Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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viernes, 25 de mayo de 2012

Las babuchas de Abu Kasem



El cuento tradicional Las babuchas de Abu Kasem, ha gozado de gran popularidad a lo largo de los siglos en el mundo de influencia árabe. Transmitido en infinidad de versiones, ha sido interpretado habitualmente en un sentido moralista sobre las consecuencias que pueden acarrear la avaricia y la tacañería. Para el mitólogo Heinrich Zimmer, el relato reune elementos que lo hacen atractivo para realizar una lectura a nivel más profundo, descubriendo en su análisis algunos de los ocultos entresijos que nos conforman a las personas, pudiendo ser revelador el tomar conciencia de ello. Se servirá de la versión que hizo del cuento Ibn Hijat al-Hamawi en la recopilación Thamarat ul-Awrak ("Los frutos de las hojas")


Las babuchas de Abu Kasem
Por
Heinrich Zimmer



¿Conocéis la historia de Abu Kasem y sus babuchas? Esas babuchas fueron tan célebres -incluso proverbiales- en el Bagdad de su tiempo como lo fue la desmesurada avaricia y roñosería de su dueño. Todo el mundo las tenía por el signo visible de su repugnante codicia. En efecto, Abu Kasem era rico y trataba de ocultarlo; incluso el mendigo más harapiento se habría avergonzado de morir calzando unas babuchas como las que él llevaba, hasta tal punto estaban remendadas y cubiertas de trozos y de parches. Vieja historia y verdadera espina en el costado de todos los zapateros de Bagdad, habían terminado por ser proverbiales en boca de las gentes del pueblo. Quien quería encontrar un modo de expresar el ridículo, no dejaba de traer a colación las famosas babuchas.
Así pues, con el sórdido que había llegado a ser inseparable de su imagen pública, este conocido hombre de negocios arrastraba sus pies por el bazar. Sucedió un buen día que llevó a cabo un negocio especialmente ventajoso: un enorme cargamento de pequeñas botellas de cristal que se las arregló para comprar por una miseria. Después, unos días más tarde, coronó su operación comprando gran cantidad de esencia de rosas procedente de la quiebra de un negociante de perfumes. La combinación de ambos negocios resultó un golpe de suerte especialmente feliz, y no se dejó de comentar en el bazar. Cualquier otro habría celebrado la ocasión de la forma habitual, con un pequeño banquete a sus colegas más próximos. Sin embargo, a Abu Kasem sólo se le ocurrió hacer algo para sí mismo. Decidió visitar los baños públicos, lugar donde no se le había visto desde hacía mucho tiempo.
En el vestíbulo, donde se dejan ropas y zapatos, encontró a uno de sus conocidos que, llevándole a un lado, trató de hacerle comprender el lamentable estado de sus babuchas.
Acababa de quitárselas, y a la vista de todos estaba su penosa condición. El amigo le dijo que se sentía profundamente apenado de verle convertido en el hazmerreir de toda la ciudad; un hombre de negocios tan despierto como él debía tener medios para comprarse un par de babuchas decentes. Abu Kasem examinó detenidamente aquel horror que se le había vuelto tan querido. "Dios mío, se dijo, he estudiado la cuestión durante años, pero, verdaderamente, no están tan gastadas como para que no me sigan sirviendo todavía." A continuación, los dos amigos, habiendo terminado de desnudarse, dejaron el vestuario para ir a tomar su baño.
Mientras nuestro avaro se regalaba con un placer para él completamente excepcional, llegó el cadí de Bagdad con la intención de tomar también un baño. Abu Kasem, que había terminado antes que Su Excelencia, volvió al vestuario para vestirse. Pero, ¿dónde estaban sus babuchas? Habían desaparecido y en su lugar, o casi en su lugar, había otro par de babuchas, preciosas, brillantes, claramente nuevas. ¿Se trataría de un regalo, de una sorpresa que había tenido a bien hacerle su amigo que no podía soportar que alguien más rico que él se exhibiese en andrajos, y deseaba congraciarse con un hombre próspero mediante una delicada atención? Fuera cual fuera la explicación, Abu Kasem se las puso. En cualquier caso, le evitarían la molestia de ir de compras y tener que regatear para conseguir un par nuevo. Razonando así, y con su conciencia bien tranquila, dejó los baños.
Cuando el juez volvió de su baño, ¡qué escena! Sus esclavos procedieron a una verdadera batida por todos los rincones, pero no pudieron encontrar las babuchas de su amo. En su lugar había un asqueroso par de cosas hechas jirones que todos reconocieron inmediatamente como el famoso calzado de Abu Kasem. Loco de ira, el juez mandó buscar al culpable; el ujier de la corte no tardó en encontrar las babuchas desaparecidas en los pies de Abu Kasem y le metieron en chirona. Le costó mucho al viejo avaro librarse de las garras de la ley, tanto más cuanto que en la corte se sabía, como lo sabía todo el mundo, que se trataba en realidad de un hombre rico. ¡Pero al menos recuperó sus viejas y queridas babuchas!
Triste y afligido, Abu Kasem volvió a su casa y allí, en un brusco acceso de cólera, tiró por la ventana su tesoro. Cayeron en el Tigris, cuyas cenagosas aguas se deslizaban perezosamente al pie de la casa. Unos días más tarde, un grupo de pescadores creyó haber capturado un pez de un peso excepcional; lo subieron con gran esfuerzo a la barca, y ¿qué vieron entonces? ¡Las famosas babuchas del avaro! Los clavos (una de las ideas de Abu Kasem en materia de economía) habían provocado varios desgarrones en la red, lo que, como se pueden imaginar, enfureció a los pescadores. Con todas sus fuerzas lanzaron aquellos restos enlodados y pegajosos a través de una ventana abierta, que resultó ser la ventana de la casa de Abu Kasem. Volando por el aire, las babuchas volvían a su propietario cayendo estrepitosamente sobre la mesa en que había colocado cuidadosamente los preciosos frascos de cristal comprados tan baratos, y más preciosos ahora en razón de la valiosa esencia de rosas con que acababa de llenarlos, listos para la venta. Todo aquel brillante y perfumado esplendor se encontró de golpe por los suelos, y allí se quedó, como una masa resplandeciente e informe de pedazos de cristal mezclados con el barro.
El narrador que nos contó la historia renunció a describir la inmensidad de la pena del avaro.
-¡Esas malditas babuchas!- gritó Abu Kasem (y esto es todo lo que nos dice)-. ¡Esas malditas babuchas sólo me traerán desgracias de aquí en adelante!
