Escultura que corona la llamada Fuente de Diana Cazadora 1942, en Mexico D. F. Anteriormente se conocía como "La flechadora de las estrellas del norte". Ejemplo contemporaneo de la infinidad de obras de arte inspiradas en la diosa de la Grecia Antigua conocida como Ártemis.
"Canto a la tumultuosa Ártemis, la de áureas saetas, la virgen venerable, cazadora de venados, diseminadora de dardos, la hermana carnal de Apolo el del arma de oro, la que por los montes umbríos y los picachos batidos por los vientos, deleitándose con la caza, tensa su arco todo él de oro, lanzando dardos que arrancan gemidos".
Himnos homéricos XXVII a Ártemis
Walter Friedrich Otto (1847-1958) publicó en 1929 por primera vez su obra Los dioses griegos, considerada desde entonces como un clásico en la materia. En ella se pone de manifiesto el apasionamiento y la fascinación de su autor hacia el mundo de los dioses de la Grecia antigua, y que sin duda, es transmitido a quien se adentre en su lectura. Páginas por las que se puede revivir la cosmovisión, extraña al hombre contemporaneo, de los mitos griegos, tratando de aproximarnos al espíritu original del pensamiento que los concibió. Viaje que anhela ser un retorno a los dioses olvidados donde es latente la nostalgia por aquel mundo tantas veces evocado por los románticos alemanes, dejándose sentir todavía en los ensayos que componen Los dioses Griegos.
Un poema donde la añoranza por aquel mundo se muestra de forma especial es el del poeta Friedrich Schiller (1759-1805), titulado también Los dioses Griegos, que posiblemente Otto lo adoptó para su obra. Dejo del poema algunos versos, como preámbulo al texto que sigue a continuación dedicado a la diosa Ártemis.
.
Cuando el velo encantado de la poesía
aún envolvía graciosamente a la verdad,
por medio de la creación se desbordaba la plenitud de la vida
y sentía lo que nunca había sentido.
Se concedió a la naturaleza una nobleza sublime
para estrecharla en el corazón del amor,
todo ofrecía a la mirada iniciada,
todo, la huella de un dios.
.
Donde ahora, como dicen nuestros sabios,
sólo gira una bola de fuego inanimada,
conducía entonces su carruaje dorado
Helios con serena majestad.
Las Oréadas llenaban las alturas,
una Dríada vivía en cada árbol
de las urnas de las encantadoras Náyades
brotaba la espuma plateada del torrente.
.
Hermos mundo, ¿donde estás? ¡Vuelve,
amable apogeo de la naturaleza!
Ahí, sólo en el país encantado de la poesía
habita aún tu huella fabulosa.
El campo despobaldo se entristece,
ninguna divinidad se ofrece a mi mirada.
De aquella imagen cálida de vida
sólo quedan las sombras.
.
Ociosos retornaron los dioses a su hogar,
el país de la poesía, inútiles en un mundo que,
crecido bajo su tutela,
se mantiene por su propia inercia.
.
Sí, retornaron al hogar, y se llevaron consigo
todo lo bueno, todo lo grande,
todos los colores, todos los tonos de la vida
y sólo nos quedó la palabra sin alma.
Arrancados del curso del tiempo, flotan
a salvo en las alturas del Pindo;
lo que ha de vivir inmortal en el canto,
debe perecer en la vida.
.
Ártemis, por Walter F. Otto
.
El espejo del caracter femenino de Ártemis es la naturaleza. No la gran madre sagrada que pare toda la vida, la alimenta y al final la recoje en su seno. No; otra muy distinta que podemos llamar también la virginal, la naturaleza libre, con su esplendor y su braveza, con su inocente pureza y raro misterio. Es maternal y delicadamente solícita, pero en la forma de una genuina virgen y, como tal, a la vez melindrosa, dura y cruel.
