Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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viernes, 29 de marzo de 2013

Resurrección

Mathias Grünewald, Resurrección (1512-1515)



"Cristo ha resucitado de entre los muertos;
con la muerte ha derrotado a la muerte
y a aquéllos que yacían en los sepulcros
les ha dado vida".

Himno pascual


"Llama portadora de luz, la carne de Dios, bajo tierra disipa las tinieblas del infierno. La luz resplandece entre las tinieblas".

Orígenes



Michel Henry interpreta la Resurrección de Mathias Grünewald, pintura que forma parte del retablo de Issenheim, inspirándose en los ensayos donde Kandinsky desarrolló una teoría a partir de su personal experimentación con el color y las formas pictóricas. Es esta una interpretación mística donde el simbolismo cromático adquiere protagonismo para poder asistir -recordando lo que diría también sobre esta obra Karl Huysmans-, "a la representación de la divinidad, que arde al tiempo que la vida, a la formación del Cuerpo Glorioso escapando poco a poco de la cáscara carnal, que desaparece en medio de esa apoteosis de llamas que surge de ella y de la que es núcleo incandescente". Podríamos añadir, siguiendo estas palabras, que la pintura de Grünewald aparece como una imagen de transformación y transformadora, donde muerte y resurreción se nos presenta de forma simultánea, centro inmóvil al tiempo que perímetro fugaz de "el girar de la Rueda de la Vida", extinguiéndose al tiempo que refulge, triunfante, en permanente estallido de luz. Luz del círculo de la eternidad que tiene como canal de conexión la herida, algo que puede parecer es anunciado por el modo como Cristo exibe tan notoriamente las palmas de sus sangrantes manos. Dentro de la mística, tradicionalmente la herida aparece simbólicamente como puente entre los mundos de la realidad trascendente y la realidad interior, así como vínculo mediador entre el espíritu y la carne, motivo que lo podemos encontrar expresado en formas poéticas, entre ellas este verso de Rumi: "La herida es el lugar por donde entra la luz en tu interior".



 Ver lo invisible
(fragmento)
Por
Michel Henry


(...) Consideremos ahora la parte derecha de la cara anterior del retablo de Issenheim: la Resurrección. La idea de que se trata de la figuración de cualquier realidad exterior es tan absurda que no necesita discusión. ¿Quién, hay que volver a preguntar, habría podido ver tal espectáculo? Nosotros, se dirá, que estamos en el museo de Unterlinden apostados ante la tabla. Pero ¿cual es la naturaleza de esa visión y qué es lo que en verdad ve? Los objetos del mundo real se definen en el plano de la sensibilidad por sus colores y sus formas sensibles. Este largo rectángulo verde es una pradera, esa serpiente que reluce y zigzaguea en medio de ella es un río, esa superficie blancuzca, atravesada por oberturas regulares, es la fachada de una casa. Si se observa el retablo, el sudario de Cristo que sube con él contrariamente a todas las leyes de la gravedad no es en cualquier caso nada definible por su color, que se transforma mágicamente ante nuestros ojos, deslizándose, por encima de la tumba, de un blanco azulado, cuyos degradados obedecen todavía a las relaciones que definen el tono local, a un violeta cada vez más intenso a medida que se eleva en volutas aéreas, al rojo fuego cuando envuelve a la persona de Cristo y, finalmente, a una especie de amarillo que parece abolirse bajo su propio exceso cuando, cayendo sobre los hombros y el torso del cuerpo glorioso,se confunde con él y no es ya sino pura luz.



