Los espejos de la Hagadá
Por
Giacoma Limentani
El echo de preguntarse a sí mismo, puede suscitar en la mente la imagen de un individuo mirándose al espejo. ¿Qué otra cosa hace quien se interroga sino ponerse ante un espejo que le devuelve en todas las ocasiones imágenes idénticas y diferentes a un mismo tiempo? No obstante, y aunque se interrogue a sí mismo o a otro, la respuesta no puede dejar de reflejarse, de algún modo, en su persona, enriqueciéndola si es rica, empobreciéndola si es pobre, irradiándola de esperanza si produce esperanza, velándola de desesperación si arrebata o niega la esperanza solicitada. Con su ritmo medido por preguntas y respuestas, la Hagadá de Pesaj podría ser contemplada a través de un milenario espejo frente al que los judíos siguen poniéndose todos los años, siglo tras siglo, luciendo vestimentas de corte diferentes según las épocas y los lugares, que el ritual del Séder impone. (...)
Y así los judíos se miran cada año en sus recuerdos y en sí mismos, y el que año tras año se sienta a la mesa del Séder y mira a su alrededor, tiene la impresión de ver como la mesa a la que se sienta junto a su familia y los amigos se refleja hasta el infinito en una interminable fuga de espejos que lo lleva, gracias a los gestos que realizan, cada vez más hacia atrás en el tiempo, hasta el antiquísimo Séder con el que los judíos celebraron su liberación y, al mismo tiempo, cada vez más adelante en el tiempo hasta el último Séder, aquel en el que los hombres, finalmente unidos y hermanos, recordarán y se exhortarán antes de atravesar los luminosos umbrales de la Era Mesiánica. Esta larguísima fuga de espejos, que desde la apresurada coción del primer pan ácimo por los judíos dispuestos a romper las cadenas de la esclavitud, se espera conduzca hasta el tiempo feliz en el que la humanidad entera deje de tener prisa, y este continuo recordar y buscar en el espejo de su propia historia y su propia alma una imagen de sí mismos siempre igual y siempre necesariamente diferente, es impuesta a los judíos por la Ley de la tradición, y recuerda el leit motiv rabínico: ayúdate, que Dios te ayuda.
¿Qué imagen nos trae a la mente un hombre pidiendo ayuda? Su mano tendida hacia otra mano que la pueda sostener. Pero si ese hombre no tiene a nadie a quien dirigirse y sólo puede pedirse ayuda a sí mismo, es como si ese hombre se mirase al espejo para buscar en él su propia y tranquilizadora imagen, que le tiende a su vez la mano. Eso es al menos lo que pudo haberlo sucedido a Najsón, príncipe de la tribu de Judá. Dice el midrás (una interpretación alegórica o narrativa de los textos sagrados, característica de la tradición judía) que los judíos, encontrándose de repente entre el mar, que no habían visto nunca, y el ejército del faraón acechando a sus espaldas, se detuvieron de golpe aterrorizados en igual medida por ambos peligros. Inútilmente les gritaba Moisés que se tirasen al agua porque ésta, que da la vida, es un elemento libre en el que encontrarían la libertad. Ellos no sabían nadar y la idea de ir a caer en una muerte ignorada probablemente les asustaba aún más que las espadas lanzas y carros del faraón, con los que habían visto dar muerte a tantos hermanos suyos. Pero el más audaz de los judíos, Najsón, supo hallar en sí mismo el coraje de lanzarse al agua pensando que muy probablemente el faraón no los mataría a todos ya que, por estar necesitado de esclavos, perdonaría la vida de los más fuertes para devolverlos a la lenta, desesperada y mucho má terrible muerte de la cautividad. Najsón era un hombre cansado de humillaciones. No soportando la idea de volver a ser humillado, prefirió enfrentarse al mar. Se lanzó a él y por el solo hecho de lanzarse, el mar se abrió, abriendo al mismo tiempo el camino de la libertad de todo su pueblo.
