Abdul Mati Klarwien, Aleph Sanctuary
Instalación inspirada en El Aleph, de Jorge Luis Borges
"En el mapa de tu imperio, oh gran Kan, deben ubicarse tanto la gran Fedora de piedra como las pequeñas Fedoras de las esferas de vidrio. No porque todas sean igualmente reales, sino porque todas son solo supuestas. Una encierra aquello que se acepta como necesario mientras todavía no lo es; las otras, aquello que se imagina como posible y un minuto después deja de serlo"
Italo Calvino, Las ciudades invisibles
Umberto Eco finaliza su último libro publicado Historia de las tierras y los lugares legendarios, con un capítulo a modo de epílogo con una sugerente conclusión tras su intenso y amplio recorrido por lugares y personajes de leyenda, míticos y literarios que han poblado la imaginación humana a lo largo de la historia.
Los lugares novelescos y su verdad
(fragmentos)
por
Umberto Eco
Como hemos dicho en la introducción, son infinitos los lugares que en realidad nunca han existido y en los que se desarrollan numerosas acciones novelescas. Muchos de estos lugares forman parte ya de nuestro imaginario, de modo que fantaseamos sobre el País de los juguetes de Pinocho, la isla donde Simbad encuentra al pajaro Roc o la isla Sonante de Rabelais, por no hablar de la cabaña de los siete enanitos, el castillo de la Bella Durmiente, la casa de la abuela de Caperucita Roja o la montaña del Imán que aparece en muchos relatos orientales y occidentales.
Algunos se convirtieron en materia novelesca pese a haber existido en la realidad, como la isla de Robinsón, donde naufragó un personaje real, Alexander Selkirk, en el que se inspiró Defoe, y que se encuentra en el archipiélago de las islas Juan Fernandez, en el océano Pacífico, frente a la costa de Chile. (...)
No sabemos dónde estaban los jardines de Armida de Tasso o la isla de Calibán, ni tampoco Lilliput, Brobdingnag, Laputa, Balnibarbi, Glubbdubdrib, Luggnagg y el país de los Houyhnhnms de los Viajes de Gulliver, la isla misteriosa de Verne, el Xanadú de Coleridge (aunque Orson Wells reconstruyó un Xanadú ficticio en Ciudadano Kane), las minas de rey Salomón, en qué punto naufragó Gordon Pym, dónde estaba la isla de los monstruos del doctor Moreau, el País de las Maravillas de Alicia, y todos los principados de opereta, de Ruritania a Parador, Freedonia, Sylvania, Vulgaria, Tomania, Bacteria, Osterlich, Slovetzia y Euphrania, al ducado de Strackenz y los reinos de Taronia, Carpania, Lugash, Klopstokia, Moronica, Syldavia, Valesca, Zamunda, Marsovia y las repúblicas de Valverde, Hatay, Zangaro, Hidalgo, Borduria, Estrovia, Pottsylvania, Genovia y Krakozhia, hasta el reino de Ottokar en los comics de Tintín. (...)
Si bien se presume que la Gotham City de Batman es una Nueva York tenebrosamente transfigurada, siguen siendo ilocalizables Smallville, Metrópolis y Kandor, que en las historias de Superman el malvado Brainic ha capturado y miniaturizado en recipiente de cristal.
Y por supuesto no existen las esplendidas ciudades invisbles de Calvino y, ¡ay!, aunque se ha intentado hacer una reconstrucción comercial tremendamente decepcionante, nunca más veremos el Café Americain de Rick, en Casablanca.
Por otra parte, nadie ha imaginado jamás que existieran realmente los lugares representados en la Carte du Tendre, mapa de un país imaginario del que habló en el siglo XVII Madeleine de Scudéry en Clélie.
Igual que solo podemos soñar el lugar más vasto e innombrable de todos, aquel que Borges cuenta haber visto a través de una rendija situada en los peldaños de una escalera. El Aleph, el punto desde el que contempló e intentó describir el universo infinito.
