Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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miércoles, 27 de febrero de 2013

El rey de la máscara de oro



 Él entonces descendió y se sumergió siete veces en el
Jordán, conforme a la palabra del hombre de Dios; y su carne
se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio.

(2 Reyes 5, 14)


Cuando descendió Jesús del monte le
seguía mucha gente.
Y he aquí vino un leproso y se postró
diciendo: Señor, si quieres, puedes
limpiarme.
Jesús extendió la mano y le tocó,
diciendo: Quiero, sé limpio. Y al instante
su lepra desapareció.

(Mateo 8, 1-4)


La lepra según los cánones de los textos sagrados hebreos era consecuencia de la maldición divina, siendo considerada la enfermedad como expresión del pecado. En consecuencia la lepra exigiría un tratamiento de caracter religioso dirigido por los sacerdotes tal como es descrito en los capítulos 13 y 14 del Levítico.
Durante la Edad Media será la enfermedad simbólica e ideológica por excelencia (como enfermedad individual, la peste lo sería en lo grupal) siendo advertida como "lepra del alma". Se  veía en quien la padecía  la encarnación del mal, y no necesariamente por haber cometido pecado personalmente, ya que se sospechaba la había heredado a través de la raza, los padres o el lugar de nacimiento. La mascara cubriendo el rostro enfermo se convirtió en un distintivo, así como las campanillas que delataban su presencia.
Desde la Biblia hasta la literatura moderna la lepra se ha reflejado como una enfermedad terrorífica. Entre los autores del periodo romántico que le dieron protagonismo en sus obras destaca el francés Marcel Schwob (1867-1905) que escribiera el cuento con tintes de redención El rey de la máscara de oro, teniendo en cuenta seguramente algunos de los aspectos referidos.
Además parece probable que Schow también tomara en consideración al histórico Rey Balduino IV de Jerusalén conocido como "El leproso" que contrajo la enfermedad de muy joven llegando a tener que cubrirse el rostro desfigurado con una máscara (en la imagen una caracterización del Rey Balduino en el film  El reino de los cielos). Así mismo, Jorge Luis Borges (lector y admirador de Schwob) pudo encontrar alguna idea de ese cuento para el relato "El espejo y la máscara" perteneciente a su conocido "El libro de arena". Aquí la maldición (como en el cuento de Schwob) también recae en un rey, pero en este caso por ser testigo de la Belleza expresada en un poema que ordenó componer al poeta de la corte a quien ofreció como prenda de aprobación una máscara de oro. El relato de Borges acaba así:

-¿No has ejecutado la oda? -preguntó el Rey; -Sí -dijo tristemente el poeta-. Ojalá Cristo Nuestro Señor me lo hubiera prohibido.
-¿Puedes repetirla?.: -No me atrevo.
-Yo te doy el valor que te hace falta -declaró el Rey.
El poeta dijo el poema. Era una sola línea. Sin animarse a pronunciarla en voz alta, el poeta y su Rey la paladearon, como si fuera una plegaria secreta o una blasfemia. El Rey no estaba menos maravillado y menos maltrecho que el otro. Ambos se miraron, muy pálidos.
-En los años de mi juventud -dijo el Rey- navegué hacia el ocaso. En una isla vi lebreles de plata que daban muerte a jabalíes de oro. En otra nos alimentamos con la fragancia de las manzanas mágicas. En otra vi murallas de fuego. En la más lejana de todas un río abovedado y pendiente surcaba el cielo y por sus aguas iban peces y barcos. Éstas son maravillas, pero no se comparan con tu poema, que de algún modo las encierra. ¿Qué hechicería te lo dio?
-En el alba -dijo el poeta- me recordé diciendo unas palabras que al principio no comprendí. Esas palabras son un poema. Sentí que había cometido un pecado, quizá el que no perdona el Espíritu.
-El que ahora compartimos los dos -el Rey musitó-. El de haber conocido la Belleza, que es un don vedado a los hombres. Ahora nos toca expiarlo. Te di un espejo y una máscara de oro; he aquí el tercer regalo que será el último.
Le puso en la diestra una daga. Del poeta sabemos que se dio muerte al salir del palacio; del Rey, que es un mendigo que recorre los caminos de Irlanda, que fue su reino, y que no ha repetido nunca el poema. 

Quizás en el texto del sabio argentino se pueda descubrir algo que de alguna forma parece anunciarse en el cuento de su admirado Marcel Schwob. ¿Sería el pecado de los antepasados del rey de la máscara de oro -y cuya maldición fue heredada por él- haber tenido conocimiento de la Belleza, del Misterio revelado? En cualquier caso el cuento de gran contenido mitográfico me parece una lectura altamente sugerente y abierta a múltiples lecturas.


