Paul Gauguin, Ia Orana Maria (1891)
"Dos jóvenes mujeres, dos tahitianas de hermosos rostros graves e ingenuos, contemplaban a otra mujer, de estatura levemente sobrehumana, que llevaba a la espalda un Niño, el cual, con gesto mimoso deja caer su cabeza sobre la de la madre. En torno a las dos cabezas, la divina aureola. Detrás de las espectadoras, que tienen juntas las manos en actitud de rezar, un ángel está entre las flores, espléndido, sereno, él mismo una real flor.
-Ia orana, María -dicen ellas: "Yo te saludo, María".
Y la naturaleza, a su alrededor, es toda ella una oración de suavidad, de lozanía, una oración que refleja la sonrisa de la Virgen, una sonrisa en la que aparece a la vez el placer y la piedad, lo majestuoso y lo seductor de la Diosa y de la mujer, tal como estas almas sencillas y naturales pueden concebir a esta virgen a través de la Diosa antigua, adorando a ésta como antes adoraban a ambas en la tierna Hina:
Ia orana, Hina.
Así, por el delicado arabesco que va desde los primeros asombros hasta la comprensión, y que implica un estado espiritual de fervor dócil y lúcido, verás, lector, que esta obra, así como su tema, que se adivina en la lectura, son: una, un rito de alegría alternado de temores, el otro la ocasión de ser feliz sin esperanza."
En su diario Noa Noa, el pintor francés Paul Gauguin reunió las impresiones y pensamientos -junto a acuarelas y grabados que luego le servirían como apuntes para sus oleos-, recogidos durante su viaje a Tahití a finales del siglo XIX, lugar donde pasaría una larga temporada en busca de su particular paraíso perdido. Llegando considerarse una obra legendaria, sería publicado en diferentes ediciones junto a una introducción y versos intercalados del poeta Charles Morice, autor a quien pertenece el texto inspirado en la pintura con la que se abre esta entrada.
"Dos jóvenes mujeres, dos tahitianas de hermosos rostros graves e ingenuos, contemplaban a otra mujer, de estatura levemente sobrehumana, que llevaba a la espalda un Niño, el cual, con gesto mimoso deja caer su cabeza sobre la de la madre. En torno a las dos cabezas, la divina aureola. Detrás de las espectadoras, que tienen juntas las manos en actitud de rezar, un ángel está entre las flores, espléndido, sereno, él mismo una real flor.
-Ia orana, María -dicen ellas: "Yo te saludo, María".
Y la naturaleza, a su alrededor, es toda ella una oración de suavidad, de lozanía, una oración que refleja la sonrisa de la Virgen, una sonrisa en la que aparece a la vez el placer y la piedad, lo majestuoso y lo seductor de la Diosa y de la mujer, tal como estas almas sencillas y naturales pueden concebir a esta virgen a través de la Diosa antigua, adorando a ésta como antes adoraban a ambas en la tierna Hina:
Ia orana, Hina.
Así, por el delicado arabesco que va desde los primeros asombros hasta la comprensión, y que implica un estado espiritual de fervor dócil y lúcido, verás, lector, que esta obra, así como su tema, que se adivina en la lectura, son: una, un rito de alegría alternado de temores, el otro la ocasión de ser feliz sin esperanza."
Charles Morice (Noa Noa la isla feliz)
En su diario Noa Noa, el pintor francés Paul Gauguin reunió las impresiones y pensamientos -junto a acuarelas y grabados que luego le servirían como apuntes para sus oleos-, recogidos durante su viaje a Tahití a finales del siglo XIX, lugar donde pasaría una larga temporada en busca de su particular paraíso perdido. Llegando considerarse una obra legendaria, sería publicado en diferentes ediciones junto a una introducción y versos intercalados del poeta Charles Morice, autor a quien pertenece el texto inspirado en la pintura con la que se abre esta entrada.
Noa Noa
la isla feliz
(fragmentos)
por
Paul Gauguin
"¡El silencio! Estoy aprendiendo a conocer el silencio de una noche tahitiana.