Blanco era, según Kandinsky, el color de antes de las cosas, el lugar de lo posible, donde todo puede nacer, donde todo nacerá. El azul marca una distancia, la curva del sudario que se ahueca ante nosotros, se aleja un poco antes de levantarse de nuevo bruscamente, atrapado por encima de nosotros por la aspiración del Cuerpo victorioso. Rojo, rojo brillante es ese cuerpo. Rojo es el color de la Vida, testimonio decía Kandinsky, de "una inmensa e irresistible potencia", de "una madurez masculina girada sobre todo hacia sí y para la que no cuenta el exterior". Esta autoafirmación de la vida en la embriaguez y la certidumbre de su fuerza es, pues, ese rojo que se lanza como una llama, es lo que vemos en la tabla de la Resurrección.
Preguntábamos: ¿qué significa ver y qué es exactamente lo que se ve? Podríamos añadir: ¿cómo se puede ver la vida, la vida, que es lo invisible? Ver quiere decir, según los principios de la abstracción, experimentar el pathos del color que se ve, ser la realidad de ese pathos, de la Vida. El retablo de Issenheim no representa la vida, nos la da a sentir en nosotros, allí donde ella está latente desde siempre, mientras arde, arde en sí mismo y en nosotros, el Rojo de la Resurreción. 
Pero ese Rojo se ilumina y se vuelve amarillo cuando, desgarrándose, el sudario deja surgir el cuerpo desnudo del Resucitado. "El Rojo claro caliente (Saturno) tiene una cierta analogía con el amarillo medio (en cuanto que pigmento, contiene una dosis apreciable de amarillo). Fuerza, fogosidad, energía, decisión, alegría, triunfo, todo eso es lo que evoca. Suena como una fanfarria en la que domina el sonido fuerte, obstinado, inoportuno de la trompeta." 

Alrededor de la explosión radiante, lo que queda del mundo, algunos objetos. Los soldados proyectados por la onda expansiva, los peñascos barridos por ella -como la piedra del sepulcro que se rompe para abrir paso al Salvador- han perdido todo color identificable, no son más que el reflejo de ese Rojo brillante de la Vida, pedazos dispersos arrastrados por su torbellino.



¿Hay que hablar también de las formas? La formidable vertical que atraviesa la composición de abajo arriba reduce el Plano Original a dos regiones. Cuatro bandas horizontales -el montón confuso de dos soldados derribados y piedras en el primer plano, el extraordinario recorte del tercer guerrero que ha saltado por el aire, casco por delante, arrancado como una brizna de paja a la gravitación, el rectángulo masivo de la roca más alta semejante a una transversal de Rothko, los brazos abiertos y solemnes de Cristo, por último, inscritos en el círculo de la eternidad- no sirven más que para exaltar el surgimiento irresistible, la irrupción triunfal de la Vida.



Lecturas:

Michel Henry, Ver lo invisible 2008


Entradas relacionadas:

Dolor Sagrado

Los colores del alma


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martes, 19 de marzo de 2013

El terror futuro

Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico 1912


Miré cuando abrió el sexto sello, y he aquí hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar. Y los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?

Apocalipsis de San Juan (6:12-17)


La tierra está yerma. Los campos están arrasados en lágrimas.Por una carretera infame circula un coche gris.
La techumbre de una casa se ha desplomado.
Caballos muertos se pudren en charcos.
Se divisan líneas oscuras más allá de las trincheras.
Una granja arde lentamente en el horizonte.
Estallan los disparos; se extinguen – pop, pop, pauuuu.
Los jinetes desaparecen lentamente en el bosque pelado.
Nubes de metralla iluminan el cielo y se apagan. Un camino en hondonada
nos acoge. Allá se detiene la infantería, mojada y llena de barro.
La Muerte es tan indiferente como la lluvia que comienza.
¿A quién le importa el ayer, el hoy o el mañana?

Wilhelm Klemm, En el frente



El pintor expresionista alemán Ludwig Meidner (1884-1966) es sobre todo conocido por su serie pictórica Paisajes apocalípticos, algunos de ellos pintados unos meses antes de desencadenarse la Primera Guerra Mundial, motivo por el que se considerarían visiones premonitorias de lo que más tarde sucedió. En estas pinturas se muestran panorámicas que exiben de forma desgarrada y terrible el horror de una guerra que parece adquirir proporciones cósmicas, algo sobre lo que posiblemente tuvo que ver el interés que Meidner dedicó en aquella época a lecturas sobre mística judía y del Apocalipsis de San Juan. Puede que el escritor simbolista Marcel Schwob (1867-1905) también prestara atención a este último texto perteneciente al Nuevo Testamento cuando se puso a escribir el relato que acontinuación dejo, y que sin duda parece anticiparse unas cuantas décadas -tanto en el motivo, cómo en la forma expresionista de ser narrado- a las escenas apocalípticas de Meidner, pareciéndome idóneas para acompañarlo. He incluído además dos poemas expresionistas, uno más arriba de Wihelm Klemm y otro al final de Georg Trakl, en los que expresaron la visión de la guerra que padecieron en primera persona desde el frente.