El rey de la máscara de oro
Por
Marcel Schwob


A  Anatole France

El rey de la máscara de oro se levantó del trono donde se hallaba sentado desde hacía horas  y preguntó por la causa del tumulto, ya que los guardianes de las puertas habían cruzado sus picas y se oían ruido de armas. En torno del brasero de bronce también se habían levantado los cincuenta sacerdotes de la derecha y los cincuenta bufones de la izquierda, y las mujeres, dispuestas en semicírculo ante el rey, agitaban sus manos. La llama rosada y púrpura que resplandecía a través de la criba de bronce del brasero hacía brillar las máscaras de los rostros. A imitación del rey descarnado, las mujeres, los bufones y los sacerdotes tenían inmutables rostros de plata, de hierro, de cobre, de madera y de tela. Y las máscaras de los bufones estaban abiertas por la risa, mientras que las de los sacerdotes estaban negras de preocupación. Cincuenta rostros risueños se regocijaban a la izquierda, y cincuenta rostros tristes se enfurruñaban a la derecha. Entretanto, las telas claras extendidads sobre las cabezas de la mujeres remedaban rostros verdaderamente graciosos, animados de una sonrisa artificial. Mas la máscara de oro del rey era majestuosa, noble y verdaderamente soberana.
Ahora bien, el rey se hallaba silencioso y, a causa de dicho silencio, semejante a la estirpe de los reyes, de los cuales era el último. Antaño, la ciudad había sido gobernada por principes que llevaban el rostro descubierto; pero desde hacía mucho tiempo se había instalado una larga horda de reyes enmascarados. Ningún hombre había visto la cara de estos reyes y hasta los sacerdotes ignoraban el por qué de esta situación. Asimismo, desde los tiempos antiguos se había dado la orden de cubrir los rostros de quienes se aproximaban a la residencia real; y esta familia de reyes solo conocía las máscaras de los hombres.
Y mientras se estremecían los herrajes de los guardianes de la puerta y retumbaban sus sonoras armas, el rey les interrogó con voz grave:
-¡Quién osa perturbarme, en las horas de sesión con mis sacerdotes, mis bufones y mis mujeres!
Y los guardianes, temblorosos, respondieron:
-Muy imperioso rey, máscara de oro, se trata de un hombre miserable, vestido con un largo atuendo; al parecer, es uno de los piadosos mendigos que vagabundean por la comarca, y tiene el rostro descubierto.
-Deja entrar a ese mendigo -dijo el rey.
Entonces, el sacerdote que tenía la máscara más grave se volvió hacia el trono y, luego de inclinarse dijo:
-Oh rey, los oráculos han predicho que no era bueno para tu estirpe ver el rostro de los hombres.
Y el bufón cuya máscara estaba hendida por la risa más amplia volvió la espalda al trono y, luego de inclinarse, declaró:
-Oh mendigo, a quien aún no he visto, sin duda eres más que el rey de la máscara de oro, pues está prohibido mirarte.
Y la mujer cuyo falso rostro poseía el bozo más sedoso juntó las manos, las separó y curvó como para asir las copas rituales. El rey, no obstante, volviendo sus ojos hacia ella, temió la revelación de un  rostro desconocido.
Luego, un mal deseo se deslizó en su corazón.
-Dejad entrar a ese mendigo -dijo el rey de la máscara de oro.
Y entre el tembloros bosque de picas, a través de las cuales brotaban las hojas de las espadas como resplandecientes hojas de acero salpicadas de oro verde y oro rojo, un anciano de erizada barba se adelantó hasta el pie del trono y alzó hacia el rey un rostro desnudo donde se estremecía un par de ojos inciertos.
-Habla -dijo el rey.
El mendigo replicó con voz fuerte:
-Si quien me dirige la palabra es el hombre de la máscara de oro, responderé, por cierto; y pienso que lo es. ¿Quién, antes que él osaría alzar la voz? Más no puedo asegurame de ello con mis ojos, pues soy ciego. No obstante, sé que en esta sala las mujeres, por el suave roce de sus manos sobre sus hombros; y bufones, oigo risas; y sacerdotes, ya que éstos susurran de manera grave. Los hombres de este lugar, no obstante, me han dicho que estabais enmascarados; y tú rey de la máscara de oro , último de tu raza, jamás has contemplado rostro de carne. Escucha: eres rey y no conoces a las gentes. Quienes están a mi izquierda son los bufones; oigo sus risas; quienes están a mi diestra son los sacerdotes, oigo sus llantos; y percibo que los músculos de los rostros de estas mujeres son grotescos.
El rey se volvió hacia quienes el mendigo llamaba bufones, y su mirada encontró las máscaras negras de preocupación de los sacerdotes; y se volvió hacia quienes el mendigo llamaba sacerdotes, y su mirada encontró las máscaras alegres de los bufones; y bajó los ojos hacia la media luna de sus mujeres sentadas, y sus rostros le parecieron hermosos.
-Mientes, extranjero -dijo el rey-; eres tú el jocoso, el llorón y el grotesco; ya que tu horrible rostro, incapaz de estar fijo, fue hecho móvil con el fin de disimular. Aquellos que designaste como bufones son mis sacerdotes, aquellos que llamaste sacerdotes son mis bufones. Y tú, cuyo rostro se pliega a cada palabra, ¿cómo podrías juzgar acerca de la inmutable belleza de mis mujeres?
-Ni acerca de ésta, ni acerca de la tuya .dijo el mendigo en voz baja-, ya que nada puedo saber de ellas, por ser ciego, y ni siquiera tú sabes nada de los otros ni de ti mismo. Pero soy superior a ti por esto: yo sé que no se nada. Y puedo conjeturar. Así, es posible que quienes te parecen bufones lloren bajo sus máscaras; y es posible que quienes a tu juicio son sacerdotes tengan su verdadero  rostro torcido por la alegría de engañarte; y de igual modo, ignoras si las mejillas de tus mujeres son color de ceniza bajo seda. Y tú mismo, rey de la máscara de oro, ¿quién sabe si no eres horrible a pesar de tus galas?
Entonces,  el bufón que tenía la boca más amplia y hendida de alegría lanzó una carcajada semejante a un sollozo; y el sacerdote cuya frente era la más sombría elevó una súplica que se asemejaba a una risa nerviosa, y todas las máscaras de las mujeres se estremecieron.
Y el rey de la cara de oro hizo una señal. Y los guardianes asieron por los hombros al anciano de la cara desnuda y le arrojaron por el portal de la gran sala.
Transcurrió la noche y el rey se sintió inquieto durante el sueño. De mañana vagó por su palacio, porque un mal deseo se había deslizado en su corazón. Pero ni en los dormitorios, ni en el salón enlosado de los festines, ni en las salas pintadas y doradas de las fiestas, encontró lo que buscaba. En toda la extensión de la residencia real no había ni un solo espejo. Así lo habían establecido la orden de los oráculos y la ordenanza de los sacerdotes desde hacía largos años.
El rey en su negro trono no se divirtió con los bufones ni escuchó a los sacerdotes ni miró a sus mujeres; pensaba en su rostro.
Cuando el poniente arrojó la luz de sus metales sangrientos hacia las ventanas del palacio, el rey abandonó la sala del brasero, apartó a los guardias, atravesó rápidamente los siete patios concéntricos cerrados por siete murallas fulgurantes y salió al campo por una poterna baja, furtivamente.
Temblaba y sentía curiosidad. Sabía que iba a encontrar otros rostros, acaso el suyo. En el fondo de su alma, quería estar seguro de su propia belleza. ¿Por qué ese miserable mendigo había sembrado la duda en su pecho?
El rey de la mascara de oro llegó al sitio donde se hallaban los sotos que rodeaban la margen de un río. Los árboles estaban vestidos de cortezas pulidas y rutilantes. Habían troncos de una blancura resplandeciente. El rey quebró algunas ramitas. En la rotura, algunas sangraban un poco de savia espumosa y el interior estaba veteado de manchas oscuras; otras revelaban secretos enmohecimientos y negras fisuras. La tierra era oscura y húmeda bajo el variopinto tapiz de hierbas y florecillas. El rey volvió con el pie un terrón grande jaspeado de azul, cuyas hojuelas espejeaban bajo los últimos rayos; y un sapo de blando buche escapó del cenagoso escondrijo con un sobresalto de espanto.
En la linde del bosque, sobre el remate de la escarpada orilla, el rey que emergía de los árboles se detuvo, encantado. Una joven estaba sentada en la hierba; el rey veía su cabello suelto, su nuca graciosamente encorvada, su flexible espalda que hacía ondular su cuerpo hasta los hombros; entre dos dedos de su mano izquierda giraba un huso muy hinchado y la punta de un grueso copo se deshilaba junto a su mejilla.
Se irguió, desconcertada, mostró su rostro y, en la confusión, asió entre sus manos las hebras del hilo que modelaba. Así, sus mejillas parecieron atravesadas por un corte de suave palidez.
Cuando el rey vio esos ojos negros agitados, y ese temblor de los labios, y esa redondez del mentón que descendía  hacia la graganta acariciada por la luz rosada,se abalanzó hacia la joven, transportado, y cogió violentamente sus manos.
-Por primera vez -dijo- querría adorar un rostro desnudo; querría quitarme esta máscara de oro, puesto que me separa del aire que besa tu piel; y ambos, maravillados, iríamos a contemplarnos en el río.
Sorprendida, la joven tocó con la punta de los dedos las láminas metálicas de la máscara real. Mientras tanto, el rey deshizo impacientemente los abrochadores de oro, la máscara rodó por la hierba y la joven, llevando las manos a sus ojos, lazó un grito de horror.
Un instante después huía entre las sombras del soto, apretando contra su pecho el copo envuelto en cáñamo.
El grito de la joven resonó dolorosamente en el corazón del rey, quien corrió hacia la orilla y se inclinó sobre el agua del río. De sus propios labios brotó un gemido ronco. En el momento en que el sol desaparecía tras las oscuras  y azules colinas del horizonte, acababa de percibir un rostro blancuzco, tumezacto, cibierto de escamas, con la piel levantada por asquerosas hinchazones, y supo enseguida, por el recuerdo de los libros, que era leproso.

