Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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viernes, 17 de julio de 2015

Alma


Gustave Dore, Divina Comedia, visión de Dante y Beatriz



El dios eterno razonó de esta manera acerca del dios que iba a ser cuando hizo su cuerpo no sólo suave y liso sino también en todas partes equidistante del centro, completo, entero de cuerpos enteros. Primero colocó el alma en su centro y luego la extendió a través de toda la superficie y cubrió el cuerpo con ella. Creó así un mundo, circular que gira en círculo, único, solo y aislado, que por su virtud puede convivir consigo mismo y no necesita de ningún otro, que se conoce y ama suficientemente a sí mismo. Por todo esto, lo engendró como un dios feliz."

Platón, Timeo 34, b


No encontrarás los límites del alma ni aún cuando recorras íntegramente cada camino sobre la tierra; tan profundo es su logos.

Heráclito (fragmento 45)



Algunos pasajes del último capítulo de La tradición oculta del alma de Patrick Harpur.



Alma y el otro mundo
(fragmento)
por
Patrick Harpur



El "gran misterio"

El alma es insondable y desafía cualquier definición. Nunca aparece como tal , sino que siempre lo hace como otra cosa, como alguna imagen de sí misma. Incluso la palabra "alma" es una de sus imágenes. El alma es toda imaginación, incluido su propio auto-imaginarse. Es paradójica y engloba todas las contradicciones. (...) Su manifestación favorita es la imagen personificada, en especial dioses y dáimones. Le gusta aparecerse en otra persona, como Beatriz se apareció a Dante; o bien como otra persona, como los amados desconocidos que encontramos en los sueños. El alma es como el anima de Jung: es nuestra alma personal, que nos confiere la sensación de singularidad; y también el rostro impersonal que nos muestra el alma del mundo. Pero es asimismo nuestro daimon personal que nos guía y protege, que media entre los dioses y nosotros, y que a su vez precisa de un guía y un mediador.
Todas las ideas o declaraciones sobre el alma parten en primer lugar de ella misma. El abanico de las partes del cuerpo donde la hemos situado a lo largo de la historia (cabeza, corazón, sangre, "grasa del riñón", cerebro, etcétera) es una metáfora de su omnipresencia. No la capturamos de frente, sino de soslayo, siempre que estemos abiertos a insospechadas profundidades que aporten sentido; cada vez que percibamos un secreto, algo interno, que resulte revelador, cuandoquiera que hagamos una asociación repentina, como una metáfora, que ofrezca una visión nueva. Del mismo modo, cultivaremos el alma si buscamos la profundidad, la interioridad y las asociación; es decir, si ejercitamos la imaginación. Esto incluye practicar cambios de perspectiva, o "mirar a través" de otra realidad; observar el mundo poéticamente o "con doble visión": descubrir lo metafórico en lo literal, el relato detrás de los "hechos"; reflexionar o "mirar hacia atrás" para asociar el presente con el pasado, o mejor dicho, la experiencia presente con su trasfondo arquetípico; ampliar y desarrolllar imágenes, ya estén en sueños, obras de arte o en el pasillo de un supermercado, adquiriendo conciencia de las conexiones y emociones que dichas imágenes nos evocan; "soñando el mito hacia delante", como solía decir Jung.

