Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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martes, 19 de marzo de 2013

El terror futuro

Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico 1912


Miré cuando abrió el sexto sello, y he aquí hubo un gran terremoto; y el sol se puso negro como tela de cilicio, y la luna se volvió toda como sangre; y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento. Y el cielo se desvaneció como un pergamino que se enrolla; y todo monte y toda isla se removió de su lugar. Y los reyes de la tierra, y los grandes, los ricos, los capitanes, los poderosos, y todo siervo y todo libre, se escondieron en las cuevas y entre las peñas de los montes; y decían a los montes y a las peñas: Caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero; porque el gran día de su ira ha llegado; ¿y quién podrá sostenerse en pie?

Apocalipsis de San Juan (6:12-17)


La tierra está yerma. Los campos están arrasados en lágrimas.Por una carretera infame circula un coche gris.
La techumbre de una casa se ha desplomado.
Caballos muertos se pudren en charcos.
Se divisan líneas oscuras más allá de las trincheras.
Una granja arde lentamente en el horizonte.
Estallan los disparos; se extinguen – pop, pop, pauuuu.
Los jinetes desaparecen lentamente en el bosque pelado.
Nubes de metralla iluminan el cielo y se apagan. Un camino en hondonada
nos acoge. Allá se detiene la infantería, mojada y llena de barro.
La Muerte es tan indiferente como la lluvia que comienza.
¿A quién le importa el ayer, el hoy o el mañana?

Wilhelm Klemm, En el frente



El pintor expresionista alemán Ludwig Meidner (1884-1966) es sobre todo conocido por su serie pictórica Paisajes apocalípticos, algunos de ellos pintados unos meses antes de desencadenarse la Primera Guerra Mundial, motivo por el que se considerarían visiones premonitorias de lo que más tarde sucedió. En estas pinturas se muestran panorámicas que exiben de forma desgarrada y terrible el horror de una guerra que parece adquirir proporciones cósmicas, algo sobre lo que posiblemente tuvo que ver el interés que Meidner dedicó en aquella época a lecturas sobre mística judía y del Apocalipsis de San Juan. Puede que el escritor simbolista Marcel Schwob (1867-1905) también prestara atención a este último texto perteneciente al Nuevo Testamento cuando se puso a escribir el relato que acontinuación dejo, y que sin duda parece anticiparse unas cuantas décadas -tanto en el motivo, cómo en la forma expresionista de ser narrado- a las escenas apocalípticas de Meidner, pareciéndome idóneas para acompañarlo. He incluído además dos poemas expresionistas, uno más arriba de Wihelm Klemm y otro al final de Georg Trakl, en los que expresaron la visión de la guerra que padecieron en primera persona desde el frente.


El terror futuro
Por
Marcel Schwob



Los organizadores de aquella Revolución tenían la cara pálida y los ojos de acero. Sus ropas eran negras, ceñidas al cuerpo; sus palabras breves y áridas. Ahora eran así, aunque antaño habían sido diferentes. Porque habían predicado a las multitudes, invocando los conceptos del amor y la piedad. Habían recorrido las calles de las capitales, con la creencia en los labios, cantando la unión de los pueblos y la libertad universal. Habían inundado los hogares de proclamas llenas de caridad; habían anunciado la nueva religión que debía conquistar el mundo; habían reunido a numerosos adeptos entusiasmados por la naciente fe.
Ludwig Meidner, Revolución 1913
 Luego, en el crepúsculo de la noche de ejecución, su modo de actuar cambió. Desaparecieron en una casa consistorial, donde tenían su sede secreta. Grupos de sombras corrieron a lo largo de las paredes, vigiladas por rígidos inspectores. Se oyó un murmullo lleno de funestos presintimientos. Los accesos a los bancos y a las casa ricas se estremecieron con una vida nueva subterránea. Se alzaron gritos, como repentinos chasquidos, en los barrios apartados. Un zumbido de máquinas en movimiento, la trepidación del suelo, el terrible desgarro de los tejidos, y después un asfixiante silencio semejante a la calma antes de la tormenta; y de golpe la tempestad sangrienta, ardiente.
Estalló con la señal de una larga bengala resplandeciente que salió del Ayuntamiento hacia el negro cielo. Hubo un grito lanzado desde todos los pechos de los rebeldes, y un impulso que sacudió la ciudad. Temblaron los grandes edificios, destrozados en su base; un fragor jamás oído atravesó la tierra en una sola oleada; las llamas ascendieron como sangrientas horcas por las paredes inmediatamente ennegrecidas, produciendo furiososas proyecciones de vigas, frontispicios, tejas de pizarra, chimeneas, cruces de hierro, adoquines; los cristales de las ventanas volaron, multicolores, en un haz de fuegos artificiales; chorros de vapor reventaron las tuberías, fundiéndose a ras del suelo de los pisos; los balcones saltaron, retorcidos; la lana de los colchones enrojeció caprichosamente, como brasas que se apagan, en las ventanas abiertas; todo se llenó de una horrible luz, de estelas de chispas, de humo negro y de clamores.

 Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico 1913

Los edificios se separaban unos de otros, se abrían como piezas dentadas, y cubrían la sombra de una capa roja: detrás de las construcciones que caían a ambos lados, se extendía la magnitud del incendio. Las masas de ruinas parecían enormes montones de hierro al rojo. La ciudad no era sino una cortina de llamas, unas veces claras, otras azul oscuro, con puntos de intensidad profunda, por donde se veían pasar gesticulantes manchas negras.
Paisaje apocalíptico 1913 (detalle)
 Los porches de las iglesias estaban abarrotados de la aterrada muchedumbre, que afluía desde todas partes como largas cintas negras; las caras se dirigían, llenas de ansiedad, hacia el cielo, mudas de espanto con los ojos fijos, horrorizados. Había ojos desmesuradamente abiertos, llenos de una especie de asombro estúpido, y ojos endurecidos por los negros rayos que lanzaban, y ojos rojos de furia, relucientes por los reflejos del incendio, y ojos brillantes y suplicantes llenos de angustia, y ojos pálidos y resignados, en los que las lágrimas se habían detenido, y ojos agitados por el temblor de la pupilas que viajaban sin cesar por todos los rincones de la escena, y ojos cuya mirada era interior. En la procesión de caras macilentas, lo único diferente eran los ojos; y las calles, entre los pozos de luz siniestra que se abrían en el ángulo de las aceras, parecían rodeadas de ojos en movimiento. 
Envueltas en una espantosa descarga, masas humanas retrocedían en las plazas, perseguidas por otras masa humanas que avanzaban implacablemente. El grupo que huía agitaba tumultuosamente los brazos extrañamente iluminados; y otro grupo caminaba apretado, denso, regulado, resuelto, con miembros que actuaban  acompasadamente, sin vacilación, bajo silenciosas órdenes. Los cañones de los fusiles formaban una sola hilera de bocas asesinas, de las que salían finas y largas líneas de fuego que rayaban la noche con su escenografía mortal. Por encima del estruendo continuo, entre los terroríficos instantes de tregua, sonaba una singular e ininterrumpida crepitación. 