La luna, como una aérea máscara amarilla, subía por encima de los árboles. A veces se oía un mojado aleteo en medio de las cañas. Un reguero de bruma flotaba en el borde de la corriente. El espejo del agua se prolongaba a gran distancia y se perdía en la profundidad azulada. Algunos pájaros de cabeza escarlata arrugaban la corriente con círculos que se disipaban lentamente.
Y el rey, de pie, mantenía los brazos separados de su cuerpo, como si le repugnara tocarse.
Recogió la máscara y la colocó sobre su rostro. Caminado como entre sueños, se dirigió hacia su palacio.
Golpeó el gong en la puerta de la primera muralla y los guardianes salieron tumultuosamente con sus antorchas. Iluminaron su cara de oro; el rey tenía el corazón sobrecogido de angustia, pensando que los guardianes veían las escamas blancas sobre el metal. Y atravesó el patio bañado de luna; y por siete veces su corazón se sobrecogió con la misma angustia en las siete puertas donde los guardianes llevaron las antorchas rojas a su máscara de oro.
Entretanto, junto con la rabia, como una planta negra enroscada por una planta salvaje, crecía en él la pena. Y los frutos sombríos y turbios de la pena y la rabia se asomaron por su boca, y él paladeó su amargo jugo.
Entró en palacio, y el guardián que se hallaba a su izquierda giró sobre la punta de un pie, con la otra pierna extendida, coronándose con un círculo luminoso de su sable; y el guardián de la derecha giró sobre la punta del otro pie, con su pierna opuesta extendida, cubriéndose con una pirámide deslumbradora mediante rápidos remolinos de su masa diamantina.
Y el rey ni siquiera recordó que eran éstas las ceremonias nocturnas; pasó estremeciéndose, al haber imaginado que los soldados querían golpear o hendir su asquerosa cabeza hinchada.
Las salas del palacio estaban desiertas. Algunas antorchas solitarias ardían suavemente en sus anillos. Otras se habían apagado y lloraban frías lágrimas de resina.
El rey atravesó las salas de las fiestas, donde los cojines bordados de tulipanes rojos y crisantemos amarillos aún se hallaban esparcidos, con hamacas de marfil y apagados asientos de ébano realzados por estrellas de oro. Velos engomados y figuras de pájaros de patas esmaltadas y picos de plata, pendían del techo, donde se engarzaban hocicos de animales de maderas coloreadas. Había candelabros de bronce verdusco, de una sola pieza, atravesados por prodigiosos agujeros laqueados de rojo, en los que una mecha de seda cruda pasaba por el centro de rodajas repletas de un negro aceitoso. Había sillones largos, bajos y arqueados, donde no era posible sentarse sin que se alzara la cintura, como llevada por manos invisibles. Había jarrones fundidos de metales casi transparentes que a la menor caricia sonaban de una manera aguda, como si se las hiriera.
En el extremo de la sala, el rey asió un hachón de bronce que apuntaba sus lenguas rojas a las tinieblas. Las gotitas llameantes de resina cayeron temblorosas sobre sus mangas de seda. Pero el rey no las notó. Se dirigió hacia una galería alta, oscura, donde la resina dejó un surco perfumado. Allí, en las paredes cortadas por diagonales cruzadas, podían verse retratos resplandecientes y misteriosos: las pinturas estaban enmascaradas y coronadas de tiaras. Únicamente el retrato más viejo, separado de los demás, representaba un joven pálido, de ojos dilatados de horror, con la parte inferior del rostro disimulada por los adornos reales. El rey se detuvo ante su retrato y lo iluminó alzando el hachón. Luego gimió y dijo:
-¡Oh, primero de mi raza, hermano mío, qué lamentables somos! -y besó el retrato en los ojos.
Y ante el segundo rostro pintado, que estaba enmascarado, el rey se detuvo y desgarró la tela de la máscara, diciendo:
-Esto es lo que había que hacer, padre mío, segundo de mi raza.
Y así desgarró las máscaras de los demás reyes de su raza, hasta llegar a él mismo. Bajo las máscaras arrancadas se veía la desnudez oscura de la muralla.
Luego llegó a las salas de los festines, donde las mesas relucientes aún estaban preparadas. Llevó el hachón sobre su cabeza y algunas líneas púrpuras se precipitaron hacia los rincones. En el centro de las mesas había un tronco con pies de león, sobre el cual descansaba una piel moteada; algunas cristalerías parecían amontonadas en los ángulos, con piezas de plata bruñida y tapas perforadas de oro humoso. Algunos frascos espejeaban con resplandores violetas, otros estaban chapeados en el interior con delgadas láminas traslúcidas de metals preciosos. Como una terrible indicación de sangre, un destello del hachón hizo centellear una copa oblonga, tallada en un granate, y en la cual los escanciadores acostumbraban verter el vino de los reyes. Y la luz acarició también de bermejo un cesto de plata tejida donde estaban dispuestos panes redondos de limpia corteza.
Y el rey atravesó las salas de los festines desviando la cabeza.
-¡No se avergonzarán -dijo- de morder el pan vigoroso  bajo su máscara, y de tocar el vino sangrante con sus labios blancos! ¿Dónde está aquel  que, conociendo su mal, prohibe los espejos de su casa? Está entre aquellos cuyos falsos rostros he arrancado: y yo he comido pan de su panera, y he bebido vino de su copa...
Por una estrecha galería revestida de mosaicos se llegaba a los dormitorios, y en ella se deslizó el rey, llevando su sangrienta antorcha en las manos. Un guardián, inquieto,se adelantó, y su cinturón de amplios anillos llameó sobre su túnica blanca; luego reconoció al rey por su rostro de oro, y se prosternó.
Una luz pálida, que provenía de una lámpara de bronce suspendida en el centro, iluminaba una doble fila de lechos ornamentales; las mantas de seda estaban tejidas con filamentos de matices envejecidos. Un tubo de onix dejaba caer monótonas gotas en una fuente de piedra pulida.
Primero, el rey consideró el recinto de los sacerdotes; y la máscaras graves de los hombres acostados eran semejantes durante el sueño y la inmovilidad. Y el recinto de los bufones, la risa de sus bocas dormidas tenía exactamente la misma amplitud. Y la inmutable belleza del rostro de las mujeres no se había alterado en el reposo; tenían los brazos cruzados sobre los pechos, o una mano bajo la cabeza, y no parecían preocuparse por su sonrisa, que era tan graciosa cuando ellas la ignoraban-
En el fondo de la última sala se extendía un lecho de bronce, con bajorrelieves de mujeres encorvadas y flores gigantes. Los cojines amarillos conservaban la huella de un cuerpo agitado. Allí habría debido descansar, a estas horas de la noche, el rey  de la máscara de oro; allí habían dormido  sus antepasados durante años.
Y el rey desvió la cabeza de su lecho:
-Ellos pudieron dormir -dijo- con es secreto sobre su rostro, y el sueño vino a besarles en la frente, como a mí. Y no sacudieron su máscara al negro rostro del sueño, con el fin de espantarlo para siempre. Y yo rocé este bronce, yo toqué estos cojines donde antaño reposaban los miembros de aquellos pusilánimes...
Y el rey pasó al cuarto del brasero, donde la llama rosada y púrpura todavía danzaba y arrojaba sus rápidos brazos sobre los muros. Y golpeó el gran gong de cobre con un golpe sonoro que hizo vibrar a todas las cosas metálicas de alrededor. Los guardias asustados se abalanzaron medio desnudos, con sus hachas y sus bolas de acero erizadas de puntas, y aparecieron los sacerdotes, dormidos, arrastrando sus hábitos, y los bufones olvidaron todos los sacramentales saltos de entrada, y las mujeres mostraron sus rostros sonrientes en el vano de las puertas.
Entonces, el rey subió a su trono y ordenó:
-He golpeado el gong con el objeto de reuniros para algo importante. El mendigo ha dicho la verdad. Todos vosotros me engañáis. Quitaos las máscaras.
Se oyó el estremecimiento de los miembros y las ropas y las armas. Luego, lentamente, los que allí estaban se decidieron y descubrieron sus rostros.
Entonces, el rey de la máscara de oro se volvió hacia los sacerdotes y consideró cincuenta caras gordas risueñas con ojitos pegados por la somnolencia; y, volviéndose hacia los bufones, examinó cincuenta caras demacradas surcadas por la tristeza, con ojos sanguinolientos de insomnio; luego, inclinándose hacia la media luna de las mujeres asentadas, lanzó una carcajada, porque sus rostros eran absolutamente aburridos y feos, y estaban revocados de estupidez.
-Así, pues, me habéis engañado desde hace tantos años acerca de vosotros mismos y acerca de todo el mundo -dijo el rey-. Aquellos que creía serios y que me daban consejos sobre las cosas divinas y humanas son similares a odres hinchados de viento o de vino; y aquellos con quienes me divertía por su continua alegría  eran tristes hasta el fondo de su corazón; ¡y vuestra sonrisa de esfinges, oh mujeres, no significaba absolutamente nada! Qué miserables sois; pero yo soy el más miserable de todos vosotros. Soy rey y mi rostro parece real. No obstante, mirad: el más desdichado de mi reino no tiene nada que envidiarme.
Y el rey se quitó su máscara de oro. Y un grito se alzó de las gargantas de quienes lo veían, ya que la llama rosa del brasero iluminaba sus blancas escamas de leproso.
-Son ellos quienes me engañaron, mis padres, quiero decir -gritó el rey-, que eran leprosos como yo y me transmitieron su enfermedad con la herencia real. Me embaucaron y os forzaron a mentir.
A través del ventanal de las sala, abierto hacia el cielo. la luna mostró su máscara amarilla.
-Así como esta luna, que siempre vuelve hacia nosotros el mismo rostro dorado, quizá tenga otra cara oscura y cruel -dijo el rey-, así mi realeza fue extendida sobre mi lepra. Pero nunca más veré la apariencia de este mundo, y dirigiré mi mirada hacia las cosas oscuras. Aquí, ante vosotros, me castigo por mi lepra, y por mi mentira, y mi estirpe conmigo.
El rey alzó su máscara de oro; y, ante el negro trono, entre la agitación y las súplicas, hundió en sus ojos los ganchos laterles de la máscara, con grito de angustia; por última vez, una luz roja respandeció ante él y una oleada de sangre corrió sobre su rostro, sobre sus manos, sobre las oscuras gradas del trono. Desgarró su ropa, descendió tambaleando los peldaños y, luego de apartar a tientas a los guardias, mudos de horro, partió solo en la noche.