Hacer alma

Sin embargo, puesto que el alma permanece siempre en sí misma una incógnita insondable, lo que Paracelso -seguramente el primer gran científico naturalista- llamó "Misterium Magnum", la otra decepción es que, consiguientemente, no puede haber ninguna respuesta definitiva a mis preguntas iniciales: "¿Cuál es mi propósito en la vida? ¿Para qué estoy aquí? ¿Adónde vamos al morir?". Una respuesta provisional podría ser la siguiente: nuestro propósito es llevar a cabo el plan secreto del daimon y construir nuestro yo apartir de su esquema. Desde el punto de vista del espíritu, se trata de una Meta, una cima que debemos escalar; desde la perspectiva del alma, es un camino, un intrincado deambular a lo largo del cual nos transformamos. Tras la muerte, la trayectoria lineal del espíritu se reconcilia con el recorrido en espiral del alma, como la imposible cuadratura del círculo. "El camino hacia arriba y el camino hacia abajo", dijo Heráclito, adelantándose a los maestros zen, "son uno y el mismo." Las respuestas a las preguntas de la vida se harán evidentes porque entrar en la plenitud de nuestro ser es, obviamente una realización. Como parte del Alma del Mundo, también lo somos de una danza cósmica por cuyo propósito y significado no tiene sentido  preguntarse, porque toda ella es propósito y significado. (...)

El baile del banquete de bodas

Al morir, volvemos al Alma del Mundo de la que provenimos. De hecho, nunca la hemos abandonado. Seguimos estando en esta gran Imaginación pero no la vemos. No podemos imaginar la Imaginación en sí misma. Aquellos que la han vislumbrado nos cuentan una y otra vez que somos como durmientes o ciegos hasta que la muerte nos despierta y nos devuelve a la visión. La mayoría de nosotros la hemos percibido, aunque sea fugázmente, en el transcurso de nuestra vida: tal vez frente a un amanecer o en un sueño epifánico, ante una obra de arte o con el gozo del amor, o en instantes llenos  de sosiego a medianoche, cuando la eternidad desciende a nuestras almas silenciosas como la luz de la luna. Entonces, por un segundo, comprendemos que somos como los prisioneros de la oscura y mohosa caverna de Platón, incapaces de concebir el Sol o una brisa perfumada; entendemos que nuestras cadenas son los "grilletes forjados por la mente" de Blake, de los que podemos librarnos en un instante y caminar en la gloria del Paraíso Terrenal.
Siempre ha sido difícil hallar la metáfora o el símbolo adecuados para explicar la mutua inherencia del alma y el espíritu. Sólo se me ocurren dos válidos: el matrimonio y la música.
Como ejemplo de matrimonio, T. S. Eliot se inspiró en la larga historia poética de la rosa como símbolo del alma, y del fuego como símbolo del espíritu. Al final de Cuatro cuartetos, fusiona estos símbolos inconmensurables en un grito de gratitud y alabanza, y en una imagen mística de llamas anudadas en la silueta de una rosa.

No dejaremos de explorar
Y el fin de toda nuestra exploración
Será llegar a donde empezamos
Y conocer el lugar por primera vez.
Tras la puerta desconocida, recordada
Cuando lo último de la tierra por descubrir
Sea eso que era el comienzo;
En el nacimiento del río más largo
La voz de la cascada escondida
Y los niños en el manzano
Desconocida, por no buscada
Pero oída, medio oída, en la quietud
Entre dos olas de mar.
Rápido, ahora, aquí, ahora, siempre
Un estado de completa simplicidad
(Costando no menos que todo)
Y todo estará bien y
Toda forma de las cosas estará bien
Cuando las lenguas de llama se replieguen
Hacia el coronado nudo de fuego
Y el fuego y la rosa sean uno.



Al final de su cuarto volumen de Les mythologiques, el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss concluye que si existe una pareja de símbolos que encarne nuestra condición dual, ésa es la del Cielo y la Tierra. Y es que casi todas las mitologías hablan de un tiempo en que el mundo celeste yacía con este mundo; su separación fue la causa de todas las desdichas y su reencuentro es nuestro anhelo. 

