Foto: Trencadís (cerámica fragmentada) en el Parc Güell de Barcelona

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miércoles, 10 de noviembre de 2010

La elocuencia del Rojo

Efecto conseguido con pinceladas de color rojo


"Lo Real no se revela a Sí mismo en una
forma sin que el siervo se tiña de su color."

Ibn Arabi


"Para la Obra del Sol, toma vitriolo bien depurado, rojo y bien calcinado, y disuélvelo en orina de niños. Destilas esta solución y repites tantas veces como sea necesario para obtener un agua muy roja. Entonces mezclarás este agua con el agua susodicha antes de la congelación; colocarás estos dos cuerpos en estiércol durante algunos días con el fin de que se incorporen mejor los destilarás y congelarás juntos. Obtendrás entonces una piedra roja parecida al Jacinto una parte de la cual proyectada sobre siete partes de Mercurio o de Saturno bien depurado se transformará en oro refinado".

Santo Tomás de Aquino, Tratado de Alquimia



El texto que sigue a continuación es el capítulo titulado Me llamo rojo de la obra de igual título del escritor turco Orhan Pamuk. En él, el color rojo nos habla acerca de su presencia en las miniaturas que ilustran los manuscritos donde se narran las principales obras clásicas de la literatura persa y árabe. Es un discurso apasionado, como no podía ser de otro modo tratándose de ese color, y en donde medita también sobre su condición simbólica que lo relacionaría con lo vital, exaltación de la energía creadora expresándose en toda nuevo nacimiento, en toda nueva manifestación de la vida. También tendrá palabras para contarnos el proceso por el que tuvo lugar su nacimiento. Acabará contando una anécdota narrada como un cuento, donde las conjeturas de un viejo maestro ilustrador ya ciego nos harán reflexionar.

El texto ha sido un perfecto motivo para buscar imágenes de miniaturas persas por las que siento una especial atracción e incluirlas como acompañamiento.



Me llamo Rojo, por Ohran Pamuk



Cuando Firdausi, el poeta de El libro de los reyes, pronunció el último verso de una cuarteta cuyos tres primeros versos terminaban en una dificilísima rima después de haber sido despreciado por los poetas del palacio del sha Mahmut a su llegada a Gazna porque era un campesino, yo estaba allí, en su caftán. Estaba en la aljaba de Rüstem, el héroe legendario de El libro de los reyes, cuando fue a lejanos paises en busca de su caballo perdido, en la sangre que brotó al cortar en dos con su espada maravillosa al gigante de la leyenda, entre las arrugas del edredón bajo el que pasó la noche haciendo el amor con la hermosa hija del sha en cuyo palacio se hospedó. Estaba en todas partes y estoy en todas partes. Yo estaba allí cuando Tur decapitó traidoramente a su hermano Ireç, cuando ejércitos legendarios hermosos como sueños se enfrentaban en la estepa y mientras refulgía la sangre que le brotaba sin cesar a Alejandro de la nariz porque había sufrido una insolación. Yo estaba en el vestido de la hermosa mujer que visitaba los martes, aquella de la que estaba verdaderamente enamorado, al sha sasánida Bahram Gür, que pasaba cada noche de la semana bajo cúpulas distintas con una mujer distinta llegadas de climas distintos escuchando las historias que le contaban, y desde la corona hasta el cafttán en la ropa de Hüsrev (Cosrroes), de quien Shirin se enamoró viendo una pintura. Estaba en las banderas de ejércitos que sitiaban fortalezas, en los manteles de los banquetes, en los caftanes de terciopelo de los embajadores que besaban los pies del sultán y en cualquier lugar en que estuviera pintada la espada cuya historia tanto gusta a los niños. Aprendices de ojos hermosos, bajo la mirada atenta de maestros ilustradores, me aplicaban con delicados pinceles sobre gruesas hojas de papel de la India y Bujara para remarcar las alfombras de Usak, la decoración de las paredes, las camisas que vestían bellas mujeres de cuello de cisne mientras miraban a la calle por los huecos de los postigos, las crestas de gallos entregados a la lucha, granadas y frutas legendarias de países legendarios, la boca del Diablo, la fina línea del interior del encuadre, los bordados curvos de la tiendas, las flores que apenas pueden verse a simple vista y que el ilustrador pinta para su propio placer, los ojos de cereza de las esculturas de pájaros hechos de azúcar, los calcetines de los pastores, las auroras surgidas de la leyenda y los cadáveres y las heridas de miles de guerreros, monarcas y amantes. Me gusta que me apliquen en las escenas de batallas donde la sangre se habre como una flor, en el caftán del mejor literato cuando jóvenes hermosos y poetas se reúnen en el campo para beber vino y escuchar música, en las alas de los ángeles, en los labios de las mujeres, en las heridas de los muertos y en las cabezas cortadas cubiertas de sangre.
Puedo oír vuestra pregunta: ¿En qué consiste ser un color?
El color es el tacto del ojo, la música de los sordos, una palabra en la oscuridad. Como desde hace decenas de miles de años he estado escuchando lo que hablaban las almas, como si fuera el susurro del viento, de libro en libro y de objeto en objeto, puedo afirmar que mi caricia se parece a la de los ángeles. Parte de mí llama a vuestros ojos desde aquí, ésa es mi parte seria; la otra se vuelve alada en el aire con vuestras miradas, ésa es mi parte ligera.¡Qué feliz estoy de ser el rojo! Soy fogoso y fuerte; sé que llamo la atención y que no podéis resistiros a mí. No me oculto: para mí el refinamiento no se manifiesta a través de la debilidad o la falta de fuerza, sino a través de la decisión y la voluntad. Me expongo abiertamente. No temo a los demás colores, ni a las sombras, ni a la multitud, ni a la soledad. ¡Qué hermoso es llenar con mi fuego triunfante una superficie que me está esperando! Allí donde me extiendo, brillan los ojos, se refuerzan las pasiones, se elevan las cejas y se aceleran los corazones. Miradme: ¡qué hermoso es vivir! Contempladme: ¡qué bello es ver! Vivir es ver. Aparezco en cualquier parte. La vida comienza conmigo, todo regresa a mí, creedme.
Guardad silencio y escuchad cómo me convertí en un rojo tan prodigioso. Un maestro ilustrador que entendía de pigmentos machacó en un mortero con sus propias manos las mejores cochinillas rojas secas llegadas del lugar más cálido de la India hasta convertirlas en polvo muy fino. Preparó una mezcla con cinco dracmas de aquel polvo, un dracma de planta jabonera y medio dracma de venturina, echó tres cuartillos de agua en una cazuela y puso a hervir la jabonera, luego añadió la venturina y los mezcló todo bien. Dejó hervir la mezcla el tiempo que tardó en tomarse tranquilamente un café. Y mientras él se tomaba el café, yo me impacientaba como el niño que está próximo a nacer. Cuando el café le despejó la mente y agudizó su mirada como la de un duende, echó el polvo rojo a la cazuela y lo mezcló bien con uno de limpios y delicados palillos que usaba para tal menester. Ahora iba a convertirme en un auténtico rojo, pero mi consistencia era tan importante... Era absolutamente necesario que el agua no hirviera en vano aunque, por supuesto, debía hervir algo. Cogió una gota del líquido con el extremo del palillo y se la puso en la uña del pulgar (los otros dedos no servían lo más mínimo). ¡Oh, qué hermos era ser rojo! Le teñí la uña de rojo pero no me derramé como el agua por los bordes; mi consistencia era la correcta pero aún tenía grumos. Apartó la cazuela del fuego, me filtró pasándome a través de una tela limpísima y así me hizo más puro. Luego volvió a ponerme al fuego, me hirvió dos veces más hasta hacerme bullir, añadió un poco de alumbre machacado y me dejó enfriar.
Pasaron varios días y yo permanecí allí, en la cazuela, sin mezclarme con nada. Me apetecía que me pusieran en todas las páginas, en todos los lugares y en todas las cosas y quedarme alló parado me partía el corazón. En medio de aquel silencio medité en lo que significaba ser rojo.
En cierta ocasión, en una ciudad del país de los persas, mientras un aprendiz me aplicaba con un pincel en la silla de un caballo que un ilustrador ciego había dibujado de memoria, pude escuchar una discusion entre dos maestros ciegos:
-Nosotros, que hemos acabado quedándonos ciegos, como es natural, después de habernos pasado la vida trabajando con placer y convenciniento, sabemos, podemos recordar que típo de color era el rojo, qué sensación producía -dijo el que había dibujado de memoria el caballo-. Pero ¿y si fuéramos ciegos de nacimiento? ¿Cómo comprender ese rojo que está aplicando nuestro aprendiz?
-Una cuestión interesante -respondió el otro-, pero los colores no pueden comprenderse, se sienten.
-Explícale la sensación del rojo a alguien que nunca lo ha visto maestro.
-Si lo tocáramos con la punta de un dedo sería entre el hierro y el cobre. Si lo cogiéramos en la mano, quemaría. Si lo probáramos tendría un sabor pleno como de carne salada. Si nos lo lleváramos a la boca, nos la llenaría. Si lo oliéramos, olería a caballo. Si oliera como una flor se parecería a una margarita, no a una rosa roja.
En aquellos tiempos, hace ciento diez años, la pintura de los francos no era una auténtica amenaza que los shas se esforzaran en imitar y aquellos grandes maestros legendarios, que creían en sus maneras de la misma forma que creían en Dios, veían como cierta deshonra y como un signo de inexperiencia el hecho de que los maestros francos usaran todo tipo de tonos intermedios del rojo para la más vulgar de las heridas de espada o el más corriente de los paños y se reían de ellos sin hacerles el menor caso. Sólo un ilustrador novato, indeciso y sin voluntad usaría varios tonos para el rojo de un caztán, decían. Las sombras no sirven como excusa. De hecho, sólo había un rojo y sólo creían en él.
-¿Qué es lo que significa el rojo? -volvió a preguntar el ilustrador ciego que había dibujado el caballo de memoria.
-El significado de los colores es que están ante nosotros y podemos verlos -le contestó el otro-. No se puede explicar el rojo a quien no lo ha visto.
-Para negar la existencia de Dios, los ateos, los impíos y los incrédulos dicen que no se le puede ver -continuó el ilustrador ciego que había dibujado el caballo.
-Pero Él se aparece a quienes son capaces de ver- contestó el otro maestro-. Es por eso por lo que el sagrado Corán dice que son lo mismo el ciego y el que ve.
El apuesto aprendiz me aplicó lentamente sobre el cobertor de la silla del caballo. Es una sensación tan agradable introducirme con mi plenitud, mi fuerza y mi vitalidad en el blanco y negro de una hermosa ilustración, que cuando el pincel de pelo de gato me extiende sobre el papel siento un cosquilleo de alegría. Y así, al darle color, es como si le ordenara al mundo "existe" y el mundo toma mi color de sangre. El que no ve puede negarlo , pero estoy en todas partes.