El terror futuro
Por
Marcel Schwob



Los organizadores de aquella Revolución tenían la cara pálida y los ojos de acero. Sus ropas eran negras, ceñidas al cuerpo; sus palabras breves y áridas. Ahora eran así, aunque antaño habían sido diferentes. Porque habían predicado a las multitudes, invocando los conceptos del amor y la piedad. Habían recorrido las calles de las capitales, con la creencia en los labios, cantando la unión de los pueblos y la libertad universal. Habían inundado los hogares de proclamas llenas de caridad; habían anunciado la nueva religión que debía conquistar el mundo; habían reunido a numerosos adeptos entusiasmados por la naciente fe.
Ludwig Meidner, Revolución 1913
 Luego, en el crepúsculo de la noche de ejecución, su modo de actuar cambió. Desaparecieron en una casa consistorial, donde tenían su sede secreta. Grupos de sombras corrieron a lo largo de las paredes, vigiladas por rígidos inspectores. Se oyó un murmullo lleno de funestos presintimientos. Los accesos a los bancos y a las casa ricas se estremecieron con una vida nueva subterránea. Se alzaron gritos, como repentinos chasquidos, en los barrios apartados. Un zumbido de máquinas en movimiento, la trepidación del suelo, el terrible desgarro de los tejidos, y después un asfixiante silencio semejante a la calma antes de la tormenta; y de golpe la tempestad sangrienta, ardiente.
Estalló con la señal de una larga bengala resplandeciente que salió del Ayuntamiento hacia el negro cielo. Hubo un grito lanzado desde todos los pechos de los rebeldes, y un impulso que sacudió la ciudad. Temblaron los grandes edificios, destrozados en su base; un fragor jamás oído atravesó la tierra en una sola oleada; las llamas ascendieron como sangrientas horcas por las paredes inmediatamente ennegrecidas, produciendo furiososas proyecciones de vigas, frontispicios, tejas de pizarra, chimeneas, cruces de hierro, adoquines; los cristales de las ventanas volaron, multicolores, en un haz de fuegos artificiales; chorros de vapor reventaron las tuberías, fundiéndose a ras del suelo de los pisos; los balcones saltaron, retorcidos; la lana de los colchones enrojeció caprichosamente, como brasas que se apagan, en las ventanas abiertas; todo se llenó de una horrible luz, de estelas de chispas, de humo negro y de clamores.

 Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico 1913

Los edificios se separaban unos de otros, se abrían como piezas dentadas, y cubrían la sombra de una capa roja: detrás de las construcciones que caían a ambos lados, se extendía la magnitud del incendio. Las masas de ruinas parecían enormes montones de hierro al rojo. La ciudad no era sino una cortina de llamas, unas veces claras, otras azul oscuro, con puntos de intensidad profunda, por donde se veían pasar gesticulantes manchas negras.
Paisaje apocalíptico 1913 (detalle)
 Los porches de las iglesias estaban abarrotados de la aterrada muchedumbre, que afluía desde todas partes como largas cintas negras; las caras se dirigían, llenas de ansiedad, hacia el cielo, mudas de espanto con los ojos fijos, horrorizados. Había ojos desmesuradamente abiertos, llenos de una especie de asombro estúpido, y ojos endurecidos por los negros rayos que lanzaban, y ojos rojos de furia, relucientes por los reflejos del incendio, y ojos brillantes y suplicantes llenos de angustia, y ojos pálidos y resignados, en los que las lágrimas se habían detenido, y ojos agitados por el temblor de la pupilas que viajaban sin cesar por todos los rincones de la escena, y ojos cuya mirada era interior. En la procesión de caras macilentas, lo único diferente eran los ojos; y las calles, entre los pozos de luz siniestra que se abrían en el ángulo de las aceras, parecían rodeadas de ojos en movimiento. 
Envueltas en una espantosa descarga, masas humanas retrocedían en las plazas, perseguidas por otras masa humanas que avanzaban implacablemente. El grupo que huía agitaba tumultuosamente los brazos extrañamente iluminados; y otro grupo caminaba apretado, denso, regulado, resuelto, con miembros que actuaban  acompasadamente, sin vacilación, bajo silenciosas órdenes. Los cañones de los fusiles formaban una sola hilera de bocas asesinas, de las que salían finas y largas líneas de fuego que rayaban la noche con su escenografía mortal. Por encima del estruendo continuo, entre los terroríficos instantes de tregua, sonaba una singular e ininterrumpida crepitación. 

