Bernardo Strozzi, Vanitas (1630)
Hermosos cabellos de plata con gracia recogidos,
frente serena y arrugada, ¡tez dorada,
hermosos ojos de cristal, gran boca honrada
por un pliegue amplio de bordes retorcidos!
Bellos dientes de ébano, ¡tesoro precioso
que con una sonrisa el alma me atenaza,
tetas anchas, dignas de gran talla,
pliegues del cuello de damasco suntuoso!
¡Oh manos regordetas de amarillas uñas!
¡Pierna fina y delgada, carnoso muslo,
y lo que pudoroso, ay de mí, oculto!
Bello cuerpo diáfano, rígidos miembros.
por favor perdonadme, milagro prodigioso,
sí, por ser mortal, amaros no oso.
Joachim Du Bellay (siglo XVI) Excusas
Vuelvo en esta entrada con otro texto de Umberto Eco. En esta ocasión extraído de su obra Historia de la fealdad, cuestión cuyo tratamiento dirigido a la mujer va unido a fuertes connotaciones misóginas como veremos en los fragmentos antológicos recogidos de diferentes períodos.
La fealdad de la mujer entre la Antigüedad y el barroco
(fragmento)
Por
Umberto Eco
La tradición antifeminista
Entre la Edad Media y la época barroca, prospera el tema de la vituperatio contra la mujer, cuya fealdad manifiesta la
malda interior y el nefasto poder de seducción. Ya en la literatura clásica, Horacio, Catulo y Marcial nos proporcionan desagradables retratos femeninos, y ferozmente misógina era la Sátira sexta de Juvenal.
Juvenal (siglos I y II d. C.)
Sátira VI
Vieja del mercado s. I d. C. |
Juvenal (siglos I y II d. C.)
Sátira VI
¿Te das cuenta ya de lo que hace una mujer corriente, una Epia cualquiera? Pues ve ahora las rivales de las diosas, escucha lo que ha soportado Claudio. Cuando su mujer notaba que ya dormía, osando preferir un camastro a su lecho del Palatino, la Augusta meretriz cogía dos capas de noche y abandonaba el palacio con una sola esclava; con los negros cabellos disimulados bajo una peluca rubia, llegaba al templado lupanar de raídas colchonetas y entraba en un cuarto vacío reservado para ella. Después, con sus pechos protegidos por una red de oro, se prostituía bajo la engañosa denominación de Licisca y ponía al descubierto el vientre que te dio la existencia, generoso Británico.
Ovidio, en De los medicamentos de la cara, aunque dedicado a la cosmética, advertía que a la mujer la embellece la virtud más que los cosméticos. El problema de la cosmética lo retoma en el mundo cristiano, con despiadado rigor, Tertuliano, que recuerda cómo "según las Escrituras los embelecos de la belleza van a la par con la prostitución del cuerpo".
Tertuliano (siglo III d. C.)
De cultu feminarum
Debéis gustar tan solo a vuestro maridos. Y cuanto más les gustéis, menos ocupadas estaréis en gustar a los otros. No os preocupéis, benditas, ninguna mujer es fea para su marido; bastante le gustó cuando eligió por sus costumbres y su belleza. Ni hay entre vosotras quien piense que, si se adorna con más moderación, se volverá odiosa y repelente para el marido. Todo marido exige el tributo de la castidad, pero no desea la belleza si es cristiano, porque no somos prisioneros de esos bienes que los paganos consideran buenos (...)
No os digo esto para sugeriros un aspecto exterior grosero y salvaje, ni pretendo convenceros de que está bien ir desaliñadas y sucias, sino que (os aconsejo) la mesura y el justo límite en el cuidado del cuerpo. No debéis sobrepasar lo que exije el simple y suficiente decoro: no más de lo que place a Dios.
En efecto, pecan contra Él aquellas mujeres que se torturan la piel con arcillas perfumadas, manchan sus mejillas de rojo y se alargan los ojos con tizne. Sin duda a estas les disgusta lo que Dios modeló, y reprochan y critican en su persona al artífice de todas las cosas. Lo critican cuando hacen desaparecer los defectos, cuando se añaden postizos, tomando seguramente estos postizos del artífice enemigo, es decir, del diablo (...)