Yo no oía más que los latidos de mi corazón, en medio del silencio.
Pero los rayos de la luna, a través de los bambúes de mi choza, todos a la misma distancia entre sí, venían a jugar hasta mi mismo lecho. Y esas claridades regulares me sugerían un instrumento musical, la flauta de los antiguos, que los maoríes conocían y que denominaban vivo.
La luna y los bambúes dibujaban esta flauta, exagerándola: tal como un instrumento silencioso durante el día y que por la noche, en la memoria, y gracias a la luna, repite al soñador los aires queridos. Con esta música me dormí.
Entre el cielo y yo, nada, a no ser el gran techo, alto, frágil, de hojas de pandanos, en el que anidan los lagartos.
¡Estaba muy lejos de esas cárceles que son las casas europeas! Una choza maorí no aísla al hombre de la vida, del espacio infinito...
Sin embargo, allí me sentía solo.
De una parte a otra, los habitantes del distrito y yo nos observábamos, y la distancia entre nosotros permanecía entera.
A los dos días yo había agotado mis provisiones. ¿Qué hacer? Había pensado que con dinero encontraría todo lo necesario para vivir. Me había equivocado. Franqueado el umbral de la villa, es la naturaleza a quien hay que dirigirse para vivir. Ésta es rica y generosa, nada niega a quien va a pedirle su parte de los tesoros, de inagotables reservas, que posee en los árboles, en la montaña, en el mar. Pero es preciso saber trepar a los árboles altos, es preciso saber ir a la montaña y regresar cargado de fardos pesados, saber coger pescado, poder sumergirse y arrancar al fondo del mar la concha fuertemente adherida al guijarro. ¡Hay que saber, hay que poder!
Era pues yo, el civilizado, singularmente inferior, en esas circunstancias, a los salvajes. Y los envidiaba. Los veía vivir, felices, apacibles, alrededor mío, sin realizar más esfuerzo que el esencial para satisfacer las necesidades cotidianas, sin la menor preocupación por el dinero: ¿A quién vender, cuando los bienes de la naturaleza están al alcance de la mano?"
"He acabado por comprender bastante bien la lengua maorí y la hablaré rápidamente sin difcultad.
Mis vecinos -tres, muy próximos, y los otros, numerosos, de distancia en distancia- me miran como a uno de los suyos.
En contacto perpetuo con los guijarros, mis pies se han endurecido, familiarizándose con el suelo. Mi cuerpo, casi constantemente desnudo, no sufre ya los efectos del sol.
La civilización se va yendo de mí, poco a poco.
Yo comienzo a pensar con simplicidad, y a tener menos odio hacia mi prójimo, mejor dicho, comienzo a amarlo.
Tengo todos los goces de la vida libre, animal y humana. Huyo de lo ficticio, de lo convencional, de lo acostumbrado. Entro en lo verdadero, en la naturaleza. Con la certidumbre que me dan una serie de días semejantes a éste de ahora, también libres, también hermosos, la paz desciende hacia mí y me desenvuelvo normalmente, sin más preocupaciones banales."
"Alejándome del camino que sigue la orilla del mar, tomo un estrecho sendero en medio de una espesura profunda. El sendero me lleva hasta bastante lejos en la montaña, y yo espero, al cabo de algunas horas, alcanzar un pequeño valle cuyos habitantes viven a la moda antigua de los maoríes. Son dichosos y serenos. Sueñan, aman, duermen, cantan, ruegan, y en nada se nota que el cristianismo haya llegado hasta aquí. Veo perfectamente, aunque en realidad ellas hace largo tiempo que han desaparecido, las estatuas de las divinidades. ¡Estatuas de Hina, sobre todo, y fiestas en honor de la Diosa lunar! El ídolo, de un solo bloque, tiene diez pies de un hombro a otro y cuarenta pies de altura. Lleva sobre la cabeza, en forma de bonete, una enorme piedra de color rojizo. Alrededor de ella se danza según los ritos de otros tiempos -matamua- y el vivo (flauta maorí) varía sus notas, claras y alegres, melancólicas y sombrías, segun el color de las horas.