Y, diciendo así, cogió una pala, se dirigió con paso vivo y decidido a su jardín, y se puso a cabar un hoyo para enterrar aquella porquería. Quiso el azar que el vecino de Abu Kasem estuviera precisamente espiándole; como es lógico, se interesaba enormemente por todo lo que pasaba en casa del ricachón cuya puerta estaba pegada a la suya, y, como es frecuente entre vecinos, no tenía ninguna razón especial para apreciarle. "Ese viejo avaro tiene bastantes sirvientes -se dijo- y sin embargo se pone él mismo a cabar un hoyo. Debe haber algún tesoro enterrado ahí. ¡Claro! ¡Es obvio!" Y ni corto ni perezoso el vecino corrió al palacio del gobernador a denunciar a Abu Kasem, pues cualquier cosa que encuentra un buscador de tesoros pertenece por ley al califa, al ser la tierra y todo lo que ella oculta propiedad del gobernador de los creyentes. Abu Kasem, en consecuencia, fue llamado ante el gobernador, y la historia que contó, que sólo habia cavado un hoyo para enterrar un viejo par de sandalias, desató la risa de todos. ¿Alguien se había acusado así mismo de manera tan evidente? Cuanto más insistía el viejo avaro, más increible parecía su historia y más culpable parecía. Al dictar sentencia, el gobernador tuvo en cuenta el tesoro, y Abu Kasem se quedó literalmente anonanado al oír el importe de la multa.
Estaba desesperado y maldecía sin parar las desgraciadas babuchas. ¿Cómo podría desembarazarse de ellas? Lo único que podía hacer era sacarlas de algún modo de la ciudad. Así que hizo un largo recorrido por el campo y las arrojó a un estanque, muy lejos de allí. Cuando las vio hundirse y desaparecer en las aguas transparentes, lanzó un profundo suspiro de alivio. ¡Por fin se había librado de ellas! Pero sin duda el diablo andaba mezclado en el asunto, pues lo que Abu Kasem había tomado por un estanque era el depósito que aseguraba el abastecimiento de la red de agua de la ciudad, y, arrastradas por los remolinos, las babuchas se metieron por el deagüe de la cañería principal y la taponaron por completo. Los oficiales del servicio de aguas que fueron a arreglar los desperfectos encontraron las babuchas y, reconociéndolas (¿quién no las habría reconocido?), dirigieron un informe al gobernador en el que se acusaba a Abu Kasem de haber contaminado las aguas de la ciudad; y de este modo Abu Kasem fue a dar de nuevo con sus huesos en prisión. Fue castigado con una multa mucho más fuerte que la anterior. Pagó. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y recuperó sus queridas y viejas babuchas, pues el recaudador no se queda jamás con lo que no le pertenece.
Bastantes problemas le habían causado las babuchas, así que, de una vez por todas, iba a arreglar el asunto para que no pudiesen jugarle ya nunca más una mala pasada. Decidió quemarlas, pero como todavía estaban húmedas, las puso a secar en el balcón. Un perro que estaba en el balcón de al lado vio aquellos objetos extraños, se interesó por ellos, saltó por encima de la balaustrada, y cogió una de las babuchas con su boca. Pero jugueteando con ella, la dejó caer a la calle, y, desde una altura considerable, el mísero objeto fue a caer en la cabeza de una mujer que pasaba por allí. Sucedió que la mujer estaba embarazada. Lo súbito del choque y la violencia del golpe le provocaron un aborto. Su marido se apresuró a presentarse ante el juez y demandó al rico y avaro comerciante por daños y perjuicios. Abu Kasem estaba fuera de sus casillas, pero de nuevo se vió obligado a pagar.
Antes de abandonar el tribunal para volver a casa, absolutamente fuera de sí, blandió solemnemente en alto las malhajadas babuchas y, con una sinceridad que no podía dejar de impresionar al juez, exclamó:
-Señor, ésta ha sido la causa fatal de todos mis sufrimientos. Esta malditas babuchas me han reducido a la mendicidad. Dignaos pues ordenar que no se me haga nunca más responsable de todas las desgracias que, con toda seguridad, seguirán haciendo caer sobre mi cabeza.
Y el contador oriental concluye con esta lección moral: el cadí no pudo rechazar la solicitud; Abu Kasem había aprendido -pero le había costado enormemente caro- todo el mal que puede resultar de no cambiar con suficiente frecuencia de babuchas.
Pero, ¿es ésa realmente la única enseñanza que se puede extraer de este célebre cuento? Ciertamente, el consejo es un tanto banal: no hacerse esclavo de la avaricia. ¿No habría qué decir algo al respecto de esos misteriosos caprichos del destino que llevaban siempre las babuchas a su legítimo propietario? Parece que se esconde un cierto sentido en esa maliciosa repetición de un mismo acontecimiento, y en el crescendo con el que esos diabólicos objetos afectan a su hechizado poseedor. ¿Y no habría que atribuir también un sentido a la forma sorprendente en que se va entrelazando, por decirlo así, todas las personas y las cosa que, en este asunto, juegan en las manos del azar (vecinos, perros, funcionario y leyes de todo tipo, baños públicos y conducciones de agua), permitiendo así a éste cumplir su obra y apretar más el nudo del destino? El moralista contador no ha visto en este relato más que al avaro que obtiene su merecido, no se ha interesado en la forma en que el vicio venía a encontrarse con el destino de quien se entrega a él. Ha entendido pues la historia como un ejemplo de la manera en que alguien puede castigarse a sí mismo al abandonarse a su inclinación preferida. (...)
A partir de una serie de puras coincidencias se teje la trama de un destino. Cada uno de los esfuerzos que hace la víctima para terminar con sus dificultades no sirve más que para hacer engordar la bola de nieve, que crece hasta el punto de convertirse en una avalancha que le sepulta bajo su peso. Un bromista le cambia las babuchas que están en el vestuario de los baños, probablemente sin otra razón que divertirse con la confusión del avaro. El azar lleva las babuchas bajo la ventana de la casa desde donde se las ha tirado al río. El azar las arroja en medio de los valiosos frascos. El azar atrae la atención de un vecino sobre las ocupaciones del avaro en su jardín. El azar hace que los remolinos arrastren las babuchas por las conducciones del agua. El azar atrae al perro del balcón de al lado, y hace caer una de las babuchas en la cabeza de una mujer embarazada que pasaba por allí. Pero, ¿por qué razón semejantes accidentes revisten un carácter tan fatídico? Siempre hay mujeres embarazadas paseando por las calles, a los perros siempre les gusta agarrar lo que pertenece a los otros, el agua corre continuamente por las cañerías y, de vez en cuando, esas cañerías se atascan. Equivocarse de frasco, confundir los paraguas, este tipo de cosas sucede todos los días sin que por ello nazca, de esos acontecimientos anodinos, la menor historia que tenga un significado particular. El aire está lleno de esos minúsculos granos de polvo del destino; forman la atmósfera de la vida y de todos sus acontecimientos. Los que tejieron la desgracia de Abu Kasem no fueron más que un puñado de ellos entre miles.