Veo también que algunas se tiñen el cabello de color azafrán. Se avergüenzan de su nación: de no haber nacido en Germania o en Galia. Así cambian la patria gracias al color de los cabellos (...) Se ha dicho que nadie puede aumentar su estatura. Vosotras aumentáis sin duda el peso, añadiendo sobre la nuca con hogazas y abolladuras de escudos (...) Apartad de una cabeza libre toda esta esclavitud de adornos. En vano os esforzáis por parecer adornadas, en vano recurrís a los peluqueros más hábiles: Dios ordena que os cubráis con el velo, a fin de que, según creo, no se vean las cabezas de algunas.
Al margen de la condena moral (y de la evidente polémica con la licencia del mundo pagano), resulta evidente la insinuación de que la mujer se maquilla con ungüentos y otros artificios para enmascarar sus defectos físicos, con la vanidosa ilusión de resultar atractiva a su marido o, aún peor, a los extraños.
Patricia Bettella (en The Ugly Woman, que abarca desde la Edad Media hasta la época barroca) distingue tres fases en el desarrollo del tema de la mujer fea. En la Edad Media existen muchas representaciones de la vieja, símbolo de la decadencia física y moral, por oposición al elogio de la juventud como símbolo de belleza y pureza; en el Renacimiento, la fealdad femenina se convierte más bien en objeto de diversión burlesca, con el elogio irónico de modelos que se diferencian de los cánones estéticos dominantes; finalmente, en la época barroca se llega a una revalorización positiva de las imperfecciones femeninas como elemento de atracción.
En la Edad Media, la sirena es para Dante horrible mujer balbuciente (Purgatorio XIX, 7-9), y el tema de la "vituperación de la vieja" y depravada Beroe (de cabeza calva, rostro arrugado, ojos legañosos, nariz que destila moco y aliento fétido), o bien en De secretis mulierum del Pseudo Alberto, donde se da por bueno un rumor extendido según el cual la mirada de una vieja (convertida en mortífera debido a la retención de la sangre menstrual) envenena a los niños en la cuna. En ocasiones, el topos de la invectiva antifeminista aparece como reacción al elogio estilnouvista de la donna angelicata, por lo que la mujer fea descrita por Rustico du Filippo o por Cecco Angiolieri se convierte en una anti-Beatriz.
Rústico di Filippo (siglo XIII)
Doquiera vas, contigo la inmundicia,
oh embaucadora vieja maloliente,
de modo que si alguien se te acerca
se tapa la nariz y huye al instante.
Tus dientes, tus encías morada miserable
donde se oculta el hálito apestoso;
tus carnes de ciprés leña parecen
en verdad que tu olor es repelente.
Y parece que se abren mil sepulcros
cuando abres el hocico: ¿por qué no te descarnas
o te encierras, para que nadie te huela?
Porque todo el mundo te teme:
tu cuerpo es un nido de zorras,
tu mal olor se expande, sucia jumenta.
En los albores del Humanismo se alcanzaba la cumbre de la misoginia con el Carbaccio de Boccacio. El narrador ama, sin ser correspondido, a una bella viuda y su evidente resentimiento lo manifiesta el alma del marido, que surge del Purgatorio para describirle la lujuria y la perfidia de la mujer, revelando al pretendiente ya viejo (¡cuarenta y dos años!) que ella oculta sus cincuenta años con cremas y otros ungüentos repugnantes y extendiéndose en detalles desagradables sobre la fealdad física de la dama.
Giovanni Boccacio (s. XIV)
Corbacho
(...) Tenía ésta, y hoy creo que la tendrá más que nunca, cuando salía de la cama por la mañana, la cara verde, amarilla, desteñida de un color de niebla, de pantano, y rugosa como lo están los pájaros en muda, arrugada y costrosa y toda desmoronada; tan contrario a lo que parecía después de que hubiese tenido tiempo de lamerse que apenas podría creerlo nadie que no la hubiera visto así, como yo, mil veces (...) Tanto se pellizcaba y tanto se pintaba y hacía la piel, caída por la quietud de la noche, tensarse que a mí, que la había visto antes, me parecía ver hacerse una gran maravilla (...)
A ti te pareció alta y cumplida; y me parece tan cierto como lo estoy de la felicidad que me espera que, al mirarle el pecho estimaste que debía estar tal y tan estirado como ves su rostro, sin ver las papadas colgantes que las blancas vendas esconden.