Así, pues, el rey leproso y ciego caminaba en la noche. Tropezó con las siete murallas concéntricas de sus siete patios y con los viejos árboles de la residencia real, y se hirió las manos al tocar las espinas de los setos. Cuando oyó el ruido de sus pasos supo que estaba en el camino principal. Caminó durante horas y horas, sin experimentar siquiera la necesida de tomar alimento. Sabía que lo iluminaba el sol por el calor que velaba su rostro, y reconocía la noche por el frío de la oscuridad. La sangre que había corrido de sus ojos arrancados le cubría la piel con una costra negruzca y seca. Y cuando hubo caminado mucho tiempo, el rey ciego se sintió cansado y se sentó en el borde del camino. Ahora vivía  en un mundo oscuro, y sus miradas había entrado en él mismo.
Cuando vagaba por esa llanura sombría de los pensamientos, oyó de pronto un ruido de campanillas. Inmediatamente se imaginó el regreso de un rebaño de ovejas de espesa lana, llevado por carneros cuya gruesa cola caía en tierra. Y estendió las manos para tocar la blanca lana, ya que no tenía vergüenza de los animales. Pero sus manos encontraron otras manos tiernas, y una voz suave le dijo:
-Pobre ciego, ¿qué quieres? -el rey reconoció la encantadora voz de una mujer .
-No debes tocarme -exclamó el rey-. Pero ¿dónde están tus ovejas?
Ahora bien, ocurría que la joven que se hallaba ante él era leprosa, y por eso llevaba campanillas suspendidas a su ropa. Pero no se atrevió a confesarlo, y respondió con una mentira:
-Están un poco detrás de mí.
-¿Dónde vas así? -dijo el rey ciego.
-Vuelvo a casa -respondió ella-, a la ciudad de los Miserables.
Entonces el rey recordó que, en un lugar alejado de su reino, había un asilo donde se refugiaban quienes habían sido rechazados de la vida por sus enfermedades o sus crímenes. Vivían en chozas construidas por ellos mismos o encerrados en guaridas cavadas en el suelo. Y su soledad era extrema.
El rey resolvió dirigirse a esa ciudad.
-Llévame -dijo.
La joven le cogió por la manga.
-Déjame que te lave el rostro -dijo-; la sangre ha corrido por tus mejillas quizá desde hace ya una semana.
Y el rey tembló, pensando que ella se horrorizaría de su lepra y le abandonaría. Pero ella vertió el agua de su calabaza y lavó el rostro del rey.
-¡Pobre -dijo luego-, cómo has debido sufrir por el arrancamiento de los ojos!
-Cómo he sufrido antes sin saberlo -dijo el rey-. Pero bueno, adelante. ¿Llegaremos esta noche a la ciudad de los Miserables?
-Así lo espero -manifestó la joven.
Y lo condujo hablándole con ternura. Entretanto, el rey ciego oía las campanillas y, volviéndose, quería acariciar las ovejas. Y la joven temía que adivinara su enfermedad.
Ahora bien, el rey estaba extenuado de fatiga y hambre. Ella sacó una hogaza de pan de sus alforjas y le ofreció su calabaza. Pero él se negó, temiendo ensuciar el pan y el agua.
-¿Ves la ciudad de los Miserables? -preguntó poco más tarde.
-Todavía no -dijo la joven.
Y siguieron adelante. Ella recogió lotos azules para él, quien los mascó para refrescarse la boca. El sol se inclinaba hacia los grandes arrozales que ondulaban en el horizonte.
-Puedo sentir el olor de  la comida que llega hasta mí -dijo el rey ciego- ¿No nos acercamos a la ciudad de los Miserables?
-Todavía no -dijo la joven.
Y, cuando el disco sangriento del sol aún cortaba el cielo violeta, el rey desfallecía de cansancio e inanición. En el extremo del camino temblaba una delgada columna de humo entre las techumbres de herbajes. La bruma de los pantanos flotaba en los alrededores.
-He aquí la ciudad -afirmó la joven-, puedo verla.
Entraré solo en otra -dijo el rey ciego-. No tenía más que un deseo; habría querido descansar mis labios sobre los tuyos, para refrescarme en tu rostro que debe ser tan hermoso. Pero te habría manchado pues soy leproso.
Y el rey se desvaneció en la muerte.
La joven rompió a llorar, viendo que el rostro del rey ciego era puro y límpido, y sabiendo que ella misma temía mancharlo.
En ese momento, de la ciudad de los Miserables se adelantó un viejo mendigo de barba herizada, cuyos ojos inciertos temblaban.
-¿Por qué lloras? -preguntó.
Y la joven replicó que el rey ciego había muerto, después de haberse arrancado los ojos, pensando que era leproso.
-Y no quiso darme el beso de la paz -dijo- para no mancharme; y soy yo quien es verdaderamente leprosa a los ojos del cielo-
Y el viejo mendigo le respondió:
-Sin duda, la sangre del corazón que había brotado de sus ojos le curó la enfermedad. Y murió, pensando que tenía una máscara miserable. En ese momento, no obstante, abandonó todas las máscaras, la de oro, la de lepra y la de carne.

