleras, arcos y contrafuertes: vemos innumerables peones, y también niños nacidos enla torre, y en la torre destinados a crecer, casarse, envejecer y morir; sin duda, cada cierto número de pisos hubo que construir cementerios para todos aquellos que en vano, aunque con fidelidad y constancia, lucharon por capturar el nombre y que, con palabras secillas y quizás arcaicas, encomendaron la tarea a sus hijos, y a los hijos de sus hijos. Sí, puede que fuese éste el ardid del Dios rencoroso. Las generaciones iban sucediéndose y la torre subiendo, pero la distancia entre la torre, entre la cota alcanzada con dificultad, y la ciudad seguía aumentando; los que habían sido rozados por el aura del nombre, no por otra cosa, no recordaban nada, nunca habían sabido cosa alguna de la vida en la ciudad lejana. ¿Acaso llegó un momento en que los que trabajaban en la torre fueron incapaces de divisar las atestadas calles de la ciudad inmensa? ¿Qué noticias, qué leyendas, qué fantasías tejieron los constructores sobre los ciudadanos y los ciudadanos pensando en los constructores? ¿Estuvo siempre claro por qué habían emprendido tan ardua e imposible construcción?
La ciudad se volvió sin duda enorme, tan enorme que, a su vez, los ciudadanos de un barrio no conocían a los del otro barrio; y entonces sucedió lo que los hombres habían temido: al no seguir gozando de la protección del nombre, los hombres se dispersaron, aun siguiendo estando todos en la misma ciudad.
Probablemente bastó con dejar que pasase el tiempo, y los hombres se encontraron divididos en una multitud de multitudes, en una miriada de naciones aisladas, capaces de entenderse pero dispersas. Entonces fue cuando los últimos construcctores de la torre comprendieron que el aura del nombre había sido una ilusión, igual que la virtud de aquella manzana; Dios los había conducido tan lejos de aquella tierra que dejaron de tener noticia de ella, de la ciudad que habían abandonado sus padres; puede que durante algún tiempo siguiese existiendo vida en la torre enorme y escarpada, en las terrazas donde se cultivaban las plantas y criaban los animales. Nos preguntamos si bajaría alguien, lentamente, hasta el suelo. Quizás hubo alguien que lo intentó, pero se perdió entre un piso y otro, y si alguien consiguió bajar hasta el suelo, seguramente fue mirado con desconfianza, como un espía, y quizá golpeado hasta morir. Pero es probable que quienes quisieron permanecer en la torre, se decidiesen a vivir y morir en ella. Con un aire seco y helado se celebraban las última nupcias, nacieron niños delicados y cianóticos; la torre empezó a derrumbarse: se quebraron los arcos, se pulverizaron los muros, se desmoronaron los terraplenes. La agonía fue sin duda lenta; puede que nadie muriese en el desastre, puede que cuando la torre, entre aullidos de muerte, fue a deshacerse contra la llanura, ninguno de sus constructores siguiese aún con vida. Pero como se ha dicho: la ciudad, la torre, el nombre, nada llegó a perderse. Aquellos que a lo largo de los siglos dibujaron, pintaron y reconstruyeron la mole hormigueante de la torre, no fueron a buscarla en las áridas mesetas de Oriente. Se dieron cuenta de que de vez en cuando, en ciertas conjunciones de luna o determinadas y exquisitas coincidencias astrológicas y astronómicas, aparecían por todas partes ciudades bulliciosas, pobladas por quienes jamás habían vivido ni muerto, ciudades totales; y de que sólo con asomarse, con aguzar la vista cansada, verían surgir una torre , una torre que era a un tiempo una ruina, un entramado de ruinas y una obra perfecta, de absurda, de no humana perfección. Por entre las vigas, escaleras y senderos pasan de vez en cuando hombres decrépitos, agotados por las enfermedades y la vejez; pero de repente se vuelven, ves que son jóvenes y decididos; pero si los observas mejor, los verás como cadáveres próximos a la putrefacción. Todas las noches la ciudad está repleta de gente, es rica, es poderosa, es completa; pero de día no verás más que unas pocas piedras inciertas entre las hierbas, entre serpientes y ranas y estiercol de zorro. Mas espera a que regrese la noche, espera el taciturno regreso de la luna. Y escucha. Según va moviendose el péndulo celeste, todo se transformará en un terrible resonar de gritos: éste es realmente, el infierno; mas si surge la gracia del péndulo, se perderán tus afanes en el ritmo persuasivo del hexámetro. El metrónomo alterna torpes acentos jamás transcritos con la tranquila elegancia de una rigurosa liturgia. ¿Pero en qué instante, en qué celeste destello, brota la maravilla redentora del Nombre?
La ciudad se volvió sin duda enorme, tan enorme que, a su vez, los ciudadanos de un barrio no conocían a los del otro barrio; y entonces sucedió lo que los hombres habían temido: al no seguir gozando de la protección del nombre, los hombres se dispersaron, aun siguiendo estando todos en la misma ciudad.
