Cuando aparece el infinito tú desapareces
pues "tú" no has sido nunca, ni siquiera un instante.
Sheiq Ahmad Al 'Alawî
Feliz quien, como al ave fénix,
en Sí mismo, al fin, la eternidad lo cambia.
William Shakespeare, La tórtola y el Fénix
En el relato de D. H. Lawrence, El hombre que amaba las islas, su protagonista inicia un peregrinaje que lo llevará desde su isla de origen extensa y ampliamente poblada en la que no se siente a gusto, a la búsqueda de una isla cada vez más pequeña y remota. Su viaje, durante el cual abandonará a su mujer y a su hijo recién nacido, finalizará cuano llegue a un minúsculo islote del que será su único poblador. El narrador nos dice al principo del texto que quería una isla propia no necesariamente para estar solo en ella, sino para convertirla en un mundo propio. Veamos a continuación lo sucedido en la tercera y última isla.
El hombre que amaba las islas
parte final
parte final
(La tercera isla)
por
D. H. Lawrence
No tardó en hacer habitable la tercera isla. Con cemento y los grandes guijarros de la pedregosa playa, dos hombres le construyeron una cabaña, que techaron con hierro ondulado. Una embarcación transportó una cama y una mesa, así como tres sillas, una buena alacena y unos pocos libros. Se proveyó de carbón, parafina y alimentos... Sus necesidades eran muy pocas.
La casa se alzaba cerca de la playa de guijarros de la ensenada en la que había desembarcado, donde dejó varada su barca ligera. Un soleado día de agosto, los hombres zarparon y le dejaron allí. El mar estaba inmovil y tenía un color azul pálido. El isleño vio en el horizonte el pequeño vapor del correo que navegaba lentamente hacia el norte, como si caminara. Atendía a las islas exteriores dos veces por semana. Ahora, con el tiempo sereno, podría acercarse al barco en el bote de remos, si fuese necesario, y hacerles señales desde un asta situada detrás de la cabaña.
Media docena de ovejas permanecían en la isla, como compañía; y tenía una gata que se frotaba contra sus piernas. Mientras duraron los dulces y soleados días del otoño septentrional, paseaba entre las rocas y la mullida hierba de su pequeño dominio, siempre vuelto al incesante e inquieto mar. Examinaba cada hoja que pudiera diferenciarse de otra, y contemplaba la interminable expansión y contracción de las algas marinas agitadas por el mar. En la isla no había un solo árbol, ni siquiera un brezo que proteger. Sólo la hierba, una plantas minísculas que crecían dentro de ella, la juncia junto a la charca y las algas del océano. Estaba contento. No quería tener árboles ni arbustos. Se erguían como la gente, demasiado agresivos. Su isla desnuda y de poco declive en el mar azul pálido, eso era todo lo que quería.
Ya no trabajaba en su libro. Había perdido el interés. Le gustaba sentarse en la parte más elevada de su isla y ver el mar; nada más que el mar pálido y sereno. Y sentir que su mente se volvía sumamente brumosa, igual que el océano. A veces, como un espejismo, veía la sombra de la tierra que se alzaba y cernía hacia el norte. Más allá había una gran isla, pero era insustancial.
Pronto se sintió casi alarmado al distinguir el vapor en el horizonte cercano, y el temor le oprimió el corazón, no fueran a detenerse allí e importunarle. Observó inquieto cómo se alejaba, y hasta que lo perdió de vista no experimentó un auténtico alivio, de nuevo dueño de sí mismo. La tensión provocada por la posibilidad de que se aproximaran seres humanos hacía que la espera fuera cruel. No quería que se le acercaran. No quería oir sus voces. le asustaba el sonido de su propia voz si inadvertidamente dirigía la palabra al gato.
Se reprendía a sí mismo por haber roto el gran silencio. Y se irritaba cuando su gata le miraba y maullaba leve, quejumbrosamente. Él le fruncía el ceño, y ella lo sabía. La gata se estaba volviendo salvaje, y acechaba en las rocas, tal vez pescando.