Yo sigo mi camino."
Yo no oía más que los latidos de mi corazón, en medio del silencio.
Pero los rayos de la luna, a través de los bambúes de mi choza, todos a la misma distancia entre sí, venían a jugar hasta mi mismo lecho. Y esas claridades regulares me sugerían un instrumento musical, la flauta de los antiguos, que los maoríes conocían y que denominaban vivo.
La luna y los bambúes dibujaban esta flauta, exagerándola: tal como un instrumento silencioso durante el día y que por la noche, en la memoria, y gracias a la luna, repite al soñador los aires queridos. Con esta música me dormí.
Entre el cielo y yo, nada, a no ser el gran techo, alto, frágil, de hojas de pandanos, en el que anidan los lagartos.
¡Estaba muy lejos de esas cárceles que son las casas europeas! Una choza maorí no aísla al hombre de la vida, del espacio infinito...
Sin embargo, allí me sentía solo.
De una parte a otra, los habitantes del distrito y yo nos observábamos, y la distancia entre nosotros permanecía entera.
A los dos días yo había agotado mis provisiones. ¿Qué hacer? Había pensado que con dinero encontraría todo lo necesario para vivir. Me había equivocado. Franqueado el umbral de la villa, es la naturaleza a quien hay que dirigirse para vivir. Ésta es rica y generosa, nada niega a quien va a pedirle su parte de los tesoros, de inagotables reservas, que posee en los árboles, en la montaña, en el mar. Pero es preciso saber trepar a los árboles altos, es preciso saber ir a la montaña y regresar cargado de fardos pesados, saber coger pescado, poder sumergirse y arrancar al fondo del mar la concha fuertemente adherida al guijarro. ¡Hay que saber, hay que poder!
Era pues yo, el civilizado, singularmente inferior, en esas circunstancias, a los salvajes. Y los envidiaba. Los veía vivir, felices, apacibles, alrededor mío, sin realizar más esfuerzo que el esencial para satisfacer las necesidades cotidianas, sin la menor preocupación por el dinero: ¿A quién vender, cuando los bienes de la naturaleza están al alcance de la mano?"
Paul Gauguin, paisaje con pavos reales (Matamoe, 1892)
"He acabado por comprender bastante bien la lengua maorí y la hablaré rápidamente sin difcultad.
Mis vecinos -tres, muy próximos, y los otros, numerosos, de distancia en distancia- me miran como a uno de los suyos.
En contacto perpetuo con los guijarros, mis pies se han endurecido, familiarizándose con el suelo. Mi cuerpo, casi constantemente desnudo, no sufre ya los efectos del sol.
La civilización se va yendo de mí, poco a poco.
Yo comienzo a pensar con simplicidad, y a tener menos odio hacia mi prójimo, mejor dicho, comienzo a amarlo.
Tengo todos los goces de la vida libre, animal y humana. Huyo de lo ficticio, de lo convencional, de lo acostumbrado. Entro en lo verdadero, en la naturaleza. Con la certidumbre que me dan una serie de días semejantes a éste de ahora, también libres, también hermosos, la paz desciende hacia mí y me desenvuelvo normalmente, sin más preocupaciones banales."
Paul Gauguin, Montañas tahitianas (1893)
"Alejándome del camino que sigue la orilla del mar, tomo un estrecho sendero en medio de una espesura profunda. El sendero me lleva hasta bastante lejos en la montaña, y yo espero, al cabo de algunas horas, alcanzar un pequeño valle cuyos habitantes viven a la moda antigua de los maoríes. Son dichosos y serenos. Sueñan, aman, duermen, cantan, ruegan, y en nada se nota que el cristianismo haya llegado hasta aquí. Veo perfectamente, aunque en realidad ellas hace largo tiempo que han desaparecido, las estatuas de las divinidades. ¡Estatuas de Hina, sobre todo, y fiestas en honor de la Diosa lunar! El ídolo, de un solo bloque, tiene diez pies de un hombro a otro y cuarenta pies de altura. Lleva sobre la cabeza, en forma de bonete, una enorme piedra de color rojizo. Alrededor de ella se danza según los ritos de otros tiempos -matamua- y el vivo (flauta maorí) varía sus notas, claras y alegres, melancólicas y sombrías, segun el color de las horas.