Probablemente bastó con dejar que pasase el tiempo, y los hombres se encontraron divididos en una multitud de multitudes, en una miriada de naciones aisladas, capaces de entenderse pero dispersas. Entonces fue cuando los últimos construcctores de la torre comprendieron que el aura del nombre había sido una ilusión, igual que la virtud de aquella manzana; Dios los había conducido tan lejos de aquella tierra que dejaron de tener noticia de ella, de la ciudad que habían abandonado sus padres; puede que durante algún tiempo siguiese existiendo vida en la torre enorme y escarpada, en las terrazas donde se cultivaban las plantas y criaban los animales. Nos preguntamos si bajaría alguien, lentamente, hasta el suelo. Quizás hubo alguien que lo intentó, pero se perdió entre un piso y otro, y si alguien consiguió bajar hasta el suelo, seguramente fue mirado con desconfianza, como un espía, y quizá golpeado hasta morir. Pero es probable que quienes quisieron permanecer en la torre, se decidiesen a vivir y morir en ella. Con un aire seco y helado se celebraban las última nupcias, nacieron niños delicados y cianóticos; la torre empezó a derrumbarse: se quebraron los arcos, se pulverizaron los muros, se desmoronaron los terraplenes. La agonía fue sin duda lenta; puede que nadie muriese en el desastre, puede que cuando la torre, entre aullidos de muerte, fue a deshacerse contra la llanura, ninguno de sus constructores siguiese aún con vida. Pero como se ha dicho: la ciudad, la torre, el nombre, nada llegó a perderse. Aquellos que a lo largo de los siglos dibujaron, pintaron y reconstruyeron la mole hormigueante de la torre, no fueron a buscarla en las áridas mesetas de Oriente. Se dieron cuenta de que de vez en cuando, en ciertas conjunciones de luna o determinadas y exquisitas coincidencias astrológicas y astronómicas, aparecían por todas partes ciudades bulliciosas, pobladas por quienes jamás habían vivido ni muerto, ciudades totales; y de que sólo con asomarse, con aguzar la vista cansada, verían surgir una torre , una torre que era a un tiempo una ruina, un entramado de ruinas y una obra perfecta, de absurda, de no humana perfección. Por entre las vigas, escaleras y senderos pasan de vez en cuando hombres decrépitos, agotados por las enfermedades y la vejez; pero de repente se vuelven, ves que son jóvenes y decididos; pero si los observas mejor, los verás como cadáveres próximos a la putrefacción. Todas las noches la ciudad está repleta de gente, es rica, es poderosa, es completa; pero de día no verás más que unas pocas piedras inciertas entre las hierbas, entre serpientes y ranas y estiercol de zorro. Mas espera a que regrese la noche, espera el taciturno regreso de la luna. Y escucha. Según va moviendose el péndulo celeste, todo se transformará en un terrible resonar de gritos: éste es realmente, el infierno; mas si surge la gracia del péndulo, se perderán tus afanes en el ritmo persuasivo del hexámetro. El metrónomo alterna torpes acentos jamás transcritos con la tranquila elegancia de una rigurosa liturgia. ¿Pero en qué instante, en qué celeste destello, brota la maravilla redentora del Nombre?
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4 comentarios:
Que desgarrador relato lleno de verdad.
Ojalá hoy dia, todos los seres humanos hablaramos de nuevo la misma lengua.
M'ha agradat molt.
Tons
*
Hola Baruk.
Regreso de nuevo al calor de esta ciudad después de un refrescante fin de semana por la sierra del Cadí.
Me pareció un relato muy interesante para analizar. Me alegra que te gustara.
Espero que passessis una bona revetlla.
Una forta abraçada
Hola Jan, que ilusión que me hayas visitado. Acabo de ver que uno de tus intereses es el sufismo. ¿Conoces el eneagrama? Está basado en el sufismo y en la actualidad se utiliza como una herramienta terapéutica (siguiendo Gurdijeff, después Oscar Ichazo y en la actualidad Claudio Naranjo). Es muy interesante. Mi interés siempre proviene de profundizar siempre más en la psique y desde ahí también se despierta el interés por temas más místicos o espirituales. Lo misterioso siempre es muy atrayente. Tu interés inicial ¿proviene de la historia, del arte? ¿de lo misterioso? ¿de lo místico?
Hola Lablanqueta.
Mi interés en el sufismo es sobretodo la huella que ha dejado en el arte y la poesía. No soy conocedor de las terapias de influencia sufí.
Mi formación es artística, atraído especialmente por las expresiones simbólicas, y ya sabes, vas tirando del hilo y una cosa te lleva a otra...
Autores perennialistas ocupan un lugar destacado en este blog, de los que he publicado algunos textos. Entre ellos, este del iraní Seyyed Hosein Nasr dentro del sufismo:
http://barzaj-jan.blogspot.com/2011/02/permanencia-en-el-cambio.html
En el encontrarás enlaces con otros textos sobre esoterismo islámico dentro del blog. Creo que con ello te podrás hacer mejor una idea de por donde han ido mis pasos sobre lo relacionado con esa tradición. Tengo también un enlace en "lugares que recomiendo", con el Instituto de Estudios Sufíes de Barcelona, donde he asistido a algunos cursos de Halil Bárcena y del que sigo su blog.
Un placer econtrarte de nuevo por aquí.
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