Eso es lo que nos cuenta el midrás, pero no hay que creer jamás a pie de la letra un midrás, y éste tampoco ofrece una única clave de lectura, por lo que es hasta legítimo seguir enriqueciéndolo con añadidos y suposiciones que pueden volverlo más comprensible y pleno.
Si pensamos en Najsón meditabundo a orillas del mar desconocido, podríamos verlo meter el pie en el agua para calcular su profundidad y al no conseguir tocar fondo, inclinarse para comprobar si al menos sus ojos lograban averiguarlo. Y al hacerlo ve su propia imagen reflejada en el agua, agitada por el agua que la vuelve inasible: la imagen de un hombre libre al que ya no podrá volver a encerrar en la inmovilidad del cautiverio. Najsón se lanza al mar para alcanzar y realizar su propia imagen del hombre libre, y al contacto con el cuerpo de este hombre que, solo, ha liberado su alma del miedo, el mar se abre.
La apertura del mar es el reflejo de una vital apertura hacia el futuro que las mujeres judías habian comenzado a preparar cuando, prisioneras aún en Egipto, conseguían o se fabricaban con gran esfuerzo unos miserables espejitos para poderse contemplar y mostrarse siempre aseadas, agradables y atractivas.
En momentos tan tristes, mientras sus hombres eran destruidos en cuerpo y alma por ímprobos trabajos, humillantes y remunerados tan sólo con el látigo, y mientras todos sus esfuerzos deberían estar dedicados exclusivamente a la ya enorme tarea de obtener para sus familias un poco de agua y un pedazo de pan con los que mantener alejada la amenazadora sombra de la muerte ¿no sería frívolo, o incluso punible, que las mujeres dedicasen tiempo y trabajo en nombre de la ambición? Muchos fueron los que pensaron así, pero cuando expresaron abiertamente su pensamiento el mismo Dios, por boca de Moisés, los condenó severamente al silencio.
El midrás relata también que cuando se trató de construir un tabernáculo en el que depositar las Tablas de la Ley, Moisés recibió de Dios instrucciones muy precisas sobre cómo construirlo y adornarlo para hacerlo digno de aquello que debía custodiar. Haciendo suyo el deseo de todo el pueblo, Moisés lo habría deseado más rico y hermoso de lo que Dios le había pedido, pero, ¿dónde encontrar en el desierto los materiales apropiados para lograr que una sencilla tienda portátil se presentase como un imponente templo a los ojos de los pueblos que desconocían aún al Eterno Creador y que, se esperaba, habrían de ver muy pronto el Tabernáculo?.
Por ello se solicitó a todos los cabezas de familia que llevasen a Moisés lo más precioso que poseían, y ellos llevaron todo lo que pudieron encontrar en sus tiendas. Eligieron ellos mismos, sin consultar a sus mujeres, y eligieron juzgando cada objeto según su belleza y su valor. Naturalmente llevaron sus regalos en persona, sin ni siquiera pensar en pedir a sus respectivos consortes, que al igual que ellos se privaban de aquellos objetos para honrar a Dios, que los acompañasen. Entonces se reunieron la mujeres y fueron todas juntas a ver a Moisés para entregarle como ofrenda particular lo más precioso que poseían, que sólo a ellas pertenecían y que los hombres habían descartado con desprecio: sus miserables espejitos.