 Ludwig Meidner, La ciudad en llamas 1913


 También había nudos de hombres, agrupados de tres en tres, de cuatro en cuatro, de cinco en cinco, entrelazados y oscuros, por encima de los cuales serpenteaba el brillo de los largos sables de la caballería y afiladas hachas, robadas en los arsenales. Unos individuos delgados enarbolaban estas armas y abrían las cabezas con furia, agujereaban los pechos con inmenso placer, destripaban los vientres con voluptuosidad, y pisoteaban las vísceras. 
Y. a través de las avenidas, semejantes a resplandecientes meteoros, largas corazas de acero pulido rodaban rápidamente, arrastradas por caballos al galope, espantados, con las crines al viento. Parecían cañones cuyas caña y culata tuvieran un mismo diámetro; detrás, una jaula de chapa sujeta por dos hombres activos que calentaban un montón de brasas, con una caldera y un tubo del que salía humo; delante, un gran disco brillante, cortante, dentado, montado sobre un mecanismo, y que giraba vertiginosamente ante la boca del alma. Cada vez que la embocadura de la parte dentada se ponía en contacto con el agujero negro  del tubo, se oía el ruido de un gatillo.
Aquellas galopantes máquinas se iban deteniendo de puerta en puerta: formas vagas se desprendían de ellas y entraban en la casa. Luego salían, cargadas de dos en dos con paquetes atados y chirriantes. Los hombres de las brasas metían regularmente, metódicamente, en el alma de acero los grandes fardos humanos; durante un segundo veía, proyectado hacia delante, surgiendo hasta el saliente de los hombros, una cara descolorida y convulsa; luego, cuando giraba la parte dentada del disco, lanzaba una cabeza en su convulsa revolución; la placa de acero permanecía inmutablemente pulida cuando soltaba por la rapidez de su movimiento un círculo de sangre que llenaba los vacilantes muros de figuras geométricas. Un cuerpo caía sobre el pavimento, entre las altas ruedas de la máquina; las ataduras se rompían en la caída, y, con los codos clavados en el suelo en un gesto reflejo, el cadáver todavía vivo eyaculaba un chorro rojo. 

  Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico 1912


Luego los caballos encabritados, con el vientre despiadadamente azotado con una correa, arrastraban los tubos de acero: se producía un sobresalto metálico, una nota profunda de diapasón en la sonoridad de su alma, dos líneas de llamas reflejadas en su contorno y una brusca detención ante una nueva puerta.
No había, excepto en los locos que mataban aisladamente con arma blanca, ni odio, ni furia. Solamente una destrucción y una masacre regulares, que iban aniquilando progresivamente, semejantes a una marea de muerte, que no dejaba de ascender, inexorable e inevitable. Los hombres que daban las órdenes, orgullosos de su obra, contemplaban la acción con rostro rígidos, petrificados de su ideal.
Ludwig Meidner, Visión apocalíptica 1912
 En la esquina de una negra calle, los chapoteantes cascos de los caballos encontraron una barrera de cadáveres sin cabeza, un enorme montón de troncos. La batería de tubos de acero se detuvo ante aquel amasijo de carne; por encima de los brazos confusamente crispados se alzaba un bosque de dedos que señalaban todos los puntos del espacio, levantados hacia el cielo como los brotes coloreados de una cosecha del futuro.
Al detenerse ante los pedazos guillotinados, los caballos se negaron relinchando a continuar el asalto, echaban humo por las fauces y aplastaban bajo sus herraduras las verdes entrañas. Entre la carne palpitante, entre la maleza de manos inanimadas, desesperadamente rígidas, había chorros de sangre que seguían manando.
Los padres de la masacre subieron a la barricada humana en la que se le hundieron los pies, agarraron a los caballos por lacabeza, los arrastraron por la brida, mientras resoplaban y obligaban a las ruedas a pasar sobre los miembros esparcidos cuyos huesos no dejaban de crujir.
Y de pie sobre su carnicería, con el rostro iluminado por la Idea de dentro y por el Incendio de fuera, los apóstoles de la nada miraron atentamente el fondo de la noche, en el horizonte, como si esperaran a un astro desconocido.
Ante ellos veían montones de fachadas destrozadas, escalones de piedra plantados de forma diversa, cabrios humeantes, ladrillos virutas de madera, trozos de papel, pedazos de tela, y un gran número de adoquines, agrupados en montones, como lanzados por una mano prodigiosa.

 Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico 1916


También había una casa pobre, medio derruida, en las que las chimeneas cortadas a lo largo habían dejado un largo reguero de hollín, con ramificaciones a diferentes alturas. La escalera de madera se había desplomado por debajo, a media distancia del último piso, hasta el punto de que los temblorosos peldaños iban no se sabía adónde, hacia las ascendentes llamas y los crispados cadáveres, como una frágil pasarela que venía del cielo. En aquellas miserables habitaciones destrozadas, al descubierto, se veía toda la vida inferior, una parrilla de carbón, un horno de barro rajado con diversos parches, un puchero lleno de una pasta oscura, cazuelas negras, abolladas, trapos amontonados en los rincones, una jaula roñosa en la que todavía flotaban algunas hierbas verdes, donde yacía boca arriba un pajarillo gris, con las patas encogidas bajo las plumas de su vientre, frascos de farmacia esparcidos, un catre de pie contra la pared, colchones reventados de los que salían manojos de paja, y macetas despedazadas, mezcladas con la tierra vegetal y fragmentos de plantas.
Y sentado entre las aceradas baldosas, arrancadas del cemento gris, un niño frente a una niña le mostraba triunfalmente una bala de cobre que había subido hasta allí. La pequeña se había metido una cuchara en la boca y le miraba con curiosidad. El pequeño apretaba los dedos, cuya delicada piel aún estaba arrugada, sobre la tuerca móvil llena de agujeros, y, manipulando el mecanismo, se abstraía en la contemplación del instrumento. Como los dos agitaban sus pies menudos, sacándolos de las zapatillas, profundamente distraídos, no estaban nada sorprendidos del aire que entraba, ni de la horrible luz que les invadía, y la niña, sacando la cuchara que le inflaba la mejilla, dijo a media voz: "Qué extraño, papá y mamá han desaparecido con su habitación, la calle está llena de enormes luces rojas, y la escalera se ha caído".
Todo esto vieron los organizadores de la Revolución, y el nuevo sol cuya aurora esperaban no llegó. Pero la idea que tenían en el cerebro surgió bruscamente; se les encendió una especie de luz; vislumbraron vagamente una vida superior a la muerte universal; la sonrisa de los niños se agrandó y fue como una revelación; la piedad descendió sobre ellos. Y con las manos en los ojos que aún no estaban cubiertos de párpados, descendieron tambaleándose de la muralla de hombres degollados que debía rodear la nueva Ciudad, y escaparon enloquecidos, por las rojas tinieblas, entre el estruendo metálico de las máquinas que galopaban.

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Por la tarde resuenan en los bosques otoñales
las mortíferas armas, y en las llanuras áureas
y en los lagos azules rueda el sol más oscuro.
La noche abraza a los guerreros moribundos,
irrumpe el lamento salvaje de sus bocas quebradas.
Pero silenciosas en la pradera,
rojas nubes que un dios airado habita
convocan la sangre derramada, la frialdad lunar;
y todos los caminos desembocan en negra podredumbre.
Bajo el dorado ramaje de la noche y las estrellas
vaga la sombra de la hermana (muerte) por el bosque silencioso
saludando las almas de los héroes,
las cabezas sangrantes.
Y en el cañaveral suenan las oscuras flautas del otoño.
Oh, qué soberbio duelo, con altares de bronce;
un terrible dolor nutre hoy la ardiente llama del espíritu,
por los nietos que no han nacido aún.

Georg Trakl, Grodek (Poeta expresionista que participó en la batalla de Grodek en 1914, quedando tan horrorizado que tuvo que ser ingresado en un hospital psiquiátrico de Cracovia donde a los pocos días se suicidó.



Lecturas:

Marcel Schwob, Corazón doble. Siruela 1996

Dietmar Elger, Expresionismo. Taschen 1991


Entradas relacionadas:

Cuarteto para el fin de los tiempos

El rey de la máscara de oro

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sábado, 9 de marzo de 2013

Ofelia

John Everett Millais, Ophelia (detalle)


... A su alrededor se extendieron sus ropas, y, como una náyade, la sostuvieron a flote durante un breve rato. Mientras, cantaba estrofas de antiguas tonadas, como inconsciente de su propia desgracia, o como una criatura dotada por la Naturaleza para vivir en su propio elemento. Más no podía esto prolongarse mucho, y los vestidos cargados con el peso de su bebida, arrastraron pronto a la infeliz a una muerte segura, en medio de sus dulces cantos.