Con la historia de las babuchas de Abu Kasem abordamos una cuestión de excepcionales consecuencias entre todas aquellas que se refieren a la vida humana y al destino, una cuestión que la India ha mirado de frente al formular concepciones tales como las de
karma y maya. Todo lo que un ser humano toma de la masa arremolinada de los átomos de lo posible, haciéndolo entrar en contacto directo con él, todo eso, sea lo que sea, se confunde y se amalgama con su propio ser en un acierta configuración, en un modelo de vida. En la medida en que admita que algo le concierne, le concierne efectivamente, y si se refiere a sus objetivos y a sus aspiraciones más profundas, a sus temores y a la nebulosa fábrica de sus pensamientos, puede llegar a ser una parte importante de su destino. Y, finalmente, si siente que ello afecta a las raíces mismas de su vida, será precisamente eso lo que constituya su punto de vulnerabilidad. Pero, por otra parte, y en virtud de la misma experiencia íntima, en la medida que uno pueda liberarse a sí de sí mismo, escapa automáticamente a todas las cosas que parecen accidentales. Por otra parte, éstas tienen a veces un sentido tan profundo, y muestran un cariz de acontecimiento tan oportuno y pertinente, que no merecen ese nombre demasiado banal de "simple accidente". Son el tejido del destino. La sublime y serena libertad consistiría en librarse de la natural compulsión a elegir entre ellas, elegir entre los átomos turbulentos de la mera posibilidad, algo que llegaría a estar imbricado con uno mismo como un destino posible, y que incluso llegaríamos quizás a tocar en la raíz de nuestro ser. (...)
El balance de la vida de un hombre, su personalidad social, la máscara que se adapta a los contornos de su ser interior, eso son las babuchas de Abu Kasem. Son la textura, la trama de la personalidad consciente de su propietario. Además, son la suma total de los deseos y los éxitos de que hace alarde ante sí mismo y ante el mundo, y en virtud de los cuales se ha convertido en un personaje social. Son el balance de la vida por la que ha luchado. Si no tuvieran esa especie de significado secreto, ¿por qué serían entonces tan peculiares, tan reconocibles con una originalidad propiamente única? ¿Por qué habrían llegado a se proverbiales? ¿Por qué serían como unos viejos amigos, seguros, dignos de confianza? De la misma forma que representan a los ojos del mundo la personalidad total de Abu Kasem, y su avaricia, también representan inconscientemente para él su principal virtud, la que ha cultivado más a sabiendas, su codicia de mercader. Todo esto, sin duda, llevó a nuestro hombre bastante lejos, pero tiene más poder sobre él de lo que supone. No es tanto Abu Kasem quien posee la virtud (o el vicio) cuanto el vicio (o la virtud) quien le posee a él. Su avaricia ha llegado a ser la motivación soberana de su ser, le tiene como hechizado. Repentinamente, sus babuchas empiezan a jugarle malas pasadas; por malicia, piensa él. Pero, ¿no es él quien se está jugando a sí mismo esas malas pasadas?
La penosa desventura de Abu Kasem es la consecuencia natural de sentirse obligado a arrastrar a todas partes con él algo a lo que se ha negado a renunciar en su momento, una máscara, una idea que se hacia de sí mismo y de la que habría debido despojarse. Abu Kasem es de esos que no consienten en pasar con el tiempo que pasa, sino que vuelven a llevar todo hacia sí mismos y atesoran celosamente un "yo" que ellos mismos han fabricado. Tiemblan con la idea de esas muertes consecutivas y periódicas que, umbral tras umbral, se despliegan al tiempo que se atraviesan las salas de la existencia, y que son el secreto de la vida. Se agarran ávidamente a lo que son, a lo que fueron. Y, finalmente, la personalidad usada, esa personalidad que habría debido mudar como el plumaje anual de los pájaros, se le pega de tal manera a la piel que, aun cuando se haya convertido para ellos en motivo de exasperación, nunca llegan a quitársela de encima. Hicieron oídos sordos cuando sonó la hora, ¡y hace mucho tiempo que sonó! (...)
La conclusión se impone: cambiemos pues de calzado. ¡Si fuera así de simple...! Desgraciadamente, los viejos zapatos tan cuidadosamente conservados, tan amorosamente remendados durante toda una vida, vuelven siempre -como nos enseña la historia- de forma obstinada y persistente, incluso cuando por fin nos habíamos decidido a tirarlos a la basura. Aunque tomáramos prestadas las alas de la mañana para volar hasta los confines del mar, estarán siempre allí, con nosotros. Los elementos no quieren aceptarlos, el mar los vomita, la tierra se niega a recibirlos, y antes de que puedan ser destruidos por el fuego caen desde el aire para consumar nuestra ruina. ¡Ni siquiera el recaudador los quiere! ¿Por qué, en efecto, debería existir en el mundo algo o alguien dispuesto a cargar con esos demonios de nuestro ego simplemente porque al final hemos llegado a sentirnos molestos por su presencia?
¿Quién librará a Abu Kasem de sí mismo? Incluso la forma en que buscó la liberación era manifiestamente fútil: no se desembaraza uno de su ego amado, porque haya empezado a jugarnos malas pasadas, simplemente tirándolo por la ventana. Finalmente, Abu Kasem suplicó al juez que, al menos, no le tuviera por responsable de todas las jugarretas diabólicas que en el futuro pudieran hacerle sus babuchas, pero el juez se limitó a reírse de él en sus narices. Y nuestro juez, ¿no se reía también de nosotros? Nosotros somos los únicos responsables de la inconsciencia con la que, durante nuestra vida, hemos elaborado nuestro propio ego. Involuntaria y amorosamente, no hemos dejado de remendar y reforzar los zapatos que nos llevan por la vida; y así nos vemos finalmente sometidos a su incontrolable coacción.
¿Qué hemos de entender por la expresión "incontrolable coacción"? En cierta medida, lo sabemos ya por haberlo visto en acción en los otros, cuando hemos interpretado sus gestos involuntarios. Se trata de una fuerza que se manifiesta en todas partes a nuestro alrededor, en todo tipo de espresiones espontáneas: los escritos de la gente, sus fracasos, sus sueños y sus imágenes inconscientes. Esta fuerza tiene sobre el hombre mucho más poder de lo que él mismo admite o querría hacer creer a los demás, infinitamente más que su voluntad consciente. Sus impulsos son irresistibles, no podemos gobernarlos, son los demoníacos caballos enganchados al carro de nuestra vida, y en este carro, el ego consciente es tan solo el cochero. De manera que no hay otra opción que resignarse, como el Egmont de Goethe, "a sujetar firmemente las riendas, y dirigir las ruedas, ora a la derecha, ora a la izquierda, para evitar aquí una piedra, allí un precipicio".