Pero lo que más le desagradaba era cuando una de las ovejas abría la boca y emitía sus ásperos y estridente balidos. Él la miraba, y le parecía espantosa y basta. Llegó a sentir un fuerte desagrado hacia las ovejas.
Sólo quería oír el sonido susurrante del mar y los agudos gritos de las gaviotas, unos gritos que para él era como si procedirar de otro mundo. Y lo mejor de todo, el gran silencio.
Decidió que, cuando viniera el barco, se libraría de las ovejas. Éstas ya se habían acostumbrado a su presencia, y le miraban con ojos amarillos o incoloros y una insolencia cercana al ridículo. Transmitían una sensación de fría indecencia. A él le desagradaban mucho. Y cuando daban aquellos entrecortados saltos desde las rocas, y sus pezuñas producían ese ruido seco y áspero y la lana se agitaba en sus lomos encuadrados, le parecían repulsivas, degradantes.
Pasó el buen tiempo, y empezó a llover durante todo el día. Pasaba mucho tiempo tendido en la cama, escuchando el sonido del agua que caía desde el tejado en el barril de zinc, contemplando la lluvia, las oscuras rocas, el mar oculto a través de la puerta abierta. Ahora había muchas gaviotas en la isla, muchas aves marinas de todas clases. Aquella fauna era de otro mundo. Él no había visto jamás a muchas de aquellas aves. Volvió atener el viejo impulso de encargar un libro y conocer sus nombres. Por un instante sintió la vieja pasión de conocer el nombre de cuanto veía, e incluso decidió ir remando hasta el vapor. ¡Los nombres de aquellas aves! Debía conocer sus nombres; de lo contrario, no las poseía, no existían del todo para él.
Pero el deso le había abandonado, y se limitaba a contemplarlas mientras revoloteaban o caminaban a su alrededor; las observaba vagamente, sin hacer distinciones entre ellas. Había perdido por completo el interés. Había una sola gaviota, un ave grande y hermosa, que iba y venía sin cesar ante la puerta de la cabaña, como si tuviera allí alguna misión.
Era de gran tamaño, de un gris perlino, y sus redondeces eran tan suaves y encantadoras como una perla. Sólo en los extremos de las alas plegadas las plumas eran negras, y tenía unos puntos blancos muy claros que parecían responder a una pauta. Al isleño le intrigaba mucho la razón de ser de aquel adorno en el ave que vivía en lejanos fríos y mares. Y mientras la gaviota iba y venía, iba y venía por delante de la cabaña, paseando ufana, las patas de un dorado oscuro, alzado el pico amarillo claro que se curvaba en la punta, dándose una curiosa y extraña importancia, el hombre reflexionaba sobre ella. Era portentosa, tenía un significado.
Entonces el ave dejó de acudir. La isla, que había estado llena de aves marinas -el destello de las alas, el sonido del aleteo y los agudos y sobrecogedores gritos en el aire-, empezó a estar desierto de nuevo. Ya no se apostaban como huevos vivos sobre las rocas o la hierba, moviendo las cabezas, ni batían sus alas alrededor de sus pies. Ya no corrían por la hierba entre las ovejas, ni remontaban el vuelo con las alas bajas. Los huespedes se habían ido. Pero siempre se quedaban algunos.
Los días se acortaron, y el mundo se volvió fantasmagórico. Un día llegó el barco, como si en vez de navegar hubiera descendido de improviso del cielo. Al isleño le pareció una invasión. Era una tortura hablar con aquellos dos hombres toscamente vestidos. Tenían un aire de familiaridad que le repugnaba. Él vestía con elegancia, su cabaña estaba limpia y ordenada. Le molestaba cualquier intrusión, y la tosca sencillez, la torpeza de los pescadores era en verdad repulsiva para él.