Willian Shakespeare, Hamlet IV-VII


En las aguas profundas que acunan las estrellas,
blanca y cándida, Ofelia flota como un gran lirio,
flota tan lentamente, recostada en sus velos...
cuando tocan a muerte en el bosque lejano.

Arthur Rimbaud, Ophélie


La poesía expresionista aparecida entre 1910 y los primeros años de la primera guerra mundial supuso un cambio profundo en la temática tradicional de la lírica alemana. Mayoritariamente los nuevos poetas dejarán de centrarse en la descripción de una naturaleza caracterizada por un "estilo bello", para encontrar inspiración en la reciente realidad urbana industrializada que se les muestra terrible y amenazadora, surgiendo así una visión donde la fealdad, la disonancia, la desolación, lo perverso y lo apoaclíptico serán recurrentes. La ciudad se convertirá bajo su mirada en un lugar demonizado donde se concentra el potencial destructor de la civilización moderna, erigiéndose en el paradigma de un mundo próximo a su fin. Las imágenes infernales de grandes ciudades industriales, especialmente Berlin, aparecen como expresión de un temor trascendental donde el hombre se desnaturaliza y se deshumaniza. La inhospitalidad, la desesperanza,  la desolación, el desarraigo, la degradación y la locura, todo lo negativo del mundo moderno lo verán allí condensado. Así la nueva generación de escritores incorporará todo aquello que se oponga al gusto de sus antecesores. Lo repugnante, lo deforme, la enfermedad, la muerte e incluso la putrefacción, ocuparan lugar dentro de una estética de lo feo con la que rechazaban los ideales de armonia y felicidad de una tradición artística que, entendían sus atífices, no se correspondía con el clima de la época. Época en la que al ambiente prebélico le siguió una guerra con un poder destructivo nunca antes conocido en Europa. 
Ejemplo de esta nueva lírica lo podemos encontrar en el poema Ophelia, de Georg Heym (1887-1912), quien se servirá simbólicamente del personaje literario para crear una imagen revestida con las sombras del tiempo terrible y convulso que le tocó vivir. A continuación dejo el análisis que sobre esa obra hizo el profesor de Filología Alemana de la Universidad de Sevilla Manuel Maldonado Alemán.



La muerte y la putrefacción en la lírica expresionista
(fragmento)
Por
Manuel Maldonado Alemán
(Universidad de Sevilla)



El motivo de Ofelia, la bella joven, primero seducida y luego abandonada, que en su desesperación desea encontrar la muerte por asfixia en el agua, aparece ya en el drama de Shakespeare Hamlet
Ernest Hebert, Ophelia
Ofelia ama a Hamlet, pero también a Polonius, su padre. Cuando se entera de que éste ha muerto (Hamlet lo ha asesinado), cae en la locura y se suicida. Desde entonces, el motivo de Ofelia inspira a pintores y poetas. En 1870, Arthur Rimbaud compone el poema simbolista Ophélie, que ejerce una cierta influencia en el Expresionismo alemán. En él se transmite la imagen de una joven belleza, tierna, triste y pálida, irreal, que en su dulce locura encuentra la muerte en el agua. Con su muerte, Ofelia supera el sufrimiento, se reintegra en la naturaleza más elemental y abandona la brutalidad de una existencia en la que es imposible conjugar amor y libertad.

A diferencia de la composición de Rimbaud, en el poema Ophelia de Georg Heym (1887-1912), que se estructura en dos partes y que fue escrito en 1910, aparecen elementos repulsivos.

I

Ratas de agua anidan en su pelo,
y anillos en sus manos, que como aletas son
sobre las olas; nada en la sombría
selva grande que en el agua reposa.

El sol postrero que va errante y a oscuras
se hunde profundamente en su cabeza.
¿Por qué murió? ¿Por qué tan sola nada
sobre el agua que enreda los helechos?

El viento acecha en los espesos juncos
como mano que espanta los murciélagos.
Húmedos por el agua, con sus alas sombrías
en el oscuro río se alzan como humo,

como nocturnas aves. Largas anguilas blanquecinas
sobre el pecho resbalan. Una luciérnaga aparece
en su frente. Sus hojas llora un sauce
sobre ella y su pena silenciosa.