En el comienzo nuestro destino se deposita él mismo en nuestras vidas a travé de innumerables e imperceptibles movimientos, de acciones apenas conscientes, de las cosas insignificantes en la vida de todos los días; después, por nuestras opciones y nuestros rechazos, engorda gradualmente, hasta que la solución alcanza el punto de saturación y está madura para la cristalización. Finalmente, basta un ligero choque, y lo que durante mucho tiempo había estado formándose como un líquido confuso, lo que era algo indefinido, en estado de formación, se encuentra precipitado en la forma de un destino y adquiere la transparencia y la dureza del cristal. En el caso de Abu Kasem, el humor alegre que le ocasionó el éxito de su transación, la embriaguez experimentada tras el maravilloso éxito que, por partida doble, costituía la adquisición de los frascos de cristal y la esencia de rosas, fue lo que, realzando la opinión que de sí mismo tenía, puso en marcha los engranajes de su destino. Tenía la impresión de que las cosas debían continuar par él de la misma manera, de que la fortuna continuaría así haciéndole pequeños regalos, menudos pero igualmente agradables, recompensas por toda una vida de trabajo y ahorro. "¡Valla, afortunado Abu Kasem -habría pensado-, ahí tienes otra sorpresa! Esas lujosas babuchas, flamantes y nuevas, en lugar de las viejas. Sin duda proceden de ese amigo que no quería verte deambular por más tiempo de acá para allá con tus viejas chanclas."
Engreído todavía por el hecho de su buena fortuna momentánea, la avaricia de Abu Kasem vino a torcer las cosas. Habría tenido la impresión de ultrajar su sensación de triunfo, habría disipado la satisfacción orgullosa que le habitaba, su hubiera condescendido con la idea de llevarse realmente la mano al bolsillo para comprar un par de babuchas nuevas. Hubiera podido encontrar las viejas babuchas en el vestuario, como lo hicieron inmediatamente los esclavos del juez, si simplemente se hubiera tomado la molestia de buscar un poco, si hubiera tenido la sospecha, desagradable pero normal, de que alguien podía tratar de burlarse de él. En lugar de eso, se halagó a sí mismo, se ilusionó cogiendo las babuchas nuevas, vagamente aturdido y cegado por el aspecto hermoso de las cosas; pues, en realidad, eso respondía a unas aspiraciones inconscientes cuya existencia jamás había sospechado. Era por su parte un gesto pueril de condescendiente olvido de sí, una falta momentánea de autodominio; pero algo encontró su expresión en es gesto, algo que durante mucho tiempo había descuidado. Algo que había crecido silenciosamente hasta llegar a ser irresistiblemente poderoso se veía por fin en libertad; y la partícula que crece hasta convertirse en avalancha de ponerse en movimiento.
La misma red con la que Abu Kasem había pescado en el bazar grandes beneficios le estaban apresando a él mismo sin darse cuenta; su propia avaricia había tejido las mallas. Y así se encontró metido en un buen lío, atrapado en su propia red. Lo que durante mucho tiempo se había estado elaborando y construyendo en su interior, esa tensión cargada de amenazas lentamente acumuladas, se descargó de un golpe en el mundo exterior, arrojándole en las garras de la ley y metiéndolo sin remedio en un lío de humillación pública, de chantaje por parte de sus vecinos, y de problemas con las autoridades. La propia conducta de Abu Kasem, su codiciosa prosperidad, y la avidez por acumular riquezas, había afilado desde hacía tiempo los dientes de toda esa maquinaria, los había ajustado y puesto en su lugar.
Como dice la máxima hindú, el hombre siembra la semilla y no se ocupa de su crecimiento. Esa semilla germina y madura, y entonces cada cual debe comer el fruto de su propio campo. No sólo nuestras acciones, sino también nuestras omissiones devienen nuestro destino. Incluso las cosas que no hemos llegado a realizar por completo nos son tenidas en cuenta al mismo título que nuestras intenciones y nuestras obras, y son susceptibles de desplegarse como acontecimientos de la mayor importancia para nosotros. Es la ley del
karma. Cada cual se convierte en su propio verdugo, en su propia víctima, y, como sucede en el caso de Abu Kasem, cada cual es su propio loco. La risa del juez es la misma que la de los demonios del infierno que se ríen de los condenados que han pronunciado su propia condena y arden en sus propias llamas.
La historia de Abu Kasem muestra cuán sutilmente se teje la red del
karma, y qué resistentes son sus delicados hilos. ¿Cómo podría Abu Kasem ser liberado por su ego cuyos demonios le tienen en sus garras?, ¿cómo podría ese ego matarse así mismo? En su desesperación, ¿no ha estado precisamente Abu Kasem a dos dedos de reconocer que nadie le podía librar de sus babuchas, y que, en consecuencia, es a él a quien le toca, de una manera u otra, tratar de desembarazarse de ellas? ¡Si al menos pudiera separarse de ese conglomerado de parches, remiendo a remiendo, hasta reducirlas a un par de babuchas sin importancia...!
Se dice en el cuento que el juez no puede hacer otra cosa que acceder a la petición de Abu Kasem, lo que significa que este último no iba a se en adelante atormentado y perseguido por sus terribles babuchas. En otras palabras, la luz de su nueva vida a comenzado a alumbrarse. Sin embargo, la luz de esta aurora no habría podido surgir, en definitiva, de ningún otro lugar que del profundo cráter de su alma, ese cráter que hasta entonces había obnubilado su visión con sus nebulosas erupciones.
Nemo contra diabolum nisi deus ipse. Ese misterioso ego cuya trama tiene orígenes lejanos, ese ego que él mismo había tejido de manera tan laboriosa a su alrededor para edificar su mundo personal: el juez, los vecinos, los pescadores, los elementos (pues hasta éstos tomaron parte en el drama de su ego secretamente amado), las sordidas babuchas, y su riqueza, ese ego -decía- no había dejado de enviarle avisos, uno tras otro. ¿Qué más podía pedirle al espejo de su esfera exterior? ese espejo le había hablado de la única forma que podía hacerlo, golpe tras golpe. Ahora bien, la liberación definitiva debía proceder de sí mismo, de dentro, pero, ¿cómo?
En tal momento la advertencia de un sueño puede ser de gran ayuda, o incluso una vaga intuición que hace eco al oráculo de algún tiempo intemporal. Pues el mago escondido que proyecta a la vez el ego y su mundo-espejo puede hacer más que ninguna fuerza exterior para desenredar durante una noche la tela tejida por el día. Puede susurrarnos al oído: "Cambia de zapatos". Y entonces debemos mirar y comprobar de qué estan hechas nuestras babuchas.