La naturaleza solitaria es para el hombre de nuestra civilización infinitamente conmovedora y apacible. El intelectual y agotado servidor de la utilidad encuentra aquí paz y aire sano, no siente ya el respeto con que generaciones más piadosas hollaban los tranquilos valles y colinas. Un delicado sentimiento de extrañeza, un dejo de misterio no le perturban seriamente el placer. Está en la segura posesión de su saber y de su arte técnico. Dentro de poco, puede convertir a la región más salvaje en íntima, placentera y útil. Pero el orgulloso vencedor consienta en avanzar cuanto quiera, el misterio no se revela, el enigma no se resuelve, huye de él sin darse cuenta y vuelve por doquier a donde él no está: el solemne conjunto de la naturaleza incólume. Puede romperla y destruirla pero nunca comprenderla ni construirla. Hay un hormiguero de elementos, animales y plantas, una vida innumerable que brota, florece, perfuma el aire, surge, brinca, salta, aletea, vuela y canta. Una infinidad de simpatía y desunión, emparejamiento y lucha, tranquilidad y movimiento febril. Y sin embargo todo emparentado, intrincado, llevado por un único espíritu vital, cuya presencia superior la siente el visitante silencioso con el estremecimiento de lo indescriptible. Aquí, la humanidad, cuya religión predecimos, encontró lo divino. Lo más sagrado no era la tremenda majestad del íntegro juez de consciencias, sino la pureza del casto elemento. Esta humanidad sentía que el hombre, este ser problemático que se refleja, duda y se condena a sí mismo, que perdió hace mucho la paz por tanta miseria y tantos esfuerzos, sólo con miedo debía penetrar en el inocente distrito, donde lo divino vive y reina. Esto parecía respirar en el velado resplandor de las praderas, en los ríos y los lagos y en la sonriente claridad que flota encima. Y en momentos visionarios aparecía repentinamente la figura de un dios o una diosa, en forma humana o animal, más cercana a lo terrible. Las soledades de la naturaleza tienen genios de varias formas, desde lo tremendo y salvaje hasta el tímido espíritu de suaves doncellas. La suprema sensación, sin embargo, es encontrarse en lo sublime que habita en el diáfano éter de las cumbres, en el áureo esplendor de los prados serranos, en el brillo y centelleo de los hielos cristalinos y planos nevados, en el silencioso asombro de los campos y bosques, cuando la luz de la luna los cubre con fulgor y riela goteando de las hojas. Todo es transparente y liviano. La misma tierra ha perdido su pesadez y la sangre ha olvidado sus pasiones tenebrosas. Sobre el suelo flota un corro de pies blancos, o una caza vuela por los aires. Ése es el espíritu divino de la naturaleza sublime, la excelsa reina resplandenciente; el puro extasis al encanto aunque no puede amar, la danzante y creadora que toma al cachorro del oso en su seno y rivaliza, corriendo, con los ciervos. Mortífera cuando tiende el arco áureo, extraña e inaccesible como la naturaleza brava, y no obstante, como ella, todo encanto y emoción, fresca y reluciente hermosura. ¡Ésta es Ártemis!Ártemis, John Liston 1872
Sus relaciones con Asia Menor, donde la mentalidad es contraria a la griega y de donde se supone que proviene su nombre, no son claras. Ella es moradora de Grecia desde tiempos muy antiguos, y su figura tal como aparece en Homero es genuinamente griega. También es particular de ella el desaparecer hacia la lejanía. Los árgivos celebraban su salida y su entrada. Igual que
Apolo, se relaciona con los hiperbóreos. El mito nombra otras regiones legendarias, sobre todo Ortigia, que se designa como su lugar de nacimiento y que dio el nombre a varios lugares, especialmente a uno cerca de Éfeso. Ortigia proviene de la palabra griega para codorniz, atributo de Ártemis. Las bandadas de esta ave vuelven cada primavera hacia las costas e islas griegas. El ave migratoria es un simbolo de la diosa de la lejanía.Su reino son las regiones despobladas, eternamente lejanas. Y a esta lejanía corresponde su calidad de virgen. No
es contradictorio que ella pueda ser maternal, porque la maternidad solícita se aviene con la frialdad virginal. En el mito genuino Ártemis es concebible sólo como virgen. Aunque doncellas divinas que son sus compañeras y amigas se entregan al amor, ella misma es más sublime que todas. En Eurípides pronuncia su odio irreconciliable contra la diosa del amor. El Himno homérico a Afrodita confiesa que el poder de esta deidad falla con Ártemis. Su flecha certera alcanza al atrevido que quiera acercarse a ella. "Virgen", "Doncella", se la denomina generalmente desde la época de Homero. En los poemas de éste, recibe el epíteto honroso de casta. En esta palabra se confunden las significaciones de lo sagrado y lo puro, se usa preferentemente para los elementos íntegros de la naturaleza. Además de Ártemis, Homero distingue con este título solamente a Perséfone, la augusta reina de los muertos. Por doquier, en la naturaleza libre y salvaje, en las montañas, en las praderas y las selvas están los lugares donde baila y caza con las ninfas, sus deliciosas compañeras. "Le gusta el arco", dice de ella el Himno homérico a Afrodita, "el son de la lira, las danzas en corro y los gritos resonantes". Inolvidable es la imagen homérica de "cómo Ártemis, la tiradora de flechas, camina sobre las montañas, la cresta del Taigeto o Erimanto, donde persigue gustosamente a los jabalíes salvajes y a los ciervos veloces. Con ella juegan ninfas, hijas de Zeus, doncellas del agro, alegrándose el corazón maternal de Leto. La diosa levanta su cabeza facilmente perceptible, aunque todas brillan en hermosura" (Odisea 6, 102 y sigs.). De las montañas tiene varios epítetos, "la reina de las ásperas montañas", como dice Esquilo (véase Aristófanes, Tesmof. 