Unión de Geb (tierra) y Nut (cielo) en un papiro egipcio


El hiero gamos, o matrimonio sagrado, del Cielo y la Tierra es un símbolo de todos nuestros ansiados reencuentros de arriba a abajo en la escala del ser: emoción e intelecto, materia y espíritu, cuerpo y alma, Uno y Múltiple, masculino y femenino, humano y divino, libertad y determinismo: todas las contradicciones de nuestra desmedida existencia se enlazan maravillosamente en la boda del alma y el espíritu, que mantiene nuestra dualidad en el corazón mismo del Uno. La metáfora del matrimonio nos dice que el tópico también es cierto: que aunque siempre seamos nosotros, sólo lo somos verdaderamente cuando nos hallamos en otro, tal y como Dante y Beatriz se reflejaron en los ojos del otro ante el altar resplandeciente del Amor.
Como en la definición hermética de Dios, el alma es "una esfera infinita cuyo centro está en todas partes y su circunferencia no está en ninguna". Es el corazón palpitante del cosmos, y la circulación de la sangre vital. Se contrae en el Uno, el Dios abstracto, y se expande en lo Múltiple, los dioses personificados, de la misma manera que nuestra psique se mueve centrífugamente respecto a un centro y centrípetamente respecto a una circunferencia, como si inspirase y expirase. Inspiras, y todo está dentro de ti; expiras, y estás en todo. Pues nuestras almas están contenidas en el Alma del Mundo y, a la vez, mediante la convulsión imposible del Amor, esa misma inmensidad está contenida en nosotros. En consonacia con el cosmos, también nosotros somos Uno y Múltiple, al contraernos y expandirnos en armonía con el corazón del alma.
La música ayuda a representar cómo podemos retener la propia identidad mientras nos sumergimos en una totalidad mayor; porque, seamos músicos u oyentes, cuanto más nos olvidamos de nosotros mismos y más permeables nos volvemos a la música, más somos nuestro único sí-mismo. Podemos imáginar que nuestra alma participa del Paraíso de la misma forma que una voz individual participa en el coro, o un músico en la orquesta. A pesar de todo, la imagen del coro celestial me resulta excesivamente "espiritual". Su carácter comunitario huele demasiado a monasterio y no lo suficiente a banquete de bodas. Yo desconfiaría de un más allá demasiado puro como para no incluir a patanes y a pícaros, del mismo modo que no puedo  concebir una literatura sin Falstaff y Bottom, Sam Weller y Artful Dodger, Sancho Panza y Bertie Wooster. (...)
El matrimonio y la música son sólo símbolos. Una vez que hemos cruzado la frontera desde el reino transitorio al Otro Mundo propiamente dicho, nos quedamos sin imágenes ni lenguaje, como revela el balbuceo extático de los místicos. Lo único que sabemos es que entrar en el Alma del Mundo es consumar ese deseo largamente acariciado y que, no importa de qué ropajes lo vistamos, es el ansia del Paraíso que perdimos al nacer; el ansía del Amado que nos recibe con los brazos abiertos para girar danzando en ese reino donde, como dice el sabio Heráclito (con su definición del alma inmensurable), "nos aguarda lo que no esperamos y ni siquiera imaginamos".



Lecturas: 

Patrick Harpur, La tradición oculta del alma. Atalanta 2013 


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Doble Visión

La tierra baldía


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lunes, 6 de julio de 2015

Hombre de luz y tiniebla


William Blake, Danza de Albión (1794)