Yo sigo mi camino."
Paul Gauguin, Mahana no atua (dia de la divinidad) 1894
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"-¿Dónde vas tú? -me pregunta una bella maorí, como de unos cuarenta años.
-Voy a Itia.
-¿Qué vas a hacer allí?
Yo no sé qué idea pasó por mi espíritu, o quizás dije inconscientemente el fin del viaje hasta entonces secreto para mí mismo:
-A buscar mujer -respondí.
-En Faone hay muchas, y de las bonitas. ¿Quieres tú una?
-Sí.
¡Pues bien!, si te gusta, yo te daré una. Es mi hija."
Paul Gauguin, Tehura (1893)
"Entonces comenzó la vida plenamente feliz. La dicha y el trabajo se levantaban juntos con el sol, radiantes como él. El oro del rostro de Tehura inundaba de alegría y claridad el interior del alojamiento y el paisaje de alrededor. Ella no me estudiaba más, yo tampoco la estudiaba más. Ella no me ocultaba ya que me amaba, yo ya no le decía que la amaba. ¡Vivíamos los dos juntos, con tan perfecta simplicidad!
¡Qué agradable era, por la mañana, ir a bañarnos en el riachuelo vecino, como hacían, según imagino, en el Paraíso, el primer hombre y la primera mujer!
Paraíso tahitiano -nave, nave fenua-, tierra deliciosa.
Y la Eva de este Paraíso se entregaba cada vez más, dócil, amante. Me sentía perfumado por ella: ¡noa noa! Ella ha entrado en mi vida en el momento justo. Más temprano, quizás yo no la habría podido comprender, y más tarde hubiera sido demasiado tarde. Hoy la comprendo tanto como antes, y por ella penetro, al fin, en los misterios que hasta aquí no se me revelaban. Pero por el momento mi inteligencia no razona aún y mis descubrimientos aún no están ordenados en mi memoria. Es a mi sensibilidad a lo que Tehura confía todo cuanto me dice. Es en mis sensaciones y mis sentimientos en los que yo encontraré, más tarde, inscritas sus palabras. Así ella me conduce, con más seguridad que la que yo podría alacanzar por medio de otro método cualquiera, a la plena conprensión de su raza, por medio de la enseñanza cotidiana de la vida.
Y ya no tengo más conciencia de los días y de las horas, del mal y del bien. La felicidad es tan extraña al tiempo, que éste suprime su noción. Yo solamente sé que todo está bien, porque todo es bello."
"Desde hacía una quincena de días las moscas, antes raras, abundaban y eran insoportables. Y todos los maoríes se alegraban de ello. Los bonitos y los atunes iban a surgir desde las aguas profundas. Las moscas anunciaban la estación de la pesca, la estación del trabajo. Pero no olvidemos que en Tahití el trabajo es un placer.
Cada uno verificaba la solidez de sus aparejos, de su hilo, de sus anzuelos. Mujeres y niños, con una actividad insólita, se empleaban para alargar las redes, o rápidamente tejer anchas barreras de hojas de cocotero a lo largo de la costa, sobre los corales que guarnecen el fondo del mar, entre la tierra y los arrecifes. De esta manera se consigue atrapar ciertos pececillos por los cuales son golosos los atunes. (...)
Nos hicimos a la mar (yo, naturalmente, participaba en la fiesta) una hermosa mañana y pronto traspusimos la línea de los arrecifes. Nos aventuramos bastante profundamente mar adentro. Aún veo una tortuga, con la cabeza fuera del agua, que mira cómo pasamos.
Todos los pescadores estaban de alegre humor y remaban vivamente.