Crepúsculo vespertino, nacimiento de un nuevo día


A continuación un fragmento de otro texto en el que también el rojo es protagonista, esta vez en la figura de un sabio con el rostro rojo púrpura, color del cielo crepúscular a quien simbolizaría, siendo todo ello la forma oculta en que se manifestaría el Arcángel Gabriel. La visión del sabio se hará presente a un buscador espiritual durante su peregrinación por el desierto místico, a quien favorecerá como guía celestial. El color del cielo crepuscular surge entre la noche y el día y entre el día y la noche, cumpliendo una función mediadora entre la oscuridad y la luz, algo que lo relaciona con el papel del Arcangel Gabriel, mediador entre las sombras o ignorancia humana y la Luz divina. Le orientará en sus últimos pasos en el viaje de retorno desde el mundo de "la prisión de los sentidos", del mundo de la fragmentación de colores y apariencias temporales hacia el de la Eterna Luz, su verdadera morada. Los colores tienen un papel destacado en la mística sufí persa, simbolizando los diferentes estados del viaje espiritual. El texto recuerda mucho al poema gnóstico El canto de la perla.
Se trata del relato visionario El Arcángel teñido de púrpura del gran restaurador de la filosofía de la antigua persia Sohravardî (549/1155-578/1191), al que Henry Corbin dio a conocer a Occidente. Las palabras entre paréntesis las he añadido para orientar la lectura al tratarse de un fragmento.



(..) Un día los cazadores Decreto y Destino tendieron la red de la Predestinación; pusieron como cebo el grano de la atracción, y por ese medio lograron hacerme prisionero. Desde aquel país que había sido mi nido, me llevaron a una comarca muy lejana (exilio occidental). Me cosieron los párpados; me pusieron cuatro clases de trabas (metafóricamente los cuatro elementos que constituyen el cuerpo perecedero) ; y por último se colocó a diez carceleros para que me custodiaran: cinco de ellos estaban vueltos hacia mi y de espaldas al exterior (se refiere a los cinco sentidos interiores, según Sohravardî, el sensorium, la imaginación representativa, la imaginación activa y la memoria), los otros cinco estaban de espaldas a mí con el rostro hacia el exterior (los cinco sentidos convencionales). Los cinco que tenían el rostro vuelto hacia mí y la espalda hacia el exterior, me mantuvieron tan firmemente en el mundo del adormecimento, que mi propio nido, el país lejano, todo lo que había conocido allí lo olvidé. Imaginaba que siempre había estado como me encontraba en ese momento.
-Cuando hubo pasado un cierto tiempo, mis ojos volvieron a abrirse ligeramente, y en la medida en que eran capaces de ver, me puse a mirar. De nuevo comenzaba a ver las cosas que antes no veía, y me sentía lleno de admiración. Cada día, gradualmente, mis ojos se abrían un poco más y contemplaba cosas que me turbaban y me dejaban sorprendido. Finalmente, mis ojos se abrieron por completo; el mundo se mostró tal cual era. Me vi con las ataduras que habían apretado en torno a mí; me ví prisionero de los carceleros. Y me dije: "Aparentemente, nunca me liberarán de estas cuatro trabas, ni se alejarán de mi los carceleros, para que mis alas puedan abrirse y emprender el vuelo, libre y sin coerción".
-Pasó todavía tiempo. Y un día me di cuenta de que mis carceleros habían relajado la vigilancia. "No podría encontrar ocasión más propicia", me dije. Furtivamente, me deslicé hacia fuera, de modo que, aun cojeando ligeramente por mis ataduras, terminé por ganar el camino del desierto (más allá de los sentidos). Y allí, en el desierto, vi una persona que caminaba próxima a mí. Fui a su encuentro y la abordé con un saludo. Con gracia y delicadeza perfectas, me devolvió el saludo. Observando el color rojo cuyo esplendor le teñía de púrpura el rostro y la cabellera, creí estar en presencia de un adolescente.
-¡Oh jovencito! -le dije-, ¿de dónde vienes?
-¡Oh muchacho! -me respondió-, te equivocas al interpretarme de ese modo. ¡Soy el mayor de los hijos del Creador!, ¿y tú me llamas "jovencito"?
-Entonces , ¿como es que no blanquea tu pelo, como les ocurre a los ancianos?
-El sabio: Blanco, lo soy en verdad; soy muy anciano, soy un sabio cuya esencia es luz. Pero aquel que te ha hecho prisionero en la red, aquel que puso trabas en torno a ti y encomendó a los carceleros tu custodia, hace mucho tiempo que me lanzó, también a mí, al pozo oscuro. Y ésa es la razón del color púrpura con el que me ves. De no ser por eso, sería completamente blanco y luminoso. Si un objeto, cuya blancura es indisociable de la luz, se mezcla con el negro, aparece entonces enrojecido. Observa el crepúsculo y el alba, blancos uno y otro, puesto que están en relación con la luz del Sol. Sin embargo, el crepúsculo o el alba son un momento intermedio: un lado hacia el día, que es blancura, otro lado hacia la noche, que es negritud, de ahí el tono púrpura del crepúsculo de la mañana y del crepúsculo de la tarde. Observa la masa astral de la Luna en el momento de su salida. Aunque la suya sea una luz que toma prestada, está verdaderamente revestida de luz, pero una de sus caras está vuelta hacia el día, mientras que la otra está vuelta hacia la noche. Así, la Luna aparece teñida de púrpura. Una simple lámpara muestra la misma condición; abajo, la llama es blanca; arriba, se convierte en humo negro; a media altura, aparece enrojecida. Muchas otras analogías o similitudes podrían citarse como ejemplo de esa ley.
-Yo: Oh sabio, de dónde vienes?
-El sabio: Vengo de más allá de la montaña de Qâf (el límite del mundo en la geografía visionaria irania). Allí está mi morada. También tu nido estuvo allí, pero ¡ay! lo has olvidado.



