Altar de Isis, templo de Philae
"Aunque un ser infinito, una divinidad, no puede devenir, se ha de llamar divina una tendencia que tiene como objetivo infinito la característica más propia de la divinidad, la pronunciación absoluta de la capacidad ( la realidad de todo lo posible) y la unidad absoluta de la manifestación ( necesidad de todo lo real). El hombre lleva en sí, irrevocablemente, en su personalidad la disposición para la divinidad; el camino a la divinidad, si es que puede llamarse camino a una vía que nunca conduce al objetivo, se le ha abierto en los sentidos."
Friedrich Schiller, Cartas sobre la educación estética
La antigua ciudad de Sais, localizada en el delta del Nilo, fue el lugar donde se encontraba el sepulcro de Osiris, y tambien según Herodoto, un templo dedicado a Neith, asimilada por los griegos con Atenea. En este lugar se encontraba también un templo de la diosa Isis, hermana y esposa de Osiris, donde se realizaban iniciaciones mistéricas de gran prestigio. El culto a esta diosa inspiraría a Shiller el poema La imagen velada de Sais, donde un discípulo del templo de Isis, en busca de la Verdad, se le relevará solo si contempla el mundo en su unidad transcendental. La Verdad, le dice el maestro, está en el rostro de la diosa, cuya imagen se encuentra cubierta por un velo que nadie que no haya sido purificado puede levantar sin morir. Este velo, es el símbolo de la naturaleza misma que se expresa en un lenguaje cifrado que somos incapaces de leer. Lo que se oculta detrás de la multiplicidad de fenómenos es la unidad esencial donde se encierra el significado de todas las cosas. En la novela inacabada Los discípulos en Sais de Novalis, se encuentra un cuento intercalado con el mismo simbolismo del poema de Shiller. El joven Jacinto, que vive una pasión amorosa con Rosaflor, abandona todo; casa, familia y amada después de conocer a un enigmático personaje. Comienza un peregrinaje iniciático en busca de la clave que de respuesta a las incognitas e incertidumbres de su existencia y que le proporcionen la paz. Su viaje finaliza en el templo de Isis en Sais, donde al levantar el velo de la diosa descubrirá el rostro de su amada al mismo tiempo que el suyo simbólicamente reflejado en un espejo. Novalis diría en otro lugar: "Muchas vias recorren los hombres a través de un mundo abigarrado de figuras. Pero al término del viaje iniciático descubriremos que la naturaleza se expande dentro de nosotros, como en un centro armónico del todo. Y el discípulo de Sais que llega ante la Diosa y alza el velo que la cubre, la exigua opacidad que nos separa de la verdad, ve, milagro de los milagros, a sí mismo". Esta conciencia de unidad transcendente con todo lo que se manifiesta en la naturaleza, pero al mismo tiempo velada por ella misma queda bellamente expresada como anticipo al cuento, en el primer capítulo de Los discípulos en Sais, y que a continuación dejo. Ante la carencia de documentación gráfica del hace ya tiempo desaparecido templo Isíaco de Sais, he querido acompañar el texto con imágenes de las litografías realizadas a partir de las acuarelas de David Roberts (1796-1864) del templo de Isis en Philae, una isla de Nilo, mostrando como se encontraban los restos arqueológicos a principio del siglo XIX. Las obras de estos artista, verdaderos reporteros gráficos de la época, fueron de gran influencia para despertar la creatividad de poetas y artistas románticos al darles la oportunidad de viajar con la imaginación a otras civilizaciones lejanas en el tiempo.