Llegamos a un lugar en el que el mar era muy profundo, al cual se le llama Agujero de los Atunes, frente a las Grutas de Mara. Es allí, dicen, adonde estos peces van a dormir por la noche, en profundidades inaccesibles a los tiburones. (...)
Sobrepasamos, pues, el Agujero de los Atunes, y un hombre fue designado por el patrón de las piraguas para sumergir la pértiga en el mar y lanzar el anzuelo.
Se esperó durante largos minutos. Ningún atún mordía.
Le tocó el turno a otro remero y esta vez picó un soberbio atún que hizo doblar la pértiga. Cuatro vigorosos brazos alzaron el arbusto tirando de las cuerdas situadas a popa, y el atún apareció en la superficie. Pero rápidamente un gran tiburón dio un brinco sobre las olas: dio varias terribles dentelladas y nosotros no vimos más, en el garfio del anzuelo, que una cabeza cortada.
El patrón me dio la señal. Yo arrojé el anzuelo.
Al cabo de muy poco tiempo, pescábamos un enorme atún. (...)
Y regresamos.
La noche, en los trópicos, cae pronto. Se trataba de adelantarse a ella. Veintidos zagales seguros se sumergían y volvían a emerger juntos en el mar, y los remeros, para excitarse, gritaban rítmicamente. Una estela fosforescente se abría detrás de nuestras piraguas.
Yo tuve la sensación de una fuga loca: los temibles amos del océano nos perseguían. Alrededor nuestro daban saltos como fantásticos rebaños, de formas infinitas, los peces asustados y curiosos.
Dos horas después estábamos cerca de la entrada de los arrecifes. (...)
Ante nosotros, la tierra se iluminaba con fuegos animados, llamas de enormes antorchas hechas con las ramas secas de los cocoteros. Y el espectáculo era admirable: sobre la arena, al borde de las aguas iluminadas, las familias de los pescadores nos esperaban. Algunas figuras estaban sentadas, inmóviles, y otras corrían a lo largo de la orilla, agitando las antorchas; los niños saltaban aquí y allá, y se oían desde lejos sus gritos agudos.
Con un poderoso impulso, la piragua entró en la arena de la playa.
Inmediatamente se procedió al reparto del botín.
Todos los peces fueron depositados en tierra, y el patrón los dividió en tantas partes iguales como personas habíamos concurrido, hombres, mujeres, niños, a la pesca de los atunes y a la pesca de los pececillos-cebos. En total treinta y siete partes."
"Tuve que regresar a Francia. Me lo exigían imperiosos deberes de familia.
¡Adios, tierra hospitalaria, tierra deliciosa, patria de libertad y de belleza! Parto, envejecido por dos años más, rejuvenecido en veinte, más bárbaro que a la llegada y mucho más instruido.
Sí, los salvajes han enseñado muchas cosas al viejo civilizado, muchas cosas de la ciencia de vivir; esos ignorantes me han enseñado el arte de ser dichoso. Sobre todo, me han hecho conocerme mejor, me han dicho mi propia verdad.
-¿Era éste tu Secreto, mundo misterioso? ¡Oh!, mundo misterioso, por ser Toda Claridad, tú has hecho en mí la luz, y yo he engrandecido la admiración hacia tu antigua belleza, que es la juventud inmemorial de la Naturaleza. Y yo me hice mejor por haber comprendido y haber amado tu alma humana, una flor que acaba de florecer y que nadie, jamás, puede respirar su olor.
Cuando abandoné el muelle, en el momento de hacerse el barco a la mar, miré por última vez a Tehura.
Había llorado varias noches antes. Cansada ahora, y triste siempre, se mantenía sentada sobre la piedra, con las piernas colgando, rasgando con sus pies anchos y sólidos el agua salada. La flor que llevaba por la mañana, en su oreja, había caído sobre sus rodillas, marchitada.
De trecho en trecho, otras como ella miraban, fatigadas, mudas, sin pensamientos, el pesado humo del navío que nos llevaba a todos muy lejos, para siempre, amantes de un día.