Cuando los hombres, cargados con sus ofrendas y orgullosos de ellas, las vieron acercarse, altivas y temerosas al mismo tiempo, a la tienda de Moisés se mofaron de ellas y las echaron con malos modos reprochándoles sus escaso juicio, y llegaron a acusarlos de querer contaminar la pureza del Tabernáculo con los frívolos instrumentos de la vanidad. Moisés salió inmediatamente del interior de la tienda y hablando en nombre de Dios dijo: "Necios, ¿qué puede haceros pensar que tenéis más discernimiento que vuestras mujeres? ¿Qué insensata soberbia os lleva a insultarlas, en vez de besar con gratitud sus manos y los espejos que sostienen? También ellas fueron esclavas como vosotros y como vosotros sufrieron. Pero mientras vosotros sólo pensabais esquivar los golpes del látigo y en desear la muerte de vuestros verdugos y de vosotros mismos, con la mente fija en la vida, ellas añadían a sus cotidianas fatigas el esfuerzo de hacerse espejos para poderse mirar en ellos , borrar de su rostro las lágrimas y ponerse hermosas para vosotros. Y cuando volvíais por la noche extenuados y capaces tan sólo de llorar y maldecir, esta mujeres a las que vosotros ahora expulsáis, secaban vuestras lágrimas, y con la belleza que los espejos habían ayudado a hacer florecer nuevamente, os regalaban los únicos instantes bellos de vuestro cautiverio. Gracias a aquellos instantes y gracias a las mujeres, pudisteis echar los cimientos de un mañana diferente: vuestros hijos. Nuestro pueblo no se extinguió en Egipto gracias a vuestras mujeres, y sus espejos serán conservados entre los objetos sagrados como una preciosa reliquia". Es incalculable el número de midrásicos espejos que la Hagadá vuelve hacia el pasado para preparar el futuro y hacia el futuro para construir según las enseñanzas del pasado, pero también es posible encontrárnoslos en las dos inmensas paredes del agua sólida y brillante que el mar Rojo elevó abriéndose en dos para señalar ante los judíos el camino de la libertad. Era un camino llano y suave como los instantes de júbilo, y bordeaba las dos imponentes pardes de agua que la delimitaban con dos hileras de magníficos árboles cargados de maravillosos frutos. Los ángeles del Eterno los llevaron allí para la ocasión desde el jardín del Edén, y al verlos los niños se alejaron de sus madres para trepar hasta sus ramas. Y desde ellas cogieron sus frutos perfumados, hallaron en ellos el sabor del primordial pasado inocente y comenzaron a confiar en un futuro en el que la inocencia reconquistada volverá a dar frutos tan sabrosos como aquellos. Que este futuro esté próximo o lejano depende tan solo de la vuena voluntad con que los hombres, todos los hombres, cultiven los árboles de la vida, que están diseminados por el mundo entero y que son tan numerosos como los individuos que componen la humanidad toda. Para que los esclavos recién liberados pudiesen recordar para siempre la alegría de la liberación, repentina y breve como el tiempo necesario para recorrer aquel camino que se abrió por un milagro antes de que volviera a cerrarse, las dos brillantes paredes de agua se transformaron en espejos que reflejándose, reprodujeron hasta el infinito la imagen de aquellos hombres y mujeres que gozaban mucho más de tanta alegría por no haber olvidado el dolor, y también la de sus hijos, que jugaban felices en el jardín ideal que sirve de modelo al universo futuro. Pero, ¿y los hijos de sus hijos? ¿Serán capaces, al releer cada año la Hagadá, de aferrar su significado profundo, que a la luz de aquel resplandeciente jardín se ve constantemente renovado con preguntas antiquísimas y siempre actuales? Dios conocía a los hombres, y por ello se temió que no todos serían capaces de lograrlo. De hecho en su infinita Sabiduría El sabía ya que, enumerando los cuatro convidados del Séder que simbolizan los cuatro grados de la inteligencia, el ansia de conocimento y el espíritu constructivo de los hombres, es decir, los cuatro grados de la capacidad de interrogar, la Hagadá incluiría entre ellos a los que no saben hacer preguntas. Para reducir el mínimo el número de personas incapaces de plantear y por tanto de plantearse preguntas, el Eterno Misericordioso transformó los vientres de las mujeres en transparentes cúpulas de cristal que no sirvieron de espejos, sino de ventanas. Asomados a aquellas ventanas, los hijos por venir y los hijos de sus hijos y los hijos de los hijos de sus hijos pudieron contemplar así el instante sublime que la Hagadá recuerda cada año. La Hagadá lo recuerda para señalar un futuro que poco a poco vuelve a hacerse presente, y por tanto pasado, siguiendo los ciclos del sol y la luna. Y no puede existir futuro sin los ciclos mensuales que hacen fértiles a las mujeres y guían sus manos hacia los espejos del amor para que no queden jamás lugares vacíos en la fuga de espejos del Séder.