EL DISCÍPULO
Los seres humanos recorren diferentes caminos. Aquel que emprenda la ruta y los compare, descubrirá formas que pertenecen a una escritura cifrada que se encuentra en todas partes: en las alas de las aves, en la cáscara de huevo, en las nubes, en la nieve, en los cristales y en la composición de las rocas, en las aguas que se convierten en hielo, sobre las montañas y alrededor de ellas, en las plantas, en los animales, en los seres humanos, en la luz del cielo, en las láminas de cristal y en las bolas de resina que todos hemos tocado y acariciado, en las limaduras del imán y en los extaños resquicios del azar. Podemos deducir que ahí se encuentra el origen de su escritura maravillosa, de su gramática. Pero ese presentimiento no toma ninguna forma precisa, más bien rehuye convertirse en el origen. Parece como si un hechizo paralizase el entedimiento de los hombres. Sus deseos, sus pensamientos, no se condensan más de un instante. Sus intuiciones afloran, pero poco después todo vuelve a presentarse inexacto ante sus ojos.
Siempre he oído decir: la ininteligibilidad es consecuencia de la falta de inteligencia, y ésta busca lo que ya posee, no pudiendo por ello descubrir nada que no le sea inmediato. No podemos comprender la palabra porque la palabra es incomprensible, no se deja comprender ella misma. El antiguo conocedor del sánscrito hablaba simplemente por hablar, porque en la palabra residía su placer y su esencia.
Poco después alguien dijo: "La Escritura Sagrada no necesita explicación. Quien dice la verdad está lleno de vida eterna y sus escritos se nos muestran en prodigiosa afinidad con el auténtico misterio, siendo éstos una emanación de la sinfonía del Universo."
Se puede afirmar que la voz que así nos hablaba era la de nuestro Maestro, ya que él tiene la inteligencia de la síntesis y sabe juntar los atributos esparcidos por todas partes.
Una luz especial brilla en su mirada cuando, ante nosotros, nos descifra las viejas Runas, mientras mira en nuestros ojos y espera a que se muestre la estrella que debe descubrirnos el Rostro y hacérnoslo inteligible. ¿Se dará cuenta de que estamos tristes porque la noche no quiere aclararse? Cuando así nos ve, viene a consolarnos, prometiéndole mejor fortuna al vidente asiduo y fiel. A menudo nos contaba cómo, siendo todavía un niño, su inclinación a ejercitar los sentidos, a ocuparse de ellos y satisfacerlos, no le dejaba apenas tiempo libre. Contemplaba las estrellas y reconstruía en la arena su posición y recorrido. Sin pausa, dirigía su mirada al océano del aire, admirando su transparencia, sus evoluciones, sus nubes, sus luces, y su contemplación no conocía fin. Recogía y coleccionaba piedras, flores, escarabajos de todas las especies y los colocaba de diferentes maneras, en filas, en series. Observaba con suma atención a los seres humanos y a los animales, y se sentaba a la orilla del mar buscando conchas. En su interior, le prestaba atención al crecimiento de sus pensamientos y sus sentimientos. Cuando se hizo mayor, iba de aquí para allá, visitando otros parajes, descubriendo mares desconocidos, respirando un aire nuevo. Así fue como vio estrellas nunca vistas, examinó plantas, animales, seres desconocidos, descendió al fondo de las cavernas, vio los diferentes colores de las estratificaciones que componen la estructura terrestre, y moldeó con fuerza la arcilla hasta darles sus curiosas formas a las rocas. Se reencontró por todas partes con cosas que le resultaban conocidas -mezcladas y emparejadas de manera extraña- y así, a menudo, las cosas se iban ordenando por sí mismas en su presencia, pareciéndole a la vez extrordinarias y raras. Pronto se apercibió de las combinaciones, de los encuentros, de las coincidencias. Acabó por no ver nada de manera aislada. Las percepciones de sus sentidos se transformaban en grandes imágenes coloreadas y diversas: comprendía, veía, tocaba y pensaba al mismo tiempo. Se regocijaba al unir elementos dispares. De repente las estrellas eran hombres, los hombre estrellas, las piedras animales y las nubes plantas, jugaba con las fuerzas y los fenómenos, sabía dónde y cómo encontrar esto o aquello y podía hacerlo aparecer. Y, así, conseguía tocar las más recónditas cuerdas, jugando con ellas, provocando los ritmos y los sonidos más puros.