144 y sigs.). Le gustan las aguas claras; y los manantiales calientes tiene fuerza curativa por su bendición. Su esplendor se percibe sobre floreadas praderas nunca pisadas. Allí el devoto le teje una corona "en la vega incólume donde el pastor teme apacentar la manada, donde nunca llegó el filo del hierro y sólo la abeja vuela zumbando en la primavera; la castidad reina aquí..." En un vaso de figuras rojas es llamada Aidós (modesta, humilde). En el brillo de los campos baila el corro con sus doncellas. En su honor, muchos cultos ejecutan danzas. Se dice que Teseo raptó, cierta vez, a Helena de entre el corro formado en su santuario de Esparta (Plutarco, Tes. 31). La hermosura de su alta estatura es sin par. Odiseo piensa espontáneamente en Ártemis al mirar la noble y grande apariencia de la hija del rey de los feacios (Odisea 20, 71). Se llama "la Hermosa", "la Hermosísima", y se honra con esta invocación. Como su danza y su belleza pertenecen al encanto y al esplendor de la naturaleza libre, está vinculada íntimamente con todo lo que en ella vive, con animales y árboles. Es la "reina de los animales salvajes" (Ilíada 21, 470; Anacreonte 1). En el espíritu de la naturaleza los cuida como una madre, no obstante los caza como alegre corredera y arquera. El vaso François que se confeccionó en Atenas, medio siglo antes del nacimento de Esquilo y Píndaro, la muestra -una vez- alzando con cada mano sendos leones por el cuello como si fueran gatos, y -otra vez- agarrando con una mano una pantera por la garganta y con la otra un ciervo.
Ártemis como Potnia Theron, "Señora de las bestias". Crátera 570 a. C.
Ningún poeta habla de modo tan emocionante acerca de su solicitud para con los animales como Esquilo en Agamenón (133 y sigs.): las águilas han matado una liebre preñada y la han destripado, y a la sagrada Ártemis le dio lástima el infeliz animal, "ella cuyo favor cariñoso está junto a los cachorros indefensos, ante leones feroces y con todos los animales que amamantan su cría". El león debe haberle gustado sobremanera anteriormente. En la caja corintia de Cipselo, aproximadamente contemporánea del vaso François, Ártemis era representada como en aquél: alada según la manera oriental, su derecha tenía una pantera, su izquierda un león (Pausanias 5, 19, 5). Delante de su templo en Tebas había un león de piedra (Pausanias 9, 17, 2). Y todavía en la procesión festiva de Siracusa de la que habla Teócrito (2, 67) se admiró sobre todo a un leona. Después del León, el oso era su favorito. La Calisto de Arcadia, su compañera y su viva imagen, adoptó según la leyenda la forma de una osa; este animal tenía una gran significación en el culto ático. El ciervo es su permanente atributo en las artes plásticas. Se llamaba "cazadora de ciervos". Ya en el Himno homérico (27, 2) recibió otros epítetos del ciervo. Su cierva desempeña un papel en la leyenda de Heracles e Ifigenia. Taigeta, la compañera que debe su nombre a la montaña arcadia donde Ártemis cazaba preferentemente, se convirtió en una cierva; y en una leyenda de los Alóadas, ella misma adopta esa figura. Cerca de Colofón había un islote consagrado a Ártemis, donde, según la creencia, ciervas embarazadas nadaban para parir (Estrabón 14, 643). Su ídolo en el
templo de Desponia (reina), en Akakesion de Arcadia, estaba vestido con la piel de un ciervo (Pausanias 8, 37, 4). Muchos animales más, ante todo el jabalí, el lobo, el toro, y el caballo -en Homero lo conduce "con rienda áurea" (Ilíada 6, 205)- se mencionan en su ambiente. En su bosque sagrado del país de los Enetos se creía que las fieras salvajes eran mansas, ciervos y lobos convivían pacíficamente dejándose acariciar por los hombres. Ningún animal cazado que allí se refugiara fue jamás perseguido (Estrabón 5, 215). En Patras (Acaya), en vísperas de su fiesta, tenía lugar un brillante desfile, y al final iba la virginal sacerdotisa de Ártemis en un carro tirado por ciervos. Al día siguiente se echaban en el altar convertido en pira jabalíes vivos, ciervos, corzos, cachorros de lobos y osos y aun animales adultos de este género. Cuando un animal trataba de escapar de las llamas se lo empujaba nuevamente, y nunca ocurrió que alguien lastimase durante la ceremonia. Su ídolo la representaba como cazadora.