Entre los lugares novelescos podemos enumerar también los que aún no existen, esto es, los lugares de la ciencia ficción, partiendo de los clásicos, como el París del Dos mil imaginado por Robida en el siglo XIX. Pero tal vez esas fantasías deben ser clasificadas entre las utopías, positivas o negativas, que pretendieran o pretendan ser.
Albert Robida, Paris la nuit, ilustración para Le vingtième siècle (1883)
En cualquier caso, todos estos lugares de los que tratamos en este capítulo (sin pretender agotar la infinita lista), no son los lugares de la ilusión legendaria sino de la verdad novelesca. ¿Cuál es la diferencia? La diferencia estriba en que (incluso en el caso de Robinson) estamos convencidos de que no existen y de que nunca han existido, como el País de Nunca Jamás de Peter Pan o la Isla del tesoro de Stevenson.
Y nadie intenta ir a descubrirlos, como sí han hecho muchos con la isla de San Brandán, en cuya existencia se creyó realmente durante siglos.
Estos lugares no suscitan nuestra credulidad porque, gracias al acuerdo ficticio que nos une a las palabras del autor, aun sabiendo que no existen, aparentamos que han existido y participamos como cómplices en el juego que se nos propone.
Sabemos muy bien que existe un mundo real en el que se produjo la Segunda Guerra Mundial y los hombres fueron a la Luna, y que han existido y existen Blancanieves y Harry Potter, el comisario Maigret y madame Bovary. Una vez que, fieles al acuerdo ficticio, hemos decidido tomar en serio un mundo narrativo posible, debemos admitir que Blancanieves fue despertada de su letargo por un príncipe azul, que Maigret vive en París en el boulevard Richard-Lenoir, que Harry Potter estudió magia en Hogwarts y que madame Bovary se envenenó. Y el que afirmase que Blancanieves no se despertó nunca de su sueño, que Maigret vive en el boulevard de la Poissoniére, Harry Potter estudió en Cambridge y madame Bovary fue salvada in extremis por su marido con un antídoto, suscitará nuestro desacuerdo (y tal vez le suspenderían en un examen de literatura comparada). (...)
La verdad de la ficción novelada supera la creencia en la verdad o falsedad de los hechos narrados. En la vida real no sabemos con seguridad si Anastasia Romanov fue asesinada junto con su famila en Ekaterimburgo o si Hitler murió en realidad en el bunker de Berlín. Pero si leemos las historias de Arthur Conan Doyle, estamos seguros de que el doctor Watson es la persona a quien Stamford llama por primera vez por este nombre en Estudio en escarlata, y a partir de ese momento tanto Holmes como los lectores, cuando piensan en Watson, se refieren a ese hecho bautismal. El lector confía en que en Londres no existían dos personas con el mismo nombre y el mismo currículum militar, a menos que el texto nos lo diga porque pretende contar la historia de un simulador o de un personaje con doble identidad, como sucede en El doctor Jekyll y Mister Hyde. (...)
Todo esto significa que el mundo posible de la narrativa es el único universo en el que podemos estar absolutamente seguros de algo, y que nos proporciona una idea muy profunda de verdad.
Los crédulos creen que existen o han existido en algún sitio El Dorado y Lemuria, y los escépticos están convencidos de que nunca han existido, pero todos sabemos que es innegablemente cierto que Superman es Clark Kent y que es falso que la mano derecha de Nero Wolf sea el doctor Watson; que es indiscutiblemente cierto que Ana Karenina murió bajo las ruedas de un tren, y falso que se casara con el príncipe azul.
En nuestro mundo lleno de errores y de leyendas, de datos históricos y de falsas noticias, una cosa absolutamente verdadera lo es tanto como el hecho de que Superman es Clark Kent. Todo lo demás siempre puede ser discutido.
Los exaltados siguen confiando en encontrar un día al señor del mundo o en que las criaturas de una raza venidera puedan surgir de un subsuelo vacío. Los alucinados han creído (y algunos lo siguen creyendo) que la Tierra es hueca. Pero cualquier persona normal sabe que, en el mundo del que nos habla la Odisea, la Tierra era plana y albergaba la isla de los feacios.