Lo que le sucedió en esos momentos nunca lo sabremos. Nos va explicando lo que somos, guiados por él y por nuestro propio deseo. Es la única manera de descubrir lo que ocurrió. Muchos de nosotros abandonaron al Maestro. Regresaron a casa de sus padres y aprendieron un oficio. Otros fueron obligados por él a marcharse lejos, no sabemos adónde; éstos eran sus elegidos. Algunos estaban allí desde hacía poco, otros llevaban mucho tiempo. Uno de ellos no era más que un niño, y, nada más llegar, el maestro decidió entregarle sus enseñanzas. Tenía grandes ojos sombríos con un fondo azul, su piel resplandecía como el lirio y sus bucles eran como finas nubes cuando llega la tarde. Su voz nos llegaba directamente al corazón y con devoción le obsequiábamos flores, piedras preciosas, plumas todo tipo de ofrendas. Sonreía, infinitamente grave, y nos sentíamos extrañamente dichosos en su cercanía. "Un día regresará, decía el Maestro, para permanecer entre nosotros; las enseñanzas entonces cesarán." -Le acompañaba también otro discípulo, del que, a menudo, nos compadecíamos. Parecía estar siempre triste, a pesar de los años que llevaba aquí. Nada le salía bien; nunca encontraba nada cuando salíamos a buscar cristales o flores. Veía mal de lejos y no sabía disponer correctamente las diversas hileras. Todo se rompía fácilmente entre sus manos. Y no obstante, nadie mostraba tan buena disposición para ver y escuchar, nadie ponía tanta pasión en ello. Pero hubo una época -antes de que el niño entrase en nuestro círculo- en que adquirió capacidad. Se había marchado un día, entristecido, no regresaba, y se hizo la noche. Vivimos angustiados por él, y de repente un día, tal como se levanta el alba, escuchamos su voz en un bosquecillo cercano. Estaba cantando un canto bienaventurado y sublime y todos nos mostramos sorprendidos, pero el Maestro dirigió la mirada hacia el oriente, con una fuerza tal que seguro nadie volverá a presenciar. Enseguida se situó entre nosotros, y reflejando en su cara una indescriptible beatitud, nos mostró una simple piedra de color gris y forma extraña. El Maestro tomó la piedra en su mano y abrazó con fuerza a su discípulo, mirándonos después con los ojos henchidos de lágrimas. Depositó la pequeña piedra en un lugar que permanecía vacío, en medio de las otras piedras, precisamente donde, resplandecientes, convergían numerosa hileras.
Jamás olvidaré ese instante. Fue como si hubiéramos vivido un claro presentimiento de las maravillas del Universo dentro de nuestras almas.
Soy más torpe que los demás y me parece que los tesoros de la Naturaleza se me descubren con mayor dificultad. A pesar de ello el Maestro me demuestra su afecto y me deja entregado a mis meditaciones cuando los demás salen a buscar. Nunca he conocido lo que vive el Maestro. Todo tiene repercusión en mi. Lo que una vez dijo la segunda voz, ya lo he comprendido. Me alegran las admirables colecciones y la conformación de las salas. Para mi es como si fueran cuadros, telas y ornamentos reunidos alrededor de una maravillosa imagen divina, en la que siempre pienso. No la busco a ella, en ella es a donde a menudo busco. Es como si debiera mostrarme el camino donde, profundamente dormida, se encuentra la Virgen hacia la que mi espíritu quiere dirigirse. Sobre eso el Maestro no me ha hablado nunca, y no puedo pedirle ninguna confidencia al respecto. Para mi es un secreto inviolable. Me hubiera gustado hacerle algunas preguntas al niño: encontré en sus rasgos un cierto parecido conmigo, y todo me pareció más claro. Si se hubiese quedado más tiempo hubiese aprendido mucho más. Quizá al final mi corazón se hubiese abierto y se hubiesa vuelto ágil mi lengua. Puede que me hubiera ido con él. Y sin embargo no fue así.