Dejó en una pequeña caja las cartas que le habían traído. Una de ellas contenía el dinero, pero ni tan siquiera ésa podía abrir. Toda clase de contacto le resultaba asqueroso. Incluso leer su nombre en un sobre. Escondió las cartas.
Y el ajetreo y el horror que supuso la captura de las ovejas, atarlas y embarcarlas le hicieron odiar con profunda repugnancia toda la creación animal. ¿Qué dios repulsivo inventó a los animales y a los hombres malolientes? Para su olfato, tanto los pescadores como las ovejas olían mal; una suciedad en la tierra limpia.
Estaba todavía nervioso y angustiado cuando por fin zarpó la embarcación y se alejó por el mar inmóvil. Días después, a veces le sobrevenía un acceso de asco, creyendo haber oído el sonido de las ovejas paciendo.
Los oscuros días invernales fueron avanzando. A veces el día no se distinguía de la noche. El isleño se encontraba mal, como si se estuviera disolviendo, como si la disolución ya se hubiera iniciado dentro de él. En el exterior todo era crepuscular, lo mismo que en su mente y su alma. En cierta ocasión se asomó a la puerta y vio cabezas negras de hombres que nadaban en la ensenada. Por unos instantes perdió la consciencia, debido a la impresión, al horror de una inesperada aproximación humana. ¡El horror en el crepúsculo! Y por fin, cuando el tremendo sobresalto le había debilitado hasta sentirse incorpóreo, comprendió que las cabezas negras eran de unas focas que se acercaban a nado. Entonces le invadió un alivio enfermizo, aunque, tras la conmoción, apenas era consciente. Más tarde, se sentó y lloró con gratitud porque no hubieran sido hombres, pero sin percatarse de por qué lloraba. Su mente estaba demasiado aturdida. Como un animal extraño etéreo, ya no se daba cuenta de lo que hacía.
Su única satisfacción seguía siendo la de estar solo, absolutamente solo, empapándose de espacio. Únicamente el mar gris y el asidero de su isla bañada por el mar. Ningún otro contacto. Nada humano que pusiera su horror en contacto con él. Solo espacio, ¡húmedo y crepuscular espacio bañado por el mar! Aquél era el pan de su alma.
Por ese motivo se alegraba mucho cuando había una tormenta o cuando el mar estaba agitado. Nada podía afectarle, nada del mundo exterior podía llegar hasta él. Cierto que la terrible violencia del viento le producía un enorme padecimiento, pero al mismo tiempo hacía que el mundo desapareciera por completo para él. Siempre le gustaba que hubiera mar gruesa y marejada, pues entonces ninguna embarcación podía llegar hasta él. Era como una muralla eterna alrededor de la isla.
No tenía noción del tiempo, y ya no pensaba en abrir un libro. Una página con letras impresas, tan parecida a la depravación del habla, le parecía obscena. Arrancó el rótulo de latón del hornillo de parafina. Hizo desaparecer de su cabaña hasta la última letra.
La gata había desaparecido, y él se alegraba bastante. Su maullido agudo y penetrante le estremecía. El felino había vivido en la carbonera. Cada mañana, ante la entrada, le ponía un plato de gachas, lo mismo que él comía. Lavaba el platillo con repulsión. No le gustaba verla contorsionándose cerca de él, pero la alimentaba escrupulosamente. Pero un día la gata no fue a comer la gachas que siempre reclamaban sus maullidos. Y no volvió a aparecer.
El hombre merodeaba por la isla bajo la lluvia, enfundado en un ancho impermeable, sin saber lo que estaba buscando ni lo que había ido a ver. El tiempo había dejado de transcurrir. Permanecía durante largo tiempo con los ojos fijos, aquellos ojos de mirada remota, penetrantes y azules, contemplando con una expresión ardiente, casi cruel, el mar oscuro bajo el cielo oscuro. Y si veía la vela bamboleante de un pesquero que se deslizaba a lo lejos por las frías aguas, una extraña y malevolente ira se reflejaba en sus facciones.