 Ludwig Meidner, La ciudad en llamas 1913


 También había nudos de hombres, agrupados de tres en tres, de cuatro en cuatro, de cinco en cinco, entrelazados y oscuros, por encima de los cuales serpenteaba el brillo de los largos sables de la caballería y afiladas hachas, robadas en los arsenales. Unos individuos delgados enarbolaban estas armas y abrían las cabezas con furia, agujereaban los pechos con inmenso placer, destripaban los vientres con voluptuosidad, y pisoteaban las vísceras. 
Y. a través de las avenidas, semejantes a resplandecientes meteoros, largas corazas de acero pulido rodaban rápidamente, arrastradas por caballos al galope, espantados, con las crines al viento. Parecían cañones cuyas caña y culata tuvieran un mismo diámetro; detrás, una jaula de chapa sujeta por dos hombres activos que calentaban un montón de brasas, con una caldera y un tubo del que salía humo; delante, un gran disco brillante, cortante, dentado, montado sobre un mecanismo, y que giraba vertiginosamente ante la boca del alma. Cada vez que la embocadura de la parte dentada se ponía en contacto con el agujero negro  del tubo, se oía el ruido de un gatillo.
Aquellas galopantes máquinas se iban deteniendo de puerta en puerta: formas vagas se desprendían de ellas y entraban en la casa. Luego salían, cargadas de dos en dos con paquetes atados y chirriantes. Los hombres de las brasas metían regularmente, metódicamente, en el alma de acero los grandes fardos humanos; durante un segundo veía, proyectado hacia delante, surgiendo hasta el saliente de los hombros, una cara descolorida y convulsa; luego, cuando giraba la parte dentada del disco, lanzaba una cabeza en su convulsa revolución; la placa de acero permanecía inmutablemente pulida cuando soltaba por la rapidez de su movimiento un círculo de sangre que llenaba los vacilantes muros de figuras geométricas. Un cuerpo caía sobre el pavimento, entre las altas ruedas de la máquina; las ataduras se rompían en la caída, y, con los codos clavados en el suelo en un gesto reflejo, el cadáver todavía vivo eyaculaba un chorro rojo. 

  Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico 1912


Luego los caballos encabritados, con el vientre despiadadamente azotado con una correa, arrastraban los tubos de acero: se producía un sobresalto metálico, una nota profunda de diapasón en la sonoridad de su alma, dos líneas de llamas reflejadas en su contorno y una brusca detención ante una nueva puerta.
No había, excepto en los locos que mataban aisladamente con arma blanca, ni odio, ni furia. Solamente una destrucción y una masacre regulares, que iban aniquilando progresivamente, semejantes a una marea de muerte, que no dejaba de ascender, inexorable e inevitable. Los hombres que daban las órdenes, orgullosos de su obra, contemplaban la acción con rostro rígidos, petrificados de su ideal.
Ludwig Meidner, Visión apocalíptica 1912
 En la esquina de una negra calle, los chapoteantes cascos de los caballos encontraron una barrera de cadáveres sin cabeza, un enorme montón de troncos. La batería de tubos de acero se detuvo ante aquel amasijo de carne; por encima de los brazos confusamente crispados se alzaba un bosque de dedos que señalaban todos los puntos del espacio, levantados hacia el cielo como los brotes coloreados de una cosecha del futuro.
Al detenerse ante los pedazos guillotinados, los caballos se negaron relinchando a continuar el asalto, echaban humo por las fauces y aplastaban bajo sus herraduras las verdes entrañas. Entre la carne palpitante, entre la maleza de manos inanimadas, desesperadamente rígidas, había chorros de sangre que seguían manando.
Los padres de la masacre subieron a la barricada humana en la que se le hundieron los pies, agarraron a los caballos por lacabeza, los arrastraron por la brida, mientras resoplaban y obligaban a las ruedas a pasar sobre los miembros esparcidos cuyos huesos no dejaban de crujir.
Y de pie sobre su carnicería, con el rostro iluminado por la Idea de dentro y por el Incendio de fuera, los apóstoles de la nada miraron atentamente el fondo de la noche, en el horizonte, como si esperaran a un astro desconocido.
Ante ellos veían montones de fachadas destrozadas, escalones de piedra plantados de forma diversa, cabrios humeantes, ladrillos virutas de madera, trozos de papel, pedazos de tela, y un gran número de adoquines, agrupados en montones, como lanzados por una mano prodigiosa.

 Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico 1916


También había una casa pobre, medio derruida, en las que las chimeneas cortadas a lo largo habían dejado un largo reguero de hollín, con ramificaciones a diferentes alturas. La escalera de madera se había desplomado por debajo, a media distancia del último piso, hasta el punto de que los temblorosos peldaños iban no se sabía adónde, hacia las ascendentes llamas y los crispados cadáveres, como una frágil pasarela que venía del cielo. En aquellas miserables habitaciones destrozadas, al descubierto, se veía toda la vida inferior, una parrilla de carbón, un horno de barro rajado con diversos parches, un puchero lleno de una pasta oscura, cazuelas negras, abolladas, trapos amontonados en los rincones, una jaula roñosa en la que todavía flotaban algunas hierbas verdes, donde yacía boca arriba un pajarillo gris, con las patas encogidas bajo las plumas de su vientre, frascos de farmacia esparcidos, un catre de pie contra la pared, colchones reventados de los que salían manojos de paja, y macetas despedazadas, mezcladas con la tierra vegetal y fragmentos de plantas.
Y sentado entre las aceradas baldosas, arrancadas del cemento gris, un niño frente a una niña le mostraba triunfalmente una bala de cobre que había subido hasta allí. La pequeña se había metido una cuchara en la boca y le miraba con curiosidad. El pequeño apretaba los dedos, cuya delicada piel aún estaba arrugada, sobre la tuerca móvil llena de agujeros, y, manipulando el mecanismo, se abstraía en la contemplación del instrumento. Como los dos agitaban sus pies menudos, sacándolos de las zapatillas, profundamente distraídos, no estaban nada sorprendidos del aire que entraba, ni de la horrible luz que les invadía, y la niña, sacando la cuchara que le inflaba la mejilla, dijo a media voz: "Qué extraño, papá y mamá han desaparecido con su habitación, la calle está llena de enormes luces rojas, y la escalera se ha caído".
Todo esto vieron los organizadores de la Revolución, y el nuevo sol cuya aurora esperaban no llegó. Pero la idea que tenían en el cerebro surgió bruscamente; se les encendió una especie de luz; vislumbraron vagamente una vida superior a la muerte universal; la sonrisa de los niños se agrandó y fue como una revelación; la piedad descendió sobre ellos. Y con las manos en los ojos que aún no estaban cubiertos de párpados, descendieron tambaleándose de la muralla de hombres degollados que debía rodear la nueva Ciudad, y escaparon enloquecidos, por las rojas tinieblas, entre el estruendo metálico de las máquinas que galopaban.

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Por la tarde resuenan en los bosques otoñales
las mortíferas armas, y en las llanuras áureas
y en los lagos azules rueda el sol más oscuro.
La noche abraza a los guerreros moribundos,
irrumpe el lamento salvaje de sus bocas quebradas.
Pero silenciosas en la pradera,
rojas nubes que un dios airado habita
convocan la sangre derramada, la frialdad lunar;
y todos los caminos desembocan en negra podredumbre.
Bajo el dorado ramaje de la noche y las estrellas
vaga la sombra de la hermana (muerte) por el bosque silencioso
saludando las almas de los héroes,
las cabezas sangrantes.
Y en el cañaveral suenan las oscuras flautas del otoño.
Oh, qué soberbio duelo, con altares de bronce;
un terrible dolor nutre hoy la ardiente llama del espíritu,
por los nietos que no han nacido aún.

Georg Trakl, Grodek (Poeta expresionista que participó en la batalla de Grodek en 1914, quedando tan horrorizado que tuvo que ser ingresado en un hospital psiquiátrico de Cracovia donde a los pocos días se suicidó.



Lecturas:

Marcel Schwob, Corazón doble. Siruela 1996

Dietmar Elger, Expresionismo. Taschen 1991


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Cuarteto para el fin de los tiempos

El rey de la máscara de oro

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2 comentarios:

bodegonconteclado.wordpress.com dijo...

Hola, Jan! Me ocurrió lo mismo con tu blog. Nos interesan cosas parecidas. Y tu blog es, además, muy trabajado visualmente. Me gusta mucho como usas las imágenes, la selección es espectacular. Más que ilustraciones, establecen un diálogo bueno, una rica tensión con los textos. Y qué maravilla enfocarse en los fragmentos! Friedrich, wao! Luego te comento con calma lo que me ha gustado. Estoy corrigiendo exámenes finales pues el curso acaba en dos días! Es la peor parte de ser profesora. Horrible. Un abrazo desde Puerto Rico!

Jan dijo...

Así es Lillian, le doy mucha importancia a la selección de imágenes y que estas mantengan un diálogo intenso con los textos. Un placer encontrate de nuevo por aquí, pásate siempre que quieras y encantado de que dejes tus impresiones. Que te sea leve lo de los exámenes, ¡Hasta pronto!