No sé cuánto tiempo me quedaré por aquí. Intuyo que será para siempre. Apenas soy consciente de la fe que poseo, pero la verdad es que ésta me pertenece y me trabaja por dentro: en ella un día encontraré lo que continuamente me emociona, porque está presente. Y, cuando en esa esperanza camino junto a los demás, todo se transforma para mi en una imagen más sublime, asociada a un nuevo orden, y todas las cosas acaban por evocarme un mundo único. Cada elemento me resulta conocido, muy querido, y lo que me había parecido extraño, se vuelve, de repente, como si fuese el mobiliario de mi casa.
La extrañeza justamente se me convierte en extraña, y ese es el motivo por el que he rechazado la colección, y a la vez me atraía. En lo que respecta al Maestro, no tengo ni el poder ni la voluntad de comprenderlo. Así me es amado, incomprensiblemente. Él, yo lo sé, me comprende, nunca se ha pronunciado contra mis sentimientos y mis deseos; al contrario: quiere que cada uno siga su propia vía, ya que todo camino nuevo atraviesa nuevos predios y a todos nos conduce, al final, a la morada de la sagrada patria. Yo también quisiera describir mi Rostro, y si, según lo escrito, algún mortal levanta el velo, entonces estaremos obligados a procurar ser inmortales: el que no lo desee, el que no tenga la voluntad de levantar el velo, no es un verdadero discípulo digno de entrar en Sais.
Siempre he oído decir: la ininteligibilidad es consecuencia de la falta de inteligencia, y ésta busca lo que ya posee, no pudiendo por ello descubrir nada que no le sea inmediato. No podemos comprender la palabra porque la palabra es incomprensible, no se deja comprender ella misma. El antiguo conocedor del sánscrito hablaba simplemente por hablar, porque en la palabra residía su placer y su esencia.
Poco después alguien dijo: "La Escritura Sagrada no necesita explicación. Quien dice la verdad está lleno de vida eterna y sus escritos se nos muestran en prodigiosa afinidad con el auténtico misterio, siendo éstos una emanación de la sinfonía del Universo."
Se puede afirmar que la voz que así nos hablaba era la de nuestro Maestro, ya que él tiene la inteligencia de la síntesis y sabe juntar los atributos esparcidos por todas partes.
Una luz especial brilla en su mirada cuando, ante nosotros, nos descifra las viejas Runas, mientras mira en nuestros ojos y espera a que se muestre la estrella que debe descubrirnos el Rostro y hacérnoslo inteligible. ¿Se dará cuenta de que estamos tristes porque la noche no quiere aclararse? Cuando así nos ve, viene a consolarnos, prometiéndole mejor fortuna al vidente asiduo y fiel. A menudo nos contaba cómo, siendo todavía un niño, su inclinación a ejercitar los sentidos, a ocuparse de ellos y satisfacerlos, no le dejaba apenas tiempo libre. Contemplaba las estrellas y reconstruía en la arena su posición y recorrido. Sin pausa, dirigía su mirada al océano del aire, admirando su transparencia, sus evoluciones, sus nubes, sus luces, y su contemplación no conocía fin. Recogía y coleccionaba piedras, flores, escarabajos de todas las especies y los colocaba de diferentes maneras, en filas, en series. Observaba con suma atención a los seres humanos y a los animales, y se sentaba a la orilla del mar buscando conchas. En su interior, le prestaba atención al crecimiento de sus pensamientos y sus sentimientos. Cuando se hizo mayor, iba de aquí para allá, visitando otros parajes, descubriendo mares desconocidos, respirando un aire nuevo. Así fue como vio estrellas nunca vistas, examinó plantas, animales, seres desconocidos, descendió al fondo de las cavernas, vio los diferentes colores de las estratificaciones que componen la estructura terrestre, y moldeó con fuerza la arcilla hasta darles sus curiosas formas a las rocas. Se reencontró por todas partes con cosas que le resultaban conocidas -mezcladas y emparejadas de manera extraña- y así, a menudo, las cosas se iban ordenando por sí mismas en su presencia, pareciéndole a la vez extrordinarias y raras. Pronto se apercibió de las combinaciones, de los encuentros, de las coincidencias. Acabó por no ver nada de manera aislada. Las percepciones de sus sentidos se transformaban en grandes imágenes coloreadas y diversas: comprendía, veía, tocaba y pensaba al mismo tiempo. Se regocijaba al unir elementos dispares. De repente las estrellas eran hombres, los hombre estrellas, las piedras animales y las nubes plantas, jugaba con las fuerzas y los fenómenos, sabía dónde y cómo encontrar esto o aquello y podía hacerlo aparecer. Y, así, conseguía tocar las más recónditas cuerdas, jugando con ellas, provocando los ritmos y los sonidos más puros.