A veces estaba enfermo. Sabía que lo estaba porque se tambaleaba al caminar y se caía con facilidad. Entonces se detenía para pensar que le pasaba, e iba al lugar donde guradaba las provisiones, sacaba la leche en polvo y malta y tomaba la mezcla. Y volvía a olvidarse de su estado. Dejaba de ser consciente de sus propias sensaciones.
Los días empezaban a alargarse. Durante todo el invierno el tiempo había sido relativamente suave, pero muy lluvioso. Se había olvidado del sol. De repente, sin embargo, el aire se volvió gélido, y el isleño empezó a temblar. Le invadió el temor. El cielo estaba sereno y gris, y por la noche nunca se veían las estrellas. Hacía mucho frío. Empezaron a llegar más aves. La isla se estaba congelando. Con manos temblorosas, encendía el fuego de la chimenea. El frío le asustaba.
Día tras día, continuó un frío monótono y mortal. De vez en cuando el aire transportaba minúsculos copos de nieve. Los grises días eran más largos, pero no había cambio alguno en el frío. Una luz diurna gris y gélida. Las aves desaparecieron, emprendieron el vuelo. A algunas las vio tendidas, muertas de frío. Era como si toda la vida se alejara, se contrajera desde el norte hasta el sur. "Pronto", se dijo el isleño, "todo se habrá esfumado, y en estas regiones no quedará ningún ser vivo". La idea le produjo una cruel satisfacción.
Entonces, una noche, pareció aliviarse: durmió mejor, no tembló medio dormido ni se agitó tanto, medio consciente. Se había acostumbrado de tal manera a los temblores y las contorsiones de su cuerpo que apenas los percibía. Pero cuando, por una vez, consiguió dormir profundamente, sí que lo notó.
Al despertar por la mañana se encontró con una curiosa blancura. La ventana estaba empañada. Había nevado. Se levantó y, al abrir la puerta, tembló de la cabeza a los pies. ¡Ah, qué frío hacía! Todo estaba nevado, el mar era una lámina de plomo oscuro y las negras rocas estaban curiosamente moteadas de blanco. La espuma ya no era pura. Parecía sucia. Y el mar corroía la blancura de la tierra, similar a un cadáver. Los copos de nieve hacían que el aire muerto se encenegara.
La nieve que cubría el suelo tenía treinta centímetros de espesor, blanca, suave y blanda en aquel día de viento. Empuñó una pala para despejar la zona alrededor de la casa y el cobertizo. La palidez de la mañana se oscureció. Se oía un extraño rumor de truenos lejanos en la atmósfera helada, y, a través de la nieve que caía de nuevo, vio el leve destello de un relámpago. Ahora nevaba sin cesar en la inmóvil oscuridad.
Salió de la casa unos minutos, pero era difícil avanzar. Tropezó y cayó en la nieve, que le quemó la cara. Débil y mareado, regresó penosamente a casa. Y, tras recuperarse, se tomó la molestia de calentar leche.
Nevaba continuamente. Por la tarde volvió a oir el retumbar apagado de los truenos, y vio cegadores relámpagos rojizos a través de la nieve que caía. Inquieto, fue a acostarse y se tumbó con la mirada fija en el vacío.
Le pareció que la mañana no llegaba nunca. Yació durante una eternidad, esperando que un atisbo de luz le aliviara la noche. Por fin pareció que el aire era más pálido. Su casa era una celda débilmente iluminada por una luz blanquecina. Se dio cuenta de que la nieve era un muro al otro lado de la ventana. Al levantarse, sintió el intenso frío. Cuando abrió la puerta, la nieve inmóvil era una pared que le llegaba a la altura del pecho y le cerraba el paso. Mirando por encima del borde, notó las lentas ráfagas del viento que penetraban en la casa, vio alzarse la nieve en polvo y desplazarse como un cortejo fúnebre. El negruzco mar se revolvía, se impacientaba, y parecía morder la nieve, impotente. El cielo era gris, pero luminoso.