Lecturas:


Orhan Pamuk, Me llamo Rojo, Punto de lectura 2006

Sohravardî, El encuentro con el ángel, Editorial Trota 2006

Ana Crespo, Los bellos colores del corazón
Enlaces con entradas relacionadas en este mismo blog:
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martes, 2 de noviembre de 2010

Hija de la Luna

Escultura que corona la llamada Fuente de Diana Cazadora 1942, en Mexico D. F. Anteriormente se conocía como "La flechadora de las estrellas del norte". Ejemplo contemporaneo de la infinidad de obras de arte inspiradas en la diosa de la Grecia Antigua conocida como Ártemis.



"Canto a la tumultuosa Ártemis, la de áureas saetas, la virgen venerable, cazadora de venados, diseminadora de dardos, la hermana carnal de Apolo el del arma de oro, la que por los montes umbríos y los picachos batidos por los vientos, deleitándose con la caza, tensa su arco todo él de oro, lanzando dardos que arrancan gemidos".

Himnos homéricos XXVII a Ártemis



Walter Friedrich Otto (1847-1958) publicó en 1929 por primera vez su obra Los dioses griegos, considerada desde entonces como un clásico en la materia. En ella se pone de manifiesto el apasionamiento y la fascinación de su autor hacia el mundo de los dioses de la Grecia antigua, y que sin duda, es transmitido a quien se adentre en su lectura. Páginas por las que se puede revivir la cosmovisión, extraña al hombre contemporaneo, de los mitos griegos, tratando de aproximarnos al espíritu original del pensamiento que los concibió. Viaje que anhela ser un retorno a los dioses olvidados donde es latente la nostalgia por aquel mundo tantas veces evocado por los románticos alemanes, dejándose sentir todavía en los ensayos que componen Los dioses Griegos.
Un poema donde la añoranza por aquel mundo se muestra de forma especial es el del poeta Friedrich Schiller (1759-1805), titulado también Los dioses Griegos, que posiblemente Otto lo adoptó para su obra. Dejo del poema algunos versos, como preámbulo al texto que sigue a continuación dedicado a la diosa Ártemis.
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Cuando el velo encantado de la poesía
aún envolvía graciosamente a la verdad,
por medio de la creación se desbordaba la plenitud de la vida
y sentía lo que nunca había sentido.
Se concedió a la naturaleza una nobleza sublime
para estrecharla en el corazón del amor,
todo ofrecía a la mirada iniciada,
todo, la huella de un dios.
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Donde ahora, como dicen nuestros sabios,
sólo gira una bola de fuego inanimada,
conducía entonces su carruaje dorado
Helios con serena majestad.
Las Oréadas llenaban las alturas,
una Dríada vivía en cada árbol
de las urnas de las encantadoras Náyades
brotaba la espuma plateada del torrente.
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Hermos mundo, ¿donde estás? ¡Vuelve,
amable apogeo de la naturaleza!
Ahí, sólo en el país encantado de la poesía
habita aún tu huella fabulosa.
El campo despobaldo se entristece,
ninguna divinidad se ofrece a mi mirada.
De aquella imagen cálida de vida
sólo quedan las sombras.
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Ociosos retornaron los dioses a su hogar,
el país de la poesía, inútiles en un mundo que,
crecido bajo su tutela,
se mantiene por su propia inercia.
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Sí, retornaron al hogar, y se llevaron consigo
todo lo bueno, todo lo grande,
todos los colores, todos los tonos de la vida
y sólo nos quedó la palabra sin alma.
Arrancados del curso del tiempo, flotan
a salvo en las alturas del Pindo;
lo que ha de vivir inmortal en el canto,
debe perecer en la vida.
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Ártemis, por Walter F. Otto
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El espejo del caracter femenino de Ártemis es la naturaleza. No la gran madre sagrada que pare toda la vida, la alimenta y al final la recoje en su seno. No; otra muy distinta que podemos llamar también la virginal, la naturaleza libre, con su esplendor y su braveza, con su inocente pureza y raro misterio. Es maternal y delicadamente solícita, pero en la forma de una genuina virgen y, como tal, a la vez melindrosa, dura y cruel.

La naturaleza solitaria es para el hombre de nuestra civilización infinitamente conmovedora y apacible. El intelectual y agotado servidor de la utilidad encuentra aquí paz y aire sano, no siente ya el respeto con que generaciones más piadosas hollaban los tranquilos valles y colinas. Un delicado sentimiento de extrañeza, un dejo de misterio no le perturban seriamente el placer. Está en la segura posesión de su saber y de su arte técnico. Dentro de poco, puede convertir a la región más salvaje en íntima, placentera y útil. Pero el orgulloso vencedor consienta en avanzar cuanto quiera, el misterio no se revela, el enigma no se resuelve, huye de él sin darse cuenta y vuelve por doquier a donde él no está: el solemne conjunto de la naturaleza incólume. Puede romperla y destruirla pero nunca comprenderla ni construirla. Hay un hormiguero de elementos, animales y plantas, una vida innumerable que brota, florece, perfuma el aire, surge, brinca, salta, aletea, vuela y canta. Una infinidad de simpatía y desunión, emparejamiento y lucha, tranquilidad y movimiento febril. Y sin embargo todo emparentado, intrincado, llevado por un único espíritu vital, cuya presencia superior la siente el visitante silencioso con el estremecimiento de lo indescriptible. Aquí, la humanidad, cuya religión predecimos, encontró lo divino. Lo más sagrado no era la tremenda majestad del íntegro juez de consciencias, sino la pureza del casto elemento. Esta humanidad sentía que el hombre, este ser problemático que se refleja, duda y se condena a sí mismo, que perdió hace mucho la paz por tanta miseria y tantos esfuerzos, sólo con miedo debía penetrar en el inocente distrito, donde lo divino vive y reina. Esto parecía respirar en el velado resplandor de las praderas, en los ríos y los lagos y en la sonriente claridad que flota encima. Y en momentos visionarios aparecía repentinamente la figura de un dios o una diosa, en forma humana o animal, más cercana a lo terrible. Las soledades de la naturaleza tienen genios de varias formas, desde lo tremendo y salvaje hasta el tímido espíritu de suaves doncellas. La suprema sensación, sin embargo, es encontrarse en lo sublime que habita en el diáfano éter de las cumbres, en el áureo esplendor de los prados serranos, en el brillo y centelleo de los hielos cristalinos y planos nevados, en el silencioso asombro de los campos y bosques, cuando la luz de la luna los cubre con fulgor y riela goteando de las hojas. Todo es transparente y liviano. La misma tierra ha perdido su pesadez y la sangre ha olvidado sus pasiones tenebrosas. Sobre el suelo flota un corro de pies blancos, o una caza vuela por los aires. Ése es el espíritu divino de la naturaleza sublime, la excelsa reina resplandenciente; el puro extasis al encanto aunque no puede amar, la danzante y creadora que toma al cachorro del oso en su seno y rivaliza, corriendo, con los ciervos. Mortífera cuando tiende el arco áureo, extraña e inaccesible como la naturaleza brava, y no obstante, como ella, todo encanto y emoción, fresca y reluciente hermosura. ¡Ésta es Ártemis!