"La mente, padre de todas las cosas, que es vida y luz, engendró a un hombre igual a sí misma, a quien amaba como si de su propio hijo se tratase. El hombre era bellísimo, la imagen de su padre; y dios, que realmente estaba enamorado de su propia forma, le confió todos sus trabajos." (...)
"Y como tenía plena autoridad sobre el cosmos de los mortales y los animales carentes de razón, el hombre atravesó la bóveda y se detuvo a mirar a través del marco cósmico, mostrando a la naturaleza inferior la hermosa forma de dios. La naturaleza sonrió con amor cuando vio a aquel cuya belleza jamás llega a hartar (y) que guarda en sí toda la energía de los gobernantes y la forma de dios; pues vio en el agua el reflejo de la forma más hermosa del hombre y en la tierra su sombra. Cuando el hombre vio en el agua la forma que le era semejante, tal y como se halla en la naturaleza, se enamoró y deseó vivir en ella; deseo y acción llegaron al mismo tiempo, y él habitó la forma carente de razón. Entonces la naturaleza recibió a su amado, se abrazó toda ella y se unieron, pues estaban enamorados."
"Por este motivo, al contrario que cualquier otro ser vivo en la tierra, la humanidad es doble -mortal en lo que respecta al cuerpo, pero inmortal en lo que hace al hombre esencial-. Aun cuando es inmortal y posee el dominio de todas las cosas, la humanidad se halla afectada por la mortalidad, puesto que se halla sometida al destino; por lo tanto, aunque el hombre se halle por encima del marco cósmico, se ha convertido en un esclavo dentro del mismo. Es andrógino, ya que procede de un padre andrógino, e insomne, puesto que procede de un ser insomne. (Sin embargo, el amor y el sueño) son sus señores."

Corpus Hermeticum (Discurso de Hermes Trismegisto: Poimandres)



La lectura del siguiente texto de Thomas Mann, escritor alemán que recibiera el Premio Nobel en 1929, me incitó a hojear la edición que tengo del Corpus Hermeticum del que he dejado el anterior pasaje.