Ilustración de Santiago Caruso inspirada en El Rey de la máscara de oro.



Lecturas:

Marcel Schwob, El rey de la máscara de oro. Edicones Abraxas 2003
Marcel Schwob, La cruzada de los niños (con prólogo de Jorge Luis Borges) Tusquets 1984
Marcel Schwob, Corazón doble. Siruela 1996
Marcel Scwob, Vidas maginarias. Bruguera 1972


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domingo, 17 de febrero de 2013

Blanco

Nieve recién caída en algún lugar del Pirineo. Febrero de 2013



 "La nieve me recordó a Dios -respondió Ka-. La nieve me recordó lo misterioso y hermoso que es este mundo y que vivir es en realidad pura alegría."

 Orhan Pamuk, Nieve


"...el blanco, que a veces se considera un no-color, es el símbolo de un mundo, donde han desaparecido todos los colores como cualidades y sustancias materiales. Ese mundo está tan por encima de nosotros que no nos alcanza ninguno de sus sonidos.
Es un silencio que no está muerto sino, por el contrario, lleno de posibilidades. El blanco suena como un silencio que de pronto se puede comprender. Es la nada juvenil o, mejor dicho, la nada anterior al comienzo, al nacimiento."

Wassily Kandinsky, De lo espiritual en el arte


"El blanco implica la integración de todos los colores, es la claridad absoluta y sin mácula. En su estado no manifiesto, supone el color de la luz pura antes de su individuación, antes de que el Uno sea los muchos. La luz, apreciada simbólicamente como el blanco, desciende del sol y representa la Unidad."

Nader Ardalan y Laleh Bakhtiar, El sentido de la Unidad



En el sufismo persa el blanco es símbolo de la Unidad ilimitada, de la esencia divina como pura luz incolora anterior a su manifestación en los infinitos colores. En su rica tradición poética, tal simbolismo será ilustrado a través de imágenes como la nieve y la salina o Mina de Sal, encontrando los poetas en ellas un emblema de la regeneración espiritual, del cuerpo completamente puro que se ha privado de todo color, del "morir antes de morir", de la "extinción en el Amado".
Antoni Gonzalo Carbó en un interesante artículo aparecido en el nº 1 de la revista Mundo iranio analiza este simbolismo en poetas como, entre otros, Attar, Rumi o Sabestari, así como la influencia que se puede apreciar en el cine iraní. Entre otras películas se refiere a El árbol de la vida (Derajt-e yan) de 1998 dirigida por Farhad Mehranfar (fotograma en imagen superior). Este filme, entre la ficción y el documental, muestra que el uso tradicional de los colores opera más con el propósito de evocar una reminiscencia de la realidad celestial de las cosas que con el de imitar la naturaleza de los objetos . En una escena los cazadores tiñen la blanca nieve con la sangre de un ciervo, imagen que evoca la extinción del cuerpo (del color: la sangre) en la incolora Unidad. Una voz en off describe dicho paisaje nevado en los siguientes términos: "Todo estaba nevado, los colores bajo la nieve se morían". Este blanco en el que los colores se disuelven simboliza la Unidad de la Existencia, el voyud incoloro e ilimitado.
A continuación algunos fragmentos entre los que también aparecerá la relación de este simbolismo con el Simorg, el ave mítica persa sobre el que Farid al-din Attar escribiera su conocida obra La conferencia de los pájaros.


 La extinción en la Salina de la Realidad (fragmentos)
Por
 Antoni Gonzalo Carbó 
 (Universitat de Barcelona)


(...) Como en otras culturas y tradiciones, en el Irán preislámico el blanco es el símbolo del reino espiritual de luz en el mazdeísmo, y de la pureza en el zoroastrismo. En el Islam, el blanco (árabe. abjad, persa sefid) es el color sunní, mientras que el verde es el color si'í por excelencia. En la espiritualidad musulmana el blanco, que constituye la integración de todos los colores, es puro e inmaculado.
En la mística islámica, en su estado no-manifestado, el blanco es el color de lo Absoluto antes de la individualización, antes de que el Uno se manifieste en lo múltiple, el color de la Luz de la unidad divina, del mundo superior (lahut/yabarut). La luz, que simbólicamente es vista de color blanco, desciende del sol y simboliza la unidad. No existe símbolo más perfecto de la Unidad divina que la luz. El color pone de manifiesto la riqueza intrínseca de la luz. La luz directa es cegadora; mediante la armonía de los colores adivinamos su verdadera naturaleza, en cuyo interior se encuentran todos los fenómenos visuales. En el sufismo, el color blanco es un color litúrgico y además el símbolo de la purificación del cuerpo (del alma corporal) como preliminar del retiro -ablución ritual-, el signo distintivo de que el iniciado ha limpiado su alma y purificado el espejo de su corazón, entrando así en el mundo espiritual.
En los siguientes versos del Moulana (D 1759) se resumen algunos de los puntos que hemos expuesto:

"¡Ah! sin el menor color ¡y sin signo alguno soy!
¿y cuándo podré verme al fin tal como realmente soy?..."

El hombre "sin el menor color" del verso de Rumi, es el hombre que se ha desprendido de todas las cosas, el hombre vacío que sólo lleva dentro de sí la imagen del Amado, del "hálito sin color" (D 1315, 1365)

(...) La dualidad ya no existe para el sufí que alcanza el último estado, la "unión" absoluta en la que toda dualidad desaparece. Pues tal como escribe el seyj Mahmud Sabestari (m. 720/1320) en unos versos de su poema místico titulado Golsan-e raz (El jardín del misterio):

"Alejados de todo color y de todo perfume
ellos se lavan en el vino purificado
todos los tintes, negros, verdes o azules, 
beben de una misma copa de este vino puro
por ello los sufíes se hacen puros y sin atributos"

Rumi expresa el despojamiento y el pulimento del alma del místico por medio de la imagen simbólica del "corazón blanco" (M II:159):

"Purifícate de los atributos del ego, con el fin de poder contemplar tu propia esencia pura, y contempla en tu propio corazón todas las ciencias de los profetas, sus libros, sus profesores sus maestros.
El libro sufí no está compuesto de tintas y de letras; no es otro que el corazón blanco como la nieve."