Ártemis, John Liston 1872



Sus relaciones con Asia Menor, donde la mentalidad es contraria a la griega y de donde se supone que proviene su nombre, no son claras. Ella es moradora de Grecia desde tiempos muy antiguos, y su figura tal como aparece en Homero es genuinamente griega. También es particular de ella el desaparecer hacia la lejanía.
Los árgivos celebraban su salida y su entrada. Igual que
Apolo, se relaciona con los hiperbóreos. El mito nombra otras regiones legendarias, sobre todo Ortigia, que se designa como su lugar de nacimiento y que dio el nombre a varios lugares, especialmente a uno cerca de Éfeso. Ortigia proviene de la palabra griega para codorniz, atributo de Ártemis. Las bandaAñadir imagendas de esta ave vuelven cada primavera hacia las costas e islas griegas. El ave migratoria es un simbolo de la diosa de
la lejanía.Su reino son las regiones despobladas, eternamente lejanas. Y a esta lejanía corresponde su calidad de virgen. No
es contradictorio que ella pueda ser maternal, porque la maternidad solícita se aviene con la frialdad virginal. En el mito genuino Ártemis es concebible sólo como virgen. Aunque doncellas divinas que son sus compañeras y amigas se entregan al amor, ella misma es más sublime que todas. En Eurípides pronuncia su odio irreconciliable contra la diosa del amor. El Himno homérico a Afrodita confiesa que el poder de esta deidad falla con Ártemis. Su flecha certera alcanza al atrevido que quiera acercarse a ella. "Virgen", "Doncella", se la denomina generalmente desde la época de Homero. En los poemas de éste, recibe el epíteto honroso de casta. En esta palabra se confunden las significaciones de lo sagrado y lo puro, se usa preferentemente para los elementos íntegros de la naturaleza. Además de Ártemis, Homero distingue con este título solamente a Perséfone, la augusta reina de los muertos.
Por doquier, en la naturaleza libre y salvaje, en las montañas, en las praderas y las selvas están los lugares donde baila y caza con las ninfas, sus deliciosas compañeras. "Le gusta el arco", dice de ella el Himno homérico a Afrodita, "el son de la lira, las danzas en corro y los gritos resonantes". Inolvidable es la imagen homérica de "cómo Ártemis, la tiradora de flechas, camina sobre las montañas, la cresta del Taigeto o Erimanto, donde persigue gustosamente a los jabalíes salvajes y a los ciervos veloces. Con ella juegan ninfas, hijas de Zeus, doncellas del agro, alegrándose el corazón maternal de Leto. La diosa levanta su cabeza facilmente perceptible, aunque todas brillan en hermosura" (Odisea 6, 102 y sigs.). De las montañas tiene varios epítetos, "la reina de las ásperas montañas", como dice Esquilo (véase Aristófanes, Tesmof. 144 y sigs.). Le gustan las aguas claras; y los manantiales calientes tiene fuerza curativa por su bendición. Su esplendor se percibe sobre floreadas praderas nunca pisadas. Allí el devoto le teje una corona "en la vega incólume donde el pastor teme apacentar la manada, donde nunca llegó el filo del hierro y sólo la abeja vuela zumbando en la primavera; la castidad reina aquí..." En un vaso de figuras rojas es llamada Aidós (modesta, humilde). En el brillo de los campos baila el corro con sus doncellas. En su honor, muchos cultos ejecutan danzas. Se dice que Teseo raptó, cierta vez, a Helena de entre el corro formado en su santuario de Esparta (Plutarco, Tes. 31). La hermosura de su alta estatura es sin par. Odiseo piensa espontáneamente en Ártemis al mirar la noble y grande apariencia de la hija del rey de los feacios (Odisea 20, 71). Se llama "la Hermosa", "la Hermosísima", y se honra con esta invocación.
Como su danza y su belleza pertenecen al encanto y al esplendor de la naturaleza libre, está vinculada íntimamente con todo lo que en ella vive, con animales y árboles. Es la "reina de los animales salvajes" (Ilíada 21, 470; Anacreonte 1). En el espíritu de la naturaleza los cuida como una madre, no obstante los caza como alegre corredera y arquera. El vaso François que se confeccionó en Atenas, medio siglo antes del nacimento de Esquilo y Píndaro, la muestra -una vez- alzando con cada mano sendos leones por el cuello como si fueran gatos, y -otra vez- agarrando con una mano una pantera por la garganta y con la otra un ciervo.

Ártemis como Potnia Theron, "Señora de las bestias". Crátera 570 a. C.


Ningún poeta habla de modo tan emocionante acerca de su solicitud para con los animales como Esquilo en Agamenón (133 y sigs.): las águilas han matado una liebre preñada y la han destripado, y a la sagrada Ártemis le dio lástima el infeliz animal, "ella cuyo favor cariñoso está junto a los cachorros indefensos, ante leones feroces y con todos los animales que amamantan su cría". El león debe haberle gustado sobremanera anteriormente. En la caja corintia de Cipselo, aproximadamente contemporánea del vaso François, Ártemis era representada como en aquél: alada según la manera oriental, su derecha tenía una pantera, su izquierda un león (Pausanias 5, 19, 5). Delante de su templo en Tebas había un león de piedra (Pausanias 9, 17, 2). Y todavía en la procesión festiva de Siracusa de la que habla Teócrito (2, 67) se admiró sobre todo a un leona. Después del León, el oso era su favorito. La Calisto de Arcadia, su compañera y su viva imagen, adoptó según la leyenda la forma de una osa; este animal tenía una gran significación en el culto ático. El ciervo es su permanente atributo en las artes plásticas. Se llamaba "cazadora de ciervos". Ya en el Himno homérico (27, 2) recibió otros epítetos del ciervo. Su cierva desempeña un papel en la leyenda de Heracles e Ifigenia. Taigeta, la compañera que debe su nombre a la montaña arcadia donde Ártemis cazaba preferentemente, se convirtió en una cierva; y en una leyenda de los Alóadas, ella misma adopta esa figura. Cerca de Colofón había un islote consagrado a Ártemis, donde, según la creencia, ciervas embarazadas nadaban para parir (Estrabón 14, 643). Su ídolo en el
templo de Desponia (reina), en Akakesion de Arcadia, estaba vestido con la piel de un ciervo (Pausanias 8, 37, 4). Muchos animales más, ante todo el jabalí, el lobo, el toro, y el caballo -en Homero lo conduce "con rienda áurea" (Ilíada 6, 205)- se mencionan en su ambiente. En su bosque sagrado del país de los Enetos se creía que las fieras salvajes eran mansas, ciervos y lobos convivían pacíficamente dejándose acariciar por los hombres. Ningún animal cazado que allí se refugiara fue jamás perseguido (Estrabón 5, 215). En Patras (Acaya), en vísperas de su fiesta, tenía lugar un brillante desfile, y al final iba la virginal sacerdotisa de Ártemis en un carro tirado por ciervos. Al día siguiente se echaban en el altar convertido en pira jabalíes vivos, ciervos, corzos, cachorros de lobos y osos y aun animales adultos de este género. Cuando un animal trataba de escapar de las llamas se lo empujaba nuevamente, y nunca ocurrió que alguien lastimase durante la ceremonia. Su ídolo la representaba como cazadora.