En el Renacimiento, la mujer fea parece más bien una anti-Laura; en divertimentos como los de Berni, de Doni o de Aretino -así como en textos franceses análogos (Ronsard, Du Bellay o Marot)- aparece de hecho un claro antipetrarquismo
Clémet Marot
Blasón de la fea tetilla (1535)
Tetilla que solo la piel envuelve,
descarnada bandera que flotas muelle,
gran tetilla, larga tetaza,
tetilla aplastada, tetilla hogaza,
tetilla de pezón picudo
como la punta aguda de un embudo,
te agitas en cada movimiento
sin que nadie te de un sacudimiento...
Tetilla, diríase que quien te palpa
sabe que tiene las manos en la masa.
Tetilla ennegrecida, tetilla que pende,
tetilla marchita, tetilla que cede
arcilla en vez de leche,
y en el infierno el diablo te reclama
para que seas de su hija el ama.
Tetilla para echarse a la espalda
para hacerse con ella una larga bufanda,
quien te ve tiene razones
para asirte con mitones
para no ensuciarse, y luego abofetear
contigo, tetilla, a la narizota de aquella
que bajo el sobaco te deja colgar...
En esta poesías ya no hay rencor: la visión de la deformidad o es alegremente irónica o es afectuosa. El marchitamiento de la mujer anciana se convierte en reflexión melancólica sobre una belleza en declive. Y precisamente en la época renacentista surgen algunas reflexiones que ponen de nuevo en cuestión la condena de la fealdad. Si Ortensio Lando, antes incluso del elogio de la fealdad de Rocco, reflexiona satíricamente sobre las ventajas de la fealdad femenina, Lucrezia Marinelli, con un espíritu que podríamos calificar de prefeminista, subvierte la tradición anterior y exalta la belleza de las mujeres por contraste con la fealdad de los hombres.
Lucrezia Marinelli
La nobilta' et l'eccellenza delle donne (1591)
Si las mujeres son, pues, más bellas que los hombres, que por general parecen toscos y mal compuestos, ¿quién podría negar que aquellas son más singulares que los varones? Nadie, en mi opinión. De ahí que pueda decirse que la belleza en la mujer es un maravilloso espectáculo y un milagro digno de atención, que nunca ha sido plenamente celebrado y saludado por los hombres. Pero quiero que pasemos más adelante y mostremos que los hombres están obligados y forzados a amar a las mujeres y que las mujeres no están obligadas a corresponderles, si no es por pura cortesía (...) Estará obligado el hombre a amar las cosa bellas: ¿qué cosas más bellas que las mujeres adornan este mundo? Ninguna, en verdad, ninguna, como bien dicen todos estos nuestros contrarios, que afirman ver brillar en sus hermosos rostros la gracia y el esplendor del Paraíso, y por esta hermosura se ven forzados a amar a aquellas : pero ellas no están ya obligadas a amar a los hombres: porque el menos bello, o el feo, no es por su naturaleza digno de ser amado. Aunque feos son todos los hombres comparados con las mujeres; de modo que no son dignos de ser correspondidos por ellas, si no es por su naturaleza amable e indulgente (...) Cesen, pues, las quejas, los lamentos, los suspiros y las exclamaciones de los hombres, que desean contra viento y marea se correspondidos por las mujeres, llamándolas crueles, ingratas e impías: cosa que produce risa, y de estas cosas están llenos todos los libros de poesías.
Lecturas:
Umberto Eco, Historia de la fealdad. Ramdom House Mondadori 2007
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Ovidio, en De los medicamentos de la cara, aunque dedicado a la cosmética, advertía que a la mujer la embellece la virtud más que los cosméticos. El problema de la cosmética lo retoma en el mundo cristiano, con despiadado rigor, Tertuliano, que recuerda cómo "según las Escrituras los embelecos de la belleza van a la par con la prostitución del cuerpo".
Tertuliano (siglo III d. C.)