A la cazadora Ártemis cuya figura conservaron las artes plásticas la caracterizaban muchos epítetos, en parte muy antiguos. "La que lleva el arco" la llama Homero; a menudo "la que tira la saeta"; otras veces se denomina la ruidosa, por el bullicio propio de la cacería. "Es su goce tender el arco y cazar animales en las montañas" (Himno homérico a Afrodita 18). Como Apolo, se llama la "que hiere de lejos". El cazador debe su habilidad a la inspiración y ayuda de ella. Homero dice de Escamandrio que "Ártemis misma le enseñó a alcanzar todas las fieras que la selva cría en las montañas". Y el afortunado cazador, como ofrenda a Ártemis, sujeta las cabezas de los animales apresados a los árboles.
Lo extrañamente indómito de su existencia y fascinación misteriosa se manifiesta especialmente en la noche, cuando lumbres enigmáticas chispean y vagan por el aire, o el claro de luna ancanta praderas y bosques. Entonces Ártemis está de caza agitando "el esplendor fogoso con el que corre impetuosamente por las montañas de Licia" (Sófocles, Edipo Rey, 207). Se llama directamente la "diosa vagante de la noche". Ártemis, la cazadora de ciervos, con antorchas en ambas manos", dice Sófocles (Las Traquinias 214). En Áulide tenía dos estatuas de piedra, en una con antorchas, en la otra con saeta y arco. El templo de la Desponia de Akakesion en Arcadia poseía una estatua vestida con la piel de un ciervo, en la espalda llevaba el carcaj y una mano sostenía la antorcha, a su lado estaba echado un perro de caza. En los vasos del siglo V su representación con antorchas en ambas manos es muy común. De allí la frecuente denominación de "Lucífera". De la misma esfera proviene su antigua relación con el astro nocturno en el que se refleja la gracia, lo romántico y la singulaidad de su carácter. Cuando Esquilo habla de su "mirada de astro" se refiere a la luz de la luna, cuya diosa, en épocas posteriores, es frecuentemente Ártemis. Por consiguiente se comprende que ella fuera conductora en sendas lejanas por donde vagaba con su multitud de espíritus. Así se acerca a Hermes. Varios epítetos la denominan "la indicadora de caminos". En leyendas de fundaciones muestra a los colonos el camino hacia el lugar donde deben edificar la nueva urbe. A los fundadores de Boiai de Laconia se les adelantó una fiebre que fue a desaparecer detrás de un arrayán. El árbol se tenía por sagrado y Ártemis fue venerada como "Salvadora". La diosa de la lejanía es la buena conductora de los emigrantes.
La reina de la naturaleza salvaje entra también en la vida humana llevando consigo sus extrañezas y horrores, pero a la vez su bondad.
Se hicieron sacrificios humanos en su culto (Pausanias 7, 19, 4). Ifigenia , como vástago más hermoso del año, debía sacrificarse a ella (Eurípides, If. Taur. 21). En Melite, el suburbio occidental de Atenas, estaba el templo de Ártemis Aristobule, lugar donde se arrojaron hasta épocas tardías los cuerpos de los ajusticiados y las sogas que habían servido a los suicidas (Plutarco, Temíst. 22) También en Rodas se la veneró fuera de las puertas de la ciudad y en la fiesta de Cronión se mató en su honor y ante su estatua a un criminal condenado. Asimismo se comenta acerca de la demencia que ella provocó y curó como diosa tierna. La terrible cazadora, de quien los griegos, sin duda, han recordado el nombre de "matadora", se manifestó también en batallas. Los espartanos ofrecían sacrificios en su campañas de honor de Ártemis Agrotera. En Atenas se le ofreció regularmente el gran sacrificio nacional por la victoria de Maratón. Su templo estaba en el suburbio de Agra, junto al arroyo de Iliso, donde se creía que cazó por primera vez. Se la representó con atavíos de guerrera, y aveces tenía también relaciones con las amazonas. Como Eucleia, poseía un santuario en el mercado de Atenas y en ciudades locrenses y boecias.