A la cazadora Ártemis cuya figura conservaron las artes plásticas la caracterizaban muchos epítetos, en parte muy antiguos. "La que lleva el arco" la llama Homero; a menudo "la que tira la saeta"; otras veces se denomina la ruidosa, por el bullicio propio de la cacería. "Es su goce tender el arco y cazar animales en las montañas" (Himno homérico a Afrodita 18). Como Apolo, se llama la "que hiere de lejos". El cazador debe su habilidad a la inspiración y ayuda de ella. Homero dice de Escamandrio que "Ártemis misma le enseñó a alcanzar todas las fieras que la selva cría en las montañas". Y el afortunado cazador, como ofrenda a Ártemis, sujeta las cabezas de los animales apresados a los árboles.
Lo extrañamente indómito de su existencia y fascinación misteriosa se manifiesta especialmente en la noche, cuando lumbres enigmáticas chispean y vagan por el aire, o el claro de luna ancanta praderas y bosques. Entonces Ártemis está de caza agitando "el esplendor fogoso con el que corre impetuosamente por las montañas de Licia" (Sófocles, Edipo Rey, 207). Se llama directamente la "diosa vagante de la noche". Ártemis, la cazadora de ciervos, con antorchas en ambas manos", dice Sófocles (Las Traquinias 214). En Áulide tenía dos estatuas de piedra, en una con antorchas, en la otra con saeta y arco. El templo de la Desponia de Akakesion en Arcadia poseía una estatua vestida con la piel de un ciervo, en la espalda llevaba el carcaj y una mano sostenía la antorcha, a su lado estaba echado un perro de caza. En los vasos del siglo V su representación con antorchas en ambas manos es muy común. De allí la frecuente denominación de "Lucífera". De la misma esfera proviene su antigua relación con el astro nocturno en el que se refleja la gracia, lo romántico y la singulaidad de su carácter. Cuando Esquilo habla de su "mirada de astro" se refiere a la luz de la luna, cuya diosa, en épocas posteriores, es frecuentemente Ártemis. Por consiguiente se comprende que ella fuera conductora en sendas lejanas por donde vagaba con su multitud de espíritus. Así se acerca a Hermes. Varios epítetos la denominan "la indicadora de caminos". En leyendas de fundaciones muestra a los colonos el camino hacia el lugar donde deben edificar la nueva urbe. A los fundadores de Boiai de Laconia se les adelantó una fiebre que fue a desaparecer detrás de un arrayán. El árbol se tenía por sagrado y Ártemis fue venerada como "Salvadora". La diosa de la lejanía es la buena conductora de los emigrantes.

La reina de la naturaleza salvaje entra también en la vida humana llevando consigo sus extrañezas y horrores, pero a la vez su bondad.
Se hicieron sacrificios humanos en su culto (Pausanias 7, 19, 4). Ifigenia , como vástago más hermoso del año, debía sacrificarse a ella (Eurípides, If. Taur. 21). En Melite, el suburbio occidental de Atenas, estaba el templo de Ártemis Aristobule, lugar donde se arrojaron hasta épocas tardías los cuerpos de los ajusticiados y las sogas que habían servido a los suicidas (Plutarco, Temíst. 22) También en Rodas se la veneró fuera de las puertas de la ciudad y en la fiesta de Cronión se mató en su honor y ante su estatua a un criminal condenado. Asimismo se comenta acerca de la demencia que ella provocó y curó como diosa tierna. La terrible cazadora, de quien los griegos, sin duda, han recordado el nombre de "matadora", se manifestó también en batallas. Los espartanos ofrecían sacrificios en su campañas de honor de Ártemis Agrotera. En Atenas se le ofreció regularmente el gran sacrificio nacional por la victoria de Maratón. Su templo estaba en el suburbio de Agra, junto al arroyo de Iliso, donde se creía que cazó por primera vez. Se la representó con atavíos de guerrera, y aveces tenía también relaciones con las amazonas. Como Eucleia, poseía un santuario en el mercado de Atenas y en ciudades locrenses y boecias.
Pero la misteriosa ataca también la morada de los hombres. Sus saetas se llaman "suaves" porque dejan expirar al herido de repente y sin enfermedad, como las de Apolo.

Apolo y Ártemis, Lucas Cranach

Una desafortunada mujer -se cuenta- desea esta dulce muerte, momentánea, de la mano de la diosa (Odisea 18, 202; 20, 61 y sigs.). Su llegada desde tierras vírgenes significa una grave tribulación para el sexo femenino, porque la amargura y el peligro de sus horas penosas vienen de ella, que, como varios espíritus de otros pueblos, tiene una influencia peligrosa en el gineceo procedente de tierras salvajes. "Zeus la hizo leona entre las mujeres y le permitió matar a quien ella quisiera" (Ilíada 21, 483). Causa la fiebre puerperal por la que las mujeres perecen con tanta rapidez. Pero también puede ayudar a la parturienta y ésta la invoca en su pena. "Auxiliadora en los dolores del parto que no sufre estos dolores", así la apostrofa el Himno órfico (36, 4). En el mismo himno de Calímaco ella misma dice: "Quiero vivir en las montañas; con los moradores de ciudades sólo me mezclo cuando mujeres atormentadas por los agudos dolores del parto me piden auxilio". Como Ártemis Ilitia se identifica directamente con la diosa de los dolores del parto. Ésta también es, según el concepto de Homero (Ilíada 11, 269; véase también Teócrito 27, 28), una arquera que causa por su tiro los dolores de las mujeres. "Durante los dolores del parto invoco la bendición de Ártemis celeste, quien tiene el poder sobre las peligrosas saetas", canta el coro de mujeres en el Hipólito de Eurípides (166). En un epigrama del poeta helenístico Phaidimos se le dan las gracias por un alumbramiento feliz: "Que viniste, reina, a la parturienta sin el arco imponiendo benignamente tus manos sobre ella". "Que Ártemis, la que hiere de lejos, mire bendiciendo el sobreparto de las mujeres", desea el coro en Las suplicantes de Esquilo (676). Cuando está encolerizada con los mortales, "las mujeres, alcanzadas por su saeta, se mueren en el sobreparto o, si se salvan, paren hijos sin viabilidad" (Calímaco, Himnos 3, 127). Como diosa del alumbramiento lleva epítetos como Lekhó, Lokheia. A Ifigenia, vinculada con ella, cuyo sepulcro se encontraba en el santuario de Ártemis en Brauron, le fueron dedicadas las vestimentas de las mujeres muertas en el sobreparto. Por esta gran significación que se le atribuye en la vida de la mujer, es "la reina de las mujeres", "la que tiene un fuerte poder sobre las mujeres" (Escolio 4). Las atenienses juran sobre la "reina Ártemis" (Sofocles, El. 626); Aristófanes, Lisístr. 435, 922; Ekkles. 84). Jóvenes doncellas se dedican a su servicio en Brauron (Ática), las mujeres celebran su fiesta y en varios cultos muchachas ejecutan corros en su honor.
Finalmente se extiende su poder sobre el dominio de la vida al que se dirige el cuidado más sagrado de la mujer. Ella, en cuyas manos está el dsetino de la parturienta, debe dedicar su favor al recién nacido y al hijo que crece, ya que cuida también los cachorros del mundo salvaje. El epigrama de Phaidimos mencionado más arriba (Antol. Pal. 6, 271) concluye agradeciendo el parto feliz con el ruego de que la diosa otorgue al hijo un crecimiento alegre. La diosa enseña a cuidar y educar a los hijos pequeños, de allí su epíteto Kurotrophos (la que cría a los hijos) (véase Diodoro 5, 73). Conocemos también otros nombres de significado parecido. Por ejemplo, en Homero la diosa se ocupa de las hijas huérfanas de Pandáreo y les brinda estatura alta sin la cual una doncella no puede ser realmente hermosa (Odisea 20, 71). En Laconia se celebraba en su honor la "fiesta de las nodrizas" (Tithenidia), en la que éstas llevaban las criaturas a Ártemis. En Atenas se le dedicaba el cabello de los niños durante la fiesta de Apaturias. En Élida había un santuario cerca del gimnasio que llevaba el significativo nombre de "amiga de los jovenes. Los efebos la honraban con procesiones armadas, especialmente en Atenas. En una poesía de Crinágoras, un joven dedica su primer pelo de la barba a Zeus Teleios y a Ártemis, y el poeta pide a estas deidades que lo hagan entrar en años.
Parecida a su hermano Apolo, vigila sobre la juventud que crece, singularmente relacionada con los que entran en la edad de la madurez. Eso recuerda la dura prueba que se impuso a los muchachos espartanos en su culto. Ciertamente no era un sustituto para los sacrificios humanos antiguos, pero la diosa de regiones salvajes hace conocer aquí, sin duda alguna, su terrible aspereza. Calímaco sabe (Himno 3, 122) que ella castiga con arco temible la ciudad donde se ofende a los ciudadanos y a los forasteros, incluso la ciudad de hombres justos le deleita como ya asegura el Himno homérico a Afrodita (20).