Los sufíes conciben el universo a la manera de una imagen de Dios, que se proyecta y refleja. La luz divna brota y desciende en una serie de emanaciones hasta reflejarse en las tinieblas del no ser, cada uno de cuyos átomos manifiesta algún atributo de la divinidad. Para Rumi la creación es una manifestación multiforme y multicolor de una única luz que precede  a todos los colores: la blancura resplandeciente que es Dios. La creación es la explosión de esta ausencia de color primordial en forma y aspecto, produciendo la ilusión de individuación, separación, distinción y oposición. Rumi explica (en el encabezamiento previo a M I:2365) que cada cual mira la existencia a través de un vidrio de un color particular, viendo la verdad reflejada en un matiz diferente, dependiendo del lugar donde cada uno se halle, de manera que cada cual ve todos los otros a partir del círculo de su propia existencia: un vidrio azul hace ver el sol azul, un vidrio rojo, rojo; pero cuando el vidrio escapa al color, se vuelve blanco, y entonces es más fiel que todos los otros a lo Real y se convierte en el modelo de todos. Sólo el profeta, el verdader Imam, el ejemplar, puede mirar por encima del prisma y discernir la real y no refractada blancura de la luz. 
Esta es la razón por la que Rumi, siguiendo la concepción platónica del alma incolora, informe e intangible de Platón y de Plotino, considera que para que el hombre pueda "escapar de este mundo de la nada" (M I:2368), el alma debe ser pulida, depurada del color de la herrumbre de la existencia carnal, para convertirse en el espejo de la unidad: alma liberada de los atributos del ego que Moulana designa por medio de la imagen del "corazón blanco".
(...) En el lenguaje místico de Attar y de Rumi el término "color" simboliza "la objetivación", "el fenómeno", "la existencia aparente", y "la ausencia de color" significa la existencia absoluta, despojada de toda objetivación.
(...)También para Rumi, más alla de los dualismos de la obediencia y la rebelión, de la fe y la incredulidad, del bien y del mal, todos los cuales son producidos por las multiplicidades introducidas dentro del ser de la creación, lo que constituye  el sentido de la doctrina islámica del tauhid - la Unicidad o Unidad divina. La Unidad es la única Realidad. No hay más que una sola Existencia, Dios y el mundo, las criaturas y el Creador, no son más que uno (vahdat al voyud). Creer en un Dios separado del mundo no es más que un dualismo, opuesto al tauhid. La multiplicidad sólo es una apariencia, una ilusión.
(...) Del mismo modo el arte islámico busca siempre relacionar la multiplicidad de las formas, contornos y colores con el Uno, el Centro y el Origen, reflejando con ello, a su manera el tauhid en el mundo de las formas que le es propio.
La meta del sufismo es la unión con Aquel que es Absoluto e Infinito, el único que está más allá de toda limitación, Aquel que es absolutamente libre. Los sufíes, por tanto, consideran la libertad (árabe hurriyya, persa azadegi) casi como sinónimo de la meta del sufismo. Toda su aspiración consiste en integrar lo individual en lo universal. Para ellos la libertad interior significa el logro del desapego y la pobreza espiritual (faqr). La estación mística más elevada es la Estación suprema de la plena realización de la Unidad (tauhid), que constituye el fin de la vida espiritual. En la mística del unus-ambo de Rumi, el amante y el Amado se funden en uno solo, simbolizado por la adquisición de un mismo color: "Somos uno y no dos, / de un mismo color y tono".
(...) El canto de Simorg (ave mítica persa) representa la sintesis de todos los sonidos y su plumaje reúne todos los colores simbólicos de los estados místicos transitorios del alma durante su viaje espiritual. Esta es la razón por la cual algunos maestros sufíes como Sehab al-Din Yahyà Sohravarde (m. 587/1191), Seyyed 'Ali Hamadani (m. 786/1384) y Sams al-Din Md. Lahiyi (m. 912/1506-7), dicen que Simorg es "sin color" (bi.rang), puesto que ella los integra todos. Este pájaro es la coalescencia universal de todas las almas convertidas en plérôma del tauhid. Como la cola desplegada del pavo, con doscientos ojos brillantes, el plumaje de Simorg es multicolor, y así pues indefinible por un color determinado. Lo mismo se puede decir de la esencia divina inclasificable y llamada "sin atributos" (bi sefat). (...) Antes que Rumi, Sohravardi (al-maqtul) afirmaba en su relato visionario Safir-e Simorg: "Sabe que todos los colores (persa naqseha) derivan del (ave mítica) Simorg, pero él mismo no tiene color (rang nadarad). Su nido está en Oriente, pero su lugar en Occidente no está vacante." El pájaro místico Simorg, o al-Anqa, es el símbolo de la Divinidad hacia la cual se dirige el místico. San Juan de la Cruz dirá a su vez que el pájaro solitario de su alma, aunque no tiene determinado color", posee a la vez todos los colores, con lo que el poeta significaba simbólicamente el desasimiento del alma de todo lo creado. En la alquimia, el lapis contiene o produce todos los colores.
Para Rumi , el Amado imprime los matices o colores (rang-ha), los aspectos de este mundo, pero el Uno inefable "no tiene color" (bi rangi). En el sufismo, de forma similar al dualismo maniqueo, la luz del mundo superior (lahut/yabarut) es pura blancura; la luz sonrosada de la aurora  representa el tránsito de la negrura de la noche de los sentidos y de la aniquilación (fana') a la blancura del alba, la iluminación del espíritu. (...)


Lecturas:

Mundo Iranio nº 1 (pags. 69-80)


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Collar Persa

Extinción

La elocuencia del Rojo

El Desierto y las Ruinas

Azul

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sábado, 9 de febrero de 2013

El Grial

Dante Gabriel Rossetti, La doncella del Santo Grial 1874



¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen
en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre,
no puedes decirlo ni adivinarlo; tu sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde el sol bate,
y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela
y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo
hay sombra bajo esta roca roja
(ven a cobijarte bajo la sombra de esta roca roja),
y te enseñaré algo que no es
ni la sombra tuya que te sigue por la mañana
ni tu sombra que al atardecer sale a tu encuentro;
te mostraré el miedo en un puñado de polvo.

Thomas S. Eliot, La tierra baldía


El grial
Por
Anne Baring y Jules Cashford


Con las leyendas del grial nos adentramos en la esfera de lo maravilloso. El misterio del santo grial infunde en la Edad Media la imagen  de la búsqueda ancestral, que ahora se vuelve irrevocablemente interna. Se hace eco así del anhelo del corazón del buscador, y de la necesidad de seguir un sendero que no puede ser enseñado, sino sólo hallado, y que es único para cada individuo. No existe camino establecido alguno, ningún maestro a quién se pueda seguir; todos los senderos que se han hallado ya, que se conocen y cuya existencia se ha demostrado, son erróneos porque no son los propios. El caliz, la vasija, la copa, el plato y la piedra que constituyeron las imágenes primarias del grial evocan el arquetipo de lo femenino; éste se convierte en la inspiración, guía y meta de la búsqueda interior del caballero. En La Queste del Saint Graal, la leyenda del siglo XIII, la visión del grial, cubierto con un velo, se aparece a los caballeros en la sala de banquetes del rey Arturo para llamar a cada uno a su búsqueda, cuyo fin es retirar ese velo. 