Lo que le sucedió en esos momentos nunca lo sabremos. Nos va explicando lo que somos, guiados por él y por nuestro propio deseo. Es la única manera de descubrir lo que ocurrió. Muchos de nosotros abandonaron al Maestro. Regresaron a casa de sus padres y aprendieron un oficio. Otros fueron obligados por él a marcharse lejos, no sabemos adónde; éstos eran sus elegidos. Algunos estaban allí desde hacía poco, otros llevaban mucho tiempo. Uno de ellos no era más que un niño, y, nada más llegar, el maestro decidió entregarle sus enseñanzas. Tenía grandes ojos sombríos con un fondo azul, su piel resplandecía como el lirio y sus bucles eran como finas nubes cuando llega la tarde. Su voz nos llegaba directamente al corazón y con devoción le obsequiábamos flores, piedras preciosas, plumas todo tipo de ofrendas. Sonreía, infinitamente grave, y nos sentíamos extrañamente dichosos en su cercanía. "Un día regresará, decía el Maestro, para permanecer entre nosotros; las enseñanzas entonces cesarán." -Le acompañaba también otro discípulo, del que, a menudo, nos compadecíamos. Parecía estar siempre triste, a pesar de los años que llevaba aquí. Nada le salía bien; nunca encontraba nada cuando salíamos a buscar cristales o flores. Veía mal de lejos y no sabía disponer correctamente las diversas hileras. Todo se rompía fácilmente entre sus manos. Y no obstante, nadie mostraba tan buena disposición para ver y escuchar, nadie ponía tanta pasión en ello. Pero hubo una época -antes de que el niño entrase en nuestro círculo- en que adquirió capacidad. Se había marchado un día, entristecido, no regresaba, y se hizo la noche. Vivimos angustiados por él, y de repente un día, tal como se levanta el alba, escuchamos su voz en un bosquecillo cercano. Estaba cantando un canto bienaventurado y sublime y todos nos mostramos sorprendidos, pero el Maestro dirigió la mirada hacia el oriente, con una fuerza tal que seguro nadie volverá a presenciar. Enseguida se situó entre nosotros, y reflejando en su cara una indescriptible beatitud, nos mostró una simple piedra de color gris y forma extraña. El Maestro tomó la piedra en su mano y abrazó con fuerza a su discípulo, mirándonos después con los ojos henchidos de lágrimas. Depositó la pequeña piedra en un lugar que permanecía vacío, en medio de las otras piedras, precisamente donde, resplandecientes, convergían numerosa hileras.
Jamás olvidaré ese instante. Fue como si hubiéramos vivido un claro presentimiento de las maravillas del Universo dentro de nuestras almas.
Soy más torpe que los demás y me parece que los tesoros de la Naturaleza se me descubren con mayor dificultad. A pesar de ello el Maestro me demuestra su afecto y me deja entregado a mis meditaciones cuando los demás salen a buscar. Nunca he conocido lo que vive el Maestro. Todo tiene repercusión en mi. Lo que una vez dijo la segunda voz, ya lo he comprendido. Me alegran las admirables colecciones y la conformación de las salas. Para mi es como si fueran cuadros, telas y ornamentos reunidos alrededor de una maravillosa imagen divina, en la que siempre pienso. No la busco a ella, en ella es a donde a menudo busco. Es como si debiera mostrarme el camino donde, profundamente dormida, se encuentra la Virgen hacia la que mi espíritu quiere dirigirse. Sobre eso el Maestro no me ha hablado nunca, y no puedo pedirle ninguna confidencia al respecto. Para mi es un secreto inviolable. Me hubiera gustado hacerle algunas preguntas al niño: encontré en sus rasgos un cierto parecido conmigo, y todo me pareció más claro. Si se hubiese quedado más tiempo hubiese aprendido mucho más. Quizá al final mi corazón se hubiese abierto y se hubiesa vuelto ágil mi lengua. Puede que me hubiera ido con él. Y sin embargo no fue así.