Lecturas.

Heinrich Zimmer, El rey y el cadaver (Cuentos, mitos y leyendas sobre la recuperación de la integridad humana) Paidos Orientalia 1999

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miércoles, 16 de mayo de 2012

El Mito del Fénix

Fénix, Bestiario de Aberdeen, s. XII



"...que se está el alma abrasando en fuego y llama de amor, tanto, que parece consumirse en aquella llama, y la hace salir fuera de sí y renovar toda y pasar a nueva manera de ser, así como el ave fénix, que se quema y renace de nuevo."

San Juan de la Cruz. Comentario al verso 17 de su Cántico espiritual.


"Purifícate a ti mismo y conviértete en polvo, con el fin de que de tu polvo , puedan crecer flores. Si te conviertes en flor, sécala y arde alegremente con el fin de que de tu abrasamiento surja luz. Si por el abrasamiento te transformas en cenizas, tus cenizas se convertirán en la Piedra Filosofal. Mira esta Piedra Filosofal que se halla en lo Invisible que ta ha hecho nacer a partir de un puñado de polvo".

Rumî


En esta entrada me gustaría compartir con quienes siguen este espacio un par de fragmentos extraídos del capítulo X de la obra de Francesco Zambon, El alfabeto simbólico de los animales (Los bestiarios de la Edad Media), a cuya presentación a cargo de su autor junto a la especialista en simbología medieval Victoria Cirlot, tuve ocasión de asistir en una librería de Barcelona. En el primer fragmento se hace un repaso de la evolución histórica en Occidente del mito del fénix desde sus orígenes en el Antiguo Egipto. El segundo, después de hacer referencia a la importancia del fénix asimilado a la imagen cristológica de muerte-renacimiento (tanto en los textos de los padres de la iglesia como en los apócrifos gnósticos), así como el símil que algunos poetas romances crearon entre el ave fabulosa y el amante que se consume en la llama de amor, se centrará en el análisis de la novela de Chrétien de Troyes, el Cligés. Lo interesante de ésta novela es que por primera vez en la literatura romance el fénix se asocia a la figura de una mujer, tratamiento simbólico que más tarde inspiraría a otros poetas. El autor del ensayo también analiza las asociaciones griálico-alquímicas que se descubren en la bella historia de amor. Nota: quienes ya conozcan las versiones sobre el mito del fénix y su evolución histórica si quieren pueden pasar diréctamente al segundo fragmento.


El mito del fénix en la poesía romance de la Edad Media
Por
Francesco Zambon


El mito del fénix, el ave fabulosa que renace periódicamente de sus cenizas, es una historia con sucesivos resurgimientos. Los datos esenciales (muerte y resurrección, carácter unitario, relación con el Sol) se mantuvieron casi inalterados, pero el mito fue adaptándose a los distintos ámbitos históricos y culturales para encarnar nuevos temas religiosos, científicos o filosófico-literarios. A pesar de estas transformaciones, quizá el mito del fénix puede tender un puente en concepciones que, aun estando muy alejadas en el tiempo y el espacio, se centran en un mismo núcleo profundo: el nexo misterioso e inevitable entre nacimiento y muerte, inicio y fin, creación y destrucción. Simone Weil subraya varias veces la relación entre la historia de Osiris y la de Cristo, y escribe en la Carta a un religioso: "Si Osiris no es un hombre que haya vivido en la tierra aun siendo Dios, al igual que Cristo, su historia, cuando menos, es una profecía infinitamente más clara, completa y próxima a la verdad que todo aquello que así se denomina en el Antiguo Testamento". Probablemente Simone Weil no lo supiera, pero el mito primitivo del fénix se creó en Egipto, y guarda estrecha relación con la figura de Osiris, originariamente dios de la tierra egipcia y de su vegetación. Más tarde, en época cristiana, el mito se vinculó a la muerte y resurrección de Cristo. Estas fases antiguas de la historia, desde la mitología egipcia hasta la Antigüedad tardía pagana y cristiana, han sido objeto de investigaciones muy completas, entre los que se cuentan los eruditos libros de Hubaux y Leroy y de Van den Broek. Sin embargo, la historia posterior ha sido menos estudiada, pese a contar con episodios muy relevantes, especialmente en la lírica medieval y barroca, así como en la simbología hermética. Entre los siglos XII y XIV, algunos poetas romances (sobre todo italianos) realizaron una nueva y coherente adaptación al mito, y lo erigieron en elemento característico de una doctrina amorosa inédita, centrada en el tema de la muerte/renacimiento de la Mujer. Según el mito antiguo -que ofrece muchos paralelismos con el benu egipcio, aunque tal vez no derive directamente del mismo-, el rasgo principal del fénix es su condición de ave solar; animal sacrum Soli, lo definen Manilo y Tácito, mientras Horapolo afirma categóricamente que "el fénix es el Símbolo del Sol", Dicho rasgo se observa en el aspecto físico del ave, tal como la describen la mayoría de las fuentes: según Aquiles Tacio, quien resume sus características tradicionales en la novela Leucipa y Clitofonte (s, II d. C.), las alas del fénix son una mezcla de oro y púrpura, y su cabeza está rodeada por una aureola de plumas -casi una corona- que simboliza el Sol. Además, en muchas versiones, su incendio renovador tiene lugar en la ciudad de Heliópolis, centro del culto solar egipcio. Tal como ha demostrado Marcel Detienne, estos rasgos del ave se complementan con su estrecha afinidad y "consustancialidad" con los aromas de naturaleza ignea -cinamomo, mirra e incienso- que emplea para construir su hoguera. El carácter solar del fénix queda explicitado en las descripciones que lo relacionan con el ciclo diario o anual del Sol. En un apócrifo del Antiguo Testamento, el Apocalipsis griego del Pseudo Baruc (s. II d. C.), el profeta ve cómo el Sol, ceñido por una corona de oro, despunta sobre el horizonte precedido del fénix; el ave acompaña al astro a lo largo de su trayecto diurno, y hace de pantalla asus rayos para que los seres vivos de la tierra no se quemen. El ave-satélite, exhausta por el calor que ha filtrado durante todo el día, reaparece a la hora del crepúsculo, cuando los ángeles despojan al Sol de su corona para renovarla. Este texto, junto con otras fuentes, indujo a algunos estudiosos a creer que el fénix, en un principio, pudo ser la personificación mítica del planeta Venus, o Lucifer, la mañana, y Vesper, el atardecer. Tal como observan Hubaux y Leroy, "el mito del fénix atribuye gran importancia al concepto de identidad, e interpreta en clave poética un descubrimiento astronómico muy antiguo, que inspiró meditaciones a astrólogos y mitógrafos: la estrella de la mañana es el mismo astro que la estrella del atardecer". Con todo, es mucho más frecuente asociar el mito del ave a un largo ciclo de años, cuya duración varía según las fuentes; según algunos, es de 500 o 540 años, según otros, de 1000, mientras que otros aseguran que se trata exactamente de 1461. Esta última cifra, facilitada por Tácito, se refiere a la duración del llamado período sotíaco, esto es, al número de años tras el cual (el 15 de junio, día de la crecida del Nilo e inicio del año según el calendario civil egipcio) el Sol sale junto a la estrella más luminosas del cielo, Sotis o Sirio. Y, puesto que la rotación de Sirio dura 365 años y cuarto, ello sucede cada 365 años y cuarto por 4, es decir, cada 1461 años. Resulta más difícil explicar las otras cifras, si bien todas ellas indican el Gran año o ciclo a cuyo término -según la cosmología clásica- el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas fijas completan su recorrido y vuelven a la posición de partida. Manilio, citado por Plinio, hace coincidir la vida del fénix con la duración del Gran Año. En cualquier caso, el ave simboliza la renovación periódica del universo, que sigue a su destrucción al final de cada ciclo y da inicio a una nueva edad de oro. Horapolo aún describe la imagen en estos términos: "Cuando (los egipcios) quieren simbolizar la gran renovación cíclica de los astros, representan al ave fénix, ya que cuando ésta nace se produce una renovación de las cosas".
El símbolo de dicha renovación cósmica, tras un Gran Año
o una parte del mismo, consiste en un propiedad fundamental que todos los escritores antiguos atribuyen al fénix: el echo de morir y nacer periódicamente. No obstante, existen versiones discordantes del mito cuyo origen se remonta, fundamentalmente, a dos modelos. El primero, menos difundido, procede de la descripción más antigua que se conserva del ave fabulosa, incluida en el libro II de la Historia de Herodoto (autor que no oculta sus dudas acerca de la veracidad de cuanto relata):