Y desde el puente del barco, con los catalejos, mientras nos alejábamos, durante mucho tiempo aún, creíamos leer sobre sus labios estos viejos versos mahoríes:
Vosotras, ligeras brisas del Sur y del Este,
Que os juntáis para jugar y acariciaros, sobre mi cabeza,
Apresuraos a correr juntas a la otra Isla.
En ella encontraréis, sentado a la sombra de su árbol preferido,
A aquel que me abandonó.
Decidle que me habéis visto anegada en lágrimas.
Lecturas:
Paul Gauguin y Charles Morice, Noa Noa la isla feliz. Olañeta editor 2004
Entradas relacionadas:
En el Bosque
¡Qué agradable era, por la mañana, ir a bañarnos en el riachuelo vecino, como hacían, según imagino, en el Paraíso, el primer hombre y la primera mujer!
Paraíso tahitiano -nave, nave fenua-, tierra deliciosa.
Y la Eva de este Paraíso se entregaba cada vez más, dócil, amante. Me sentía perfumado por ella: ¡noa noa! Ella ha entrado en mi vida en el momento justo. Más temprano, quizás yo no la habría podido comprender, y más tarde hubiera sido demasiado tarde. Hoy la comprendo tanto como antes, y por ella penetro, al fin, en los misterios que hasta aquí no se me revelaban. Pero por el momento mi inteligencia no razona aún y mis descubrimientos aún no están ordenados en mi memoria. Es a mi sensibilidad a lo que Tehura confía todo cuanto me dice. Es en mis sensaciones y mis sentimientos en los que yo encontraré, más tarde, inscritas sus palabras. Así ella me conduce, con más seguridad que la que yo podría alacanzar por medio de otro método cualquiera, a la plena conprensión de su raza, por medio de la enseñanza cotidiana de la vida.
Y ya no tengo más conciencia de los días y de las horas, del mal y del bien. La felicidad es tan extraña al tiempo, que éste suprime su noción. Yo solamente sé que todo está bien, porque todo es bello."
Paul Gauguin, Te Arii Vahine (La mujer del rey) 1896
"Desde hacía una quincena de días las moscas, antes raras, abundaban y eran insoportables. Y todos los maoríes se alegraban de ello. Los bonitos y los atunes iban a surgir desde las aguas profundas. Las moscas anunciaban la estación de la pesca, la estación del trabajo. Pero no olvidemos que en Tahití el trabajo es un placer.
Cada uno verificaba la solidez de sus aparejos, de su hilo, de sus anzuelos. Mujeres y niños, con una actividad insólita, se empleaban para alargar las redes, o rápidamente tejer anchas barreras de hojas de cocotero a lo largo de la costa, sobre los corales que guarnecen el fondo del mar, entre la tierra y los arrecifes. De esta manera se consigue atrapar ciertos pececillos por los cuales son golosos los atunes. (...)
Nos hicimos a la mar (yo, naturalmente, participaba en la fiesta) una hermosa mañana y pronto traspusimos la línea de los arrecifes. Nos aventuramos bastante profundamente mar adentro. Aún veo una tortuga, con la cabeza fuera del agua, que mira cómo pasamos.
Todos los pescadores estaban de alegre humor y remaban vivamente.
Llegamos a un lugar en el que el mar era muy profundo, al cual se le llama Agujero de los Atunes, frente a las Grutas de Mara. Es allí, dicen, adonde estos peces van a dormir por la noche, en profundidades inaccesibles a los tiburones. (...)
Sobrepasamos, pues, el Agujero de los Atunes, y un hombre fue designado por el patrón de las piraguas para sumergir la pértiga en el mar y lanzar el anzuelo.
Se esperó durante largos minutos. Ningún atún mordía.
Le tocó el turno a otro remero y esta vez picó un soberbio atún que hizo doblar la pértiga. Cuatro vigorosos brazos alzaron el arbusto tirando de las cuerdas situadas a popa, y el atún apareció en la superficie. Pero rápidamente un gran tiburón dio un brinco sobre las olas: dio varias terribles dentelladas y nosotros no vimos más, en el garfio del anzuelo, que una cabeza cortada.