No sé cuánto tiempo me quedaré por aquí. Intuyo que será para siempre. Apenas soy consciente de la fe que poseo, pero la verdad es que ésta me pertenece y me trabaja por dentro: en ella un día encontraré lo que continuamente me emociona, porque está presente. Y, cuando en esa esperanza camino junto a los demás, todo se transforma para mi en una imagen más sublime, asociada a un nuevo orden, y todas las cosas acaban por evocarme un mundo único. Cada elemento me resulta conocido, muy querido, y lo que me había parecido extraño, se vuelve, de repente, como si fuese el mobiliario de mi casa.
La extrañeza justamente se me convierte en extraña, y ese es el motivo por el que he rechazado la colección, y a la vez me atraía. En lo que respecta al Maestro, no tengo ni el poder ni la voluntad de comprenderlo. Así me es amado, incomprensiblemente. Él, yo lo sé, me comprende, nunca se ha pronunciado contra mis sentimientos y mis deseos; al contrario: quiere que cada uno siga su propia vía, ya que todo camino nuevo atraviesa nuevos predios y a todos nos conduce, al final, a la morada de la sagrada patria. Yo también quisiera describir mi Rostro, y si, según lo escrito, algún mortal levanta el velo, entonces estaremos obligados a procurar ser inmortales: el que no lo desee, el que no tenga la voluntad de levantar el velo, no es un verdadero discípulo digno de entrar en Sais.
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Isla de Philae, a la izquierda el templo de Isis
Para finalizar, dejo un párrafo del libro XI de El asno de oro de Apuleyo, en donde la diosa Isis aparece ante Lucio y le habla dándole una descripción de sí misma. La visión de la diosa provocará que el asno Lucio se transforme en la que es su verdadera condición anterior al hechizo del que fue víctima. A continuación, la imagen de un relieve de Joaquín Huertas que pudiera ser resultado de su particular búsqueda de la diosa del rostro que lo abarca todo.
"Aquí me tienes, Lucio; tus ruegos me han conmovido. Soy la madre de la inmensa naturaleza, la dueña de todos los elementos, el tronco que da origen a las generaciones, la suprema divinidad, la reina de los Manes, la primera entre los habitantes del cielo, la encarnación única de dioses y diosas; las luminosas bóvedas del cielo, los saludables vientos del mar, los silencios desolados de los infiernos, todo está merced a mi voluntada; soy la divinidad única a quien venera el mundo entero bajo múltipes formas, variados ritos y los más diversos nombres. Los frigios, primeros habitantes del orbe, me llaman diosa de Pessinonte y madre de los dioses; soy Minerva Cecropia para los atenienses autóctonos; Venus Pafia para los isleños de Chipre; Diana Dictymna para los saeteros de Creta; Proserpina Estigia para los sicilianos trilingües; Ceres Actea para la antigua Eleusis; para unos soy Juno, para otros Bellona, para los de más allá Rhamnusia; los pueblos del sol naciente, las dos Etiopías y los egipcios poderosos por su antigua sabiduría me honran con un culto propio y me conocen por mi verdadero nombre: soy la reina Isis."
Joaquín Huertas. Relieve en estuco policromado sobre tabla, 2002. Diámetro 100 cm.
2 comentarios:
C'est très belle el "Relieve en estuco policromado...." y me parece muy profunda la obra del poeta Novalis..
Para mi Novalis es un poeta muy especial, y sí, muy profundo.
Bonne nuit...
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