"Existe otr
a ave sagrada en Egipto, que se llama fénix. Yo sólo la he visto pintada. Se la ve muy raramente en Egipto; según dicen los heliopolitanos, cada quinientos años, cuando muere su padre (...). Dicen que (el fénix) parte de Arabia y transporta el cuerpo de su padre, envuelto en mirra, hasta el templo del Sol, donde le da sepultura. Y que lo transporta de este modo: primero hace un gran huevo con mirra e introduce en él a su padre, luego tapa el agujero hecho en el huevo con más mirra, de modo que, una vez introducido el cadáver, el peso sea el mismo. Y, por último, tras cubrirlo de mirra por fuera, transporta el huevo que contiene el cuerpo a Egipto, al templo del Sol".

Heródoto no menciona el
nacimiento del nuevo fénix, que, según esta tradición, procede de un gusano formado durante la descomposición -que gozó de mayor fortuna y que, al fin, se impuso como versión estandar del mito-, el ave fénix, llegada a una extrema vejez, se tiende en un nido lleno de exquisitos aromas, donde se quema por efecto del calor o debido a dichos aromas, y de sus cenizas nace el nuevo fénix. Ambas tradiciones, aunque se contaminan mutuamente en no pocas ocasiones, suelen discrepar en numerosos detalles, especialmente en lo tocante a la procedencia del fénix (India, Arabia, Etiopía, Líbano o un genérico Oriente), las modalidades y el lugar de su muerte (en la misma India, o en la mítica Pancaya, otra tierra solar, pero mayoritariamente en Egipto) y las fases de su renacimiento (que, según algunas fuentes, pasa por varios estadios intermedios: gusano, huevo, polluelo). El poema De ave phoenice, atribuido atribuido a Lactancio (s. III), ofrece una admirable síntesis del mito clásico, en la cual todos los elementos tradicionales de la leyenda -incluidas las dos versiones de la muerte y el resurgimiento- se funden en un relato visionario lleno de ecos simbólicos. Lactancio, o quienquiera que fuese el autor del poema, narra que el fénix nace en un lugar sagrado situado en Oriente, el bosquecillo del Sol, en cuyo centro hay un manantial que lo inunda doce veces al año. El ave, única en el mundo, sigue constantemente a Febo (sol) en su curso marcando las horas diurnas y nocturnas. Transcurridos mil años, el fénix siente su cuerpo debilitado por la vejez, y parte hacia nuestro mundo con el fin de renovarse. Llega a Siria (que recibirá el nombre de Fenicia por el ave), elige una palmera alta y construye en su copa un nido o tumba ("un nido o una tumba, pues muere para vivir, aunque se crea a sí misma") Tras llenar el nido con los más exquisitos aromas orientales, se sumerge doce veces en el agua sagrada y reposa en el nido mientras espera la salida del sol. Al despuntar el primer rayo, dedica un melodioso canto al astro; después, cuando el disco solar ha aparecido por completo, lo saluda tres veces batiendo las alas, vierte sobre su cuerpo los perfumes recogidos en Oriente y se quema por el efecto de un rayo en conjunción con la llama que sale del nido. Así, sufre una muerte vital (genitale morte) y queda reducido a cenizas. Pero la naturaleza humedece sus cenizas, las condensa y las fecunda, y de éstas sale una larva blanquecina sin miembros, que crece poco a poco hasta adquirir forma de huevo. Tras el período de incubación, el nuevo fénix sale del huevo. El ave crece alimentándose únicamente del néctar caído del cielo; llegada a la adolescencia, regresa a su país, escoltado por un coro de seres alados. Antes envuelve los restos mortales de su padre en un globo de mirra, bálsamo e incienso, los lleva a Heliópolis y los deposita en el altar del santuario. Todo el mundo acude a ver la prodigiosa criatura; sus plumas son rojas, con reflejos dorados e iridiscentes; el pico, de marfil y diamante; sus ojos brillan como dos amatistas con una llama escarlata en el centro; su cabeza está rodeada de una aureola de rayos. El poema concluye con unos versos que expresan de forma muy eficaz la paradoja en la que se centra el mito del fénix:

¡Ave de destino y muerte venturosa, a la que Dios concedió nacer de sí misma! Hembra o macho, o ni lo uno ni lo otro, feliz por no conocer pacto con Venus. Su Venus es la muerte, la muerte es su único placer. Para poder nacer, antes desea morir. Es su propia descendencia, su padre y su heredero, su propia nodriza y a la vez su criatura. Es ella y no es ella, es la misma y no es la misma, alcanzó la vida eterna por el bien de la muerte.

Aeternam vitam mortis adepta bono. Sea o no sea Lactancio el autor del poema, lo cierto es que estas palabras resultan muy adecuadas para abrir el capítulo cristiano del mito, capítulo indispensable para comprender el símil Mujer-fénix en la poesía romance de la Edad Media.(...)