Es la danzante en praderas estrelladas, la cazadora en las montañas, incluida también la vida humana. Sin embargo, queda siempre la errante reina de la soledad, la hechicera y salvaje, la inaccesible y eternamente pura.
Para la epopeya jonia está emparentada desde hace mucho con Apolo, como hija de Latona y Zeus. "Bienvenida seas, Latona bienaventurada", exclama el Himno homérico (1, 14), "la que parió hijos tan soberbios, el rey Apolo y la arquera Ártemis, ella en Ortigia y él en Delos rocoso!". Junto con Latona, en la Ilíada Ártemis cura a Eneas salvado por Apolo (5, 447). Apolo se llama a veces "cazador" (Esquilo, fragm. 200). Pero Homero hace la distinción de que Ártemis enseña al cazador, mientras que Apolo al arquero en la guerra y en certámenes. Junto con Apolo, Ártemis se halla en el corro y en el canto de las Cárites y Musas (Himno hom. 2, 21; 27, 15). Ambos tienen además de la faz lúcida otra horrorosa que se muestra particularmente impresionante en Homero. Ambos dirigen desde una lejanía misteriosa sus saeta invisibles que causan una instantánea muerte sin dolor. En la legendaria isla de Siria no existen enfermedades, pero cuando los hombres envejecen "Apolo el de arco argénteo y Ártemis los alcanzan con sus suaves saetas" (Odisea 15, 410), La imperdible pureza pertenece al carácter de ambos. Su existencia da testimonio de una lejanía que podemos llamar apartamiento o noble distancia. Son genuinas deidades gemelas.
Pero ¡qué diferente es el sentido de la distancia y de la pureza en Apolo y Ártemis! ¡Qué distintos los símbolos que el espíritu creador formó de ambos! Para Apolo libertad y distancia tienen un significado espiritual: la voluntad de claridad y formación. Pureza es para él la separación de poderes restringentes y opresores. Para Ártemis, en cambio, éstos son ideales de la existencia física, igual que su pureza es entendida en un sentido virginal. Su voluntad no se dirige a la libertad espiritual, apunta hacia la naturaleza y su frescura elemental, su vivacidad y desenvolvimiento. Es decir: Apolo es símbolo de la masculinidad superior; Ártemis, la mujer aureolada. Nos muestra una forma muy distinta de los femenino, como por ejemplo en Hera, Afrodita o la maternal Diosa de la Tierra. Al manifestar el espíritu de la casta naturaleza hace aparecer el prototipo de lo femenino cuya forma eterna pertenece a la esfera de los dioses.
Es la vida brillante, resplandeciente y ágil. Su dulce extrañeza atrae al hombre de manera tan irresistible como fríamente lo rechaza. Este ser cristalino, sin embargo, está enlazado por raíces oscuras con toda la naturaleza animal, lo infantil, de dulce amenidad y dureza diamantina, tímido, fugaz, desconcertante y bruscamente adverso. Jugando, retozando, bailando y por momentos de inexorable seriedad. Tiernamente solícito y afectuosamente diligente, con el encanto de la sonrisa que compensa toda una condenación, y no obstante salvaje hasta lo espantoso y pavorosamente cruel. Todos éstos son rasgos de la libre y extraña naturaleza a la que pertenece Ártemis. En ella el fiel espíritu conocedor aprendió a percibir esa eterna imagen del sublime caracter femenino como algo divino.






Lecturas:

Walter F. Otto, Los dioses de Grecia, Ediciones Siruela 2003

Friedrich Schiller, Los dioses de Grecia, Poesía filosófica Editorial Hiperión 1994

martes, 26 de octubre de 2010

Juego de Reyes

Algunas piezas del Ajedrez Lewis talladas en torno al siglo XIII.

"... el único juego entre todos los ideados por el hombre que se sustrae soberanamente a toda tiranía del azar y otorga sus laureles de vencedor de un modo exclusivo al espíritu, más propiamente dicho, a una forma determinada de la habilidad intelectual. ¿Pero no se comete una falta de empequeñecimiento humillante con sólo tildar de juego al ajedrez?¿No es también una ciencia, una técnica, un arte, algo que se cierne entre esas categorías, como el ataúd de Mahoma entre el cielo y la tierra, una trabazón única entre todos los contrastes: antiquísimo y eternamente joven; mecánico en la disposición, y, sin embargo, eficaz solamente por obra de la fantasía; limitado en el espacio, geométricamente fijo y ala vez ilimitado en sus combinaciones, desarrollándose de continuo y, no obstante, estéril? un pensar que no conduce a nada; una matemática que nada soluciona; un arte sin obras; una arquitectura sin substancia y, no obstante, evidentemente más duradero en su existencia y ser que todos los libros y obras de arte; el único juego propio de todos los pueblos y tiempos y del que nadie sabe qué dios lo legó a la Tierra... "

Stephan Zweig, Una partida de ajedrez, Madrid, Espasa



Imágenes del juego del ajedrez, por Pedro J. Lavado.
(Fragmento, texto completo http://fuesp.com/revistas/pag/cai0709.html )

Posiblemente sean las imágenes del libro de Alfonso X el Sabio, al igual que otras representaciones en marfil, tejidos o grabados, las que mejor nos representan lo que supuso el ajedrez en la vida medieval y todas sus connotaciones estéticas y simbólicas. Pero, por el contrario, son pocos los ajedreces completos que se conservan del mundo medieval, habiendo quedado, por lo general, reducidos éstos a algunas piezas de cristal de roca o marfil que forman parte de relicarios y tesoros y que a menudo se encuentran en algunos Museos eclesiásticos o colecciones particulares. Las formas y decoración de las piezas nos sirven para estudiar su evolución a través del tiempo y comprender más perfectamente cómo algunos temas más o menos abstractos convergieron en aspectos figurativos más específicos.
Quizá sean las piezas de ajedrez que se conservan en el Museo Provincial de Cáceres y que, según documentación, proceden del castillo de Trigueros del Valle (Valladolid) uno de los ejemplos más completos. Datado como ajedrez de entre los siglos VIII-XI, consta de 17 piezas de madera blancas y 12 negras. La tipología de formas y el material empleado nos hacen llevar la cronología con posterioridad al siglo XIII, lo cual también conco
rdaría con la procedencia de las piezas.
Asimismo, el ajedrez del Museo Nacional de Arte Hispano-Musulmán de Granada, obra del siglo XV, conserva algunas piezas de marfil o hueso, mínimas en número, pero que coinciden en cuanto a las técnicas ornamentales con lo que muchos arqueólogos denominan mangos de cuchillo. El único tablero que conozco y de una cierta calidad es el que se muestra en el Museo Provincial de León y que, según los inventarios y publicaciones al respecto, se pone en relación con la familia Luna, uno de cuyos escudos está presente en. el marco. Es un pieza de madera que se sirve de dos tipos diferentes de madera para marcar el diferente color de las casillas y que se ornamenta con unas orlas de vegetación entre las que aparecen los escudos heráldicos y otros elementos de marquetería o taracea.