El patrón me dio la señal. Yo arrojé el anzuelo.
Al cabo de muy poco tiempo, pescábamos un enorme atún. (...)
Y regresamos.
La noche, en los trópicos, cae pronto. Se trataba de adelantarse a ella. Veintidos zagales seguros se sumergían y volvían a emerger juntos en el mar, y los remeros, para excitarse, gritaban rítmicamente. Una estela fosforescente se abría detrás de nuestras piraguas.
Yo tuve la sensación de una fuga loca: los temibles amos del océano nos perseguían. Alrededor nuestro daban saltos como fantásticos rebaños, de formas infinitas, los peces asustados y curiosos.
Dos horas después estábamos cerca de la entrada de los arrecifes. (...)
Ante nosotros, la tierra se iluminaba con fuegos animados, llamas de enormes antorchas hechas con las ramas secas de los cocoteros. Y el espectáculo era admirable: sobre la arena, al borde de las aguas iluminadas, las familias de los pescadores nos esperaban. Algunas figuras estaban sentadas, inmóviles, y otras corrían a lo largo de la orilla, agitando las antorchas; los niños saltaban aquí y allá, y se oían desde lejos sus gritos agudos.
Con un poderoso impulso, la piragua entró en la arena de la playa.
Inmediatamente se procedió al reparto del botín.
Todos los peces fueron depositados en tierra, y el patrón los dividió en tantas partes iguales como personas habíamos concurrido, hombres, mujeres, niños, a la pesca de los atunes y a la pesca de los pececillos-cebos. En total treinta y siete partes."
Paul Gauguin, Pescadoras Tahitianas (1891)
"Tuve que regresar a Francia. Me lo exigían imperiosos deberes de familia.
¡Adios, tierra hospitalaria, tierra deliciosa, patria de libertad y de belleza! Parto, envejecido por dos años más, rejuvenecido en veinte, más bárbaro que a la llegada y mucho más instruido.
Sí, los salvajes han enseñado muchas cosas al viejo civilizado, muchas cosas de la ciencia de vivir; esos ignorantes me han enseñado el arte de ser dichoso. Sobre todo, me han hecho conocerme mejor, me han dicho mi propia verdad.
-¿Era éste tu Secreto, mundo misterioso? ¡Oh!, mundo misterioso, por ser Toda Claridad, tú has hecho en mí la luz, y yo he engrandecido la admiración hacia tu antigua belleza, que es la juventud inmemorial de la Naturaleza. Y yo me hice mejor por haber comprendido y haber amado tu alma humana, una flor que acaba de florecer y que nadie, jamás, puede respirar su olor.
Cuando abandoné el muelle, en el momento de hacerse el barco a la mar, miré por última vez a Tehura.
Había llorado varias noches antes. Cansada ahora, y triste siempre, se mantenía sentada sobre la piedra, con las piernas colgando, rasgando con sus pies anchos y sólidos el agua salada. La flor que llevaba por la mañana, en su oreja, había caído sobre sus rodillas, marchitada.
De trecho en trecho, otras como ella miraban, fatigadas, mudas, sin pensamientos, el pesado humo del navío que nos llevaba a todos muy lejos, para siempre, amantes de un día.
Y desde el puente del barco, con los catalejos, mientras nos alejábamos, durante mucho tiempo aún, creíamos leer sobre sus labios estos viejos versos mahoríes:
Vosotras, ligeras brisas del Sur y del Este,
Que os juntáis para jugar y acariciaros, sobre mi cabeza,
Apresuraos a correr juntas a la otra Isla.
En ella encontraréis, sentado a la sombra de su árbol preferido,
A aquel que me abandonó.
Decidle que me habéis visto anegada en lágrimas.
Paul Gauguin, Manao tupapau (ella piensa en el aparecido) 1894-1895
(pareja haciendo el amor en un flor de loto, acuarela y plumilla)
Lecturas:
Paul Gauguin y Charles Morice, Noa Noa la isla feliz. Olañeta editor 2004
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En el Bosque
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