Segundo fragmento. El Cligés de Chrétien de Troyes.


(...) Mucho más completa y rica en implicaciones simbólicas es la referencia al mito del fénix en la segunda novela de Chrétien de Troyes, el Cligés, cuya protagonista femenina lleva el nombre de Fenice. Por primera vez en la literatura romance, el ave fabulosa se asocia a una mujer, y esta nueva elaboración del símbolo ya deja entrever las líneas esenciales de un mito amoroso que tendrá como máximos cantores a Cecco d'Ascoli y a Petrarca. El Cligés narra la historia de amor de dos jóvenes, Cligés, heredero legítimo al trono de Constantinopla, y Fenice, hija del emperador de Alemania y esposa de Alís, tío de Cligés, quien gobierna provisionalmente el imperio y rompe su promesa de celibato. Desde su primer encuentro con Giglés en la corte de Colonia, Fenice se enamora perdidamente de él, y su amor es correspondido. Tras desposar a Alís, Fenice, gracias a un brebaje, consigue mantenerse casta para su amado, y, junto a la maga Tesala, urde un plan para unirse definitivamente a Cligés: la joven bebe una pócima que le da el aspecto de muerta. Después de soportar la torturas que le infligen tres desconfiados médicos de Salerno, es enterrada en un sarcófago construido por el artesano-arquitecto Juan. Esa misma noche, Cligés, con la ayuda de Juan, desentierra el cuerpo y lo traslada a una torre construida por este último dentro de un magnífico vergel. Al cabo de cierto tiempo, Fenice recobra el sentido, y transcurre unos años de completa felicidad junto a su amante. Al fin, la pareja es descubierta, pero, tras la providencial muerte de Alís, lograrán ver cumplido su sueño de amor.
Chrétien,al presentar a Fenice, explica el por qué de su nombre citando al ave mítica:

La doncella se llamaba Fenice, y no sin razón, pues, así como el ave fénix es más bella que las demás y no puede haber más que una, así también, creo yo, Fenice no tiene igual en belleza. Sería un milagro y un prodigio que la Naturaleza pudiese crear algo igual.

Las cualidades que menciona el autor son su extraordinaria belleza y su caracter único, dos rasgos típicos -como hemos visto- en la descripción tradicional del fénix. Sin embargo, la trama de la novela induce a creer (y así lo afirman muchos críticos) que el nombre de Fenice alude tácitamente al núcleo del mito del fénix: muerte y resurrección. A través de su falsa muerte, Fenice muere para la falsa experiencia amorosa impuesta a la fuerza por el usurpador Alís; con su "renacimiento", la joven nace a su amor verdadero por Cligés, legítimo emperador. Chrétien sitúa dicho renacer en un auténtico Edén, en cuyo centro se eleva un árbol fabuloso, donde Fenice, por decirlo así, hace su "nido", lo cual recuerda la palmera datilera de los relatos antiguos y medievales. En la novela nada justifica una interpretación gnóstica de la figura como símbolo del alma que, tras morir al mundo y rehuir al falso dios que lo gobierna, resurge en una dimensión superior para contraer un matrimonio místico con su Yo celestial y con el Dios verdadero. No obstante, a lo largo de toda la obra se observan reflejos simbólicos y sagrados: la grant clarté, más intensa que cuatro carbunclos, con la cual Fenice ilumina el palacio, recuerda el sagrado Grial que, en la última novela de Chrétien (Li contes del graal), aparece ante Perceval en el castillo del Rey Pescador, objeto cuya claridad extingue el brillo de todas las velas. Y Juan, al depositar el cuerpo de la joven dentro del sarcófago, como si fuese una reliquia, en leu de saintuaire ("en un lugar santo"), lo define como molt saint chose ("cosa muy santa"), al igual que el Grial. Por otra parte, las torturas que los médicos infligen a Fenice antes de la sepultura recuerdan la pasión de Cristo, a la cual también nos remite el símbolo del fénix, o el martirio de una santa.
Estos temas vinculados al fénix son centrales en la novela, y así lo confirma su paralelismo con la historia de Cligés, cuya figura acaba superponiéndose a la de Fenice para formar una única historia simbólica de muerte y renacimiento. Cuando Cligés llega a Colonia en p
os de Alís, Chrétien dice que su belleza se funde con la de la joven, como en un solo rayo del sol naciente que ilumina todo el palacio (observesé la alusión a la aurora, tradicional en el mito antiguo):

El día estaba un poco nublado, pero tan bellos eran ambos, la doncella y Cligés, que su belleza emanaba un rayo y hacía resplandecer el palacio, al igual que el sol, que sale claro y bermejo.

Después, mientras Fenice lleva a cabo su plan, Cligés demuestra su valor combatiendo en el torneo de Oxford, donde viste sucesivamente cuatro
armaduras -una negra, una verde, una bermeja y una blanca-, con las que se enfrenta a los caballeros más famosos de Artús. Tras vencer a los tres primeros adverarios, antes de que el héroe vista la última armadura y el duelo con su tío Gauvain termine en empate, Chrétien comenta: "Por tanto, habrá hecho cuatro mudas, pues cada día se desprende del plumaje y lo renueva". Así pues, Cligés es una especie de fénix que, tras enfrentarse a cada prueba mortal, luce novele plume. La equivalencia entre ambas imágenes queda confirmada cuando el héroe inventa un pretexto para visitar la torre donde se oculta la joven sin levantar sospechas y compara a Fenice con un azor mudado: "ha dejado allí un azor mudado, y dice que va a verlo". En cuanto a la fusión ideal de los dos protagonistas, Cligés se refiere a la misma en su lamento ante el cuerpo de Fenice, aquien cree muerta: "éramos una sola cosa", y Chrétien la pone de relieve al describir la felicidad amorosa de los jóvenes: "Así es su deseo común, como si fueran uno solo". En este sentido, no podemos dejar de coincidir con este comentario de Charles Méla: " 'Novele plume': esta formulación de la imagen, referida a Cligés, permite llevar la metáfora un poco más allá de la 'plume' con la que se ha construido el lecho de la falsa muerta; y el pretexto del azor mudado, por la crecanía de los términos, abarca la realidad secreta de la transmutación que se está produciendo. Cligés lleva los distintos colores -negro, verde, bermejo y blanco- según los cuales se dispone la materia de la Obra. El cuerpo de Fenice, manipulado por Tesala, los médicos de Salerno y el arquitecto Juan, sufre la pasión y sigue un proceso que va de las sombras subterráneas hasta su nueva ascensión a la luz del día, pues la torre da a un vergel paradisíaco". Méla concluye que las historias entrelazadas de los dos protagonistas traducen "la unidad de una misma operación, de la cual renacerá un hombre nuevo, gracias a un amor capaz de vencer sus propias tinieblas".