Todo esto nos proporciona un último consuelo. Las tierras legendarias, en el momento que pasan de ser objeto de creencia a objeto de ficción, también se convierten en verdaderas. La isla del tesoro es más verdadera que Mu y, al margen del valor artístico, la Atlántida de Pierre Benoît es más indiscutible que aquella en cuya búsqueda partieron tantos exploradores de tierras desaparecidas, y asimismo indiscutible, en el mundo de Platón, cuando lo leemos en clave narrativa (como hay que hacer con los relatos mitológicos), es la Atlántida con la que el filósofo nos fascinó, y su tierra no puede ser cuestionada, como conviene hacer en cambio con la de Donnelly.
Acuden también en nuestro auxilio las narraciones figurativas que acompañan los capítulos de este libro, que fijan a quienes eran personajes de leyenda en una realidad imborrable, parte del museo de nuestra memoria. Esos héroes o esas tierras desaparecieron (o nunca existieron), pero su imagen no puede ser cuestionada.
E incluso el que no cree en la existencia del Paraíso, ya sea el terrenal o el celestial, si mira la imagen de la "cándida rosa" de Doré, y lee el texto de Dante que la ilustra, comprende que esta visión forma parte verdaderamente de la realidad de nuestro imaginario.
Mapa e ilustración de La isla del tesoro (1886) de R. L. Stevenson
Sabemos muy bien que existe un mundo real en el que se produjo la Segunda Guerra Mundial y los hombres fueron a la Luna, y que han existido y existen Blancanieves y Harry Potter, el comisario Maigret y madame Bovary. Una vez que, fieles al acuerdo ficticio, hemos decidido tomar en serio un mundo narrativo posible, debemos admitir que Blancanieves fue despertada de su letargo por un príncipe azul, que Maigret vive en París en el boulevard Richard-Lenoir, que Harry Potter estudió magia en Hogwarts y que madame Bovary se envenenó. Y el que afirmase que Blancanieves no se despertó nunca de su sueño, que Maigret vive en el boulevard de la Poissoniére, Harry Potter estudió en Cambridge y madame Bovary fue salvada in extremis por su marido con un antídoto, suscitará nuestro desacuerdo (y tal vez le suspenderían en un examen de literatura comparada). (...)
La verdad de la ficción novelada supera la creencia en la verdad o falsedad de los hechos narrados. En la vida real no sabemos con seguridad si Anastasia Romanov fue asesinada junto con su famila en Ekaterimburgo o si Hitler murió en realidad en el bunker de Berlín. Pero si leemos las historias de Arthur Conan Doyle, estamos seguros de que el doctor Watson es la persona a quien Stamford llama por primera vez por este nombre en Estudio en escarlata, y a partir de ese momento tanto Holmes como los lectores, cuando piensan en Watson, se refieren a ese hecho bautismal. El lector confía en que en Londres no existían dos personas con el mismo nombre y el mismo currículum militar, a menos que el texto nos lo diga porque pretende contar la historia de un simulador o de un personaje con doble identidad, como sucede en El doctor Jekyll y Mister Hyde. (...)
Todo esto significa que el mundo posible de la narrativa es el único universo en el que podemos estar absolutamente seguros de algo, y que nos proporciona una idea muy profunda de verdad.
Los crédulos creen que existen o han existido en algún sitio El Dorado y Lemuria, y los escépticos están convencidos de que nunca han existido, pero todos sabemos que es innegablemente cierto que Superman es Clark Kent y que es falso que la mano derecha de Nero Wolf sea el doctor Watson; que es indiscutiblemente cierto que Ana Karenina murió bajo las ruedas de un tren, y falso que se casara con el príncipe azul.
En nuestro mundo lleno de errores y de leyendas, de datos históricos y de falsas noticias, una cosa absolutamente verdadera lo es tanto como el hecho de que Superman es Clark Kent. Todo lo demás siempre puede ser discutido.
Los exaltados siguen confiando en encontrar un día al señor del mundo o en que las criaturas de una raza venidera puedan surgir de un subsuelo vacío. Los alucinados han creído (y algunos lo siguen creyendo) que la Tierra es hueca. Pero cualquier persona normal sabe que, en el mundo del que nos habla la Odisea, la Tierra era plana y albergaba la isla de los feacios.