Tablero de los condes de Luna, Museo de León


Un análisis de tipo arqueológico en estas piezas, al igual que en las miniaturas de Alfonso X el Sabio, nos da pautas para la comprensión de la técnica de juego y para entender la existencia de algunos otros elementos que formaban parte del juego. Así el tablero de ajedrez de León conserva la argolla para colgar y sujetar la bolsa con las piezas, a la manera que aparece e n algunas miniaturas del Libro de Alfonso X o en el emblema 23 de Covarrubias. Los aspectos decorativos del tablero tienen paralelos también en las citadas miniaturas y en otras ilustraciones medievales, pero es curioso también constatar que se mantienen en el tiempo en algunas otras representaciones artísticas.
Aspectos relativos al juego entre caballeros, personas de diferentes países u hombres y mujeres pueden contemplarse en estas miniaturas, así como el acompañamiento de servidores, músicos y los propios elementos de mobiliario y arquitectura de la época. Pero junto a esta iconografía figurativa, el juego de ajedrez encierra otros simbolismos, caso de la antítesis entre el propio juego de ajedrez y el nard o tablas que a menudo se ofrece en el reverso del tablero, caso curioso del tablero de ajedrez del Museo de León o la combinación que se da en ejemplares más modernos.
La simbología alusiva al campo de batalla y "una astucia sin el sometimiento de los dados y sin sangre" es uno
de los elementos que ha propiciado su gran aceptación. Algunas teorías filosóficas han respaldado el juego de ajedrez, caso del qadr que defiende el libre albedrío y se identifica con este juego, mientras que el nard se encuentra afectado por el determinismo divino o yahr. En este caso, el Libro de Ajedrez, Dados y Tablas de Alfonso X es clarificador en el ejemplo aportado en el diálogo entre los tres sabios y el rey. El primer sabio defendía: "más ualie seso que uentura" (ajedrez); el segundo: "más ualie uentura que seso" (dados), y el tercero: "uenir tomando delo uno e delo al" (chaquete), ya que "qui las sopiere bien iogar que aunque la suerte delos dados le sea contraria, que por ser cordura iogar que esquiuara el danno quel puede uenir por la auentura delos dados".
De la misma forma, algunas valoraciones morales atañen al juego de ajedrez, que se pone como ejemplo de aquellos hombres que van retrasando su arrepentimiento hasta la hora de la muerte, "como jugador de ajedrez no experto que dice 'No me importa que me vayan tomando las piezas (familia), porque al fin daré mate'...". Y es que, según los moralistas medievales, el demonio es jugador experimentado, hecho que se ha representado a menudo en las imágenes medievales, en las que la muerte o el propio diablo juegan, esa partida definitiva con el hombre.
Otras valoraciones simbólicas aluden al amor de Dios por aquel gesto del jugador manteniendo largo rato la pieza de ajedrez en sus manos para liberarla del alcance del enemigo. Sin embargo, la interpretación más frecuente del juego de ajedrez y en el que conviven las imágenes que nos representan el tablero y la bolsa de las piezas es la que se refiere a los papeles desempeñados por el hombre en el mundo y que contemplan por un lado su igualdad y asimismo su espíritu de superación, como el peón que trata de llegar a alférez o dama.
"En tanto que vivimos, cada uno tiene su puesto en la república, con cuya variedad se compone y se conserva. Pero llegado el día de la muerte, la tierra nos recibe con tanta igualdad que no (h)ay distinción del rico al pobre. Y así es como la bolsa de los trebejos en el axedrez, que acabado el juego, todos entran confusamente en el saco. Y esto nos significa el emblema con el mote francés 'Roys e pions, dans le sac son eguaux'".
Explicación que también recoge Sancho Panza y que no está nada lejos del poema antes mencionado de Ibn Labbana (No somos sino piezas del ajedrez en manos del destino) : "Brava comparación... como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego, cada pieza tiene ser particular oficio; y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan y barajan y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura".
Una afirmación siempre vieja y nueva a la vez, pero que prueba, una vez más, que el ajedrez es algo más que un juego y que ese simple tablero de 64 escaques alternos encierra una imagen de microcosmos.

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Emblema 23 de Emblemas Morales (1610) de Sebastian Orozco Cobarrubias


Este emblema de Cobarrubias con el mote frances al que se hace referencia en el artículo anterior viene acompañado con el siguiente lema:

"El rey, la dama, alfil, roque, caballo,
cada cual de estos tiene en el tablero
su casa, su poder, y en el mudallo
se guarda orden y concierto entero.
Al fin del juego por mi cuenta hallo
que en saco el peón entra primero
y al rematar, los bienes y los males
de aquesta vida, todos son iguales."

Donde también encontramos la sentencia moral ya referida:

«En tanto que vivimos, cada uno tiene su puesto en la república, con cuya variedad se compone y se conserva. Pero llegado el día de la muerte la tierra nos recibe con tanta igualdad que no hay distinción del rico al pobre. Y así es como la bolsa de los trebejos en el ajedrez, que acabado el juego todos entran confusamente en el saco. Y esto nos significa el mote francés: roys, pyons dans le sac son eguaux».

Este ejemplo, así como los versos de Ibn Labbana "No somos sino piezas en manos del destino" como las palabras de Sancho Panza, "Braba comparación... como aquella del juego del ajedrez, que mientras dura el juego cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego todas se mezclan, juntan y barajan y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura", recuerdan enormemente los siguientes versos de Omar Khayyam (1048-1132):

"He aquí la única verdad. Somos los peones de la misteriosa partida de ajedrez que juega Alá. Él nos mueve, nos detiene, vuelve a empujarnos, y al final nos arroja, uno a uno a la caja de la nada".

Versos que expresan el sentimiento trágico de una vida bajo el dominio del azar, siendo el hombre tan sólo una pieza cuyo destino se juega en un lugar misterioso y cuyo final acabará por igualar cualquier diferencia. Los encontramos evocados en el poema de Jorge Luis Borges Ajedrez:

I
En su grave rincón, los jugadores
rigen las lentas piezas. El tablero
los demora hasta el alba en su severo
ámbito en que se odian dos colores.
Adentro irradian mágicos rigores
las formas: torre homérica, ligero
caballo, armada reina, rey postrero,
oblicuo alfil y peones agresores.
Cuando los jugadores se hayan ido,
cuando el tiempo los haya consumido,
ciertamente no habrá cesado el rito.
En el Oriente se encendió esta guerra
cuyo anfiteatro es hoy toda la tierra.
Como el otro, este juego es infinito.
II
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches noches y blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

Mosaico del suelo del presbítero de San Sabino en Piacenza S. XII
Imagen encontrada en
http://www.mmfilesi.com/#13

La mano que aparece a la derecha del tablero de ajedrez en este mosaico de San Sabino, podría ser interpretada como la mano dextera (mano derecha) de Dios, encontrando una imagen alegórica en consonancia con el poema de Borges " Dios mueve al jugador, y éste, la pieza". En ella vemos como el jugador dirige su mirada hacia el lugar de donde procede la mano antes de decidirse a mover la pieza. Ésta idea me parece más sugerente iconograficamente que identificarla con las más comunes representaciones medievales del caballero que juega contra la muerte.

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En el siguiente ensayo descubrimos aspectos del simbolismo del ajedrez entroncados en la Filosofía Perenne que difieren de la única visión del hombre sometido y expuesto a los vaivenes del azar y del destino. Será la sabiduría proporcionada por el conocimiento del Arte Regia lo que brindará al hombre el dominio y gobierno de las posibilidades interiores y exteriores.