Bella portada de una edición del Cligés con un rostro femenino recortado por la silueta del fénix.



Lecturas:

Francesco Zambon, El alfabeto simbólico de los animales. Los bestiarios de la Edad Media. Siruela 2010
William Shakespeare, El Tórtolo y Fénix. Herder 1997
Chrétien de Troyes, Cligés, Alianza Editorial 1993


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miércoles, 9 de mayo de 2012

¿Y yo qué soy?

Misha Gordin, Crowd 47


Un solo hombre ha nacido, un solo
hombre ha muerto en la tierra.
Afirmar lo contrario es mera estadística,

es una adición imposible.


Jorge Luis Borges


El siguiente texto del Premio Nobel de física Erwin Schrödinger, lo encontré entre las notas de la obra de Javier Argüello La música de mundo, que a su vez lo entresacó de la edición de Kairós Cuestiones cuánticas.



La visión mística
Por
Erwin Schrödinger



La situación concreta que se describe a continuación podría ser sustituida por cualquier otra con idéntico resultado; no tiene otro objetivo que hacernos ver que hay situaciones que necesitan ser experimentadas, y para las que no resulta suficiente un puro conocimiento conceptual.
Supongamos que estoy sentado en un tronco junto a un sendero en una región de alta montaña. Estoy rodeado de laderas cubiertas de hierba, de las que emergen aquí y allí abruptamente algunas rocas; en la ladera opuesta del valle diviso un pedregal entreverado escasamente de arbustos de abedules. A ambos lados del valle, la vegetación trepa en pendientes escarpadas hasta alcanzar la línea de pastos donde cesa el arbolado; enfrente, remontándose desde las honduras del valle, se yergue poderoso un pico, de cuya cumbre desciende un glaciar entre suaves hondonadas cubiertas de nieve y agudas aristas rocosas, que en este momento acarician, tiñéndolas de un suave color rosa, los últimos rayos del sol poniente, destacándose todo ello en maravilloso contraste sobre el fondo azul, pálido y transparente, del cielo.
Según la forma ordinaria que tenemos de ver las cosas, todo eso que estoy viendo ha estado ahí durante miles de años antes de ahora, fuera de algunos cambios sin importancia. Dentro de algún tiempo, no mucho, yo habré dejado de existir, y esos bosques, esas rocas y ese cielo seguirán estando ahí más o menos igual durante miles de años después de que yo haya desaparecido.
¿Qué es lo que me ha sacado de la nada de un modo tan repentino, a fin de gozar por tan corto rato de un espectáculo al que resulto absolutamente indiferente? Las condiciones que han permitido que yo exista son casi tan antiguas como las rocas que contemplo. Durante miles de años, me han precedido otros hombres que se han esforzado, han sufrido, han engendrado, y otras mujeres que han parido a sus hijos con dolor. Tal vez hace cien años estuvo aquí mismo sentado otro hombre, y como yo, estuvo mirando a esa luz feneciente reflejarse en el glaciar, sintiéndose entre nostálgico y sobrecogido en su corazón. Como yo, había sido engendrado por un hombre y había sido parido por una mujer. Había sentido penas y breves alegrías en su vida, como yo mismo. ¿Era alguien distinto de mí? ¿No era tal vez yo mismo? ¿En qué consiste mi yo? ¿Qué condiciones fueron necesarias para que lo concebido esta vez fuera yo, justamente yo y no otro? ¿Qué significado científico claramente inteligible puede realmente corresponder a ese “otro”? Si mi madre hubiese vivido con otra persona distinta de mi padre y hubiese tenido de él un hijo, y mi padre hubiese hecho otro tanto, ¿habría yo llegado a ser? ¿O es que acaso vivía yo ya en ellos, y en los padres de mis padres, y así sucesivamente, desde hace miles de años? E incluso si fuera así, ¿por qué yo no soy mi hermano, o por qué mi hermano no es yo, o no soy yo alguno de mis primos lejanos? ¿Qué es lo que justifica el que nos empeñemos tan obstinadamente en descubrir esa diferencia - la diferencia entre mi propio yo y los demás - cuando objetivamente lo que hay en todos es la misma cosa?

Al pensar y ver las cosas de esta manera, es posible que de pronto caigamos en la cuenta de la profunda verdad que alberga la convicción básica del Vedanta: no es posible que esa unidad de conocimiento, de sentimiento y de decisiones a la que llamamos el propio yo haya saltado de la nada al ser en un momento dado hace apenas un poco de tiempo; más bien, ese conocimiento, sentimiento y decisión son en lo esencial eternos, inmutables y numéricamente unos y los mismos en todos los seres humanos, más aún, en todos los seres dotados de sensibilidad. Pero no en el sentido de que cada uno de nosotros sea una parte o una porción de un ser infinito y eterno, o un aspecto o modificación del mismo, como en el panteísmo de Spinoza. Porque entonces seguiríamos topándonos con la misma pregunta embarazosa: ¿qué parte o qué aspecto soy yo? ¿Qué es lo que objetivamente me diferencia de los demás? No es eso, sino que, por inconcebible que resulte a nuestra razón ordinaria, todos nosotros - y todos los demás seres conscientes en cuanto tales - estamos todos en todos. De modo que la vida que cada uno de nosotros vive no es meramente una porción de la existencia total, sino que en cierto sentido es el todo; únicamente, que ese todo no se deja abarcar con una sola mirada. Eso es lo que, como sabemos, expresa esa fórmula mística sagrada de los brahmines, que es no obstante tan clara y tan sencilla:
Tat twan asi, eso eres tú. O también, lo que significan expresiones como: “Yo estoy en el este y en el oeste, yo estoy encima y debajo, yo soy el mundo entero.” Podemos, pues, tumbarnos sobre el suelo y estirarnos sobre la Madre Tierra con la absoluta certeza de ser una sola y misma cosa con ella y ella con nosotros. Nuestros cimientos son tan firmes e inconmovibles como los suyos; de hecho, mil veces más firmes y más inconmovibles. Tan seguro como que mañana seré engullido por ella, con igual seguridad volverá a darme de nuevo a luz un día para enfrentarme a nuevos trabajos y padecimientos. Y no solamente “un día”: ahora, hoy, cada día, me da a luz continuamente, no ya una vez, sino miles y miles de veces, lo mismo que me va devorando miles de veces cada día. Porque eternamente, y siempre, no existe más que ahora, un único y mismo ahora; el presente es lo único que no tiene fin.”



Lecturas:

Erwin Schrödinger, Cuestiones cuánticas, Kairós 1987.
Javier Argüello, La música de mundo, Galaxia Gutenberg

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