Empezó a trabajar con frenesí, con la intención de llegar a la barca. Si debía permanecer encerrado sería porque así lo había decidido él, no por el poder mecánico de los elementos. Debía ir a la orilla del mar. Tenía que poder llegar a su barca.
Pero estaba débil, y a veces la nieve le vencía. Caía sobre él, y yacía enterrado y exánime. Sin embargo, cada vez que eso sucedía, se esforzaba por levantarse antes de que fuera demasiado tarde, y atacaba la nieve con la energía de la fiebre. Estaba exausto, pero no cedía. Entraba cautelosamente en la cabaña y preparaba café y tocino ahumado. No había cocinado tanto desde hacía mucho tiempo. Entonces volvía a cargar contra la nieve. Era preciso que conquistara la nieve, aquella fuerza nueva, blanca y brutal que se había acumulado contra él.
Trabajaba azotado por las espantosas ráfagas de viento, apartando la nieve a un lado, presionándola con la pala. Era muy duro, con aquel viento frío, helado; incluso lo era cuando el sol aparecía un rato y le mostraba su blancura, el entorno sin vida, el negro mar, revuelto y hosco, las olas moteadas de opaca espuma hasta el horizonte. Pero el sol le calentaba el rostro. Era el mes de marzo.
Llegó a la barca. Apartó la nieve y se sentó al abrigo de la embarcación, contemplando el mar, que con la marea alta casi se arremolinaba a sus pies. Los guijarros parecían curiosamente naturales en un mundo que se había vuelto misterioso. El sol ya no brillaba. Los copos de nieve que caían ahora eran compactos y parecían desvanecerse milagrosamente al tocar la dura negrura del mar. Las roncas olas resonaban en la playa pedregosa, abalanzándose contra la nieve. Y continuamente la miríada de endiablados copos de nieve tocaban el oscuro mar y desaparecían.
Durante la noche se desató una gran tormenta. El isleño creía oír la más vasta masa de nieve golpeando al mundo entero con un incesante ruido apagado; y, por encima de todo ello, el extraño sonido cavernoso de las ráfagas del viento, en cuyos intervalos restallaba un cegador relámpago seguido por el sordo retumbar del trueno, más pesado que el viento. Cuando por el alba decoloró levemente la oscuridad, la tormenta había remitido casi por completo, pero soplaba en viento constante. La nieve llegaba al dintel de la puerta.
Malhumorado, trabajó para salir de su encierro. Y, gracias a su insistencia lo consiguió. Se encontró en un extremo de un gran montón de nieve que tenía varios metros de altura. Cuando hubo pasado, la nieve helada no tenía más que sesenta centímetros de espesor. Pero su isla había desaparecido. Su forma estaba cambiada por completo, se alzaban grandes colinas blancas donde no había exisitido ninguna, y éstas eran inaccesibles y humeaban como volcanes, pero con polvo de nieve. El isleño se sintió asqueado y vencido.
Su barca estaba sobre un montón de nieve, más pequeño, pero él no tenía fuerzas para despejarla. La contempló con impotencia. La pala se deslizó de sus manos, y se dejó caer en la nieve, para olvidar. El mar resonaba en la misma nieve.
Algo le hizo volver en sí. Entró con precaución en la casa. Estaba casi insensible, pero se las arregló para calentarse, por lo menos la parte del cuerpo aterida por la nieve, que inclinó sobre el fuego del carbón. Entonces volvió a calentar leche, tras lo cual, cuidadosamente, avivó el fuego.