Pero la misteriosa ataca también la morada de los hombres. Sus saetas se llaman "suaves" porque dejan expirar al herido de repente y sin enfermedad, como las de Apolo.
Apolo y Ártemis, Lucas Cranach
Una desafortunada mujer -se cuenta- desea esta dulce muerte, momentánea, de la mano de la diosa (Odisea 18, 202; 20, 61 y sigs.). Su llegada desde tierras vírgenes significa una grave tribulación para el sexo femenino, porque la amargura y el peligro de sus horas penosas vienen de ella, que, como varios espíritus de otros pueblos, tiene una influencia peligrosa en el gineceo procedente de tierras salvajes. "Zeus la hizo leona entre las mujeres y le permitió matar a quien ella quisiera" (Ilíada 21, 483). Causa la fiebre puerperal por la que las mujeres perecen con tanta rapidez. Pero también puede ayudar a la parturienta y ésta la invoca en su pena. "Auxiliadora en los dolores del parto que no sufre estos dolores", así la apostrofa el Himno órfico (36, 4). En el mismo himno de Calímaco ella misma dice: "Quiero vivir en las montañas; con los moradores de ciudades sólo me mezclo cuando mujeres atormentadas por los agudos dolores del parto me piden auxilio". Como Ártemis Ilitia se identifica directamente con la diosa de los dolores del parto. Ésta también es, según el concepto de Homero (Ilíada 11, 269; véase también Teócrito 27, 28), una arquera que causa por su tiro los dolores de las mujeres. "Durante los dolores del parto invoco la bendición de Ártemis celeste, quien tiene el poder sobre las peligrosas saetas", canta el coro de mujeres en el Hipólito de Eurípides (166). En un epigrama del poeta helenístico Phaidimos se le dan las gracias por un alumbramiento feliz: "Que viniste, reina, a la parturienta sin el arco imponiendo benignamente tus manos sobre ella". "Que Ártemis, la que hiere de lejos, mire bendiciendo el sobreparto de las mujeres", desea el coro en Las suplicantes de Esquilo (676). Cuando está encolerizada con los mortales, "las mujeres, alcanzadas por su saeta, se mueren en el sobreparto o, si se salvan, paren hijos sin viabilidad" (Calímaco, Himnos 3, 127). Como diosa del alumbramiento lleva epítetos como Lekhó, Lokheia. A Ifigenia, vinculada con ella, cuyo sepulcro se encontraba en el santuario de Ártemis en Brauron, le fueron dedicadas las vestimentas de las mujeres muertas en el sobreparto. Por esta gran significación que se le atribuye en la vida de la mujer, es "la reina de las mujeres", "la que tiene un fuerte poder sobre las mujeres" (Escolio 4). Las atenienses juran sobre la "reina Ártemis" (Sofocles, El. 626); Aristófanes, Lisístr. 435, 922; Ekkles. 84). Jóvenes doncellas se dedican a su servicio en Brauron (Ática), las mujeres celebran su fiesta y en varios cultos muchachas ejecutan corros en su honor.Finalmente se extiende su poder sobre el dominio de la vida al que se dirige el cuidado más sagrado de la mujer. Ella, en cuyas manos está el dsetino de la parturienta, debe dedicar su favor al recién nacido y al hijo que crece, ya que cuida también los cachorros del mundo salvaje. El epigrama de Phaidimos mencionado más arriba (Antol. Pal. 6, 271) concluye agradeciendo el parto feliz con el ruego de que la diosa otorgue al hijo un crecimiento alegre. La diosa enseña a cuidar y educar a los hijos pequeños, de allí su epíteto Kurotrophos (la que cría a los hijos) (véase Diodoro 5, 73). Conocemos también otros nombres de significado parecido. Por ejemplo, en Homero la diosa se ocupa de las hijas huérfanas de Pandáreo y les brinda estatura alta sin la cual una doncella no puede ser realmente hermosa (Odisea 20, 71). En Laconia se celebraba en su honor la "fiesta de las nodrizas" (Tithenidia), en la que éstas llevaban las criaturas a Ártemis. En Atenas se le dedicaba el cabello de los niños durante la fiesta de Apaturias. En Élida había un santuario cerca del gimnasio que llevaba el significativo nombre de "amiga de los jovenes. Los efebos la honraban con procesiones armadas, especialmente en Atenas. En una poesía de Crinágoras, un joven dedica su primer