La aparición del grial a los caballeros, de la Chronique de Hainault (c. 1450)


Ellos deciden cabalgar en solitario; ir en grupo habría sido vergonzoso. Cuando todos los caballeros se hubieron puesto sus armaduras, oído misa y expresado su gratitud hacia el rey, "se adrentaron en un bosque, desde diferentes puntos, donde les pareció que era más frondoso, por todos aquellos lugares donde les parecía que no había sendero alguno". Empezaron, de esta manera, su viaje espiritual como individuos, confiando cada uno en la propia autoridad y en el misterioso poder de su llamada.
¿De dónde provinieron estas leyendas que iluminaron el cielo de la Europa medieval con una nueva imagen de la antigua visión? Las leyendas del grial que nos son familiares se escribieron durante el curso de sólo cincuenta años, en el último cuarto del siglo  XII y el primero del siglo XIII. Esta era coincide con el apogeo tanto de la iglesia cátara como de la expansión de los templarios. No se ha encontrado todavía ningún texto anterior a esta época; sin embargo, está claro que, al igual que sucede con los Evangelios, los relatos contienen elementos de mitos y cuentos anteriores. A través del rico tejido de las leyendas se vislumbran las líneas del mito de la Edad del Bronce de la diosa madre y su hijo amante.
No pueden separarse las imágenes del grial del gnosticismo ni de la alquimia, ni de la mitología de la diosa y su hijo-amante; quizá ni siquiera de la cábala. El "rey pescador", como Osiris, Adonis y Atis, yace herido en la ingle, incapaz de regenerar los campos de la tierra baldía. ¿Quién va a ser, sino el hijo-amante de la diosa, que eternamente muere y resucita? 

(...)En la versión del relato del grial de Wolfram von Esenbach, a la madre de Parsifal  se la llama "clara como la luz del sol". Al propio Parsifal se le denomina "el verde", que devuelve a la tierra las aguas de la vida, y también "el hijo de la viuda"; uno de los títulos de la diosa que había perdido a su consorte durante la estancia de este último en el inframundo era el de viuda, también aplicado a la Sekiná en su exilio. Este título es tan antiguo como Sumer; Innana e Istar, al llorar a sus consortes, lamentan la propia viudedad. ¿Quienes son los caballeros que cuidan al rey pescador y actúan como guardianes del grial, sino aquellos que lealmente mantuvieron vivos los misterios sagrados de la regeneración del alma? La paloma era el emblema de los caballeros del grial, bordada en los mantos color carmesí que los trovadores llevaban en sus reuniones en el bosque. Paloma y pez se relacionan tan estrechamente con el grial que es imposible no vincular las tres imágenes con los ritos y la mitología de la diosa precristiana.
Las imágenes primarias de la diosa eran la vasija y la piedra; comienzan por ser su epifanía en el Neolítico, y terminan con las imágenes misteriosas de la alquimia y de las leyendas del grial. La piedra sagrada de Cibeles se trasladó de Pérgamo a Roma. A la Sekiná se le daba el nombre de "piedra preciosa". Cuanto más profundamente penetra uno en la iconografía del grial, con mayor claridad distingue la influencia de ideas precristianas y gnósticas, y entiende en mayor medida estas últimas como un nuevo florecer de la mitología anterior. El gnosticismo celebraba ritos que incluían tanto un matrimonio sagrado como un banquete sagrado; su vasija sagrada era el krater, o cáliz. Jessie Weston subrayó antes que cualquier otro erudito la relación entre las imágenes del grial y el culto precristiano de la diosa y su hijo-amante; señala que no cabe duda de que "lo que ahora conocemos por gnosticismo preserva, en sus pocos y fragmentarios restos, la tradición de un gran sistema de enseñanza y práctica esotérica del primer cristianismo". Los artífices de los mitos del grial de toda Europa tejieron un tapiz de leyendas alrededor de las imágenes de los misterios de la sabiduría que todavía hoy tienen capacidad para extasiar.
La diosa aparece bajo diferentes aspectos. Ahora es Cundrie, el espíritu de la naturaleza; es la mensajera del grial y lleva una capucha negra bordada con "una bandada de tórtolas". (En la imagen Marianne Brandt como Cundrie en el estreno en 1882 de la opera Parsifal de Richard Wagner) Ahora es una bruja vieja y horrible que tiene "los dientes como colmillos de jabalí", una imagen que recuerda claramente la muerte por el jabalí del hijo-amante (Tamuz,Osiris, Atis y Adonis). En un relato le exige al rey Arturo  el matrimonio con Gawain, al besarla con desgana en la noche de bodas, otorgándole la facultad de elegir si se transformará en una mujer bella de noche o de día, descubre que se convierte en dicha mujer ante sus ojos. Uno casi puede oír el eco  de las antiguas palabras: "¡Qué hermosos son tus amores, hermana y novia mía!". La Sabiduría hace llegar a los caballeros su llamada, y éstos se convierten en sus amantes. Disfrazada de vieja bruja, los conduce a abrazar su propia oscuridad, transformándola a través del amor. Al final de la búsqueda le revela el tesoro secreto de grial, el cáliz que rebosa comida para todos y la visión de la reunión del alma con su fundamento divino. Como la revelación de Pentecostés, esta visión otorga la experiencia de unidad, tan anhelada, sanando así toda herida y calmando toda tristeza.
¿Qué es, entonces, el grial, sino la vasija inagotable, la fuente de vida que continuamente se genera, energía derramándose sobre la creación, energía como creación, la fuente inextinguible del ser eterno? Había habido otras imágenes de la fuente de la creación; sin embargo, ningún mito había vinculado esa imagen con el desbordamiento espontáneo de un corazón individual, convirtiendo el grial externo en consustancial con el instante interno en que se convierte en vida dentro del ser humano. Si relacionamos esa imagen con nosotros mismos, es el lugar donde la vida cobra su ser dentro de nosotros, un lugar que se halla antes o más allá de todo deseo o temor, que es simplemente pura transformación. Es un imagen que emerge en culturas muy diferentes, separadas por el tiempo o el espacio; debe ser, por lo tanto, el reflejo de ciertos poderes o potencias de la psique de cada ser humano. Al contemplar esta y otras imágenes míticas, evocamos estos poderes en nuestras propias vidas. Ahora como antes, el grial es símbolo que puede unificar tradiciones diferentes en una nueva imagen: la del ser humano liberado de las ataduras que lo amarran a las costumbres tribales o a las creencias religiosas, y que sirve al mundo a través del amor individual, siguiendo su propio corazón a dondequiera que le lleve.


"El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias: Al vencedor le daré maná (1) escondido; y le daré una piedrecita blanca (2), y, grabado en la piedrecita un nombre nuevo que nadie conoce, sino el que lo recibe."