Preludio: Descenso a los infiernos
(fragmento)
por
Thomas Mann



Una larga tradición conceptual, basada en la más genuina conciencia de sí mismo del ser humano, surgida en tiempos remotos y heredada por las religiones, profecías y sucesivas teorías del conocimiento de Oriente, por el avesta, el Islam, el maniqueísmo, el gnosticismo y el helenismo, es la que se refiere a la figura del protohombre u hombre perfecto, del adam qadmon hebreo, encarnado en un ser juvenil de pura luz, creado antes del inicio del mundo como modelo primigenio y arquetipo de la humanidad, en torno al que giran doctrinas y relatos variables pero coincidentes en lo esencial. El protohombre, nos dicen, fue, al principio de todas las cosas, el guerrero escogido por Dios para combatir el mal que empezaba a infiltrarse en la joven Creación, y en esa batalla quedó descalabrado, preso de los demonios, secuestrado en la materia, alejado de su origen; pero un segundo emisario de la divinidad —que misteriosamente volvía a ser él mismo, su propio yo superior— lo rescató de las tinieblas de la existencia terrena y corporal y lo devolvió al mundo luminoso, aunque en ese regreso el hombre perdió una porción de su luz, que fue utilizada en parte para dar forma al mundo material y a los hombres terrenales: historias peregrinas en las que la idea religiosa de la redención se hace ya perceptible, aunque todavía en segundo plano por detrás del elemento cosmogónico; y es que cuentan que aquel hijo de Dios y primer hombre albergaba en su cuerpo de luz los siete metales, a los que corresponden los siete planetas, y con los que está construido el mundo.
D. A. Freher, Works of J. Behem, 1764
Y nos lo explican de la siguiente manera: aquel ser humano de luz surgido del seno paterno bajó a la Tierra a través de las siete esferas planetarias, y en su descenso se impregnó de la naturaleza de cada uno de los señores de las esferas. Pero luego, al mirar hacia abajo, se vio a sí mismo reflejado en el mundo material, se encariñó con esa imagen, descendió en su busca y quedó así preso de la vil materia. Esto explica la doble naturaleza del ser humano, que atina indisolublemente los rasgos de su origen divino y su libertad esencial con su plomizo encadenamiento al mundo inferior. En esa imagen narcísica llena de encanto trágico empieza a purificarse el sentido de la leyenda: y esa purificación se verifica en el instante en que el descenso del vástago de Dios desde su mundo de luz a la naturaleza deja de ser fruto de la mera obediencia a un encargo superior, es decir, deja de estar limpio de culpa y adquiere el carácter de un acto autónomo y voluntario, fruto de un anhelo personal, y por lo tanto culpable. Al mismo tiempo empieza a desvelarse el significado de ese «segundo emisario», que, idéntico en un sentido elevado al hombre de luz, llega para liberarlo de su tenebrosa prisión y devolverlo al hogar. Y es que, con la entrada en acción de esta tercera figura, la doctrina divide el mundo en los tres componentes de la persona: la materia, el alma y la mente, entre los cuales, con la colaboración divina, se teje esa novela cuyo verdadero protagonista es el alma del hombre, elemento aventurero y creador en la aventura, y que, constituyéndose en toda una mitología al unificar la noticia de los orígenes y la profecía de las postrimerías, arroja luz definitiva sobre el verdadero emplazamiento del Paraíso y la historia de la «caída».
Georg Gichtel, Theosophia practica, 1898
Se afirma que el alma, es decir, el elemento primigenio humano, fue, como la materia, uno de los principios establecidos en el inicio de todas las cosas, y que poseía vida, pero no saber. Y esto hasta tal punto que a pesar de que vivía cerca de Dios, en un mundo superior de paz y felicidad, se dejó agitar y desconcertar por su inclinación —entiéndase esta palabra en su sentido estrictamente direccional— hacia la materia aún informe, y por el ansia de fecundarla y extraer de ella formas que le permitieran acceder a los placeres de la carne. Sin embargo, una vez consumada la seducción, y arrojada el alma en brazos de la materia, el placer y el dolor de su pasión no se atemperaron, sino que incluso se intensificaron hasta convertirse en un tormento, ya que la materia, obstinada y apática, se empeñó en permanecer en su estado original amorfo, es más, se negó en redondo a tomar forma para complacer al alma y opuso toda la resistencia imaginable a dejarse moldear por ella. En eso intervino Dios, seguramente pensando que, ante tal situación, no le quedaba más remedio que acudir en socorro del alma, su extraviado adlátere. Así, para ayudarla a cortejar a la esquiva materia, creó el mundo: es decir, con el afán de auxiliar al elemento primigenio humano, concibió formas sólidas y duraderas para que el alma pudiera acceder a través de esas formas a los placeres de la carne y engendrar hombres. Pero a continuación, siguiendo con la puesta en práctica de un plan cuidadosamente diseñado, dio un segundo paso. Según consta literalmente en el informe que tenemos a la vista, envió al hombre la mente, directamente desde la sustancia de su divinidad, con el encargo de despertar al alma, que dormía el sueño de los justos dentro de su cascara humana, y, por orden de su padre, hacerle ver que este mundo no era lugar para ella y que su tórrido romance era un pecado a consecuencia del cual Dios se había visto forzado a crear el mundo. Lo que la mente intenta sin cesar hacer entender al alma humana, prisionera en la materia, lo que le advierte continuamente, es justamente eso: que el mundo fue creado por culpa de su atolondrado empeño en acoplarse con la materia, y que, si se le ocurriera separarse de ella, el mundo físico dejaría de existir de inmediato. La misión de la mente es, pues, hacer entender esto al alma, y todas sus esperanzas y esfuerzos se encaminan a conseguir que el alma apasionada, una vez puesta al corriente de este estado de cosas, entre en razón, y, volviendo la mirada hacia el mundo superior del que procede, renuncie a sus devaneos con este mundo vil y aspire de nuevo a alcanzar su esfera natural de paz y felicidad, en fin: que vuelva a casa. En el mismo instante en que eso suceda, este bajo mundo desaparecerá; la materia recobrará su apática obstinación, quedará liberada del imperativo de adoptar forma y podrá volver a gozar del estado amorfo como venía haciendo desde toda la eternidad; en fin: volverá, ella también, a ser feliz a su manera.


Lecturas:

Thomas Mann, José y sus hermanos. Las historias de Jaacob. Ediciones B 2000

Corpus Hermeticum y Asclepio, Ediciones Siruela 2000


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