De cultu feminarum
Debéis gustar tan solo a vuestro maridos. Y cuanto más les gustéis, menos ocupadas estaréis en gustar a los otros. No os preocupéis, benditas, ninguna mujer es fea para su marido; bastante le gustó cuando eligió por sus costumbres y su belleza. Ni hay entre vosotras quien piense que, si se adorna con más moderación, se volverá odiosa y repelente para el marido. Todo marido exige el tributo de la castidad, pero no desea la belleza si es cristiano, porque no somos prisioneros de esos bienes que los paganos consideran buenos (...)
No os digo esto para sugeriros un aspecto exterior grosero y salvaje, ni pretendo convenceros de que está bien ir desaliñadas y sucias, sino que (os aconsejo) la mesura y el justo límite en el cuidado del cuerpo. No debéis sobrepasar lo que exije el simple y suficiente decoro: no más de lo que place a Dios.
En efecto, pecan contra Él aquellas mujeres que se torturan la piel con arcillas perfumadas, manchan sus mejillas de rojo y se alargan los ojos con tizne. Sin duda a estas les disgusta lo que Dios modeló, y reprochan y critican en su persona al artífice de todas las cosas. Lo critican cuando hacen desaparecer los defectos, cuando se añaden postizos, tomando seguramente estos postizos del artífice enemigo, es decir, del diablo (...)
Veo también que algunas se tiñen el cabello de color azafrán. Se avergüenzan de su nación: de no haber nacido en Germania o en Galia. Así cambian la patria gracias al color de los cabellos (...) Se ha dicho que nadie puede aumentar su estatura. Vosotras aumentáis sin duda el peso, añadiendo sobre la nuca con hogazas y abolladuras de escudos (...) Apartad de una cabeza libre toda esta esclavitud de adornos. En vano os esforzáis por parecer adornadas, en vano recurrís a los peluqueros más hábiles: Dios ordena que os cubráis con el velo, a fin de que, según creo, no se vean las cabezas de algunas.
Al margen de la condena moral (y de la evidente polémica con la licencia del mundo pagano), resulta evidente la insinuación de que la mujer se maquilla con ungüentos y otros artificios para enmascarar sus defectos físicos, con la vanidosa ilusión de resultar atractiva a su marido o, aún peor, a los extraños.
Donatello, María Magdalena |
En la Edad Media, la sirena es para Dante horrible mujer balbuciente (Purgatorio XIX, 7-9), y el tema de la "vituperación de la vieja" y depravada Beroe (de cabeza calva, rostro arrugado, ojos legañosos, nariz que destila moco y aliento fétido), o bien en De secretis mulierum del Pseudo Alberto, donde se da por bueno un rumor extendido según el cual la mirada de una vieja (convertida en mortífera debido a la retención de la sangre menstrual) envenena a los niños en la cuna. En ocasiones, el topos de la invectiva antifeminista aparece como reacción al elogio estilnouvista de la donna angelicata, por lo que la mujer fea descrita por Rustico du Filippo o por Cecco Angiolieri se convierte en una anti-Beatriz.
Rústico di Filippo (siglo XIII)
Doquiera vas, contigo la inmundicia,
oh embaucadora vieja maloliente,
de modo que si alguien se te acerca
se tapa la nariz y huye al instante.
Tus dientes, tus encías morada miserable
donde se oculta el hálito apestoso;
tus carnes de ciprés leña parecen
en verdad que tu olor es repelente.
Y parece que se abren mil sepulcros
cuando abres el hocico: ¿por qué no te descarnas
o te encierras, para que nadie te huela?
Porque todo el mundo te teme:
tu cuerpo es un nido de zorras,
tu mal olor se expande, sucia jumenta.
En los albores del Humanismo se alcanzaba la cumbre de la misoginia con el Carbaccio de Boccacio. El narrador ama, sin ser correspondido, a una bella viuda y su evidente resentimiento lo manifiesta el alma del marido, que surge del Purgatorio para describirle la lujuria y la perfidia de la mujer, revelando al pretendiente ya viejo (¡cuarenta y dos años!) que ella oculta sus cincuenta años con cremas y otros ungüentos repugnantes y extendiéndose en detalles desagradables sobre la fealdad física de la dama.