pelo de la barba a Zeus Teleios y a Ártemis, y el poeta pide a estas deidades que lo hagan entrar en años.Parecida a su hermano Apolo, vigila sobre la juventud que crece, singularmente relacionada con los que entran en la edad de la madurez. Eso recuerda la dura prueba que se impuso a los muchachos espartanos en su culto. Ciertamente no era un sustituto para los sacrificios humanos antiguos, pero la diosa de regiones salvajes hace conocer aquí, sin duda alguna, su terrible aspereza. Calímaco sabe (Himno 3, 122) que ella castiga con arco temible la ciudad donde se ofende a los ciudadanos y a los forasteros, incluso la ciudad de hombres justos le deleita como ya asegura el Himno homérico a Afrodita (20). Es la danzante en praderas estrelladas, la cazadora en las montañas, incluida también la vida humana. Sin embargo, queda siempre la errante reina de la soledad, la hechicera y salvaje, la inaccesible y eternamente pura.Para la epopeya jonia está emparentada desde hace mucho con Apolo, como hija de Latona y Zeus. "Bienvenida seas, Latona bienaventurada", exclama el Himno homérico (1, 14), "la que parió hijos tan soberbios, el rey Apolo y la arquera Ártemis, ella en Ortigia y él en Delos rocoso!". Junto con Latona, en la Ilíada Ártemis cura a Eneas salvado por Apolo (5, 447). Apolo se llama a veces "cazador" (Esquilo, fragm. 200). Pero Homero hace la distinción de que Ártemis enseña al cazador, mientras que Apolo al arquero en la guerra y en certámenes. Junto con Apolo, Ártemis se halla en el corro y en el canto de las Cárites y Musas (Himno hom. 2, 21; 27, 15). Ambos tienen además de la faz lúcida otra horrorosa que se muestra particularmente impresionante en Homero. Ambos dirigen desde una lejanía misteriosa sus saeta invisibles que causan una instantánea muerte sin dolor. En la legendaria isla de Siria no existen enfermedades, pero cuando los hombres envejecen "Apolo el de arco argénteo y Ártemis los alcanzan con sus suaves saetas" (Odisea 15, 410), La imperdible pureza pertenece al carácter de ambos. Su existencia da testimonio de una lejanía que podemos llamar apartamiento o noble distancia. Son genuinas deidades gemelas.
Pero ¡qué diferente es el sentido de la distancia y de la pureza en Apolo y Ártemis! ¡Qué distintos los símbolos que el espíritu creador formó de ambos! Para Apolo libertad y distancia tienen un significado espiritual: la voluntad de claridad y formación. Pureza es para él la separación de poderes restringentes y opresores. Para Ártemis, en cambio, éstos son ideales de la existencia física, igual que su pureza es entendida en un sentido virginal. Su voluntad no se dirige a la libertad espiritual, apunta hacia la naturaleza y su frescura elemental, su vivacidad y desenvolvimiento. Es decir: Apolo es símbolo de la masculinidad superior; Ártemis, la mujer aureolada. Nos muestra una forma muy distinta de los femenino, como por ejemplo en Hera, Afrodita o la maternal Diosa de la Tierra. Al manifestar el espíritu de la casta naturaleza hace aparecer el prototipo de lo femenino cuya forma eterna pertenece a la esfera de los dioses.
Es la vida brillante, resplandeciente y ágil. Su dulce extrañeza atrae al hombre de manera tan irresistible como fríamente lo rechaza. Este ser cristalino, sin embargo, está enlazado por raíces oscuras con toda la naturaleza animal, lo infantil, de dulce amenidad y dureza diamantina, tímido, fugaz, desconcertante y bruscamente adverso. Jugando, retozando, bailando y por momentos de inexorable seriedad. Tiernamente solícito y afectuosamente diligente, con el encanto de la sonrisa que compensa toda una condenación, y no obstante salvaje hasta lo espantoso y pavorosamente cruel. Todos éstos son rasgos de la libre y extraña naturaleza a la que pertenece Ártemis. En ella el fiel espíritu conocedor aprendió a percibir esa eterna imagen del sublime caracter femenino como algo divino.Lecturas:
Walter F. Otto, Los dioses de Grecia, Ediciones Siruela 2003
Friedrich Schiller, Los dioses de Grecia, Poesía filosófica Editorial Hiperión 1994