Todo esto nos proporciona un último consuelo. Las tierras legendarias, en el momento que pasan de ser objeto de creencia a objeto de ficción, también se convierten en verdaderas. La isla del tesoro es más verdadera que Mu y, al margen del valor artístico, la Atlántida de Pierre Benoît es más indiscutible que aquella en cuya búsqueda partieron tantos exploradores de tierras desaparecidas, y asimismo indiscutible, en el mundo de Platón, cuando lo leemos en clave narrativa (como hay que hacer con los relatos mitológicos), es la Atlántida con la que el filósofo nos fascinó, y su tierra no puede ser cuestionada, como conviene hacer en cambio con la de Donnelly.
Acuden también en nuestro auxilio las narraciones figurativas que acompañan los capítulos de este libro, que fijan a quienes eran personajes de leyenda en una realidad imborrable, parte del museo de nuestra memoria. Esos héroes o esas tierras desaparecieron (o nunca existieron), pero su imagen no puede ser cuestionada.
E incluso el que no cree en la existencia del Paraíso, ya sea el terrenal o el celestial, si mira la imagen de la "cándida rosa" de Doré, y lee el texto de Dante que la ilustra, comprende que esta visión forma parte verdaderamente de la realidad de nuestro imaginario.
Gustave Doré, ilustración para el Canto XXXI de El Paraiso de Dante
"Todas aquellas almas tenían el rostro de llama viva, las alas de oro, y lo restante de tal blancura, que no hay nieve que pueda comparársele. Cuando descendían por la flor de grada en grada, comunicaban a las otras almas la paz y el ardor que ellas adquirían volando; y por más que aquella familia alada se interpusiera entre lo alto y la flor, no impedían la vista ni el esplendor, porque la luz divina penetra en el universo según que éste es digno de ello, de manera que nada puede servirle de obstáculo.
Este reino tranquilo y gozoso, poblado de gente antigua y moderna, tenía todo él la vista y el amor dirigidos hacia un sólo punto. ¡Oh trina luz, que centelleando en una sola estrella, regocijas de tal modo la vista de esos espíritus!"
"Todas aquellas almas tenían el rostro de llama viva, las alas de oro, y lo restante de tal blancura, que no hay nieve que pueda comparársele. Cuando descendían por la flor de grada en grada, comunicaban a las otras almas la paz y el ardor que ellas adquirían volando; y por más que aquella familia alada se interpusiera entre lo alto y la flor, no impedían la vista ni el esplendor, porque la luz divina penetra en el universo según que éste es digno de ello, de manera que nada puede servirle de obstáculo.
Este reino tranquilo y gozoso, poblado de gente antigua y moderna, tenía todo él la vista y el amor dirigidos hacia un sólo punto. ¡Oh trina luz, que centelleando en una sola estrella, regocijas de tal modo la vista de esos espíritus!"
Lecturas:
Umberto Eco, Historia de las tierras y los lugares legendarios. Random House Mondadori 2013
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2 comentarios:
Ah, querido Jan, a penas me dejas tiempo para volver a la entrada anterior y ya nos regalas esta tan interesante...
Elegí, precisamente, Fedora como nuevo nombre de mi blog en parte para poder ubicar "mis cuentos chinos" en ese concepto de irrealidad que explicas. Sin embargo, me ha encantado esta mirada que has proyectado (Eco y tú) sobre lo imaginario: es precisamente su esencia ficticia la que lo hace más certera que cualquier realidad (potencialmente cambiante). Después de todo, lo que escribimos los cuentistas tiene más verdad de lo que estamos dispuestos a admitir.
Me encantó el catálogo de seres y lugares imaginados.
Un abrazo!
Hola Fedora,
entre esos lugares imaginados, después de tener noticia de la muerte de Gabriel García Marquez no puedo dejar de recordar a Macondo, tierra de ficción donde la verdad de las historias tejidas por sus personajes el tiempo no borra, siendo hoy tan reales y mágicas como cuando se crearon.
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