Giovanni Boccacio (s. XIV)
Corbacho
(...) Tenía ésta, y hoy creo que la tendrá más que nunca, cuando salía de la cama por la mañana, la cara verde, amarilla, desteñida de un color de niebla, de pantano, y rugosa como lo están los pájaros en muda, arrugada y costrosa y toda desmoronada; tan contrario a lo que parecía después de que hubiese tenido tiempo de lamerse que apenas podría creerlo nadie que no la hubiera visto así, como yo, mil veces (...) Tanto se pellizcaba y tanto se pintaba y hacía la piel, caída por la quietud de la noche, tensarse que a mí, que la había visto antes, me parecía ver hacerse una gran maravilla (...)
A ti te pareció alta y cumplida; y me parece tan cierto como lo estoy de la felicidad que me espera que, al mirarle el pecho estimaste que debía estar tal y tan estirado como ves su rostro, sin ver las papadas colgantes que las blancas vendas esconden.
En el Renacimiento, la mujer fea parece más bien una anti-Laura; en divertimentos como los de Berni, de Doni o de Aretino -así como en textos franceses análogos (Ronsard, Du Bellay o Marot)- aparece de hecho un claro antipetrarquismo
Clémet Marot
Blasón de la fea tetilla (1535)
Tetilla que solo la piel envuelve,
descarnada bandera que flotas muelle,
gran tetilla, larga tetaza,
tetilla aplastada, tetilla hogaza,
tetilla de pezón picudo
como la punta aguda de un embudo,
te agitas en cada movimiento
sin que nadie te de un sacudimiento...
Tetilla, diríase que quien te palpa
sabe que tiene las manos en la masa.
Tetilla ennegrecida, tetilla que pende,
tetilla marchita, tetilla que cede
arcilla en vez de leche,
y en el infierno el diablo te reclama
para que seas de su hija el ama.
Tetilla para echarse a la espalda
para hacerse con ella una larga bufanda,
quien te ve tiene razones
para asirte con mitones
para no ensuciarse, y luego abofetear
contigo, tetilla, a la narizota de aquella
que bajo el sobaco te deja colgar...
En esta poesías ya no hay rencor: la visión de la deformidad o es alegremente irónica o es afectuosa. El marchitamiento de la mujer anciana se convierte en reflexión melancólica sobre una belleza en declive. Y precisamente en la época renacentista surgen algunas reflexiones que ponen de nuevo en cuestión la condena de la fealdad. Si Ortensio Lando, antes incluso del elogio de la fealdad de Rocco, reflexiona satíricamente sobre las ventajas de la fealdad femenina, Lucrezia Marinelli, con un espíritu que podríamos calificar de prefeminista, subvierte la tradición anterior y exalta la belleza de las mujeres por contraste con la fealdad de los hombres.
Lucrezia Marinelli
La nobilta' et l'eccellenza delle donne (1591)
Si las mujeres son, pues, más bellas que los hombres, que por general parecen toscos y mal compuestos, ¿quién podría negar que aquellas son más singulares que los varones? Nadie, en mi opinión. De ahí que pueda decirse que la belleza en la mujer es un maravilloso espectáculo y un milagro digno de atención, que nunca ha sido plenamente celebrado y saludado por los hombres. Pero quiero que pasemos más adelante y mostremos que los hombres están obligados y forzados a amar a las mujeres y que las mujeres no están obligadas a corresponderles, si no es por pura cortesía (...) Estará obligado el hombre a amar las cosa bellas: ¿qué cosas más bellas que las mujeres adornan este mundo? Ninguna, en verdad, ninguna, como bien dicen todos estos nuestros contrarios, que afirman ver brillar en sus hermosos rostros la gracia y el esplendor del Paraíso, y por esta hermosura se ven forzados a amar a aquellas : pero ellas no están ya obligadas a amar a los hombres: porque el menos bello, o el feo, no es por su naturaleza digno de ser amado. Aunque feos son todos los hombres comparados con las mujeres; de modo que no son dignos de ser correspondidos por ellas, si no es por su naturaleza amable e indulgente (...) Cesen, pues, las quejas, los lamentos, los suspiros y las exclamaciones de los hombres, que desean contra viento y marea se correspondidos por las mujeres, llamándolas crueles, ingratas e impías: cosa que produce risa, y de estas cosas están llenos todos los libros de poesías.
Lecturas:
Umberto Eco, Historia de la fealdad. Ramdom House Mondadori 2007
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Lilith
Andres Serrano, Budapest (The Model) 1994
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