Simbolismo del Ajedrez por Titus Burckhardt


El juego de ajedrez es originario de la India. Fue transmitido al Occidente medieval por medio de los persas y los árabes. Una prueba de ello es la palabra "jaque mate" que deriva del persa (shah-rey- y el árabe mat- ha muerto).
El orden estratégico es evidente en la posición de las figuras utilizadas, igual que en la guerra en el Oriente antiguo. La tropa ligera, representada por los peones, ocupa la primera línea; el grueso del ejercito lo constituye la tropa pesada, carros de guerra (torres), caballeros (Caballos) y elefantes de combate (alfiles); el rey con su "dama" o "consejero" pe
rmanecen en el campo de las tropas.
La forma del tablero corresponde al tipo clásico del Vastumandala, el diagrama que también constituye el trazado céntrico o fundamental de un templo o ciudad. Dicho diagrama simboliza la existencia concebida como campo de acción de las fuerzas divinas. En su significado más universal, el combate figurado por el juego del ajedrez representa la batalla mítica de los devas con los asuras, de los dioses con los titanes, o de los ángeles con los demonios, derivándose de este todos los demás significados del juego.
El ajedrez es de origen brahamanico, lo prueba el carácter eminentemente sacerdotal del diagrama de 8x8 cuadrados. Los hindúes consideraban el juego como una escuela de gobierno y defensa.
Hagamos notar que los hindúes cuentan ocho planetas: el sol, la luna, los cinco planetas conocidos y Rahu, el astro oscuro de los eclipses; cada uno corresponde a las ocho direcciones del espacio. Los indios dan un sentido misterioso a la progresión geométrica efectuada en las casillas del tablero; establecen una relación entre la causa primera, que domina todas las esferas y a la que todo conduce, y la suma del cuadrado de las casillas.
El simbolismo cíclico del tablero de ajedrez reside en el hecho de que expresa el despliegue del espacio según el principio cuartario y octonario de las direcciones principales (4x4x4=8x8), y que sintetiza en forma cristalina, los dos grandes ciclos del sol y la luna: el duodenario del zodiaco y las 28 mansiones lunares. Por otra parte, el número 64, suma de las casillas del tablero, es submultiplo del número cíclico fundamental que mide con precisión los equinoccios.
Los astros simbolizan al mismo tiempo un aspecto divino, personificado por un deva. Así es como este mandala, simboliza a la vez el cosmos visible, el mundo del espíritu y la divinidad en sus múltiples aspectos.
(Mencionemos también, que en la tradición china, los 64 signos que se de
rivan de los ocho trigramas comentados en el I King. Estos 64 signos suelen estar dispuestos de manera que correspondan a las ocho direcciones del espacio. Ahí también se encuentra, pues, la idea de una división cuaternaria y octonaria del espacio, que resume todos los aspectos del universo.)
El despliegue alternativo de los cuadrados blancos y negros, pueden ser considerados como un mandala de Shiva, dios en su aspecto transformador. Los cuatro cuadrados, puestos alrededor de un centro no manifestado, simbolizan las fases cardinales de todo ciclo. La alternación de las casillas blancas y negras, en este esquema elemental, hace del equivalente rectangular del símbolo extremo oriental del yin-yang. Es una imagen del mundo en su dualismo fundamental. Son dos aspectos complementarios pero opuestos del mandala, es decir, un símbolo del espíritu universal (Purusha) en cuanto a síntesis inmutable y trascendente del cosmos. Por otra parte es emblema de la existencia (Vastu) considerada como soporte pasivo de las manifestaciones divinas. La cualidad geométrica del símbolo expresa el espíritu, y su coagulación limitativa es existencia o materia; en l
a polaridad considerada como tenebrosa y caótica, raíz del dualismo existencial. Recordemos aquí el mito de según el cual el Vastu-mandala representa un asura, personificación de la existencia bruta: los davas han vencido a este demonio y han establecido sus moradas sobre el cuerpo tendido de su víctima; así, le imprimen su "forma", pero es el quien los manifiesta.
Este doble sentido que caracteriza al Vastu-Purusha-mandala, y que, por lo demás, se encuentra de manera mas o menos explicita en todo símbolo, era como actualizado por el combate que el juego del ajedrez representa. Tal combate, decíamos, es esencialmente el de los devas y los asuras, que se disputan el tablero del mundo. El ejército blanco es el de la luz, el negro es el de las tinieblas. En un orden relativo, la batalla figurada en el tablero representa, bien la de los dos ejércitos terrenales. Cada uno de los combates en nombre de un principio, el espiritual y el de las tinieblas en el hombre, como una guerra santa. Se advertirá el parentesco del simbolismo implicado en el juego de ajedrez con el tema del Baghavad-Gita, libro que se dirige a los kshatriyas.
Se traspone el significado de las diferentes piezas del juego en el orden espiritual, estas corresponden a diferentes maneras de realizar las posibilidades cósmicas representadas por el tablero; hay el movimiento axial de las torres o carros de combate, el movimiento diagonal de los alfiles o elefantes que siguen un solo color, y el movimiento complejo de los caballos. La marcha axial que corta a través de los diversos colores, es lógica y viril. Mientras que la marcha diagonal corresponde a una continuidad existencial y, por lo tanto, femenina. El salto de los caballos corresponde a la intuición.




Lo que más fascina al hombre de casta noble y guerrera es la relación entre voluntad y destino. Pues bien, exactamente eso es lo que el juego de ajedrez ilustra, precisamente porque sus encadenamientos son siempre inteligibles, sin ser limitados en su variación. Un rey de la India quiso saber si el mundo obedecía a la inteligencia o a la suerte. Dos sabios, sus consejeros, dieron respuestas contrarias, y para probar sus tesis respectivas uno de ellos tomó por ejemplo el ajedrez, en el que la inteligencia prevalece sobre el azar, mientras que el otro trajo unos dados imagen de la fatalidad.
En cada fase del juego, el jugador es libre de elegir entre varias posibilidades, pero cada movimiento traerá una serie de consecuencias ineluctables, de modo que la necesidad delimita la libre elección cada vez más, apareciendo el final del juego no como fruto del azar sino como el resultado de leyes rigurosas.
Se revela aquí no sólo la relación entre voluntad y destino, sino también entre libertad y conocimiento: a menos que haya una inadvertencia del adversario, el jugador salvaguardará su libertad de acción solo en la medida en que sus decisiones coinciden con la naturaleza del juego, es decir, con las posibilidades que este implica. Dicho de otro modo; la libertad de acción es aquí solidaria de la previsión, del conocimiento de las probabilidades; inversamente, el impulso ciego, por libre y espontáneo que parezca en el primer momento, se revela a fin de cuentas como una no-libertad.
El arte regia es gobernar el mundo exterior o interior en conformidad con sus propias leyes. Esta arte supone sabiduría, que es el conocimiento de las posibilidades; ahora bien, todas las posibilidades están contenidas, de manera simétrica, en el espíritu divino. La verdadera sabiduría es la identificación mas o menos perfecta con el Espíritu (Purusha), siendo simbolizado este por la cualidad geométrica del tablero, sello de unidad esencial de las posibilidades cósmicas. El Espíritu es la verdad; por Ella es libre el hombre; fuera de ella es esclavo de su destino. Esa es la enseñanza del juego del ajedrez.

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Para finalizar, una fotografía que me parece un extraordinario poema visual,



el tablero de ajedrez ocupa el lugar de la partitura. ¿Que música está contenida en esa partitura? Podemos decir que toda la música está allí latente, de la misma forma que se encuentran las infinitas posibilidades de combinación por las que desarrollar una partida. Que curioso... partida-partitura parecen tener una misma raiz. Tanto el desarrollo que conforma una partida, como la música escrita en una partitura, todo movimiento, todo sonido, sus combinaciones, emanan del silencio y la quietud que estaría simbolizado por el punto indimensionado del centro del tablero.

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