Ophelia


Mientras que el cuerpo de la joven muerta flota solitario e inerte en el río, los animales y los elementos naturales que lo rodean se muestran activos, plenos de vida, e incluso personificados. Las ratas de agua anidan en el cabello de la joven; sus manos parecen aletas de peces también muertos; en torno a su cuerpo se concentran los murciélagos y por su pecho se desliza una anguila. El sol postrero se hunde en su cerebro. El viento acecha en los espesos juncos y "como una mano" espanta los murciélagos. Una luciérnaga se posa en su frente y un sauce "llora sus hojas sobre ella". Sombra y oscuridad envuelven la "gran selva" que sirve de escenario natural. Pero, pese al malestar, e incluso asco, que provocan las imágenes iniciales, el poema en su conjunto produce una sensación de armonía y sosiego. La joven muerta es acogida plenamente por la naturaleza y se resigna en ella, aunque la cuestión del porqué de su muerte queda sin aclarar.

Odilon Redón, Ophelia


El río, que arrastra el cuerpo de Ofelia, otorga unidad a las dos partes de la composición. Mientras que las cuatro estrofas de la primera parte se centran en un escenario selvático, la segunda parte se desarrolla en un paisaje urbano. Aquí se muestra a la joven que viaja por el espacio y el tiempo.

II

Granos. Sembrados. Y el rojo sudor en la mitad del día.
Los amarillos vientos de los campos duermen silenciosos.
Ofelia quiere dormir, un pájaro, se acerca.
Le abrigan, blancas, las alas de los cisnes.

Los párpados azules sombrean dulcemente
y entre el aire que brilla en las guadañas
sueña en el carmesí de algún abrazo
sueño eterno en su eterna sepultura.

Pasa, vuelve a pasar. Donde la orilla sueña
con el bullicio de la ciudad, y el río blanco
rompe diques y el eco largamente
retumba. Donde se oye, río abajo,

el son de llenas calles. Repique de campanas.
El silbido de un tren. Lucha. Cae al oeste
sobre cristales empañados una sorda luz crepuscular
en que con brazos gigantescos una grúa amenaza,

tirano poderoso, la frente ennegrecida,
Moloc al que rodean sus siervos de rodillas.
Carga de puentes que atraviesan con pesadez el río
tal si lo encadenaran, dura condenación.

Nada invisible que acompañan las olas.
Pero allí donde cruza ahuyenta multitudes,
con grandes alas, un pesar profundo
que ambas orillas ensombrece a lo ancho.

Pasa, vuelve a pasar. Cuando se entrega tarde a la tiniebla
el alto día oeste del verano,
donde en el verde oscuro de los prados reposa
el cansancio sutil de la tarde lejana.

Lejos la arrastra el río, mientras se hunde
en luctuosos puertos invernales.
Tiempo abajo. Por entre eternidades
cuyo horizonte humea como fuego.


Paul Albert steck, Ophelia


En contraste con la oscuridad y la melancolía de la primera parte, ahora destaca un colorido metafórico en el que predomina la luminosidad y el color de la vida. El sufrimiento inicial ha desaparecido y se ha alcanzado un estado de armonía con la naturaleza. Ya no se habla de "pena silenciosa", sino de "sueño eterno". En vez de con un pez muerto, a Ofelia se la compara ahora con un pájaro. La noble imagen de los cisnes, cuyas alas blancas abrigan su cuerpo, contrasta con las ratas, los murciélagos y el anguila de la primera parte. Por un momento parece que Ofelia aún esté viva: sueña con el amor, "con el carmesí de un beso", pero su cuerpo continúa flotando en la corriente: se trata tan solo de "un sueño eterno en su eterna sepultura".


   Ophelia


En las últimas estrofas, se impone un paisaje industrial propio del mundo moderno, en el que la técnica y el maquinismo han sometido a la naturaleza. La prepotente presencia de la gran ciudad se destaca mediante metáforas visionarias que evocan ruido, amenaza, tiranía y supeditación. Finalmente, el cadáver de Ofelia se hunde en el agua. Su desaparición definitiva tiene un efecto apocalíptico: simboliza el ocaso de la civilización actual, cuyo horizonte, en la lejanía, "humea como fuego".


Robert Walquer, Ophelia


Lecturas:

Manuel Maldonado Alemán, El expresionismo y las vanguardias en la literatura alemana. Editorial Síntesis 2006

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