El viento cesó. ¿Volvía a ser de noche? En el silencio, le parecía oír la caída de la infinita nieve como un jadeo de pantera. Los truenos resonaban más cerca, estallaban, su estrépito llegaba con rapidez tras el relámpago levemente rojizo. Yació en la cama en una especie de estupor. ¡Los elementos! ¡Los elementos! Repetía tontamente la palabra en su cabeza. No puedes vencer a los elementos.
Jamás supo cuanto duró. En un momento determinado se levantó como un espectro, salió de la cabaña y subió a la cima de una colina blanca en su isla irreconocible. El sol calentaba. "Es verano", se dijo, "y la época de las hojas." Miró como un tonto la blancura de su isla desconocida y la vastedad del mar exámine. Fingió imaginar que veía el guiño de una vela, pues sabía muy bien que nunca volvería a deslizarse una vela por aquel severo mar.
Mientras miraba, el cielo se oscureció y se enfrió de una manera misteriosa. Desde lejos llegó el murmullo del trueno insatisfecho, y supo que era la señal de la nieve que caía sobre el mar. Se dio la vuelta, y notó su hálito en él.
D. H. Lawrence (1885 - 1930)
Lecturas:
D. H. Lawrence, El hombre que amaba las islas. Atalanta 2007
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4 comentarios:
No existe mayor amor y pasión que a lo propio personal. Las mayores atrocidades de la humanidad se han abastecido de esta isla miserable a medida de cada cual.
La partícula “Mi”. Mi Historia. Mi Patria. MI ideología. Mi religión. Mi Dios. Mi pareja. Mis triunfos. Mis tristezas. Mi profesión. Mi Blog. Mi moral. Mi casa. Mi Iphotelefono.
Todos ellos son la isla que parece protegernos del Caos, que a imagen de la naturaleza y el Universo así como de la Verdad parece ser enteramente impersonal.
Desde esa miserable isla que todos amamos no puede haber Visión clara.
Interesante interpretación del texto, Conejo. Gracias
A la lista que dejas de cosas que suelen delimitar una identidad personal, añado algunas otras de necesario reconocimiento para tomar conciencia de la influencia que ejercen en la percepción de ellas:
Mis obsesiones, Mis "neuras", Mis fantasías, en definitiva, todo aquello que afecta a la visión del mundo y que llevado al extremo puede hacer de uno un genio, un visionario o un loco. Y como en el caso del relato, llevar al más absoluto aislamiento.
Bien es cierto que la Isla siempre adopta el carácter del individuo que la crea junto al contexto social que le ha tocado vivir. Podemos encontrar una isla pequeña solitaria que nos habla del carácter autista del que la puebla, o por el contrario hipermental con tintes de Psicosis muy del agrado de los locos, genios visionarios, como no una isla amplia epicúrea, con todo lujos de detalles, con una imagen pública feten e historias de placer, diversión, cultura.
Lo que me cuento a mi mismo es que tener la libertad de poder escoger a nuestros amos no nos libera de la esclavitud de la isla personal, pues nos faltara la integridad que nos suministra aquello que esta mas allá de la ultima isla, lo infinito e impersonal en el océano de la conciencia.
“Tampoco habrás de procurarte un carro tirado por caballos ni una embarcación que te lleve por el mar. Por el contrario, debes dejar todo esto atrás y no mirar, sino cerrar los ojos y despertar en ti otra manera de mirar diferente de la anterior, una visión que todos poseen pero que pocos ejercitan.”
Plotino, Eneadas I
Añado la siguiente cita que traslado desde una entrada que publiqué hace años. Veo que puede ir muy bien aquí:
"Recordé las palabras: "no apartes el rostro", y no sé
de dónde surgió el pensamiento de que si uno tuviera suficiente valor y estuviera preparado para morir en vida, desde la belleza de los colores surgiría la pura luz blanca, la luz que hace visibles los colores. Había viajado mucho tiempo y ahora sentía que podía aceptar esa luz. No deseaba otra cosa".
Rashad Field, "La última barrera"
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