Apocalipsis 2, 17
 
(1) El maná escondido por Jeremías con el Arca. Es el alimento del Reino celestial. 
(2) La piedrecita blanca (color de victoria y alegría) es la señal de la admisión en el Reino al hombre nuevo, el que ha realizado la renovación interior (Biblia de Jerusalén)



De entre otros libros que encuentro por casa referentes al Grial me parecen también interesantes las observaciones que hace Joseph Campbell en su ensayo Los mitos en el tiempo. Aquí se refiere a la versión que sobre el mito escribiera Wolfram von Eschenbach, Parzival, quien desarrollaría en extenso textos anteriores de la tradición iniciada por Chrétien des troyes. Dejo unos fragmentos donde se hace referencia a cuestiones fundamentales sobre el simbolismo del Grial:  En primer lugar sobre su origen celeste, y en segundo sobre el significado del mal de la Tierra Baldía personificado en el Rey Pescador.



En busca del Santo Grial (fragmentos)
Por
Joseph Campbell


(...) Wolfran dice que Chrétien no comprendió la historia. "Mi fuente", dice, "es el poeta Kyot". No sabemos quien fue, pero supuestamente había estado en  España, donde oyó la historia de labios de un alquimista árabe. De modo que hay temas alquímicos en el relato. Según él, el Grial es una copa de piedra que fue traída del cielo. Lo que hace en este punto es imitar a la Kaaba musulmana, la piedra en la Meca que fue traída del cielo.
El Grial fue traído del cielo por ángeles neutrales. Ahí está la clave. A Lucifer, el más orgulloso de los ángeles, se le pidió que reverenciara al hombre, la más alta creación de Dios. Antes Dios había dicho: "Revenciadme sólo a mí." Ahora Él cambia las reglas y dice: "Reverenciad al hombre." Lucifer no acepta. La interpretación cristiana es que se lo impidió el orgullo: Lucifer no se dignaba inclinarse ante el hombre. La interpretación musulmana chiita es que lo hizo por amor a Dios: Lucifer no se resolvió a reverenciar a nadie más que a Dios. De ahí que Satán en el infierno es el más fiel adorador de Dios. Dicen que el gran dolor del infierno no es el fuego o el tormento físico, sino la pérdida, para siempre, de la visión de su bienamado, que es Dios. ¿Y qué sostiene a Satán en el infierno? Su recuerdo de la voz del bienamado cuando éste dijo: "Vete". Ésta es la versión chiita de la caída de Lucifer.
Sea como sea, hubo esta guerra en el cielo, y algunos ángeles se pusieron del lado de Dios y otros apoyaron a Lucifer: el par de opuestos. El misterio metafísico consiste en superar todos los opuestos. Donde tenemos opuestos de bien y mal, estamos simplemente en el campo de la ética. Adán y Eva fueron expulsados del Edén cuando conocieron la diferencia entre el bien y el mal. La naturaleza no sabe nada de esto. Los ángeles neutrales no estaban ni del lado de Dios ni de Lucifer; y Wolfram interpreta el nombre de Parsifal como perce à val, "el que mira por el medio del valle", entre el par de opuestos. Esto es herejía. Estamos en el campo de las tradiciones gnósticas.

William Morris, La visión del Santo Grial 1890

(...) Así que parte. Una vez más (Parsifal) deja que el caballo lo guíe, y esa noche llega a un lago. En el lago hay un bote con dos hombres pescando, y uno de ellos tiene plumas de pavo real en el bonete. Es el rey del Grial que, en esta historia, simboliza todo el problema de la Tierra Baldía. El rey del Grial no se ganó su posición, la heredó. Cuando era un hermoso joven, un bonito día salió del palacio con el grito de guerra Amors!
Eso está muy bien para un joven impetuoso, pero no es lo más adecuado para el guardián del Grial, un símbolo de la más alta consumación espiritual. Cabalgando, llegó a un bosque. Del bosque salió un caballero pagano proveniente de Tierra Santa, cerca del Santo Sepulcro. Los dos caballeros pusieron en posición sus lanzas, y se lanzaron uno contra el otro. La lanza del Rey del Grial mató al caballero pagano, y la de éste castró al rey y la punta de la lanza se rompió y quedó dentro de la herida.
¿Qué nos está diciendo Wolfram? Que el ideal espiritual de la Edad Media, que distinguió a la gracia sobrenatural de la natural, ha castrado a Europa. La gracia natural, el movimiento del caballo , no es permitida, no es lo que dicta la vida. Lo que dicta la vida es la gracia sobrenatural, esta noción de una cosa espiritual que viene por la vía de los cardenales de la iglesia diciéndole a uno qué es bueno y qué es malo. La naturaleza ha sido asesinada en Europa. La energía de la naturaleza  (ésta es la lección de Wolfram) ha sido asesinada. La muerte de ese caballero pagano simboliza eso, y la impotencia espiritual del Rey del Grial es la consecuencia.
El Rey del Crial, en medio de terribles dolores, volvió a la corte. Cuando le extrajeron la punta de la lanza de la herida, encontraron escrita en ella la palabra "Grial". Significa que la tendencia natural de la naturaleza es hacía el espíritu, mientras que el señor del espíritu ha rechazado la naturaleza. La Tierra Baldía. ¿Cómo se curará el mal de la Tierra Baldía. La cura provendrá del acto espontáneo de un corazón noble, cuyo impulso no se dirija al yo sino al amor, en el sentido no del amor sexual sino de la compasión. Ésa es la clave del Grial.

(...) Entonces Parsifal le pregunta al rey: "¿Cuál es tu problema?" De inmediato el rey se cura, y Parsifal se convierte en el Rey del Grial, el guardián de los más altos valores espirituales: la compasión y la lealtad. Y entonces llega su bella esposa, ahora con dos hijos (uno de los cuales es Lohengrin) y hay una hermosa escena de reunión.
Y al fin Trevizrent (el ermitaño que había dicho "No puedes hacerlo" cuando Parsifal se empeñaba en volver al castillo) le dice: "Tú, por la tenacidad de tu intención, has cambiado la ley de Dios." Grandes palabras. El dios dentro de nosotros es el que da la ley y puede cambiar las leyes. Y está dentro de nosotros.


Dejo para finalizar unas palabras pertenecientes al prólogo de El Islam y el Grial de Pierre Ponsoye:

 "Aquellos que se han impuesto hablar del Grial se han guardado bien de dar de él una definición teológica particular, por lo demás imposible. Pero lo han descrito lo bastante, como signo y virtud, como medio de acercamiento y participación de lo Divino, como para que no pueda desconcocerse su naturaleza: la "verdad" del Grial es la visio Dei; la θεωρια verdadera; no la visión de Dios por el hombre, sino la visión de Dios por Él mismo en el hombre, su encuentro consigo mismo en el hombre, en el corazón del Instante eterno y del "Silencio divino" en el que "el Espíritu todo  lo escudriña, hasta las  profundidades de Dios" (1 Cor., II, 10).


Cáliz Ardagh. Irlanda. S. VIII.



Lecturas:

Anne Baring y Jules Cashford. El mito de la Diosa. Siruela 2005

Joseph Campbell, Los mitos en el tiempo. Emecé editores 2002

Pierre Ponsoye, El Islam y el Grial. Olañeta editor 1997

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